Tierra Adentro
Wren de Antonio, dominio público, vía Wikimedia Commons

Afirmar que la literatura es una de las maneras de la memoria es una aseveración quizá inevitable, y por inevitable me refiero a que forma parte del lugar común de las cosas que dicen sobre ella. Sin embargo, aunque sea una vía tramposa para sonar medianamente reflexivo sobre lo que es la literatura, soy partidario de que algo tienen de certidumbre los lugares comunes. Yo creo fervorosamente en algunos, por ejemplo, además del anterior, creo que los libros sí hacen algo con uno, aunque no sé muy bien qué, o que el tiempo es una panacea, o que el futuro son los niños, aunque no sepa cuándo nacerán esos niños. Ahora, regresando a mi primera idea sobre literatura y memoria, asumo totalmente que no se puede escribir sin todo el proceso catastrófico, impreciso e inesquivable que es recordar. Y para poder recordar, se tiene que vivir, pues no hay más, este es el precio: se vive en una eterna fuga, para que alguien —con demasiado ocio o voluntad— construya o deforme algo y lo vuelva un presente indisoluble bajo los términos que una obra exige para ser lo que tenga que ser.

Ricardo Piglia dice en sus diarios o los de Emilio Renzi, según el lado de la ficción que menos les cause susceptibilidades o vértigo, que los libros de un autor, directa o indirectamente, se pueden atender como su propia autobiografía. Aceptemos que solo se puede escribir una autobiografía si se fue paciente como para vivir, y, aún más que eso, vivir cualquiera puede, si se fue lo suficientemente insensato como para recordar y reacomodar todo el dolor y la alegría y lo que reside en medio de esas dos cosas en palabras. Y sí, dije insensato, porque escribir, pienso, no es la decisión más racional que pueda tomarse, pero qué bueno que se han tomado decisiones así, porque de otra manera, la vida, o eso que pasa entre un llanto y otro sería aun más insoportable.

Aquí me refiero a lo insoportable en su sentido más apegado a la propia palabra. A una vida sin soportes, a una vida que no tiene donde reposarse a sí misma, y, por lo tanto, aplasta más a quien vive. Bajo esta dinámica, puedo decir que la literatura, como el resto del arte, nos provee de alivio, momentáneo quizá, pero alivio al fin. Es más fácil recorrer una escalera con un pasamanos disponible. Y sé que todo esto me conduce a una malformada y contraproducente justificación del arte y la literatura. Pero supongo que, después de todo, tomando distancia de la reflexión sobre qué es lo que lleva a alguien a escribir, la inquietud que se sobrepone, la inquietud última, es la que indaga qué es lo que nos lleva a nosotros a leer. Sin temor a sonar particularmente ingenuo, leo porque necesito algo de donde agarrarme cuando bajo por las escaleras en medio de la noche. La noche, – por favor, inserte aquí el símil -.

Sin embargo, tengo que hacer una aclaración: aquello que nos sostiene no puede ser elegido. Llega por pura casualidad, una tarde de martes cualquiera, a la mitad de un movimiento nada preciso que habita en nuestros pies, y que, sobre todo, no conoce la dirección de lo que estamos haciendo. A mí, por ejemplo, me pasó en la azotea de un hotel, exactamente a finales de noviembre, y por supuesto, en martes. Y al menos por ese día en que terminé de leer Me acuerdo de Joe Brainard, la vida fue un poco más soportable.

