Tierra Adentro
Estación del metro Ecatepec.

En enero escuché por primera vez del Coronavirus, pero no lo tomé en serio hasta el 23 de marzo, que comencé a tener fiebre, cuerpo cortado, tos y dolor de cabeza. Por lo general no me gusta tomar medicamentos cuando tengo un resfriado, pues se me quita en tres días aproximadamente. Pero esta vez en verdad me sentí muy mal y decidí automedicarme. Creí que un antigripal (clorfenamina compuesta) me quitaría los malestares; sin embargo, después de varias horas, los síntomas persistieron. Mi preocupación aumentó al recordar las noticias que había estado escuchando. Recordé que el gobierno de la CDMX había activado un sistema de mensajes SMS COVID-19 para personas con posibles síntomas, y les escribí. Me hicieron responder algunas preguntas:

SMS COVID-19

SMS COVID-19

 

 

Después de eso recibí una respuesta que no me tranquilizó.

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Una de las preguntas que más me perturbó fue si había estado en contacto con personas que tuvieran COVID-19 y de inmediato pensé en mi amigo José Luna, que recién había regresado de Europa. Ocho días antes de comenzar a tener los síntomas, nos vimos en un pequeño local llamado La Vecindad, que está en la calle de San Jerónimo, en el centro de la CDMX. El lugar es tan pequeño que las mesas tienen una distancia mínima entre ellas y resultó inevitable escuchar las pláticas de los demás.

Entre cervezas se escuchaban teorías sobre el virus, algunos hablaban de una conspiración por parte del gobierno; alguien mencionó que un primo, que es doctor, le había dicho que todo era mentira; otros discutían sobre si el origen de la pandemia era chino o norteamericano. Yo molestaba a José, diciéndole que solo regresó a México para traernos el virus y matarnos a todos. Le cuestionaba burlonamente a qué chingados había regresado, si sabía cómo estaban las cosas, que mejor se hubiera quedado allá. Un trago a la cerveza y una pregunta más ¿por qué no me había dicho que recién había llegado? Que de haber sabido ni lo veía.

José me tocó el hombro diciendo que ahora ya estaba infectado, que no había más de qué preocuparse, pues sería uno de los primeros en enfermar. Me platicó sobre las bromas que le hicieron en el trabajo y cómo lo habían mandado a descansar hasta que estuviera seguro de no estar contagiado. Luego de eso, en un tono serio, me dijo que no se percató de la gravedad del asunto en el par de países que visitó (España y Alemania); “ni siquiera en los aeropuertos noté algo extraño o distinto a lo de siempre”. Únicamente recordaba que cuando llegó a la Ciudad de México, vocearon a ciertos pasajeros para hacerles una inspección sanitaria en una carpa inflable y transparente. A él no se le aplicó ningún protocolo, ni pasó por algún filtro sanitario, o al menos no se dio cuenta.

Pensé en cómo cada una de esas circunstancias me habían expuesto a un posible contagio del virus: el amigo que llegó de Europa, la cercanía con tantas personas y la falta de medidas de higiene en casi todos los lugares en los que estuve. El 23 de marzo en la conferencia vespertina sobre el COVID-19, se anunció la cuarta defunción en el país por esa causa.

Volví a sentir ansiedad y al día siguiente decidí ir al IMSS. Me recibieron fuera de mi horario porque llevaba temperatura, dolor de cabeza y tos; la enfermera fue indiferente como normalmente suelen comportarse, pero cuando tosí me tomó los signos para registrarlos y notó que mi temperatura era de 38.2°, fue entonces que me cuestionó sobre si había viajado a alguno de los países europeos con mayor contagio o algún país asiático, le respondí que no.

En seguida vino la pregunta de si había tenido contacto con algún diagnosticado, le dije que un amigo que recién había visto estuvo en Madrid. Con cara de fastidio me cuestionó si lo habían diagnosticado positivo de Coronavirus, respondí que no. Me estiró la mano con mi carnet y me mandó al área de enfermedades respiratorias.

Busqué entre los pasillos hasta que encontré una cartulina que indicaba que había llegado a mi destino. Era una sala improvisada con varios pacientes tosiendo, solo un par traían cubrebocas. En la recepción de la sala, una mujer reclamaba que atendieran pronto a su marido pues decía tener muchas dificultades para respirar.

Después de un par de horas esperando, llegó mi turno. Un apresurado doctor miraba su reloj mientras me hacía las mismas preguntas que los SMS y la enfermera. Revisó mi garganta y la respuesta fue la misma: que no podían realizarme la prueba porque no viajé, ni estuve en contacto con personas diagnosticadas. Me recetó paracetamol. Pero ni el medicamento, ni las palabras o negaciones de los médicos me ayudaron, empecé a sentir mucho miedo de estar infectado.

La información que daban en las conferencias vespertinas me ayudaba a calmarme un poco y afortunadamente el gobierno de la CDMX, como mencionaron en los primeros mensajes de texto, se comunicó conmigo a los tres días:

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Las preguntas dejaron de llegar y no me daban nueva información. Los síntomas continuaron a pesar del medicamento.

