La señorita Amparo. Disidencia femenina de medio siglo
Una de las principales representantes del género del cuento en México es Amparo Dávila (Pinos, Zacatecas, 1928 – CDMX, 2020), autora de los libros Tiempo destrozado (1959), Música concreta (1964), Árboles petrificados (1977, Premio Xavier Villaurrutia) y Con los ojos abiertos (2008); quien también cuenta en su haber con cinco poemarios, entre ellos Salmos bajo la luna (1950), su primera obra publicada. El Fondo de Cultura Económica lanzó sus Cuentos reunidos en 2009.
Obtuvo la medalla Bellas Artes en 2015, y poco antes de su muerte, recibió el Premio Jorge Ibargüengoitia de Literatura, otorgado por la Universidad de Guanajuato en reconocimiento a su trayectoria cuentística. Se puede identificar un interés creciente en su obra desde inicios de este siglo, en especial en la academia y el ámbito universitario.
Dávila afirmaba escribir por intuición, pues fue autodidacta desde chica y encontró un gran deleite en la literatura gracias a la biblioteca familiar, como ocurrió con Inés Arredondo y Guadalupe Dueñas (amigas y lectoras de la autora); escritoras que, al igual que ella, han sido clasificadas dentro de la generación de medio siglo junto con Rosario Castellanos y Elena Poniatowska, mujeres que publicaron principalmente en las décadas de los sesenta y setenta.
A los 26 años, animada por Alfonso Reyes, llegó a vivir a la Ciudad de México. Él fue, además, quien la impulsó a escribir narrativa. Dávila lo designó como su Virgilio, su guía en el camino de las letras. Desde la perspectiva de la autora, Alfonso Reyes se erigía ante ella como autoridad del mundo masculino, quien podía otorgar el reconocimiento e imponer las pautas del qué y cómo hacer en la literatura: las reglas del entorno literario al que buscaba pertenecer. Inserto él en un determinado sistema sociocultural, ámbito simbólico en el cual Dávila buscó reconocimiento y validación.
En su ensayo “La tensión autoral en Amparo Dávila: un estudio de la postura feminista de la escritora”, Esther Argüelles Rozada habla sobre la postura paternalista de Reyes hacia Dávila, a quien llamaba niña, así como de “la asunción de un paradigma de relaciones jerárquicas de cuidado y control”, actitud que fomenta generar estereotipos erigidos por la (supuesta) autoridad masculina.
En varias ocasiones, Dávila afirmó que sus historias partían de hechos reales, por lo que, aunque en ellas destacan algunas características del género fantástico, la autora no lo tenía en mente al escribirlas. Los personajes femeninos que abundan en su narrativa suelen estar deshumanizados, sometidos a la masculinidad hegemónica y a la violencia y dominación machista; los escenarios son cerrados y reinan ambientes sórdidos, oníricos y oscuros. Los personajes masculinos, cuando no son victimarios, tampoco son libres: están angustiados, temerosos, son presentados con todas sus fallas. En “Final de una lucha”, Dávila retrata a un feminicida desde su propia voz. Mediante el tema del doble o el doppelgänger (tan utilizado en el fantástico), la autora desarrolla la trama en la que Durán, el protagonista, termina por asesinar a una mujer tras ver a su doble actuar de la misma manera.
Las mujeres de sus historias están inmersas en su época (mediados del siglo XX) y cumplen los roles tradicionales de la mujer de su tiempo: estar al cuidado del hogar y de la familia. Están frustradas e inconformes, aterrorizadas por constantes amenazas físicas o psicológicas, son cuerpos dolientes. La opresión cotidiana, aceptada en silencio, lleva a esposas, madres, hijas y prometidas (todas ellas personajes tridimensionales, complejos) en estados de conciencia alterados a cuestionarse el statu quo y, si no a actuar, sí a trastornarse aún más hasta llegar al delirio.
Los personajes hombres constantemente desacreditan la voz y perspectiva femenina, se esfuerzan hasta lo indecible (incluido el feminicidio) para que lo establecido no se altere, para que las reglas morales y lo masculino continúen rigiendo. Dávila muestra abiertamente el hostigamiento, el acoso, el repudio y la necesidad de acallar lo femenino, de desautorizarlo por representar una amenaza que podría alterar el orden racional.
