El absurdo de lo real: 70 años de La cantante calva
Fue hace siete muy francesas décadas. Era la noche del 11 de mayo de 1950, en el interior de un pequeño teatro francés, con muy poco público francés, sentados todos ellos en asientos franceses, esperando a que se levantara un telón francés, en el 5 arrondissement de París, Francia.
No era un lugar lujoso como esos que acostumbran los franceses educados burguesamente por la Comedia Francesa. Era una de esas pequeñas salas de teatro francés, para intelectuales franceses, y uno que otro francés, despistado, que no tenía gran cosa que hacer.
La obra, francesa, que se representaba era la primera obra de un escritor franco-rumano llamado Eugéne Ionesco. El muy francés nombre con el que se anunciaba en las calles francesas de París, Francia, era La Cantatrice Chauve, lo que quiere decir, en francés, “La Cantante Calva”. A su muy francesa manera, esta obra francesa de teatro francés contemporáneo cambiaría al mundo… mucho más allá de Francia.
Y todo empezó con una imaginación francesa de lo que era ser inglés:
“Interior burgués inglés, con sillones ingleses. Noche inglesa. El Sr. Smith, inglés, fuma su pipa inglesa y lee un periódico inglés, cerca de una chimenea inglesa. Tiene lentes ingleses, un pequeño bigote gris, inglés. La Sra. Smith, inglesa, se acomoda los zapatos ingleses. Un momento de silencio inglés. El reloj suena diecisiete golpes ingleses.”
Esta es la primera didascalia de La Cantante Calva. Las indicaciones muestran algo que se perfila como revolucionario: la obra juega con el límite de la lógica, el sinsentido y el absurdo en un lenguaje extremadamente codificado, como es el lenguaje teatral. A partir de La Cantante Calva, mucho más allá que con los intentos surrealistas de Guillaume Apollinaire (que creará escándalo, tres décadas después de su muerte, con la muy militante obra surrealista Les Mamelles de Tirésias), el teatro francés sintió una sacudida dura y considerable.
El teatro del absurdo brilló fuerte y se apagó rápido. En 1950, cuando se representó por primera vez La Cantante Calva o en 1953 cuando se representó por primera vez Esperando A Godot de Samuel Beckett, este era un teatro contestatario que se separaba, radicalmente, del teatro burgués de la Comedia Francesa, del teatro popular realista del TNP y, por supuesto, del teatro marxista, ideológico, fuertemente contestatario, de Brecht. Entre estas tres corrientes dominantes, el teatro del absurdo no era casi nada, un pequeño movimiento de protesta intelectual, una idea poco comprendida.
Para 1960, el teatro del absurdo era ya el rey de las representaciones parisinas, viajaba por el mundo y sus autores acabaron consagrados. En 1969, Beckett recibió el Premio Nobel de Literatura y en 1970, Ionesco entró a la Academia de la Lengua Francesa. El teatro de vanguardia, el teatro de propuesta radical, de deformación del lenguaje, del absurdo, se había canonizado.
La lucha del absurdo se apagó en la normalidad, pero sus sueños siguieron repercutiendo en el mundo literario y en las escenas. A pesar de que el absurdo ya se considera un movimiento crítico para el estudio académico, algo pasado y superado, ciertas obras siguen teniendo repercusiones duraderas. Desde 1957, en el teatro de la Huchette, La Cantante Calva está, ininterrumpidamente, en cartelera.
¿Pero por qué es tan importante esta obra y cómo ha sobrevivido tanto tiempo?
El teatro espejo
En la Europa del siglo XVIII se gesta un profundo cambio cultural, social y político. Una nueva civilización surge, una nueva clase dominante, una nueva forma de gobernar alrededor de la figura del hombre, del individuo, de sus derechos, de la razón. Se trata, claro, de la burguesía, una clase que empieza a tener, como diría Robert Abirached, “el poder intelectual, el dinamismo moral y, cada vez más, el poder económico necesario para realizar su proyecto.”
