Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mildreth Reyes
Ilustración realizada por Mildreth Reyes

Hoy hace cuarenta años murió uno de los escritores más importantes de la literatura francesa del siglo XX, Georges Perec. Y para conmemorar a este autor tan versátil y caleidoscópico me gustaría hablar (escribir) un poco acerca de una de mis novelas favoritas suyas publicada en 1967: Un hombre que duerme. La obra está narrada en segunda persona por un joven estudiante de veinticinco años que vive en una pequeña buhardilla en París y que lentamente va perdiendo interés en todos los aspectos de su vida: sus estudios, su vida social, el mundo exterior. Leí esta obra en la universidad, creo que tenía como veinte o veintiún años, no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que resonó muchísimo con cómo me sentía y que leerlo me resultó bastante terapéutico (todavía).

Un hombre que duerme definitivamente podría considerarse existencialista y parte de la “literatura Bartleby”. El “preferiría no hacerlo” es una gran parte del argumento del libro y sin duda —al igual que en el cuento de Melville— refleja un profundo y doloroso hastío existencial, el cual estoy segura que muchos entendemos. La novela de Perec es un mar denso, oscuro y a veces asfixiante. La percepción y descripciones del protagonista, abrumadoras e intrincadas, nos envuelven en un torbellino de detalles y reflexiones sin fin. La prosa de Perec es directa, afilada y llena de matices. “Un día como éste, algo más tarde, algo más pronto, descubres sin sorpresa que algo no va bien, que, hablando en plata, no sabes vivir, que no sabrás jamás […] algo se ha roto. Ya no te sientes —¿cómo decirlo? — apoyado: algo que, te parecía, te parece, te reconfortó hasta entonces, te mantuvo cálido el corazón, el sentimiento de tu existencia, casi de tu importancia, la impresión de pertenecer, de nadar en el mundo, comienza a faltarte” (pp. 21-22).

El protagonista comienza a tomar consciencia —demasiada para su propio bien— de su propia existencia y, en su intento de diseccionar cada recoveco de esta y su propósito, termina atrapado en una espiral angustiante de sinsentido y desmotivación. Pierde interés en todo porque nada tiene trascendencia o motivo, pierde la dirección porque se da cuenta de que no hay ningún lugar al cual llegar. No hay nada nuevo bajo el sol, todos estamos destinados al mismo fin, los humanos nos encontramos ante la imposibilidad de tener certezas o un propósito a priori, comprobable. Así que decide dejar de buscar una razón por la cuál hacer las cosas y simplemente no hacerlas. Se rebela contra el impulso vital y contra la practicidad que implica vivir, y decide volverse totalmente indiferente, decide preferir no hacer nada y oponerse al sistema que lo obliga a actuar, a estudiar, a trabajar, a convivir, a que le importen las cosas, a existir. Intenta volverse un espectador imparcial de la vida y deshacerse de su propia consciencia y juicio, quiere olvidar todo y simplemente contemplar fríamente lo que ocurre a su alrededor.

La novela de Perec sigue la línea de “Bartleby, el escribiente” de Melville, de “Wakefield” de Hawthorne y de La metamorfosis de Kafka, obras que tienen en común a personajes desencantados, inmersos en un monstruoso sistema socioeconómico para el cual no significan nada y que deciden llevar la negación de vivir hasta lo absurdo. Son un gran reflejo del ánimo y espíritu que reinaban en su tiempo —segunda mitad del siglo XIX y primera del XX— ocasionados por una sociedad rígida y clasista, y una deshumanización creciente como resultado de la expansión de la modernidad, del capitalismo consolidado y de la industrialización.

Un hombre que duerme se publicó durante la segunda mitad del siglo XX, pero comparte el planteamiento de cuestiones similares. El siglo XX fue el de los grandes relatos, el de la modernidad ya establecida, el de las grandes guerras, por ello no es extraño que este estudiante de veinticinco años que se hacina en un cuartito en París comience a sentir que nada tiene sentido. Aunque se hayan publicado hace más de cincuenta años las palabras de Perec se sienten muy cercanas.