Es complicado hablar de una postura feminista en su obra porque ella misma negó partir del feminismo al escribir narrativa y aseguró que, al contar también con protagonistas hombres, su escritura no podía verse como reivindicativa. Aún así, es evidente su perspectiva de género: de mostrar y representar la situación real e injusta de la mujer en el mundo mexicano ultraconservador, machista y cristiano. Es por ello que en años recientes, se han realizado diversos análisis de los personajes femeninos en sus historias desde perspectivas feministas y de género.
Sobre esta negación del feminismo en su obra, Adriana Álvarez Rivera recopiló tanto opiniones de críticos como de la propia autora al respecto, llegando a la conclusión de que la negativa de Dávila de identificarse como feminista, puede interpretarse como un intento de deslindarse de los problemas de legitimación social que podría acarrear una obra con dicho enfoque en la época de su publicación.
En el texto “Aportaciones a la crítica feminista”, Rosa Eugenia Montes Doncel arguye que la mujer “constituye el Otro silenciado por la hegemonía”; quizá por esta razón Dávila buscó que su literatura no se asociara únicamente con un movimiento político y social enfocado en la otredad, limitando o reduciendo su obra a un tratamiento específico, lo que no niega la configuración de su postura autoral desde una clara perspectiva de género.
Alejandra Amatto ha mencionado que mientras que llamar feminista a Dávila resultaría anacrónico porque sus postulados no se pueden comprender actualmente desde una teorización de la literatura y una postura feminista de la literatura, su defensa, reivindicación y denuncia de lo vivido por las mujeres, sí puede considerarse una postura feminista: “Era una mujer de su tiempo que estaba pensando en cómo, de alguna manera, eludir, denunciar, expresar ese descontento de la situación de las mujeres en México y América Latina”.
En 1989, en entrevista con Erica Frouman-Smith, Dávila dijo: “cuando llegué yo de San Luis con don Alfonso Reyes, él me decía que tuviera cuidado en no caer dentro de un grupo o dentro de una capilla literaria porque eso perjudicaba y limitaba mucho. Que hiciera y escribiera lo que yo quisiera hacer sin límites ni compromisos. Que entre más independiente y más libre fuera tanto mejor para mi obra. Y así he procurado ser”1. Pareciera que precisamente esa libertad e independencia llevaron a Dávila a negarse a escribir el género fantástico y a no asumir una postura feminista en su obra.
En la mayoría de sus relatos, donde un suceso terrible —como la muerte o un trastorno vinculado con la locura— suele desatar la trama, impera la indeterminación. Tal es el caso del oscuro ente que trastoca el mundo de la protagonista en “El huésped” o las criaturas misteriosas que enloquecen al hombre que narra “Moisés y Gaspar”.
Dávila tocó tres temáticas con recurrencia en su obra: “se reduce a mis preocupaciones fundamentales en la vida: el amor, la locura y la muerte”. Y son precisamente estos tres temas los que definen a sus protagonistas, incluso en una misma historia: el amor (o cierto entendimiento de éste) llevado al extremo de la locura y la muerte.
Su literatura, vía de denuncia y crítica, expone desigualdades y distintas formas de violencia contra el género femenino, erige voces y/o pensamientos transgresores que cimbran a la cultura patriarcal, a la realidad construida por la hegemonía occidental, androcéntrica y blanca.
La obra de Dávila se instaura en el “siniestro social” porque muestra la violencia y atrocidades experimentadas en el espacio doméstico, como sucede en los cuentos “La señorita Julia”, “El último verano”, “Alta cocina” o, el más popular, “El huésped”.
En “La señorita Julia”, la protagonista —cuya vida es irreprochable ante los demás por tener una profesión, atender su casa, asistir a misa los domingos, tener una buena vida familiar y estar comprometida con un hombre cristiano—, es víctima del insomnio debido a que comienza a escuchar ruidos de pequeñas criaturas. Luego de un mes sin poder dormir y sufrir por una situación que no puede comprender, su aspecto físico cambia visiblemente y ella se comporta de forma errática al grado de que los demás cuestionan su estilo de vida, juzgándola duramente. Humillada, decide tomar acción contra las ratas que la agobian, pero no logra resolver el problema y pierde a su pareja y su trabajo. Sin decirle a los demás qué es lo que pasa, se da a la tarea de enfrentarse a su problema sola. Con un sutil cambio de narrador en la frase final, Dávila esclarece qué sucede en realidad y evidencia la locura de la protagonista.