En medio del auge de la burguesía, el teatro en Francia se cerró sobre sí mismo. Los espectadores, ahora los reyes del poder económico que mueve al teatro y el centro mismo de todo el valor de entretenimiento que lo mantiene, reclamaron ciertos comportamientos, actitudes y temas. El público burgués, a través del contrato que le permite pagar el dinero de las entradas, exige cierto contenido: en el teatro quieren ver sus propios comportamientos, sus actitudes y sus temas.
El teatro se modifica físicamente para lograr un mejor efecto de espejo, para que el espectador sienta que, en la escena, está viendo las escenas idealizadas de su propia vida. Las luces en la sala se apagan y la escena se separa de los espectadores por un muro invisible, la cuarta pared que deja observar un cuadro de realidad verificable. Al mismo tiempo, éste es un espejo tramposo: refleja idealizando, distorsiona siempre favorablemente. A la manera de los espejos en las ferias que regresan reflejos de figuras esbeltas frente a cuerpos descuidados, la escena burguesa regresa el reflejo moral de una sociedad idealizada.
El teatro se estanca en su propia fascinación y el público repite al infinito las escenas de sus propias expectativas. Se impone la mímesis burguesa que dice en la sala de teatro: “lo que van a ver es una realidad, sumérjanse en ella, déjense llevar por la ilusión”. Así, en una obra de Ibsen, cuando alguien toca a la puerta, está tocando una verdadera puerta. Para los dramas burgueses, cuando suena un teléfono, hay un teléfono en la escena que suena y debe contestarse. Las cosas son lo que señalan, el mundo que aparece en escena significa nuestro mundo; o, al menos, el mundo de la realidad burguesa del momento.
La escena se llena de figuras de familia, historias de dinero, de comerciantes en problemas; y el orden se restablece siempre en el matrimonio, en la fortuna restaurada, en el éxito mercantil. El público se divierte y se instruye en este teatro del conformismo en el que se espera anticipadamente un resultado siempre halagador, siempre conservador, siempre idéntico.
Frente a este teatro de lo mismo, surgieron dos figuras titánicas. Hablamos, claro, de Antonin Artaud y de Bertold Brecht. Pero Artaud nunca logró transformar al teatro desde dentro y sus conceptos acabaron siendo un apéndice académico de mucho valor teórico y de poca aplicación práctica. Por su parte, Brecht quedó relegado a su muy específica lucha política y, fuera del certero valor artístico, literario y teatral de sus representaciones, muchos lo encasillan dentro de la puesta en acción ideológica.
Por otra parte, tanto Cocteau como Anouilh, Sartre, Camus, Giraudoux y Montherlant, para nombrar a los más reconocidos, se mantenían en los márgenes seguros de un tipo de representación convencional. Por más que sus temas fueran violentamente contemporáneos, ninguno atacó la forma teatral. Todo ellos, pues, utilizaban viejos preceptos para decir nuevas inquietudes. Nada tan radical como Artaud o Brecht, nada tan relevante, para la historia futura del teatro, como lo que sucedería en 1950 con esa pequeña representación de La Cantante Calva.
La cantante calva se sigue peinando igual
En 1948, Ionesco no pensaba convertirse en un escritor de teatro. De hecho, el teatro le parecía bastante aburrido o francamente molesto. Lo suyo, más bien, era estudiar. Desde que era pequeño, pasó su vida entre Francia y Rumania. Estudió la lengua francesa y se interesó enormemente en la literatura. Su padre, un hombre militar y autoritario, siempre quiso que fuera ingeniero.
En Rumania, escribe crítica literaria con la que sorprende a muchos por su elocuencia y sagacidad. Da clases de francés, se casa, crea toda una vida en Bucarest. Sin embargo, para escapar del tenso ambiente en la Rumania de los años 30, el joven escritor toma una beca de doctorado para estudiar los temas de la muerte y el pecado en la literatura moderna a partir de Baudelaire.
Cuando termina la guerra, Ionesco pierde su trabajo como periodista, desde Francia, para diarios en Rumania, y termina fungiendo como corrector de libros de derecho. Con este trabajo mecánico, terriblemente aburrido, Ionesco y su esposa apenas logran sobrevivir. Pero fue en estos años cuando, de pronto, el futuro miembro de la Academia Francesa se encontró con algo que cambiaría su vida: un manual para aprender inglés llamado Assimil.
