Tierra Adentro

Yo también le tengo miedo a las alturas, le dije, aun sin saber bien lo que estaba haciendo. ¿Recordaría, por lo menos, el lunar de mi ceja izquierda o los labios iguales a los de mi padre? La mujer, que por casualidad era mi madre, se limitó a quedarse muda. Entre el alboroto de los medios hubo una pausa. A veces la vida dura lo que un segundo, ella lo supo en ese instante. Yo alargué el brazo y me acerqué tanto como pude. La grabadora estaba andando.

Habían pasado doce años desde que mi madre nos abandonó para convertirse en una escalamontañas de mierda, de las que ganan trofeos y victorias chapadas en oro. Angelina es la mujer más buena que existe, susurraba mi padre de cuando en cuando, aguantándose el llanto en el gaznate. Jamás entendí aquel mito de su abandono, perdí la cuenta de los días sin abrazos y las incómodas conversaciones entre amigos. Crecí sin más problemas, me matriculé en una universidad barata y me convertí en esclavo de un periódico que pagaba menos de lo que mi renta exigía.

La cita era en el hotel más caro de la ciudad. Una rueda de prensa a todo lujo, ya sabes, de las que llegan sólo cuando hay de por medio premios internacionales. No me reconoció al principio, había cambiado sus rizos por un alaciado vulgar y lentes de sol del tamaño de su cara. La vi salir del elevador con el paso firme de quien conquista un continente. La prensa, desesperada por conocer su testimonio, lanzaba preguntas que ella evadía sin menor preocupación. Empezaba a inquietarme: su rostro me recordaba a todas las mujeres a las que había arrancado el vestido en un hotel como ese. Una pregunta más, gritó su asesor a todos los pobres diablos que esperábamos sus respuestas. No lo dudé ni un segundo: Yo también le tengo miedo a las alturas, grité desde mi puesto, cuidando poner en mis palabras el énfasis necesario. La escalamontañas guardó silencio. Abrió su bolso y de él sacó una fotografía arrugada: era mi padre sosteniéndome en brazos, al borde de la cama. Tomó su pluma: hizo un garabato que bien pudo ser su firma. No dijo más. Se acomodó los lentes y siguió respondiendo preguntas sobre su prolífica carrera como deportista.

Titubeé. En la parte trasera, el autógrafo de Angelina Padierna, una deportista cualquiera. Guardé la fotografía entre mis cosas, acabé la reseña y salí con el vértigo de quien se levanta de la cama para entrar en la caja de un velorio.

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