Los millenials somos la generación más bulleada, que si somos flojos, chillones, frágiles, incapaces de tener un trabajo decente, una casa, un auto, prestaciones, que nos aguüitamos por todo, bla bla. Pero la verdad es que quién tiene ganas de existir en un mundo bien triste, capitalista y al borde del colapso ambiental. La adultez es difícil, suena estúpido decirlo, pero es cierto. Hay que pagar las cuentas, trabajar horas y horas en un empleo que probablemente no nos fascina, soportar a los jefes, a los caseros, a las tías que en cada reunión familiar preguntan si ya nos vamos a casar. Hay que intentar comer bien y hacer ejercicio regularmente, mantener una vida social decente, cuidar la salud mental, curarse las gripas, las crudas, las tristezas, comprar antiácidos estomacales, aspirinas, antidepresivos. Trabajar en uno mismo, sanar heridas, traumas, intentar ser la mejor versión de nosotros que se supone que tenemos que ser. Todo esto con un fondo de las malas noticias perpetuas de este mundo podrido (y no estoy siendo dramática, basta con encender la tele y ver el noticiero cinco minutos).

A lo que voy es que, tomando en cuenta todo esto, es perfectamente entendible estar deprimido, sentir que nada tiene sentido y mandarlo todo a volar. Soy parte de las muchísimas personas que vamos por el mundo medio agüitadas, de malas y bastante desesperanzadas. En este sentido, cuando el estudiante de Un hombre que duerme piensa “tu pasado, tu presente, tu futuro se confunden: son únicamente la pesadez de tus miembros, tu migraña insidiosa, tu lasitud, el calor, la amargura y la tibieza del Nescafé” (p. 22) o “estás sentado y solo quieres esperar, esperar hasta que no haya más que esperar: que venga la noche, que den las horas, que los días se vayan, que los recuerdos se desdibujen” (p. 24), sus conclusiones me parecen de lo más lógicas y sus deseos bastante racionales.

No soy la única a la que le han dado ganas de tirar la toalla y dedicarse a ver fijamente un árbol horas, días, años enteros. Y es esto lo que se propone hacer el protagonista de la novela. Se sienta a ver cómo se desdibuja su mundo interior, como cada detalle de su buhardilla se vuelve monstruoso e inaprensible, comienza su camino para alcanzar la inacción absoluta, la vida vegetal. Manda al diablo cualquier tipo de practicidad y funcionalidad, le escupe al mundo en la cara. Si este le va a ser indiferente, él le será indiferente primero. Deja de ver a sus conocidos, deja de estudiar, reduce sus necesidades al mínimo, se ausenta de sí mismo, está decidido a dedicarse a contemplar sin ningún fin particular, sin siquiera interpretar lo que está contemplando. Toma consciencia de lo que está haciendo, que se está dejando caer en la nada y que es lo que quiere.

¿O no? Conforme va pasando el tiempo cada vez le resulta más difícil no auto-observarse, no experimentar el presente, apagar su consciencia, mirar sin juzgar, sin interpretar. No puede escaparse de sí mismo y esto, lejos de llevarlo a la plácida indiferencia que buscaba, lo hace descender cada vez más hacia una especie de terror existencial, de angustia de saberse vivo y consciente. Y entonces algo cambia. Se da cuenta de que por más que el tiempo le sea indiferente, él no puede serle indiferente al tiempo que pasa, que cambia su cuerpo, sus pensamientos.

Llega a la conclusión de que, como seres humanos, nos es casi imposible no experimentar el presente, no interpretar. Y que para lograr lo que se propone tendría que llevarlo hasta las últimas consecuencias. Si quisiera realmente huir de la realidad contemporánea tendría que alienarse de sí mismo por completo y morir, que es el único escape real de la existencia. Tendría que terminar como Bartleby, como Gregorio Samsa. Al darse cuenta de esto, su misión suicida de desprenderse de todo lo que lo vuelve humano falla. Deja de ser un mártir que se rebela contra el mundo. Su descenso voluntario al fondo termina y no le queda más que subir.

Se da cuenta de que —como había reflexionado antes— nada tiene un sentido predeterminado, que sigue no habiendo un por qué de hacer las cosas, que, siendo objetivos, somos piezas chiquititas dentro de un engranaje grotesco, que —efectivamente— hay miles de razones por las cuales no vale la pena ser. Pero también comprende que “tocar el fondo no significa nada. Ni el fondo de la desesperación, ni el fondo del odio, de la decadencia etílica, de la soledad orgullosa” (p. 127). Se percata de que “la soledad no enseña nada, que la indiferencia no enseña nada: era un engaño, una ilusión fascinante y con trampa. Estabas solo y ahí estaba todo y querías protegerte; que entre el mundo y tú los puentes se suprimieran para siempre. Pero eres tan poca cosa y el mundo es una palabra tan grande” (p. 128). “La indiferencia es inútil […] Tu rechazo es inútil. Tu neutralidad no quiere decir nada. Tu inercia es tan vana como tu cólera”.

