Tiburones
Lo amarraron de pies y de manos y lo dejaron en la arena, mirando el mar. La soga anudada en su boca sabía a sal y mugre, a sangre y sudor.
Entre tantos pedazos de imágenes en su cabeza adolorida, el pescador le había dicho que esa playa se llenaba de tiburones en ciertos momentos del año. En la época de sus abuelos, le contó, los escualos se quedaron atrapados en unos bancos de arena al inicio de la playa, pero un grupo se arrinconó a un lado de la escollera y el faro alumbraba las aletas de noche, chocando unas contra otras, mientras se atacaban entre sí, daban vueltas y tiraban mordidas en la oscuridad.
–Una pinche alberca de tiburones, para quien quisiera meter los pies– esa fue la frase del pescador, antes de que todo se jodiera. Se reía y lo miraba muy fijo, como aguardando su reacción. Le dijo que los del pueblo se espantaron al principio, pero luego se pusieron a cazarlos. Se subían en las lanchas o se metían en la orilla, y los arponeaban. Hubo heridos y mordidos, pero ahí siguieron hasta que se los acabaron. El mar era un caldo de espuma y de sangre. Dicen que el tiburón más grande ya tenía cicatrices de arponazos de antes, que era el que más peleaba y también el que más aguantó.
El pescador le dijo que la pobreza y el hambre del pueblo se acabaron en esos días. Las casas se llenaron de carne de tiburón. Los servían en arroz, con plátanos fritos, con frijoles, con coco. Los guisaban en un caldo espeso, con sal y pimienta, en chile rojo. Hacían comilonas e invitaban a los demás. Pero después de unos días, se hartaron del sabor. Trataron de vender el pescado en las comunidades vecinas, lo llevaron con cubetas bajo grandes cubos de hielo, pero no tuvieron suerte. Aquello empezó a apestar, a llenar el pueblo de moscas, cucarachas y ratas. Al final, echaron los sobrantes podridos en un paraje a las afueras.
–Ese año muchas de aquí se embarazaron, hasta las que no podían. Mi papá nació después y salió muy peleonero. Dicen que fue por esa carne y que los hijos salimos iguales– sentenció el pescador.
Eran las cosas que decía antes de la rabia, de las preguntas. Las decía horas atrás, esa misma mañana, cuando le pareció un simple lanchero requemado por el sol, que se metía a sacar ostiones en el río, que se hundía en las aguas mostrando sus espaldas anchas y braceaba sin agotarse de una isleta a otra, o saludaba con risas y mentadas de madre a los demás lancheros en el embarcadero.
–¡Chinga tu madre, cuñado, deja algo pa los demás!
Parecía divertido y tan simple. Las señoras de la fonda donde comía le recomendaron mucho que hablara con él. Accedió a darle la entrevista como si nada después de pasearlo por los esteros y mostrarle lagartos y tortugas.
Él le dijo que era para un trabajo en la universidad y el pescador dijo que sí. Lo citó más tarde en la plaza y le dijo que lo acompañara a una casa en la orilla del mar. Bajo la débil luz del último poste de alumbrado, la distinguió como una construcción blanca y ruinosa, alumbrada por un foquito exterior.
Algo en esa soledad le extrañó y le preguntó si podían quedarse afuera.
–Bueno. Hay unos amigos adentro, les voy a pedir que me ayuden.
Un par de hombres, sin hablarle, sacaron una mesa de madera, un par de sillas, una hielera. Luego volvieron adentro.
–Lo bueno es que hay brisa que se lleva los mosquitos –dijo el muchacho, un poco más tranquilo. La ciudad le daba un radar sobre el peligro y ya había atenuado esa rara sensación. Aquello era un trabajo de la universidad y nada más. Podía levantarse e irse en cualquier momento. Su novia se había quedado en la ciudad para terminar trabajos pendientes. Y él regresaría en un par de días, pero antes, tenía que registrar el habla de la gente del pueblo para un trabajo de fonética. Esa era su intención de grabarlos, eso decía cuando le preguntaban. Lo veían en las fondas comiendo pescado y arroz, o sentado en las bancas del parque con una nieve, o mojándose los pies en la playa. No tenía secretos para ellos y después de un rato, los del pueblo empezaban los pedazos de esa historia entre murmullos. Se fue dando cuenta poco a poco, charla con charla. Lo decían bajando los ojos, o detrás de una sonrisa nerviosa.
