La literatura distópica me hace sentir bien
I
La ciencia ficción distópica es conservadora. Narrar la nonagésima forma en la que el mundo termina en catástrofe y nos aleja de imaginar las alternativas revolucionarias con las que sí podríamos mejorar el mundo. Además, advertir que el futuro será lo peor imprime inconscientemente la idea de que: “Oye, el presente no es tan malo. No deberías de quejarte. O sea, sí te vigilan, pero esto no es 1984. Sí nos falta en materia de derechos reproductivos, pero esto no es Gilead. Cálmate”.
Ergo, el escritor distópico se engaña con el trip moral de que escribe para criticar y advertir sobre los peligros de estructuras presentes. Pero, en realidad, le confiesa su amor secreto al status quo.
No hay nada revolucionario en escribir distopías. Encima, su estética se fetichiza también. Son otro producto hollywoodense, perfectamente envasable, replicable y comercializable. Sobra con recordar el boom de las distopías juveniles a inicios de la década pasada. Los juegos del hambre era edgy y era cool. Pero, ¿significó algo realmente a nivel de ideas revolucionarias?
Sería difícil responder que sí.
II
La literatura de ciencia ficción es escapista. Por eso, los lectores y escritores “serios” la leemos muy poco y la incluimos rara vez en nuestras listas de recomendaciones de lectura.
O sea, se comprende que la ciencia ficción tenga cierto interés, pero es un subgénero. Está targeteada para subculturas de geeks, no para el público en general. Es fantasiosa y, por lo tanto, es más difícil que el público la acoja positivamente porque puede percibir su abordaje como escapista.
Si la ciencia ficción quiere abordar problemas de la realidad, ¿por qué no los aborda de frente, sin metáforas raritas de aliens que nos rompan la verosimilitud a nosotros los normies?
III
Espera, ¿me estás diciendo que la ciencia ficción es escapista, aunque su vertiente distópica se la pase imaginando escenarios horribles?
¿Y también me estás diciendo que, aunque te parece que la ciencia ficción no es “para todos”, sí esperas que imagine soluciones verdaderamente revolucionarias para el mundo?
Pero, a ver, dime: ¿es siquiera responsabilidad de la ficción arreglar la realidad? ¿Por qué no le haces ese tipo de exigencias a la ficción realista, eh?
IV
Ok, probemos un tercer abordaje.
La ciencia ficción no es escapista ni tampoco es una fetichización catastrófica del futuro. La ciencia ficción es simplemente realista.
Basta con ver la realidad en este momento. 2020. Estamos en medio de una pandemia. ¿Alguien lo vio venir? Sí, precisamente los lectores de ciencia ficción. Nosotros llevamos años ensayando, haciendo terapia de choque anticipatoria para los escenarios más catastróficos. Pero eso no importa. Ahora es real y ninguna ficción nos hizo estar lo suficientemente preparados.
No hace falta ser adepto de Paty Navidad y creer que el virus es un arma creada en laboratorios o que estamos en medio de un experimento de obediencia social para instaurar el Nuevo Orden. No hace falta una teoría de la conspiración para ver por qué esto es distópico.
Estos incidentes víricos van en aumento. Nuestra injerencia, nuestra industrialización voraz del medio ambiente y del mundo animal desata fuerzas que luego se vuelven contra nosotros. El sistema económico necesita producir sin límites para no morirse. Pero la producción sin límites también lo mata.
A lo anterior, sumemos las perturbadoras imágenes de empresarios ganaderos tirando leche por el drenaje. La tiran porque, en medio de la crisis, no se pueden permitir una sobre-oferta que bajaría dramáticamente los precios. Mientras tanto, un montón de gente pierde su empleo, ve agravada su precariedad y pasa hambre… El sistema económico necesita producir sin límites para no morirse. Pero, después de producir, hay que desperdiciar para inflamar un número, para rendirle culto a los precios. El número abstracto es nuestro objeto de adoración y nos importa más que la gente concreta que no puede alimentarse.
Sumemos que la pandemia ocurre después de años en que el neoliberalismo ordena austeridad, recorte del Estado y de los servicios públicos. Para estar sano, el sistema económico exige un sistema de salud escuálido. Si la población muere en una pandemia, son colaterales. Lo importante es salvar al pobrecito sistema económico.
La economía del capitalismo tardío es una creatura distópica en sí misma: los entresijos de su funcionamiento, los sacrificios de sangre que hay que ofrecer para mantenerlo con vida son la revelación que obtienen los personajes al final de la novela, cuando descubren que todo está podrido y que la esperanza se ha perdido más allá de toda imaginación posible.
