Murmullo
En esta publicación combinamos los talentos creativos de Mer Bleue y Lola Ancira para desencadenar un diálogo entre la ilustración y la narrativa. La ilustración “Adivinanza” fue el detonante para el ejercicio ecfrástico, que dio como resultado un futuro precario, un visitante felino y obsequios aterradores.
Sin ponerme de pie, uso la venda que llevo al cuello para cubrir mi vista y lo llamo con un susurro apenas. Hago un cuenco con las manos y espero a que deposite el trofeo ahí.
Tarda tres segundos. Por lo general, son bultos tibios y suaves sin vida que aún conservan su temperatura. Las plumas rara vez están pegajosas. Él es certero, un relámpago que de una dentellada limpia les roba el aliento. Ahora es diferente, la sangre que cubre la mitad del cuerpo bicéfalo está fresca todavía e incluso siento sus palpitaciones calmas.
“Es un ratón”, digo. Ya que el gato haya terminado de lamerse las patas delanteras y se marche de nuevo, desapareceré el cuerpo inerte sin darle tiempo para enfriarse.
Ya no hay más que oscuridad, una noche perpetua y venenosa. Los efluvios tóxicos que arrojan las calderas acabaron primero con los ancianos y los niños. Cuerpos antes livianos se volvieron de plomo y resultó imposible sepultarlos. El escaso oxígeno se tornó dañino, tuvimos que buscar refugio. Decidimos aislarnos para soportar la catástrofe mejor, para no convertir en otra batalla mortal el simple hecho de poder respirar.
Al principio de este tiempo indefinido, los gritos lejanos eran persistentes. Las palabras alargadas en alaridos se fueron espaciando hasta convertirse en aullidos que desaparecieron en el aire viciado. Mi soledad se duplicó al saberlos indescifrables.
Si él llega mientras duermo, rasguña lentamente la madera con la pata derecha, sonido suficiente para romper el silencio. Quiero creer que me hace partícipe de su juego porque soy una espectadora reservada que obedece sin dudar.
En el momento en que despierto, la densa tiniebla se aligera un poco; por mi cuerpo entero pasean letras con una tenue luz propia que persiguen el flujo de la sangre, símbolos insistentes que buscan por dónde salir. Mantengo la boca cerrada porque temo llamar al terror, despojarme de señales que atraigan a mis famélicos hermanos.
Las siluetas a mi alrededor son objetos de contornos difusos. Y todo lo que llena mi cabeza son caracteres, evocaciones traducidas a llaves. Me pienso en sonidos fragmentados que van perdiendo su significado, su música. Destellos de símbolos me escocen, me invaden porque la palabra es la base de mi pensamiento, no puedo razonar más allá de lo que nombro. Mis llaves están contadas y siento imposible la tarea de abrir cerrojo alguno. En caso de que una de ellas acierte, las cerraduras no hacen más que mutar.
Si logro articular frases coherentes, me reprocho ser tan burda, querer con terquedad entenderlo todo con un idioma que ya resulta hostil e incomprensible, lanzar estacas afiladas como las garras del gato. Él, por el contrario, a pesar de tener armas más punzantes, no las usa contra mí sin importar que lo confronte. Aunque me he desesperado hasta las lágrimas buscando los términos adecuados, vocablos que suavicen su corazón para que acepte comunicarse conmigo, nada más me observa.
Las noches que despierto antes de que él llegue, el silencio se turba con mi miedo, los murmullos agolpados invaden el espacio y pienso que la finalidad del gato es recordarme que sigo viva, aunque su mutismo me irrita. A cualquier pregunta, su respuesta es lamerse los bigotes, mover la cola con presteza o estirarse y desaparecer.
Cuando me dirijo a él, siento su insistencia en comunicarnos de manera distinta, en dejar de lado el idioma que conozco, pero me resulta imposible. No sé de qué otra forma hablar. Si pudiera verme a través de un único ojo opaco, quizá lo entendería. Si pudiera saber qué adivina en mí, sabría por qué no abandona su minuciosa labor.
Yo misma tapié la puerta y el par de ventanas por dentro. Traje esta silla porque no quiero morir acostada. La vez que descubrí un resplandor diminuto entre las sombras, no pude emitir sonido alguno porque las letras en mi cuerpo huyeron de mi boca. Escupí un sonido incomprensible que, para mi sorpresa, lo atrajo. Conforme se acercaba, pude distinguir el pelaje sucio y enmarañado y el centelleo de su ojo. A pesar del desaliño, su cuerpo conservaba la gracia propia de un felino. Dio un salto preciso a mis piernas y se recostó. Sólo atiné a acariciar su aspereza. Era el primer ser vivo con el que tenía contacto desde la reclusión. Luego se estiró y volteó su rostro hacia el mío. Gracias a la cercanía noté que el iris de su ojo estaba cubierto por una capa turbia y, debajo, en su pecho, percibí una cerradura igual a la mía. Antes de que pudiera tocarla, dio un salto y penetró la sombra.