El muchacho lo vigilaba sentado a su lado, sin decir nada. Podía oler el humo de su cigarro, aburrido, como si no tuviera otra cosa que hacer. Porque no había más qué hacer para él, con el cuerpo golpeado, con la cara rota, con el sabor de la sangre en los labios. Nada sino esperar y que llegaran los pasos y los ruidos desde la casa. Con un milagro, con una disculpa tal vez.
No quería meterse, pero el lanchero era el informante final para el reporte. Una fuente privilegiada por toda su vida en el pueblo. Se veía que lo respetaban por cómo lo saludaban en la mañana, por cómo los vieron caminar en la noche y dejaron que todo ocurriera. En ese momento, ya con los miembros entumecidos y los cabellos enarenados, se dio cuenta.
Cuando se sentaron en las sillas para la entrevista, el pescador abrió una lata para cada uno. Le pareció descortés negarse y apuraron un trago juntos. El lanchero le dijo que él conservaba su propiedad en ruinas, pero trabajaba cuidando y limpiando esa casa. Le había pertenecido a un músico, que viajaba en verano y descansaba y se inspiraba tocando el piano en un cuarto con un ventanal que daba al mar. Ese músico se paseaba en las tardes por la plaza y la gente lo reconocía y lo saludaba. Los invitaba a la casa en la noche. Ahí todos lo escuchaban tocar y se asombraban del sentimiento que transmitía.
La gente coreaba sus canciones o hasta bailaba alguna, pero luego, cuando la velada avanzaba y el hombre iba vaciando botellas de cerveza y de ron blanco, empezaba a tocar para sí mismo melodías tristes donde todo parecía hacerse más oscuro. Con esas piezas, hasta el mar parecía picarse y gemir más fuerte. Entonces el pianista cantaba con una voz grave que se quebraba en estribillos cada vez más cerrados y monótonos, y la gente se volteaba a mirar. Pronto, los visitantes suspiraban y se marchaban a sus casas para dejarlo solo. El músico parecía dolido, cansado, atrapado en sus pensamientos. Nunca le conocieron una mujer ni parientes. Un verano ya no regresó y les contaron que se había matado ebrio en un accidente de coche.
El nuevo dueño de la casa era un contador en la capital, de mucho dinero.
–Los fuereños se quedaron con los terrenos más grandes. Compraron los solares a precio de ganga esos cabrones. Se quedaron con todo lo que veían abandonado acá en la playa. Pero sobre todo, les valió madre y se metieron como si nada: donde quisieron, como quisieron, ¿te contaron?
Él dijo que no, aunque lo sabía. Podía armar una historia con esos pedazos de voces grabadas. Pero no quería más problemas. Era mejor dejarlo hablar, así terminaría más pronto.
–¿No quieres tomar?
Él asintió y le dio un sorbo pequeño a su lata, el último, porque quería tener la cabeza clara. El pescador continuó su relato. Los otros tiraban las empalizadas de madera. Hacían disparos al aire y dejaban señales y recados en las puertas. Cerraban el paso del pueblo para que nadie entrara ni saliera ni pudiera comprar ni vender. También echaban animales muertos. Varios del pueblo parecían haberse aliado con los fuereños y los amenazaban por la falta de papeles y títulos. Convencían a la gente de darles lo que fue suyo por cualquier cosa. Todos esos sitios se habían inundado años atrás. Ahora estaban construyendo palapas y todos sus conocidos tenían que trabajar para los otros.
–Al final todos quedamos más jodidos –resumió el lanchero. Ya no sacaban lo mismo de antes, el mar se había enfermado, las familias estaban yéndose, los viejos se morían.
–Y luego fue lo del pasado noviembre –agregó el pescador apretando el ceño y cerrando el puño. Vació su cerveza de un trago y apretó la lata vacía, que quedó como un animal metálico muerto sobre la mesa.
–Tuvimos la inundación, se llevó todo a la chingada –continuó. Le contó que todavía, de repente, los niños encontraban ladrillos, cortinas, tablones o ropa que el mar había echado en distintos puntos del pueblo.
–Es lo último que queda, porque los cuerpos ya no suben, se los comen los tiburones, ya sabes que eso sí nos sobra– le dijo con un dejo de amargura. Los sobrevivientes llevaban esos restos de casas a una capillita en las afueras, entre las ceibas. Los más viejos estaban pidiendo que les bendijeran la capilla, porque era la única forma de que la inundación no se repitiera y las cosas mejoraran.
–¿Pero quién lo va a bendecir? Los otros cerraron la iglesia y el cura se largó. Corriendo, con todas las limosnas, como rata en la noche –le dijo el pescador. La furia empezaba a subir por el rostro moreno del hombre y a encenderle la piel. Añadió que de todos modos ese lío no podía arreglarlo Dios. Dios se encaprichaba y se apartaba cuando no le rezaban. Se lavaba las manos cuando todo eran cosas entre hombres.
