Madres terribles: lo monstruoso femenino en la cultura japonesa del horror
En Japón, durante el verano, el calor es sofocante. Es el tiempo de las ropas delgadas y los abanicos, de los mosquiteros que permiten dormir con las ventanas abiertas y de las yukatas que permiten pasear bajo el amparo de los paraguas. Esta condición ambiental no solo afecta la moda, o las costumbres civiles para dispersar el calor, sino que también tiene su efecto en las producciones culturales. Particularmente, el caso del teatro y su relación con el clima es notable. Dependiendo de las condiciones climáticas, la naturaleza de las obras varía en cada estación. El crítico Richard J. Hand nos introduce en esta fascinante característica de las temporadas teatrales:
El género de las obras representadas en el escenario kabuki está dictado por las estaciones: a las obras celebratorias en la primavera les siguen las obras situadas en los distritos de placer o los palacios; en verano y el otoño temprano, las obras violentas o de fantasmas son populares, siguiendo la lógica de que el clima caliente puede ser atemperado con obras que “envían escalofríos en los huesos de la audiencia”.
La mano helada de la muerte se posa sobre los espectadores y, acaso por un minuto, el tremendo sol japonés deviene en mero accesorio que favorece el paso de los fantasmas. El verano ha llegado y, con él, el momento de los relatos 怪談 [kaidan].
Aunque los kaidan se popularizaron en el periodo Edo (aparecieron en el siglo XVII, y desde entonces han sido reproducidos a lo largo y ancho del archipiélago), llegaron a nuestro imaginario hace relativamente poco tiempo. En 1904, el escritor Lafcadio Hearn publicaría su célebre Kwaidan: historias y estudios de cosas extrañas, libro que sería traído a nuestra lengua cuatro décadas más tarde, en la ya legendaria colección Austral. Cuentos extraños, siniestros, que suelen estar poblados por seres mitológicos —como los llamativos yōkai—, o por espíritus y otras apariciones que vienen a advertir a los vivos sobre los rencores y venganzas que habitan el mundo de los muertos.
Aunque se le relaciona con los relatos de terror en un sentido más amplio, podríamos considerar el 怪談 [kaidan] como un género en sí mismo, pues se construyó a partir de una estructura peculiar elaborada a partir de una serie de características narrativas únicas y particulares. Así lo expresa el crítico David Thomas Reeves: “Los aspectos de los “relatos de lo extraño” que son el origen de la palabra kaidan permiten una serie de distintos tipos de trama que se unen en un solo tipo de historia, y cuya designación es en verdad la única forma de capturar el sentimiento de estos cuentos en su totalidad” (p. 19). No son los típicos cuentos de fantasmas, sino que el espectro de sus argumentos va mucho más allá y abarca cualquier resquicio donde se encuentre lo siniestro.
La crítica Noriko T. Reider, una de las más importantes estudiosas de este género a nivel mundial, llevó a cabo un análisis lingüístico de los caracteres que componen este término. En primer lugar, 怪 [kai] designa lo extraño o misterioso; es decir, el elemento siniestro que es característica fundamental en estas obras. Igualmente atractivo para los estudios folclóricos es el caso del segundo carácter 談 [dan], que podríamos traducir como conversación o relato, pero que encierra además el carácter oral de estos textos. “Dan 談 tiene un significado similar a hanashi 話 o katari 語り (i.e., ‘hablar’ o ‘narrativa recitada’). En pocas palabras, kaidan significa literalmente ‘una narrativa de lo extraño’. Como el carácter dan en kaidan indica, los elementos orales son importantes, pues remiten al papel de los contadores de historias que iban de pueblo en pueblo y cuyo papel fue fundamental para la propagación de los cuentos de este estilo”.
Los personajes y las historias penetraron en diversos estratos culturales: tanto en lo pictórico, en donde fueron representados por artistas del ukiyo-e —tales como Tsukioka Yoshitoshi y los maestros de la escuela Utagawa, como Hiroshige y Kuniyoshi—, como en lo literario, pues muchos autores del teatro kabuki o de textos narrativos dedicaron un importante número de obras a explorar este género. Sobresale, por ejemplo, el caso de Akinari Ueda, cuyos Cuentos de lluvia y luna constituyen una de las colecciones más populares de este género que ha llegado hasta nosotros.