El repudio a la maternidad y el aborto son temas que Dávila trabaja con maestría en “El último verano”: la protagonista, una mujer de 45 años, con 6 hijos y un esposo al que también materna y con el que no puede contar para las tareas del hogar, anhela no dar a luz a un vástago tardío. Un aborto espontáneo libera a la mujer de lo que ya intuye como otro castigo, pero esa misma liberación se convierte en su propia y fatal condena al estar inmersa en una sociedad moralista y sumamente religiosa.
El más breve de sus cuentos, “Alta cocina”, describe lo que Liliana Colanzi denomina como horror gastronómico (u horror alimenticio), “la representación de la comida como fuente de abyección y de espanto”2. El elemento crucial de este cuento es el platillo que se prepara con seres vivos que gritan al ser cocidos, chillidos que perturban al narrador hasta la edad adulta, desde la que recuerda el espeluznante suceso en su casa de infancia. A pesar de que hay algunos indicios que parecerían indicar que se trata de caracoles, no queda del todo claro qué es lo que se cocina. La atmósfera opresiva y terrorífica asedia al protagonista lo mismo que al lector, y en unos pocos párrafos, Dávila logra generar intriga, terror. El argumento del cuento es la brutalidad con la que son tratados los animales destinados al consumo humano. Un cuento que dialoga a la perfección con este relato es “La noche de la gallina”, de Francisco Tario.
Por último, en “El huésped”, la protagonista enuncia la cosificación y el aislamiento al que está sometida al tiempo que narra en primera persona el motivo de su gran desazón: su esposo, casi en su totalidad ausente, llevó a su casa (alejada de la civilización) a un invitado, una criatura con características animales que acecha a los habitantes de la casa (dos mujeres y sus hijos). Luego de que la protagonista se queja con el hombre sobre la situación, él invalida su voz etiquetándola de histérica. Cuando el acecho se convierte en una agresión física hacia el hijo de una de ellas, ambas unen fuerzas para vengarse del ser luego de estar bajo el yugo de la violencia psicológica y física. Al igual que en “La celda”, la presencia acosadora es identificada sólo con el artículo masculino él. Resalta en esta historia una oposición entre géneros que deviene en miedo, sumisión.
Aunque la clasificación más cercana en la que se puede etiquetar su obra es el género fantástico, Cecilia Eudave ha mencionado que Dávila perfiló “una modalidad distinta de lo fantástico, siendo quizá una de las primeras precursoras de lo que Carmen Alemany Bay ha denominado «narrativa de lo inusual», y que un número considerable de escritoras actuales están cultivando”3. Además, suele recurrir a narradores en primera persona, voces sospechosas que reinan en la literatura fantástica, pues no existe otra voz o punto de vista que ratifique lo sucedido.
Más allá del hecho de que en algunos de sus cuentos un evento sobrenatural rompa los paradigmas de realidad enmarcados, el extrañamiento general que impregna sus atmósferas se instaura en lo inusual, una de las modalidades de lo insólito que se enfoca en el cuerpo y la búsqueda de la identidad, en la ontológica cuestión de quién es una misma y quién el otro, lo otro.
La voz de Dávila se valió de la ambigüedad (que conlleva incertidumbre, zozobra) para impulsar los géneros no miméticos en México; iluminó a la mujer ignorada y sometida. Eligió lo extraño, lo espeluznante y lo fantástico para trastocar la forma de percibir la realidad impuesta por el hombre, ese discurso en apariencia inalterable. Partiendo de un género poco valorado e incluso despreciado en su época, eligió denunciar las injusticias por las que el género femenino estaba dominado para mostrar a los lectores otros caminos, otras maneras de habitar lo conocido. En palabras de Eudave, construyó “una poética de lo insólito personal”4.
En cuanto a las temáticas específicas de la locura y la soledad, resaltan los cuentos “Matilde Espejo” y “Tina Reyes”: en el primero, la narradora tiene el rol de esposa satisfecha con un esposo que provee, es una narradora testigo que cuenta la historia de una septuagenaria criminal; en el segundo, la protagonista es una mujer solitaria, insegura, pesimista y descontenta en todos los ámbitos de la vida y, además, debe ocultar que su verdadero amor es su mejor amiga. Las tres enfrentan de distintas formas los estereotipos femeninos: viven bajo las reglas del patriarcado opresivo a través de la negación de las emociones para lograr sobrevivir. Sin embargo, en los tres casos estamos ante una performatividad femenina que las ayuda a seguir las normativas de género, a través de lo cual pueden modificar su conducta ante la mirada externa y ser parte del constructo de realidad, donde una falsa o supuesta felicidad funge como herramienta de dominación: cumplir con los roles esperados a pesar de la violencia y sometimiento implícitos en ellos.