–Todo se fue a la chingada cuando llegaron los otros. Ellos llegaron a chingarnos, ellos comenzaron los problemas. ¿Tú los conoces?
Alumbrado por el foco exterior de la casa, espantando los mosquitos, sentado frente a la grabadora con una nueva lata de cerveza, el pescador le pareció envejecido: se le notaban arrugas en el rostro y canas en los cabellos aclarados por la sal. Pero era fuerte, como el tronco de un árbol que no se doblaba, parecía cada vez más molesto.
Él le dijo que no, no los conocía. No era de ahí, venía de la ciudad, se lo había dicho desde el principio.
–¿Entons a qué viniste? ¿Por qué estás haciendo preguntas?
–Es un trabajo de la universidad, señor, soy estudiante.
–Apaga esa madre –le ordenó. Él apagó la grabadora y entonces el lanchero la tomó y se la metió en el pantalón.
–¿Por qué andas grabando lo que pasó aquí? No me quieras hacer pendejo. ¿Trabajas para alguien en la universidad, eres policía, eres de ellos?
–Sólo soy estudiante, de verdad, señor.
No le dijo que tenía veinte años, que todo parecía tan fácil y a la mano, que su novia lo esperaba en la ciudad, que pensaba que era libre y le gustaba la aventura de ir al pueblo y de paso enterarse de los rumores mientras hacía un trabajo escolar para mantener un promedio y su beca.
No, eso lo dijo después, entrecortado, pero fue la primera vez en que mirando las ceibas y los plátanos que se tragaban las casas sombrías, mirando los caminos del pueblo que se internaban en la oscuridad, esos rincones donde cualquiera podía perderse, sintió un miedo inexplicable de que algo le pasara.
–¿La universidad está con el gobierno o con los otros cabrones?
–No, la universidad está aparte, tiene autonomía.
–Han venido muchachos como tú, pero no estudian. A veces son de afuera, pero también de aquí. ¿Sabes qué hacen? Se paran en la plaza o en los negocios a mirar, a vigilarnos, a molestarnos. Hacen preguntas. ¿Sabías eso? ¿Te contaron?
La brisa cesó un instante y el calor se asentó con todo su peso, como una malla gruesa. O sólo fue su reacción ante aquellas palabras. Sintió el sudor brotando debajo del cabello, los mosquitos en la piel pegajosa. Prefería las historias de tiburones con las que todo había comenzado.
–Sólo hago un trabajo de fonética, señor, se lo juro. El maestro nos pide que analicemos cómo hablan aquí. Traigo mi credencial.
Cuando metió la mano en la bolsa, el pescador lo sujetó del brazo.
–Puras mamadas. ¿No vas a decir la verdad, cabrón? Has estado hablando con todos.
Se quedó inmóvil por la sorpresa. Entonces la puerta se abrió y salieron tres hombres a pararse frente a él. Creyó reconocer a algunos pescadores en el embarcadero.
–Se los juro. Déjeme enseñarle mi credencial.
–Siempre quieren sacar credenciales. ¿Crees que somos pendejos? Las consigues en cualquier parte. Ahora sí dime qué chingados haces aquí.
Miró las luciérnagas brillando entre los árboles en dirección a la plaza, se le aceleró el corazón. Pensó en los manglares oscuros a estas horas, donde podían tirar su cuerpo sin problemas. El pescador y los hombres bloqueaban sus salidas. ¿Adónde podía correr? Sólo se le ocurría atrás, a la playa, pero ellos habían crecido toda su vida en la arena y no tardarían en alcanzarlo.
–Dinos cuándo van a venir otra vez. ¿Quién te mandó?
Repitió con palabras ahogadas que era estudiante hasta que cayó el primer puñetazo. Lo agarraron entre dos. Dijo que él sólo sabía lo que susurraban las personas en los negocios, lo que le habían hecho a otros hombres, pero él no era de ellos. No venía a hacerles mal, se iría del pueblo si eso querían. Hubo más puñetazos y patadas, lentos, repetitivos. A veces con más saña, a veces con cansancio e impaciencia. Él se dejaba caer a la arena y volvían a enderezarlo. Sentía que le palpitaban las mejillas, no podía respirar, escupía sangre, trozos de dientes. Cuando alzaba la mirada sólo veía esa línea de tensión en la frente del pescador; gemía rogándole que pararan cuando se le acabó la voz.