En un país con un folklore tan rico en monstruos y apariciones, el desarrollo de estos relatos tuvo muchas facilidades. Sus personajes y tópicos se diversificaron y, aun en nuestros tiempos, podemos encontrar un gran número de producciones de este tipo en el manga, el anime, el cine y la literatura. No obstante, dentro de todos los temas y personajes que se transformaron en tópicos para estos relatos, hay un elemento que me parece fundamental para entender cómo se construye el horror en el kaidan: el fantasma femenino.
Para analizarlo, he elegido una de las obras más relevantes del género, que narra la historia del más importante fantasma vengativo de las letras japonesas: la temible Oiwa san.
Yotsuya kaidan, la conformación de lo monstruoso femenino
Hacia el minuto 52 de la película Tōkaido Yotsuya Kaidan (1959)1, el protagonista, el samurái Tamiya Iemon, bebe una breve taza de té en uno de los salones de su casa. Se le ve meditativo: está a punto de pasar su noche de bodas con su nueva mujer, Oume, pues no hace mucho tiempo que el samurái ha enviudado. La escena transcurre en una quietud que no tarda en ser rota por una voz ominosa: se trata de Oiwa, la recién fallecida esposa, quien lanza la siguiente advertencia desde la ultratumba: “伊右衛門どの、よくのこの私に毒を飲ましたな [Iemon-dono, yoku no kono watashi ni doku wo noma shita na, Iemon-dono, ¿cómo pudiste ser capaz de darme a beber veneno?]”.
Sobresaltado, Iemon mira en rededor para comprobar que se encuentra completamente solo. Tratando de recomponerse, vuelve a su taza de té y, un instante después, mira hacia arriba, donde acecha el horror. En el techo del cuarto, el fantasma desfigurado de Oiwa lo mira atentamente. Lo acecha. Armonizada por una música tensa, la muerta se dirige de nuevo a su exmarido: “この恨み必ず晴らしますぞ [Kono urami kanarazu harashimasu zo, Desataré todo este rencor (contra ti), no tengas duda]”. Con esta frase, Oiwa condenará a Iemon, interpretado por Shigeru Amachi, a una maraña de horrores, y lo perseguirá durante el resto de la historia hasta conducirlo a la locura.
La escena pertenece a una de las más célebres obras del 怪談 [kaidan] en el periodo Edo, el 四谷怪談 [Yotsuya kaidan]. Ubicada en Edo, en uno de los barrios occidentales, el Yotsuya kaidan ha fascinado al público japonés desde su primera aparición, escrita por el dramaturgo Tsuruya Nanboku IV. El argumento está basado en un crimen que ocurrió a principios del siglo XIX y narra la historia de la joven Oiwa, hija de un samurái poderoso, quien, por engaños de su marido —el samurái Iemon—, se ve arrastrada a una vida de miseria y maltrato de la que no encontrará salida sino hasta después de la muerte. Sin embargo, como es común en los kaidan, la muerte no es el final para las apariciones de este personaje: luego de una vida como esposa abnegada y sumisa, Oiwa encontrará en la muerte una herramienta para liberarse del yugo matrimonial; procederá así a vengarse de Iemon, de la joven Oume y de todos aquellos que tuvieron algo que ver en su asesinato.
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En el diálogo de la escena mostrada, Oiwa emplea un término sumamente complejo, que se ha transformado en un tópico del horror japonés: el sustantivo 恨み [urami]. El término —que podría traducirse como “rencor”, aunque su significado es mucho más complejo— aparece por primera vez en el万葉集 [Manyōshu], la colección de poemas más importante de las letras japonesas, que data de la época Heian (794-1185 d.C). Esto significa que ha estado presente en el imaginario japonés, por lo menos, un milenio. De acuerdo con el diccionario etimológico japonés, 日本国語大辞典 [Nihon kokugo daijiten] (1948), el urami se define como “odiar a las personas que han cometido cosas terribles contra uno mismo” o como “las emociones de repulsión y resentimiento contra las propias circunstancias”. No podemos traducirlo directamente como “odio”, pues el japonés tiene ya otra palabra designada para esta emoción, 憎しみ [nikushimi]. El 恨み [urami] va más allá, se trata de un sentimiento que incluye el憎しみ [nikushimi], pero también la indignación o repulsión por las circunstancias que produjeron este sentimiento. Además, connota el deseo de venganza de quien lo posee, contra la persona que ha cometido las “cosas terribles”. (Encontraremos un sentimiento similar en la literatura mexicana, por cierto, si pensamos en los muertos que pueblan el paisaje rulfiano).