Ergo, la ciencia ficción distópica es literatura realista. Sentimos que no, porque los directores de arte de Los juegos del hambre no rigen la estética del mundo. Pero es que la realidad es siempre más mediocre que la ficción.
V
Si la distopía está aquí y leer ciencia ficción no nos sirvió para advertirnos y evitar su llegada; pero ya tampoco nos sirve para evadirnos de la realidad, entonces, ¿de qué puede servir la ciencia ficción en plena pandemia del 2020? (Digo, ya que estamos con la idea de encontrarle utilidad a la literatura porque, aun si no sirviera de nada, también sería maravillosa).
Quiero pensar que al menos la ciencia ficción distópica nos ha servido para aumentar nuestra reserva de metáforas. Si la literatura es una linterna que ilumina partes de la realidad y de nosotros mismos, entonces quizás, gracias a ella, al menos disponemos de metáforas que nos ayudan a iluminar esta situación: a entendernos mejor a nosotros mismos dentro del desastre.
Pienso en dos grandes obras que versan sobre desastres de orden planetario o incluso cósmico. Una es la monumental, total y gloriosa a la par que terrible trilogía de Los Tres Cuerpos de Liu Cixin. La otra es Cloud Atlas, de David Mitchell, también monumental, pero más un obelisco discreto que una montaña inconmensurable.
Ambas obras se parecen en que son espirales. La obra de Liu Cixin es una espiral ascendente: una espiral de arrasamiento. Comienza con la modesta amenaza de la Revolución Cultural de Mao Tse-Tung para los intelectuales chinos, pero de ahí asciende, arrasándolo todo, hacia la amenaza de autodestrucción ecológica, la amenaza de un culto que odia a la Tierra, la amenaza de una civilización alienígena muy superior a nosotros, la amenaza de la depredación a nivel cósmico y termina con una amenaza latente e imparable que acabará por desarticular las leyes físicas del universo.
En el primer libro, Liu Cixin te hace pensar que te habla del Homo homini lupus y de la depredación hacia la Tierra. Pero no. Cixin te muestra que el Homo homini lupus es una realidad y una tragedia cósmica. No es como quieren los new age: no hay aliens buenos que nos enseñarán a vivir en armonía y dejar de matarnos por los recursos. La ley del universo es la depredación: el Dark Forest, como se nombra al concepto dentro de la trilogía.
El Dark Forest lo permea todo. A escala cósmica, la depredación tiene límites cósmicos. No es solo que los humanos destruiremos la Tierra. Ahí no acaba: el universo entero colapsará porque ninguno de sus muy diversos habitantes puede trascender la depredación.
La trilogía de Los Tres Cuerpos es, si se quiere, una obra profundamente pesimista. O un poco optimista. El tercer libro, que es el más oscuro, también es el que más desborda momentos de ternura y amor.
Pero, al final, es una obra que nos demuestra que los humanos nunca aprendemos nada.
VI
En medio de la pandemia, se mezclan muchas emociones. En parte, queremos volver a la normalidad: salir a la calle, reunirnos cara a cara con familia y amigos, dejar de sentir incertidumbre.
Del otro lado, está el sentimiento woke de que volver a la normalidad tampoco es deseable. Porque, ¿cuál normalidad? La normalidad de la depredación y el sistema económico nos trajo hasta aquí. No debemos añorar una normalidad tóxica, lo que necesitamos es subvertirla. Sentimos esperanza de revolucionarnos y salir con un mundo mejor luego de la crisis.
Al mismo tiempo, tenemos miedo de que ese mundo mejor no se logre: de que a ninguno se nos ocurra cómo ser mejores humanos. El miedo a no poder ser mejores humanos.
¿Y, si ante nuestra pasividad e incompetencia, no solo no salimos mejorados de aquí, sino que todo empeora? ¿Y si la crisis económica y social post-coronavirus se convierte en la excusa para medidas que atenten aún más contra los derechos humanos?
Por otro lado, hiede por ahí ese sentimiento eco-fascista. Ya saben, hablo del tuitero o del amigo (o de esa parte secreta de nosotros mismos) que dice: “¿Ya vieron cómo se recuperó Venecia? ¿Ven cómo los humanos sí éramos el virus?”
También está el eco-fascismo soft. Esta tendencia se manifiesta en la convicción de que la pandemia está aquí para enseñarnos algo. Debe enseñarnos a repensar la economía y la explotación, a ser más conscientes con todo y a ser veganos. Este es un pensamiento casi religioso: es ver el sufrimiento de la pandemia como purificación. Es la versión laica de quienes creen que el COVID-19 es una llamada de atención divina y que no saldremos de aquí hasta que nos arrepintamos de haber destruido a la familia tradicional.