Mientras contestaba las preguntas recordé nuevamente a José, no habíamos vuelto a hablar desde aquel día en que lo vi en La Vecindad. Supuse que si estaba enfermo o con síntomas ya me habría dicho, pero mi preocupación hizo que quisiera llamarle para preguntar cómo iba. Sería difícil, nuestra amistad se basaba en bromas sobre circunstancias que nos avergonzaban o podrían avergonzarnos, además, nuestra última charla estuvo llena de burlas y especulaciones sobre un fin apocalíptico gracias al Coronavirus que veíamos tan lejano. Quizás esta vez perdería mi dignidad por preocuparme de más, pero tenía que hacer la llamada y sentirme seguro de que yo no estaba infectado. Me arriesgaría a sufrir la burla, pues mi cerebro se seguía llenando de preguntas: “¿y si está enfermo y no me dijo?”, “¿si ya está en el hospital?”.

 

La pena

Tengo la necesidad de sentir certidumbre sobre mi entorno y sobre la mayoría de las cosas que me rodean o hago. Esta vez el posible contagio me hacía sentir vulnerable, las circunstancias me ponían lejos de poder controlar la situación, sabía que expresar mi duda me pondría a disposición del humor negro de mi amigo.

No estaba seguro de hacer la llamada, pero quería tener la certeza de que José no tenía el virus, de que yo estaba bien. Marqué y contestó enseguida, no sabía por dónde llevar la plática para plantearle mi posible infección, pregunté por algunos amigos en común y al fin salió el tema de la pandemia. Vi la oportunidad de platicar sobre mis síntomas y preguntar si él no había presentado algún malestar.

Su tono de voz se volvió serio y me dijo que estuvo en cama algunos días, me sentí horrible, pero luego terminó diciendo que se mejoró en un par de días. Él cree que solo fue por la reacción de unas vacunas que le aplicaron al llegar a México. Respiré y sentí un poco de calma, al menos el que podía ser mi principal transmisor parecía no estar infectado. Cambiamos de temas: el trabajo, la casa, la familia, cómo todo se derrumba de a poco.

Por la tarde recibí un mensaje de Miguel, con información de personas que tenían el virus pero que eran asintomáticas, “me la pasaron los compañeros del trabajo”, mencionó. La incertidumbre volvió a cobrar fuerza en mí. Miguel es un amigo, profesor de universidad, con el que me reúno frecuentemente. Le llamé y hablamos del tema; discutimos de la gran diferencia que hay entre el gobierno de la CDMX y el del Estado de México, en cómo afrontaba cada uno esta situación, pues a pesar de la información que circulaba por varios medios de comunicación no toda la gente acataba las medidas pertinentes, en varias charlas se podía escuchar “a poco tú conoces a alguien que de verdad lo tenga”, esto puede ser la traducción de “si no lo ves, no existe” y es la idea que pareciera reinar en la periferia de la ciudad, Ecatepec y Neza, que es donde vivimos.

Mercado de Ciudad Azteca.

Tianguis de Ciudad Azteca.

Le comenté mi experiencia al salir de casa, pues tenía que regresar unos libros a la Biblioteca Vasconcelos, eran los últimos días de marzo. Las medidas sanitarias aún eran mínimas, ya había menos gente en la calle y el uso de cubrebocas no era tan común, decidí utilizarlo por precaución.

Al salir de casa, me encontré con un par de niños jugando al fútbol, “tiene Coronavirus” gritaron señalándome y comenzaron a reír, entendía que para ellos era algo extraño y cómico. Pero en el trayecto de CD Azteca a Buenavista tuve que quitármelo ante miradas, susurros y algunas risas descaradas que se referían a mi aspecto, sentí incomodidad y temor de estar haciendo el ridículo.

Un par de sujetos que iban de pie me miraban y más adelante, antes de bajar del vagón comentaron “qué exagerado”; algunas estaciones después subió una pareja, se sentaron a unos cuantos lugares de mí y sus miradas de extrañamiento me acompañaron durante varios minutos.

En medio del tumulto las personas toman valor, es difícil identificar quién se ríe o quién ha dicho alguna cosa, se pierde la individualidad; la gente se convierte en una masa amorfa de varias cabezas. Pero esta vez la distancia entre las personas permitía la minuciosidad de las miradas y exaltaba esa extraña sensación de saberte observado.

Estación del metro Ecatepec.

Estación del metro Ecatepec.

En ese trayecto me sentí estúpido al usar cubrebocas, pero todo cambió cuando salí de la estación Buenavista y me encontré parado en uno de los lugares más concurridos de la ciudad. En esa terminal convergen el Tren Suburbano, distintas líneas del Metrobús y la plaza Forum Buenavista. Al ver tanta gente pensé en no volver a exponerme ni dejar de utilizar el cubrebocas. Mientras caminaba en dirección a la biblioteca me iba encontrando con más personas que lo utilizaban.