Partiendo de lo mimético (que establece hechos, situaciones y lugares reales) para que el lector establezca conexiones de significación, así como personajes fácilmente reconocibles en la sociedad mexicana, Dávila trastoca lo conocido mediante la incursión súbita del misterio, del lenguaje metafórico y subjetivo. Dávila utiliza el espacio doméstico como marco y contenedor para lo siniestro: seres inclasificables pero siempre perversos alteran el paradigma de realidad. Son recurrentes entonces los espacios cerrados y de reclusión como la habitación o la cocina, el jardín, el armario. Y las casas, a su vez, albergan seres temibles que representan la violencia machista. De esta forma la autora incorpora lo inquietante, lo siniestro; asocia el hogar y lo íntimo con la violencia, el temor y la crueldad. Así, el terror y el mutismo femenino ante el cumplimiento de las expectativas sociales del patriarcado llevan al límite a las protagonistas, las vuelve víctimas, nulifica su voluntad y termina por enloquecerlas.
En cuanto a lo siniestro, Freud publicó en 1919 el ensayo “Das Unheimliche”, traducido como “Lo ominoso”, donde escribe sobre la sensación angustiosa o perturbadora frente a algo que solía ser familiar, en lo que existe una sombra o particularidad que causa una extrañeza inexplicable; también denominado por el filósofo alemán Friedrich Wilhelm Joseph Schelling como lo inquietante u ominoso, o más acertadamente, “lo que debió quedar oculto, secreto, pero que se ha manifestado”. Al respecto, Tobin Siebers, en su libro Lo fantástico romántico (1989), describe el signum diaboli: “una marca o una censura antes considerada como natural se vuelve, de pronto, símbolo de lo sobrenatural”. Así, la escritura de Dávila se mantiene fiel a ambas definiciones de lo ominoso al mostrar las amenazas latentes en lo más íntimo de la familia nuclear, de ese espacio seguro que debería ser el propio hogar.
Mediante su ficción, Dávila exhibió la descomposición social en la que está sumergida el género femenino, descomposición que llega hasta estos días y el escalofriante aumento de la violencia de género. Las mujeres abrumadas de sus cuentos viven oprimidas por una sociedad que las anula e invalida. El terror y la feminidad van de la mano urdiendo tramas y un lenguaje que incita a reflexionar acerca de sus cambios psicológicos que detonan en lo social y las impulsan a reinventarse y reinventar su realidad.
Dávila palpó en cientos de páginas y casi una cuarentena de historias la realidad de su contexto histórico, sobre el que enunció: “nunca soportaría ver a una mujer humillada, sojuzgada, maltratada. Siempre haría algo, y al escribir también estoy luchando contra eso”5.
Como un relámpago, sus cuentos iluminan aún en pleno siglo XXI porque sus letras son tan vigentes (por desgracia) como hace setenta años. Con una luz incandescente exhibe la violencia normalizada en la sociedad mexicana, utilizando lo siniestro como herramienta de emancipación.
La complejidad de su literatura, donde suele haber finales abiertos y plurisemánticos, exponen otra forma de entender el horror oculto en lo cotidiano, la opresión de lo femenino encubierto por el patriarcado.
Leerla y releerla, recomendarla y tenerla presente es, ahora más que nunca, una tarea imprescindible para cualquier lector.
- Erica Frouman-Smith, “Entrevista con Amparo Dávila”, Chasqui: Revista de Literatura Lationamericana, 18-2 (1989), pp. 56-63.
- Liliana Colanzi, “Festín del horror: la comida siniestra en «Alta cocina», de Amparo Dávila”, Brumal, vol. IX, n.º 1 (primavera/spring, 2021), pp. 21-31.
- Cecilia Eudave, “Amparo Dávila: la escritura como refugio ante lo siniestro”, Brumal, vol. IX, n.º 1 (primavera/spring, 2021), pp. 11-19.
- Ibidem
- Jaime Lorenzo y Severino Salazar, “Entrevista con Amparo Dávila”, Tema y variaciones de literatura, #6, (Semestre 2, 1995), p. 120.