Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mildreth Reyes.
Ilustración realizada por Mildreth Reyes.

Para Natalia García Clark

Cuando era niña, mi atención microscópica se posaba en mi piel dispareja. Un sinfín de puntitos blancos me hacían pensar en la piel de una gallina. Desde aquel entonces, mi mirada respondía a su propio sistema de juicios y comparaciones. Mi universo estaba configurado a partir de codos y rodillas resecas, una panza inflada debajo de un traje de baño de cuerpo completo; el corazón contra las sábanas frescas en una noche de verano, pasteles de lodo, un perro gruñón que no corría por la pelota; nuggets en forma de dinosaurio, taquitos de pollo dorados, disculpas con la mirada baja; masturbación, croquetas de perro y mimetismos exacerbados.

No me percibía a mí misma como una niña normal. A menudo me sentía invadida por una presencia extraña: algo parecido a un espíritu antiguo que me hacía actuar y pensar de manera desconcertante. La niñez se convertía entonces en un lugar oscuro, lleno de recovecos y pliegues sucios. Con esto no quiero decir que tuve una infancia triste ni mucho menos, pero sí incómoda, desajustada, inverosímil, cargada de una consciencia laberíntica y una memoria impecable que me asaltan hasta la fecha. Lo cierto es que por más extraño que suene a menudo me sentía invadida por la presencia de algo parecido a un espíritu viejo.

Los viejos que conocía en ese entonces eran sucios y melancólicos. Los domingos que salía a comer con mi familia los veía rumiando solitarios por las calles del centro. En aquel entonces, Rigo, el abuelo de mi prima segunda, seguía vivo. Siempre lloraba solo mirando la televisión en compañía de su perro. Gracias a dios yo nunca tuve un abuelo porque en ese entonces todos los hombres viejos tenían algo en común: me incomodaban sobremanera.

Creo que el momento en que la esencia del viejo terminó de fijarse por completo en mi persona fue cuando nos encontramos a Tato, un amigo de mi abuela, en el restaurante del club industrial. Yo estaba deleitándome con una rebanada de pastel, cuando de pronto sentí el olor a fierro entremezclado con anís y sábana pegada en la jeta, esparcirse sobre mi cuello. Lo sentí aproximarse aún más cerca; cerca de mi oreja para a darme un beso de flor marchita, de chiste sin gracia. Tato pegó esos labios de babosa ciega sobre mi cachete y desde ese momento estoy segura de que lo viejo terminó de impregnarse en mí.

Poco tiempo después de ese desagradable encuentro me percaté de que incomodaba a los demás con mis chistes, mis extremidades torpes, mis silencios, mis tics y mis arrebatos de llanto explosivo. Algo en mi cuerpo no encajaba en el escenario de piernas largas y abdómenes planos: por eso nunca quise ponerme bikini. Cuando una amiga me invitaba a dormir, sentía que se arrepentía en el momento en que su mamá apagaba las luces y nos daba las buenas noches. Estaba segura de que podía sentir la presencia del viejo en el cuarto.

Ahora que ha pasado el tiempo, me doy cuenta de que no puedo ser tan injusta con mi espíritu de viejo. Después de todo, él me enseñó el amor por las caminatas solitarias y por la música fuera de moda. Me heredó el capricho de coleccionar cosas y la facilidad de quedarme postrada durante horas mirando pequeños ejércitos asirios y victorianos sobre un tablero de madera. Me presentó el mundo del jardín y sus encantos secretos; la afición por las doncellas de tobillos delicados con cuerpos opuestos al mío.

Ahora acepto sus chistes malos con mayor facilidad y bebo con gusto sus digestivos favoritos por las tardes del fin de semana. Incluso me he sorprendido a mí misma extrañándolo cuando se ausenta durante temporadas largas, y hago lo posible para que no demore tanto en regresar.

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Fotografía de Victor Sounds, 2017. Recuperada de Flickr. CC BY-SA 2.0
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