Lo anterior a mí me parece suficiente para decirle a alguien por qué sería valioso leer el libro de Joe Brainard, porque pienso que hay obras que lo único que quieren es ser leídas y que uno se calle, y se disponga a repetir con esa voz en la cabeza, que uno no sabe si es suya o de Dios o de alguien más, línea por línea, hasta que algo se mueva dentro de uno hacia un lugar que para cada quien tiene distinto nombre. Ahora, si no tuviera alternativa y mi única opción fuera contradecir este principio, diría que, a parte de mi momento con Me acuerdo, en la azotea del Aránzazu, que era en realidad una explanada cubierta de muebles viejos y por lo menos unas cien tazas de baño dispuestas como dominó de pura mula blanca, este libro es uno de los retratos más precisos que le han hecho a la memoria. Y esta sentencia, aunque suena terriblemente cursi, o cargada con la misma emoción de taller literario de biblioteca municipal en sábado, no puede ser de otra forma, porque eso es lo que hizo Brainard. ¿Y cómo lo hizo? Bueno, pues patentó una forma sintáctica tan pegajosa por surgir de la oralidad pura, que por su mismo modo de articularse es, de hecho, la construcción más recurrente para aludir a la memoria en el lenguaje coloquial, porque interpela y le exige a nuestro narrador interno a confesarse a sí mismo. Confesión que le da orden a nuestro mundo, al visibilizar lo que somos de acuerdo a la distancia de lo que ya no somos; así, hasta que se le hace saber al otro, quién o qué es lo que permanece, un otro que no necesariamente habita fuera de los límites de nuestra carne.

Esta construcción sintáctica de la que hablo es el título del libro. Pensemos, me acuerdo, permite sin ninguna restricción evocar cualquier cosa bajo su universo de dos palabras. Admite lo que sea, y es esa atractiva permisividad de la frase, la que, a pesar de su laconismo, contiene en sí todas las posibilidades de la vida de una persona en tanto que pueda ser narrable. Desde aquí es todavía más visible que ya no es importante decir otra cosa del libro de Joe Brainard, porque su objetivo está luminosamente inaugurado desde la frase que muestra al yo narrándose como la motricidad única y suficiente de la obra. Pero siendo técnico, Brainard en este libro se acuerda de él y de las cosas que significan su vida, alrededor de 1,500 veces, en composiciones que inician con la construcción sintáctica de me acuerdo…, seguida por una breve narración, y cuando digo breve, me refiero a composiciones de entre dos o tres oraciones la mayoría de las veces (con sus excepciones que no rebasan un párrafo de 12 líneas).

El libro inicia así, Me acuerdo de la primera vez que me mandaron una carta en uno de esos sobres donde decía -Devolver a los cinco días a- y de que pensaba que a los cinco días tenia que devolver la carta. Y así continuará enunciando sin patrón ni orden definido recuerdos que están compuestos por diferentes cuadros de su vida. Tales rememoraciones se componen tanto de escenas de la niñez, como de momentos que retratan su sexualidad, así como de imágenes sobre la relación con su familia o amigos, o situaciones alusivas a objetos, actrices, escritores, cantantes o sensaciones sin especificar la edad en la que se fijó la memoria de esas imágenes. Me acuerdo de lo chica que se te queda la polla cuando te quitas un bañador mojado. O momentos históricos de Estados Unidos como la muerte de Kennedy, o de Marilyn Monroe, o la propia segregación racial. Me acuerdo cuando los negros se tenían que sentar en la parte trasera del autobús. O momentos inclasificables que forman parte del mismo corpus de recuerdos, y que retratan la vida de Joe. Me acuerdo de cuando creía que era un gran artista. Con esto, alguien podría decir que se trata de un libro carente de estructura, desde su apreciación más peyorativa, porque no tiene principio ni fin alguno, y que es un esbozo, quizá en el mejor de los casos, exhaustivo pero que divaga sin cohesión alguna sobre la vida de alguien. Y estaría de acuerdo si la vida de una persona solo fuera la descripción tan reduccionista que es la delimitación en las etapas de nacer, crecer, reproducirse y morir. Bajo esa perspectiva la composición que cierra el libro Me acuerdo de un sueño en el que conocía a un hombre hecho de un queso amarillo muy blando, y cuando fui a darle la mano, me quedé con todo su brazo, no pareciera marcar correspondencia alguna con el principio que exige una temporalidad estricta respecto a una estructura tradicional de la narración, esa que está buscando siempre un desenlace consecuente con lo que se ha contado. Sin embargo, lo que hace Me acuerdo, no es narrar una vida, al menos no como propósito concreto, y si acaso existe un objetivo, será una consecuencia de la labor de Brainard al recrear el movimiento de la memoria. Por eso es importante decir que, si alguien se atreviera a clasificar tales experiencias, acabaría mutilando y reduciendo lo que cada una de estas escenas contiene. Porque no solo es el verbo o el objeto que se hace presente como la médula de lo que se narra. La vitalidad de este libro radica en que después de leer cada composición, queda un eco que se vuelve autosuficiente, un eco que es en sí mismo un mundo cerrado sin necesidad de algo más que lo acompañe.