Terminé de contar lo sucedido a Miguel y antes de colgar comenzaron las bromas, me decía que tendríamos que dejar de frecuentarnos por un tiempo, que debía asegurarme de no estar “contagiado” (con voz de burla), y que esperaba que me curara pronto del Coronavirus. Le recordé que nos habíamos visto hace algunos días y que, en caso de estar infectado, él también lo estaría. “Estás loco yo no tengo nada”, dijo con una voz de preocupación. Le respondí que en ocho días él comenzaría a mostrar síntomas, número que inventé en el momento, pues sabía que a él le preocupaba infectarse del virus. Después de unos minutos de molestarlo colgamos.

Mi fiebre empeoró, el dolor de cabeza no cesaba, el cuerpo cortado aparecía y desaparecía con una irregularidad desesperante. Hice una nueva visita al médico, ahora buscaba la tranquilidad en un hospital particular. El resultado fue el mismo cuestionario hecho ahora con un doctor pagado, mejor atención, una sala de espera despejada, amabilidad y atención más personalizada arrojaron el mismo resultado: no podían hacerme la prueba. La incertidumbre me afectaba más que los síntomas. La indicación fue seguir con el paracetamol, agregar el diclofenaco y permanecer en casa.

Dos días después, Miguel llamó para saber cómo seguía, intercambiamos algunas palabras serias, me dijo que me cuidara y luego vinieron sus burlas: ser hipocondriaco fue una opción que mencionó en la charla. Antes de colgar y como prediciendo su futuro, le recordé que le quedaban cinco días para que comenzara a sentir los primeros síntomas de la enfermedad que le había transmitido.

 

¿Hipocondríaco?

Las llamadas con Miguel parecían tener un guión: comenzábamos con mi estado de salud, seguido de platicar sobre actividades que se podían hacer en el encierro, presumir proyectos caseros y comentar lo que pensábamos de la pandemia. Él era incisivo con mi “falsa infección” y yo con su enfermedad que comenzaría en cuestión de días.

Una semana después marqué a Miguel, lo primero que le dije fue “Hola, hoy es tu último día sano”, contestó con un “vete a la chingada”. Yo también estaba cansado de la broma. Mi salud mejoró, ya no tenía dolor de cabeza, la fiebre aparecía muy esporádicamente y la tos cesó mucho, pero mi pecho estaba cansado y adolorido.

Los días que “había predicho” para la enfermedad llegaron a su fin. Conociendo a Miguel, me marcaría por mañana para alardear de que se encontraba con excelente salud. La llamada no llegó y en la tarde fue mi turno de marcar, no contestó. Por la noche se comunicó. Cuando contesté, estaba listo para las burlas sobre mi falsa predicción.

Lo primero que le dije fue “bienvenido al mundo del Coronavirus”, él ignoró mi comentario y me dijo que no me había podido contestar porque llevaba toda la tarde dormido, al medio día había ido al doctor porque tenía mucho dolor de cabeza y fiebre. Me burlé, creí que bromeaba, pero me mandó foto de la receta. Le dijeron que tenía una infección en la garganta. Me preguntó con una voz llena de inseguridad si creía que José se había contagiado en su viaje a Europa, si yo creía haber estado contagiado. Le contesté que no, que José no había tenido síntomas. Aparecieron los silencios incómodos, recordé mi llamada a José, parecía repetirse la historia, podía percibir en Miguel que se había infectado de la incertidumbre.

Hablamos de la necesidad de intentar guardar la calma. Le dije que lo mejor que podía hacer era mantenerse aislado. Me dijo que intentaría llamar a la línea que habían dispuesto para los posibles infectados y ver si lograba que le hicieran la prueba. Le dije que yo no lo conseguí. Me preguntó cómo me sentía, respondí ya sin el tono de burla: “Yo estoy mucho mejor”. Hablamos sobre las posibilidades de recuperación si es que estábamos enfermos, su ánimo mejoró. El dolor de cabeza lo atacó de nuevo y nos despedimos, preguntó una vez más sobre José y colgamos.

Al finalizar la llamada, pensé en que no puedo saber si José es una de las personas asintomáticas. Tampoco sé si realmente yo estaba contagiado, o si desarrollé esos síntomas porque me convertí en hipocondríaco, o simplemente fue una infección bacteriana.

Conociendo a Miguel, sé que le transmití una duda que ahora él comienza a experimentar gracias a todo lo generado por este virus que nos ha venido a robar la tranquilidad. La dificultad de enfrentarse con algo que no ves y que no te deja tener la certeza de si estás o no infectado, complica mucho la situación.

Ahora mi salud está recuperada, pero sigo sin sentirme a salvo, las medidas sanitarias se han endurecido y el aislamiento es la mejor manera de mantenerse lejos del virus. Una de las posibilidades es que no me contagié y que esté en peligro de hacerlo cuando salga a comprar algo de lo necesario para sobrellevar la cuarentena y si fuera el caso de ya haber estado enfermo, siempre existe la posibilidad de que mi cuerpo no haya generado la inmunidad. De cualquier manera, el virus nos tiene en un constante estado de incertidumbre. Solo me queda tomar las precauciones necesarias y esperar a que la situación mejore y que con ella regrese mi sensación de seguridad.

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Fotografía cortesía de la autora
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