Memorias de un preso político
Editar tiene sus casi nulos privilegios. Pronto saldrá de imprenta un libro de Fiódor Dostoievski, Memorias de la casa muerta, una crónica autobiográfica que el entonces joven escritor, disfrazó de novela para evitar la censura (la misma censura que ya lo había llevado a prisión). Mientras lo leí, en un proceso en el que ya no tenía tantas marcas de corrección, luego de que ya había sido cotejado, formado y habían disminuido las notas al pie, pude descubrir por fin la primera gran obra que era: ahí ya estaba casi todo el Dostoievski maduro.
No es el tema de este breve escrito hablar en general del novelista ruso, de su obra y su siglo. Más bien me basta con referir que al final de la extensa y aparentemente dispersa relación de las cosas que ocurrían durante su condena, Dostoievski consigue relacionar la naturaleza de los reos culpables de crímenes atroces, la tensión social de una monarquía agonizante aunque poderosa con el carácter esencial de la reclusión.
Lo hace en dos en los últimos capítulos «El marido de Akulka (Relato)» y «Los animales del presidio». En el primero, un preso le confiesa a otro cuál fue el motivo de su arresto. Había matado a su esposa. A diferencia de un crimen conyugal causado por los celos, digamos, «presentes», el criminal había matado a su esposa por un rumor de su pasado que nunca pudo olvidar. Su interlocutor, Cherevin, que llevaba preso más tiempo que él, en vez de desconcertarse, le responde así:
—Una vez yo sorprendí a mi mujer con un amante. Así que la llamé al cobertizo y doblé unas riendas. Le dije: «¿A quién le hiciste tu juramento? ¿A quién?». Y ya estaba dándole con las riendas; estuve sacudiéndola bien sacudida durante hora y media. Y ella entonces gritaba: «te lavaré los pies y luego me beberé el agua». Avdotia se llamaba.
Dostoievski pone en boca del marido ultrajador la súplica de Avdotia, que ofrece la sumisión a cambio de acabar con su suplicio. En esa súplica se resume el carácter de la prisión siberiana en la que el preso político Fiódor Dostoievski cumplió su condena: el castigo físico quiere imponer una contrición inexistente, que se transforma en un sometimiento si no moral al menos material. A los reos se les condenaban en aquella época a cientos de azotes. Dostoievski nos quiere decir que en una prisión se quería que el reo terminara por decirle a su verdugo: te lavaré los pies y luego me beberé el agua.
En el capítulo de «Los animales del presidio», podemos leer una descripción aparentemente inocente de todos los animales que pasaron por la cárcel mientras el protagonista estuvo preso. Un borrego que era útil por su lana, un perro apaleado, un caballo de carga reemplazado por otro más fuerte; por último, un águila herida de un ala, que se arrincona a la sombra de los muros, que picotea cuando se le acercan y que no se deja tocar, que espera meses para recuperarse, meses para poder volar de nuevo y que, justo cuando creía que no iba a sobrevivir, vuela lejos de la prisión y los reos la ven huir, envidiosos. Los hombres reclusos en Siberia, al por un momento, desean ser animales.