Como todos los manuales para aprender idiomas, el manual Assimil juega con conversaciones sencillas, hechas a propósito para transmitir las fórmulas esenciales de la lengua; fórmulas que siempre están en el registro de lo permitido, de lo elevado, de lo socialmente respetable; fórmulas que, en su generalidad plástica, bien pensante, agradable y educada, muestran un ideal muerto de la lengua en acción, la lengua pensada como debería ser siempre, la lengua rígida de marionetas didácticas.
Ionesco tiene, entonces, un manual de conversación para aprender inglés, y en su tiempo libre se dedica consitentemente a copiar las frases prefabricadas del material didáctico. Copia y copia frases, conversaciones entre personajes anónimos, muy ingleses, que hablan de acuerdo a la lección por aprender; que se señalan a sí mismos para que él aprenda pronombres; que valoran todo para que él aprenda adjetivos; que describen la casa que habitan para que él aprenda sustantivos; qué es una puerta, una ventana, una sillón, la mesa de noche.
Ionesco escribe estas conversaciones para luego aprenderlas de memoria. Sin embargo, cuando las vuelve a leer, algo mágico sucede. Un extrañamiento único, una realización brutalmente honesta: estas frases tienen un cargado sentido de obviedad. Lo que se dice aquí es ridículo, porque es necesario.
“Concienzudamente, copiaba, para aprenderlas de memoria, estas frases de mi manual.” Cuenta Ionesco. “Al releerlas atentamente, no aprendí el inglés, pero aprendí algunas cosas sorprendentes: que hay siete días en la semana, por ejemplo, cosa que ya sabía; o que el piso está abajo y el techo está arriba, cosa que también ya sabía, tal vez, pero que no había considerado seriamente o que había olvidado y que me pareció, de pronto, tan impresionante como indiscutiblemente verdadera. Tengo suficiente agudeza filosófica para darme cuenta que, lo que copiaba en mi cuaderno y repetía, no era frases inglesas y su traducción francesa, sino verdades fundamentales y constataciones profundas.”
Para la tercera lección de este manual de inglés, Ionesco se encontró con pequeñas representaciones, dice él, con sorna, basadas en una especie de mayéutica platónica. Así, aparecieron personajes que intercambiaban diálogos para demostrar un punto.
“A partir de la tercera lección, aparecieron dos personajes que no sabía si eran reales o inventados: el Sr. y la Sra. Smith, una pareja inglesa. A mi enorme sorpresa, la señora Smith le explicaba a su marido que tenían varios hijos, que vivían en las afueras de Londres, que sus nombres eran Smith, que el Sr. Smith trabajaba en una oficina, que tenían una trabajadora del hogar que se llamaba Mary y también era inglesa, que tenían, desde hace veinte años, amigos llamados Martin, que su casa era un palacio porque ‘la casa de un Inglés es su verdadero Palacio.’”
A partir de la quinta lección, la cosa se puso bastante seria, y aparecieron los famosos Martin para intercambiar diálogos que no nada más mostraban verdades axiomáticas de una manera peculiar, sino que empezaban a enlazar problemas más complejos, frases más abstractas, verdades menos evidentes.
“Para la quinta lección, los amigos de los Smith, los Martin, llegaban; la conversación empezaba entre los cuatro y, sobre los axiomas más elementales, se edificaban verdades más complejas: ‘El campo es más tranquilo que la gran ciudad’ afirmaba unos; ‘sí, pero en la ciudad la población es más densa, hay más tiendas’, replicaban los otros, lo que es verdad y demuestra, además, que verdades antagónicas pueden muy bien coexistir.”
Ahí, de pronto, Ionesco tuvo una revelación profunda que lo llevó a superar la discreta meta de aprender inglés para lograr algo mucho más ambicioso: transmitir las verdades absolutas de los Smith y del Martin a un público cada vez más grande. Alguien tenía que decir, finalmente, que el techo estaba arriba y que el piso seguía abajo.
Inmediatamente, Ionesco pensó en el teatro, porque todo esto ya era teatral. El teatro son diálogos y, entre las frases que copiaba con tanta diligencia, todo era diálogo.