Estructuralmente hablando, una vez que el personaje femenino manifiesta esta emoción, estamos en el preámbulo de una transformación que habrá de llevarlo a convertirse en un ente monstruoso (o, más concretamente, en un fantasma vengativo). Si pensamos en las películas japonesas más populares de los últimos tiempos, veremos que el fantasma vengativo es un tópico vital para la conformación de los argumentos: en Ringu [1998] o Ju-On [1999] —que son algunas de las más grandes sagas del J-Horror contemporáneo—, el horror estaba construido en torno a la figura de una mujer. En Ringu, conocimos a la implacable Sadako Yamamura, que emergía de la pantalla de los televisores para atacar a sus víctimas. En Ju-On, la joven Kayako Saeki no dudaba en asesinar a cualquier persona que penetrara en su casa y, con ello, perturbara el violento secreto de su muerte. Ambas mujeres comparten con Oiwa, además del rencor inclemente, otra característica fundamental: se trata de mujeres relativamente normales, con una vida familiar abnegada, que habrían muerto en circunstancias injustas y violentas. El horror que las conformaba era un profundo deseo de venganza por el daño recibido, pero también una oportunidad para obtener justicia.
A diferencia de su contraparte viva, el fantasma de Oiwa no es ya aquella mujer abnegada que seduce al público —especialmente masculino— del teatro kabuki: el fantasma de Oiwa encarna la venganza, la retribución del mal recibido. Es precisamente este cambio de polaridad lo que constituye su carácter abyecto, su propia condición de “monstruo femenino”. La crítica Barbara Creed define la importancia de este concepto para los estudios culturales: “Todas las sociedades humanas [dice Creed en su célebre tratado The Monstrous-Feminine] tienen una concepción de lo monstruoso femenino, es decir, qué es aquello que tienen las mujeres que resulta impactante, terrorífico, horroroso, abyecto”. De particular relevancia resulta su análisis de cómo las definiciones de lo monstruoso, tal y como se construye en los textos de horror moderno, están sostenidos en nociones religiosas e históricas antiguas de la abyección, vinculadas con la “abominación”: inmoralidad y perversión sexual; corrupción y muerte; sacrificio humano; asesinato; el cadáver; desechos humanos; el cuerpo femenino y el incesto. Y, curiosamente, la maternidad.
El reflejo de la maternidad como algo indeseable, peligroso e, incluso, mortífero, no es casualidad: se trata de una clave para entender cómo la feminidad, o las cualidades esencialmente femeninas, han sido reflejadas esencialmente como parte de lo abyecto. Julia Kristeva atendió el tema de la maternidad como entidad abyecta y lo relacionó con las preconcepciones freudianas de incesto y tabú. De acuerdo con ella, podemos apreciar su abyección en el contexto de las primeras relaciones del individuo que odia al padre por interrumpir o bloquear la relación del individuo —no exclusiva pero sí esencialmente— masculino con la madre.
El miedo al incesto, sugiere Kristeva, no fue analizado en plenitud por Freud, quien se concentró en el miedo al asesinato paterno; existe en esta segunda vertiente, en el amor por la madre, una manifestación de un terror profundo en la psique individual: el terror a desaparecer o, más correctamente, a ser devorado por la madre:
Hay toda una vertiente de lo sagrado, verdadero reverso de la faz sacrificial, obsesiva y paranoide de las religiones que se especializa en conjurar el peligro. Se trata precisamente de los ritos de la impureza y sus derivaciones que, al fundarse en el sentimiento de abyección y al converger todos hacia lo materno, tratan de simbolizar esta otra amenaza para el sujeto que es el sumergirse en la relación dual donde corre el riesgo ya no de perder una parte (castración) sino de perderse entero como ser viviente. Estos ritos religiosos tienen la función de conjurar en el sujeto el miedo de abismar su propia identidad sin retorno en la madre.
La noción de castración se relaciona con la idea de que la mujer es capaz de “desaparecer” un pene en su interior, como si su vagina fuera una boca dentada. Al respecto, dice Creed que “Freud ligó el miedo del hombre hacia la mujer con la creencia infantil de que la madre está castrada”. Su explicación es simple: el hombre teme la capacidad de la mujer de castrarlo, tanto literal como psicológicamente, pues la vagina es capaz de hacer que el miembro masculino “desaparezca dentro de ella”. En el caso de Oiwa, Sadako y Kayako, esta castración no es solo sexual, sino que se potencia al poner en peligro la vida del hombre: asesinar a sus víctimas masculinas es una expresión de este poder castrante.