Me acuerdo de que, después de mucho de aprender a hacer el muerto, nunca llegué a creer de verdad que fuese el agua lo que me sostenía. Supongo que pensaba que lo estaba haciendo por pura fuerza de voluntad. (El poder de la mente por así decirlo.) En todo caso, nunca allegué a creer en el agua.

Georges Perec discute en La vida, instrucciones de uso que las piezas de rompecabezas son elementos estériles de significado, las cuales solo adquieren relevancia y concepto hasta que logran comprometer su figura en conjunto. Me acuerdo, a pesar de que su condición fragmentaría pareciera remitir a un rompecabezas que al final nos otorgará la gran imagen, nunca pretende funcionar como un todo que se vuelve claro y homogéneo al poner cada componente en su lugar. En su libro, Joe propone que cada sentencia signifique por sí misma sin la obligada urgencia de tener que establecer una relación con cualquier otro elemento para poder significar. En Me acuerdo cada pieza preexiste al conjunto, aquí, cada frase es en sí misma el todo. Cada composición guarda dentro de sí el potencial de una vida suficiente y deseosa de ser narrada.

Lo de Perec no fue una contraposición forzada. Perec fue tan movido por el texto de Brainard que escribió su propia versión del Me acuerdo en 1978. Me acuerdo del pan amarillo que hubo durante un tiempo después de la guerra. Y esto es relevante, porque el Je me souviens de Perec, que suma 480 recuerdos mínimos, ratificó, ya de una vez por todas a la literatura, que la construcción sintáctica de Me acuerdo, genera una inercia muy difícil de esquivar. También Margo Glantz se acordará, publicando un libro con búsquedas similares a las de Brainard y Perec en el 2014. Me acuerdo que cuando tenía quince años leí sucesivamente Palmeras salvajes de Faulkner (traducido por Borges o por su mamá), Crimen y castigo de Dostoiewski y Madame Bovary de Flaubert. No he podido volver a leer ninguno de esos libros, no soporto su final infeliz.

Quizá de lo más remarcable del libro sea que al leerlo se genera una correspondencia entre la vida de Joe y la tuya, porque el libro traza un itinerario tan meticuloso de lo que implica la vida de alguien, que es imposible no encontrarse de alguna u otra manera interpelado. Y este gesto es de una complicidad enorme, tan enorme que es como estar hablando con un amigo sobre lo que sea, y después de contar una historia, te dijera que deberías escribirla para que no se te olvide, mientras los dos beben cerveza arriba de una troca oyendo Wanted Man de Bob Dylan con Johnny Cash. Supongo que no hay condición más importante que esta para que la literatura siga moviéndose hacia donde quiera que vaya.

Así, lo que pasa es que cuando Joe Brainard dice Me acuerdo de mi primer cigarrillo. Era un Kent. Arriba de una montaña. En Tulsa, Oklahoma. Con Ron Padgett, yo también me acuerdo de mi primer cigarrillo. Era un Faro. Arriba de la caja de una troca Ford 88. En cd. Cuauhtémoc. Con Julio y su hermana Alexandra.

Descansa en paz, Ale.

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Portada de "Operación al cuerpo enfermo", Sergio Loo. Ediciones Comisura, 2023.
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