–No soy halcón, ni narco, ni policía, se los juro, ya por favor.
–Entonces nadie va a responder por ti –respondió el pescador. –Conozco a los pendejos como tú. Vienen y paran las orejas y corren con los chismes. Luego regresan con rifles, muy chingones, a sacar a las gentes de sus casas, a tirar las huertas, a madrear a los viejos, a llevarse a las niñas. Por eso los quemamos hasta que chillen como puercos. Antes les cortamos los huevos si son violadores. Y luego, al pinche mar, a que los tiburones se atasquen con su pinche carne de traidores.
Sintió que le hablaban olas de sangre de padres y abuelos que pedían su venganza, el pago de abusos pendientes. Era un pueblo pobre, un pueblo olvidado con un mar y un faro, con gente amable que servía pescado en sus fondas, que te hablaba bien si dejabas buena propina. Por eso lo había elegido, era fácil hacer el trabajo ahí.
–Me están confundiendo, se equivocan, vean mi credencial, llamen a mi casa.
Lloró y suplicó que se detuvieran cuando lo amarraron, lo amordazaron y lo llevaron detrás de la casa, con los mismos brazos macizos y fuertes que le habían desfigurado el rostro y, horas antes, habían sacado ostiones para él y le habían tendido una cerveza. Lloró y se preguntó qué había hecho, si él era parte de todo, de aquel sistema, de los otros. No creía en un Dios, no sabía cómo rezar, la mente sólo se repetía que todo debía ser un error, no podía estar pasando, iban a darse cuenta, a pedirle disculpas.
– Quiero que entiendas algo, pendejo –le dijo el pescador antes de dejarlo tumbado. –Lo que te dijeron es cierto. Nosotros sacamos a los traidores y les quemamos las casas. Después de sus chingaderas, igual que tú, esos cabrones chillaron y pidieron por su vida, pero no los pelamos. Los desnudamos, los atamos a un árbol y los matamos a machetazos. Después es bien fácil, ya sabes cómo se alocan los pinches tiburones con la sangre. Pero no tiene caso gastar tanta fuerza contigo. Eres un pinche pendejo nomás. Será el paraje o al mar, lo que me digan ahorita. Vamos a defendernos de ustedes hasta que nos lleve la chingada, hasta que todos estemos muertos, que le quede claro a tu pinche gente.
–Llame a mi casa, por favor, llame.
Lo dijo con el último hilo firme de voz, en la claridad del dolor. Entonces, pudo escuchar que le ordenaba al muchacho que lo vigilara. El pescador agarró su cartera y se perdió fuera de su vista. Él entendió que harían una llamada y lo dejaron caer como un bulto frente al mar. El mismo mar donde una noche antes, se había sentado bajo un techo de palma y había mirado el amanecer. Acostumbrado a la falta de estrellas y las noches nubladas en su ciudad, las tonalidades del cielo y las graduaciones de la oscuridad a la luz le habían parecido un milagro. El aire suave agitaba la fila de palmeras frente a la costa. Incluso había notado el cambio de marea, como si el mar recogiera su sombra. Todo parecía tan bello y pacífico entonces. Había metido las manos entre la arena fresca y sentido tanta vida. Ahora, esos mismos cangrejos juguetones del amanecer lo recorrían, lo pinchaban, aflojaban su carne.
No supo por qué, entre el silencio de su cuerpo abandonado y el rumor de las olas, luchó por convencerse de que todo iba a aclararse. Y de pronto, en la maraña repetitiva de su mente, pensó en la última parte de la historia del músico. El pescador le había dicho que habían tapado el ventanal donde el pianista veía las olas porque la gente tenía miedo, decían que aún escuchaban sus canciones tristes, sonando suaves y enfermas en la playa. Por eso nadie se acercaba a la casa, porque cargaba con un alma en pena y ya qué más daba sumarle más. El contador ya ni se paraba en aquellos lugares, temía por su vida.
Canciones tristes y oscuras, canciones de muertos para los muertos, pensó. Se escuchó gemir, ya agotado de todas las lágrimas, que milagrosamente volvían a sus ojos entrecerrados y arenosos. Percibió una tonada. Música que se iba haciendo furiosa, más grave y más rápida, enchinándole la piel, música que le aletargaba la sangre, que venía desde el mar y su oleaje y se le metía en la cabeza.
Entonces hubo ruidos detrás y se abandonó cuando lo jalaron de los cabellos y el pescador le dijo:
–Ya estuvo, cabrón. Vamos a nadar.
Este cuento fue el ganador del Premio Nacional de Cuento “Beatriz Espejo” 2019