Esta historia narrada por Perec me llena de ternura. Me gusta lo oscura y melancólica que es, que no es un discurso motivacional o un intento de convencer al lector de que vale la pena vivir. Todo lo contrario, es bastante nihilista e incluso se burla un poco de la postura del estudiante de que quiere rebelarse contra el mundo, porque al final nada tiene un sentido, ni su tristeza, ni su felicidad. Es un joven que no tiene grandes problemas hasta ese momento, que no ha sido azotado por ninguna catástrofe demoledora. Es una persona en una condición relativamente estable que intenta navegar la vida como todos.

Entonces, si de todas formas da igual lo que haga, ¿por qué echarse un peso innecesario a los hombros? El narrador continúa: “para ti, pobre Dédalo, no había laberinto. Falso prisionero, tu puerta estaba abierta. Ningún guardián ante ella, ningún jefe de guardianes al fondo del pasillo, ningún Gran Inquisidor en la cancela del jardín” (p. 127). Evidentemente, Perec no está abordando el asunto de cómo lidiar con tragedias que sí dejan una huella que no se puede sanar o de cuestiones de salud mental o de traumas tan profundos que no se puede escapar de ellos. El personaje de la novela, de hecho, habla desde cierto privilegio (pero eso es tema para otro escrito). Aún así, y aunque suene contradictorio, me parece una novela muy enternecedora, pero de esas que te pegan como un balón en medio de la cara.

De condescendiente no tiene nada, nunca valida la autoconmiseración, porque aunque se burla un poco de las pretensiones del estudiante, al final lo único que hace es decirle “no estás muerto, no te has vuelto loco”, “deja de hablar como un hombre que sueña”, o sea, “no sirve de nada que te estés martirizando y haciendo chaquetas mentales si de todas formas nada tiene sentido y la realidad ya es lo suficientemente difícil”. Y al final queda insinuada una pregunta: “¿qué más da, entonces, intentar vivir lo mejor posible?”.

Ojalá la vida fuera tan sencilla como decidir vivir lo mejor posible, pero Un hombre que duerme fue la novela que Ghada de veinte años universitaria necesitaba leer en ese momento. Y solo estoy mencionando la parte temática del libro, en realidad me harían falta muchas páginas más para hablar únicamente del estilo y la prosa de Perec. En fin, volviendo al punto, creo que lo que transmite esta obra es precioso, como un zape, un “no se apendeje”. Nada de abracitos y motivación, solo un recordatorio de que todo es inútil —la felicidad, el sufrimiento— y que, por eso, con lo que se tiene se pueden hacer cosas, algunas de ellas bonitas. Pero bueno, Perec lo dijo mucho mejor que yo.

Si ya da igual lo que hagamos porque eventualmente el mundo va a colapsar y todos nos vamos a morir… ¿qué más da intentar ser aunque sea un poquito feliz y pensarnos a partir de la ternura? No sé ustedes, pero a mí este pensamiento me tranquiliza muchísimo, aún dentro de la vorágine. Así que, Georges, donde quiera que estés, gracias por entender nuestras crisis existenciales.


Autores
(Ciudad de México, 1997) Estudió Escritura Creativa y Literatura en la Universidad del Claustro de Sor Juana. En 2018 participó en el programa de escritura Elipsis organizado por el British Council y, al año siguiente, fue parte del Women’s Creative Mentorship Project de la Universidad de Iowa. Es autora de Sapos en la lluvia (2021), colección de cuentos publicada por el Fondo de Cultura Económica en colaboración con el Fondo Editorial Tierra Adentro. Ha publicado en revistas como Sin Embargo, Este País, Armas y Letras y la Revista de la Universidad de México. Actualmente es becaria del Programa de Jóvenes Creadores del Fonca.

Ilustrador
Mildreth Reyes
(Martínez de la Torre, 1999) Estudió la Licenciatura en Arte y Diseño en la Escuela Nacional de Estudios Superiores, UNAM campus Morelia. Dicha formación le ha permitido reflexionar sobre distintos aspectos de la comunicación visual. Ilustra y escribe para anclar vivencias, pensamientos y convicciones a su mente, tenerlas presentes en su propio proceso y guardarlas a través de la forma.