La castración también se vive a nivel social. El neoconfucionismo, heredado de China, potenciaba los valores de piedad filial y lealtad, y solía dejar mal paradas a las mujeres, reducidas a un estado de sumisión y obediencia. Aprovechando el arquetipo ideal de la mujer japonesa, Tsuruya Nanboku IV retoma a una mujer virtuosa y, por medio de la fabulación de crueles circunstancias, la transforma en un personaje distinto, el arquetipo de la mujer maligna y terrible que no se detendrá hasta conseguir la muerte de sus enemigos. Esta técnica se sigue empleando en nuestros días para construir a la mujer monstruosa. Tanto Oiwa como Sadako y Kayako resultan aterradoras para el espectador japonés pues se trata de mujeres que rompen con la pasividad de su rol establecido y establecen una nueva realidad en donde son personajes activos. Ante estos ejemplos, valdría la pena preguntarse: ¿es el monstruo femenino una expresión de la libertad de la mujer? Aun más, ¿es la monstruosidad la única posibilidad para la emancipación?
A manera de corolario, me gustaría cerrar este breve análisis con otro elemento que relaciona lo monstruoso con la feminidad: el cabello negro. El cabello femenino es, en muchas de las culturas, una expresión del poder sexual. En la mitología griega, por ejemplo, el caso de la Medusa es particularmente revelador: sus cabellos son serpientes vivas que atacan a los hombres que se acercan a ella. En el caso de Japón, el cabello negro ha sido frecuentemente empleado como un símbolo para expresar la transformación del personaje femenino en un ser monstruoso.
El crítico Jay McRoy explica al respecto que “el cabello largo y negro suele ser un símbolo de la belleza y la sensualidad femenina”. El cabello negro y la sangre, en el Japón premoderno, eran símbolos claros de los celos femeninos, al grado de que el espectador japonés del teatro kabuki era capaz de relacionar los cabellos ensangrentados con una mujer celosa. En el Yotsuya kaidan, poco antes de sucumbir al veneno, observamos una escena en la que Oiwa aparece peinándose: se arregla para confrontar a los adúlteros a Oume e Iemon mientras aun está viva. Peina su largo cabello y mira cómo se desprende de su cabeza y cae en el centro de la habitación. El símbolo es claro: junto con su cabello, lo que cae es su potencia sexual, ahora muerta por causa del veneno. Esa sexualidad pronto será desterrada, cuando Iemon se case con la nueva mujer. En un arranque de ira, Oiwa arrancará el mechón de su cuero cabelludo y se queda con él en su mano ensangrentada.
Esta configuración sigue presente en el horror contemporáneo: en las representaciones de Sadako, el cabello suelto que oculta por completo su rostro furioso, ¿no es uno de los elementos que añaden un carácter siniestro al personaje? Y cómo olvidar la escena de la muerte de Tomoka, en Ju-On 2 (2003), donde el cabello de Kayako cubre por completo el techo de una habitación y termina por utilizarse como una cuerda con la que ahorcará a sus víctimas. El cabello y la sangre no tienen prominencia solo para hacer gala de los efectos especiales, o para crear una atmósfera genérica de terror. Hacen más que eso: le dan a la transformación del fantasma vengativo un valor particular que evoca la larga línea de representaciones premodernas de lo monstruoso. El cabello y la sangre son símbolos irreemplazables del horror femenino.
El fantasma vengativo es, hoy por hoy, uno de los personajes más poderosos de las narrativas del horror en Asia. Los ejemplos abundan y, con ellos, la cantidad de elementos que merecen un análisis más profundo y extenso que el que me he permitido en este ensayo. Faltaría agregar, por cierto, una posibilidad de análisis que las nuevas perspectivas permiten aventurar: en lugar de ver en las Oiwas, en las Sadakos o en las Kayakos mujeres abominables que buscan hacer daño, valdría la pena ver sus versiones humanas, aquellas que fueron traicionadas en vida por las personas que amaban y que las llevaron a morir en circunstancias siempre terribles y siempre injustas. Viéndolas así, aquellas mujeres monstruosas nos ofrecen una oportunidad de reflexión sobre nuestras construcciones sociales, sobre los roles de género y sobre la represión moral, sexual y física que padecen los personajes femeninos en nuestras representaciones culturales. Desde esta reflexión, me parece, seremos capaces de elaborar nuevas formas de entender los monstruos que creamos en la intimidad.