Queremos aprender algo de la crisis y queremos que la crisis nos deje algo de provecho para nuestra evolución como especie. Pero, en la trilogía de Los Tres Cuerpos, a la humanidad le pasa literalmente de todo en un lapso de cientos de años y Nunca-Aprende-Nada. El universo tampoco aprende. Es una espiral en la que todo cambia, pero el espíritu se mantiene continuo.
Por eso la equiparo con Cloud Atlas. Esta novela de David Mitchell también es una espiral, pero es una espiral que se contrae y se vuelca hacia adentro.
Cloud Atlas no empieza con una trama distópica. O quizás sí. También es posible afirmar que son seis noveletas distópicas que se eslabonan una con otra en el tejido del tiempo. Solo que las primeras cuatro plantean distopías aparentemente abolidas en el pasado o asimiladas como parte de la realidad presente.
No notamos que David Mitchell nos ha narrado distopías todo el tiempo hasta que nos cuenta la historia de Sonmi~451, la clon que fue diseñada para ser mesera y nada más: servir y morir; su explotación justificada porque es un clon inhibido de desarrollar personalidad propia. Sin embargo, Sonmi asciende, es decir: su consciencia plenamente humana se despierta.
Ver la esclavitud de los clones y el sistema corporatocrático en el que las empresas son prácticamente religiones nos estremece.
Sin embargo, David Mitchell ya nos había hablado, en la primeara historia, del sistema esclavista que sufrían las personas de color. En la segunda, nos habló de la segregación a las minorías sexuales. En la tercera, de la impunidad y el poder desmedido con el que el dinero silencia a quienes dicen la verdad. En la cuarta, de la exclusión silenciosa, pero sistemática hacia los ancianos y quienes “no son productivos”. Para culminar, después de la distopía de los clones, la sexta historia plantea un mundo primitivo, lleno de violencia tribal, habitado por los supervivientes al colapso de la Tierra.
La distopía es la constante. A las personas de la historia número cuatro jamás se les ocurriría afirmar que las personas de color han nacido para ser esclavizadas. En el 2020, decirlo tampoco sería apropiado. Porque parece que nuestra consciencia colectiva crece, que la esfera de quiénes son sujetos de derecho se expande y que nunca volveremos atrás. Sin embargo, la historia de Sonmi (ubicada en un futuro no muy distante) prueba que no. Nuestra consciencia no se expandió nunca. Nuestro único avance como especie ha sido refinar nuestra forma de hacernos daño.
En Cloud Altas, los humanos aprenden a crear clones cuya humanidad es reducida objetivamente. Así, pueden confinarlos a labores de servicio y no sentirse mal por ello. La discriminación es científica y justificada. Aprenden esa tecnología, pero sobre la vida, sobre lo importante, Nunca-Aprenden-Nada.
Igual que en la trilogía de Liu Cixin, el espíritu humano permanece continuo.
Esto no es de extrañar, ya que el tema que subyace a la obra de David Mitchell es precisamente la continuidad de la experiencia humana.
Una y otra vez somos los mismos.
Quizás ese es el extraño consuelo que pueden darnos estas obras catastrofistas en tiempos de pandemia.
No sabemos si, tras el COVID-19, emergerá un mundo mejor. Quizás los new age no se equivoquen y alguna vez trascendamos nuestra proclividad a ser lobos de nosotros mismos. Quizás emerja un mundo mucho peor y todos nuestros miedos estén justificados.
Quizás, todo siga igual. De nuevo un capitalismo que seguirá desmoronándose de formas cada vez más estrepitosas. Quizás, unas pocas cosas cambien para bien o para mal.
No lo sabemos. Pero lo que estas obras de ciencia ficción distópica y catastrófica nos dicen es que habrá cierta continuidad. Quizás para eso las escribimos. Para eso imaginamos tantos escenarios horripilantes: para testearnos una y otra vez y darnos cuenta de que, aun en el momento más oscuro, nos seguimos reconociendo.
Nos reconocemos en lo peor de nosotros, pero también en lo mejor. Los actos de amor y de bondad que reconocemos como humanos: la amistad, el compañerismo, la lealtad y la compasión también tienen continuidad en nosotros.
Esa recurrencia sucede también en Cloud Atlas: en cada historia hay una situación de abuso distópico. Pero también hay al menos un personaje que elige hacer lo correcto, que es fiel a algo más grande, que exalta lo mejor del espíritu humano e inspira a otros.
Quizás para eso nos sirve la ciencia ficción justo ahora: para mantener la continuidad. Para recordarnos que hemos vivido escenarios mucho peores en la ficción y no hemos dejado de ser humanos.
Tal vez, en un mundo que cambia de formas que todavía no alcanzamos a comprender, lo que necesitamos es justo eso: un poco de continuidad y de fe en nosotros.