No ha vuelto a acercarse tanto. En sus movimientos presiento cómo recibe mi saludo, unos días amable y, otros, amenazante o agresivo. No depende de mí, son las expresiones las que eligen su propio tono. Mis pensamientos están hechos de una lengua punzante que me cercena al igual que los colmillos del gato hieren los cuellos de las pequeñas bestias.
Volvió poco después. El centelleo oscilante se detuvo antes de llegar a mis pies; vislumbré su ligera silueta con un bulto en el hocico. Lo soltó, se sentó y comenzó a lamerse una pata delantera. Ya quieto, me miró. Tomé con ambas manos el objeto que, a la brevedad, descubrí animal. Lo solté de golpe y el gato bufó. Tensa, lo volví a agarrar. Lo miré y descubrí que era un mirlo. Comprobé lo que había imaginado, la textura del plumaje de sus tres alas era suave como terciopelo. Sólo alcancé a ver la cola del gato desaparecer en la penumbra.
No sé por qué me eligió, tampoco cómo perdió el ojo derecho o la punta de una oreja. La primera vez que apareció escuché un murmullo agudo detrás de mi cuello: “¿Quién soy?”. La pregunta tocó un sitio más profundo que el recuerdo.
Solamente él ha encontrado la manera de entrar. Sus regalos, parco alimento disponible, me mantienen con vida. Su presencia muda me recuerda que mi último destino será la memoria de los que aún rondan por aquí hasta devenir en un simple nombre, en una evocación ligeramente dolorosa.
Cada visita significa un obsequio nuevo, y me ha demostrado que tener un único ojo turbio no le impide conseguir botines para mí. Él tiene la movilidad y yo el razonamiento. Para percibir el mundo como él, comencé a usar una venda que duplica la oscuridad. Y así he aprendido a llegar a un estado tenebroso que antecede al habla, un puro estado vital que no necesita comunicar ni comprender, en el que sólo se es sin mayor angustia.
Gracias a mi visitante entendí que la voz no es total, no encierra lo que representa, sino una parte de su esencia. Si al palpar una serpiente pequeña escucho detrás de mi cabeza el murmullo agudo diciendo “tarántula”, las escamas se transforman en mis manos y del cuerpo brotan patas velludas y alargadas de las que incluso puedo adivinar el color. Si en mis manos tengo una rana de piel fría y lisa, al momento de que el murmullo pronuncia “ave”, le crecen unas pequeñas alas y plumas fuertes y delgadas.
Su vista ciega parece advertir más que mis ojos sanos. Su misterio me introduce en un laberinto cada vez más intrincado. La mirada opaca me revela lo invisible, lo que no se puede nombrar. La bruma de su abismo ocular refleja mi imposibilidad de comunicarme, de deshacerme de máscaras que lo mismo me permiten pensar en lo bello que en lo atroz, artificios para interpretar la realidad.
Mi último alimento fue escaso. Apenas una porción ínfima de carne y cartílago. Al palparla, no quise adivinar qué era. Nombrarlo lo volvería real; preferí engullirlo sin pensar. Al terminar, escuché el murmullo: “Desiste”.
Siento que ya no tengo fuerza ni para mantener los párpados abiertos. Me cuesta despertar. Mis labios resecos son una costra dolorosa, mi cuerpo macilento se va enfriando desde los pies y las manos. Mis orejas y nariz arden, el aire es polvo que araña y rasga a su paso. Por intervalos, reconozco al felino recién llegado. Cada parpadeo lo descubro más cerca. Sube a mi regazo y su peso me oprime. Deja la presa y salta.
Este presente es más grande que los anteriores. Mis dedos pulgares avanzan entre el plumaje hasta llegar a la cabeza. Está lisa, no tiene pelo, y donde debería estar el pico, palpo un puente nasal. Toco unas cejas escasas y pestañas cortas, los globos oculares son pequeños. Deslizo la venda lo suficiente para poder ver al animal. Es una perdiz blanca con mi rostro y una cerradura ínfima en el pecho.
A pesar de que el gato ya no está, en el aire flota una última frase espesa que invade las tinieblas mientras se consume mi flama exigua.