Confesión
Tras varios minutos de estar frente al aparador lleno de frascos de diversos tamaños, observando detenidamente el interior del establecimiento, reconoce a otro hombre con la misma ocupación, pero cuya atención se centra ahora en él. Ambos, a una distancia comprometedora, empiezan a realizar movimientos que delatan su incomodidad. Es el del abrigo negro y raído quien inicia la breve conversación:
—El aroma particular de esta calle atrae a cualquiera, a cualquiera que haya perdido a alguien de por vida, quiero decir. A alguien que por más que se quiera o por lo profundo que llegue a ser el sufrimiento, no volverá a aparecerse jamás, al menos no más allá de los recuerdos. Esa esencia es la de la melancolía, ¿no la reconoces?
Tenso, el hombre de la gabardina café carraspea un poco para contestar:
—Durante meses se lo atribuí a mi alucinación, a esa necesidad de encontrar señales por doquier para constatar que en realidad no ha desaparecido, que mi soledad es momentánea y sólo basta mirar hacia el sitio indicado en el instante preciso para reafirmarlo.
—Décadas atrás, cuando el visionario padre de Jean-Baptiste Grenouille la inauguró, su finalidad era luchar contra la nostalgia al duplicar las notas aromáticas de los difuntos, crear lo más parecido a una copia fiel y conmovedora de los que ya no están. La única razón por la que no he requerido de sus servicios es porque el aroma que necesito permanece únicamente en mi memoria y, a pesar de múltiples intentos, no he encontrado la forma de extraerlo, así que me conforto buscando algo similar al consuelo en los rostros de sus clientes.
—No creerías por todo lo que he pasado para llegar hasta aquí, y siento que dar algunos pasos y empujar una puerta es el acto más irrealizable.
—Te sorprendería más saber cuántas personas pretenden vivir con tranquilidad hasta que dejan de ignorar la pesadumbre y se quiebran. Hay quienes incluso afirman que esto sólo es un engaño, pero es una mentira que los acerca poco o mucho a la felicidad. Seguramente en esa bolsa de tu gabardina, de la que no sacas la mano ni por error, traes alguna joya o prenda pequeña que ha quedado impregnada por la mezcla precisa del perfume y la esencia natural de alguien en particular, pero no estás seguro aún de querer ser dueño de esa presencia invisible y penetrante, de saber que con un dedo podrás invocarla y esparcirla por la sala, en tu habitación o donde lo creas irremediable o necesario.
—¿Crees que sea posible imitar el aroma de un hogar fulminado por las llamas de una catástrofe deliberada, alimentadas también por el cuerpo de uno de sus dos habitantes?