“Escribí entonces La Cantante Calva que es una obra de teatro específicamente didáctica.” Explica Ionesco. “Toda una parte de la obra fue construida poniendo, una tras otras, las frases que tomé de mi manual de inglés; los Smith y los Martin del manual son los mismos Smith y Martin de mi obra, son los mismos, pronuncian las mismas frases, hacen las mismas acciones o ‘inacciones’. En todo ‘teatro didáctico’ no hay que ser originales, no hay que expresar lo que uno piensa: sería una falta contra la realidad objetiva; nada más hay que transmitir, humildemente, las enseñanzas que a uno le fueron transmitidas, las ideas que uno recibió. ¿Cómo me hubiera podido permitir cambiar la mínima cosa a estas palabras que expresan de una manera tan edificante la realidad absoluta? ¡Al ser auténticamente didáctica, mi obra no tenía que ser original, ni que ilustrar mi talento!”
Y, sin embargo, al colocar estas frases una junto a la otra, todo empezó a desacomodarse. Las realidades irrefutables como “hay siete días en la semana: lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo” se convirtieron en las palabras de estos personajes, en cuestiones disparatadas como una semana de tres días compuesta de martes, jueves y martes. Los personajes cambiaron, sus diálogos cambiaron y, en esta transformación, nació el teatro del absurdo; un teatro que, al alejarse del didactismo que lo creó, confronta la necesidad transparente de ese didactismo y lo que revela de nuestra tragedia habitual.
El absurdo de lo real
La primera vez que se representó La Cantante Calva, ese 11 de mayo de 1950, Ionesco miró estupefacto la reacción del público: muchos reían, algunos reían a carcajadas. Para el autor, esta obra era una tragedia: la tragedia de nuestra común banalidad. El aspecto más didáctico de la obra era algo que se había traspasado, entre ese manual para aprender una nueva lengua y la realidad del autor: esas frases lanzadas para rellenar un vacío, asfixiar el silencio, para no transmitir nada o transmitir otra cosa, son las mismas que intercambiamos todos los días.
La tragedia está en que no podemos escaparnos del lenguaje y que el silencio también debe decirse. La tragedia está en que, a pesar de que no tenemos nada que decirnos, no podemos dejar de hablar. La tragedia está, finalmente, en que todas las fórmulas de cortesía, todo el small talk del mundo, todo lo que decimos para familiarizarnos con el otro, son palabras absolutamente huecas, llenas de verdad, vacías de todo significado ulterior.
“Hace algunos año tuve la idea, un buen día, de poner, una después de la otra, las frases más banales, fabricadas con las palabras más vacías de sentido, de los clichés más gastados que pude encontrar en mi propio vocabulario, en el de mis amigos o, en menor medida, en los manuales de conversación extranjeros. Maldita iniciativa: invadido por la proliferación de cadáveres de palabras, aturdido por los automatismos de la conversación, casi sucumbo al asco, a una tristeza innombrable, a una depresión nerviosa, a una verdadera asfixia.”
En La Cantante Calva, la banalidad de los diálogos se vuelve casi asfixiante. Y sin embargo, la tragedia de esta obra no está en su sinsentido, en el absurdo de sus propósitos, sino en esto mismo que señala el autor: el absurdo y el sinsentido no son cosas que se tienen que inventar y abstraer porque forman parte de nuestra realidad cotidiana, de nuestro lenguaje y de nuestra forma de relacionarnos.
Esto es llevado aún más lejos por Beckett que decididamente busca expresar el silencio completo a través de la palabra: el silencio es aquí la última crítica, la última revuelta contra el sinsentido, la banalidad y el absurdo de nuestros intercambios lingüísticos cotidianos. Pascal Quignard explicaba su necesidad de narrar diciendo que “escribir es la única manera de hablar callándose”.
Para Beckett, es lo mismo. El silencio juega un papel esencial en su literatura porque es un horizonte mesiánico, algo que debe construirse, una meta. En el pensamiento de Beckett, no basta callar, coserse la boca con un hilo blanco, el silencio tiene que mostrarse en presencia, a través de las palabras. El silencio debe conquistarse. Como bien dijo el crítico Georges Godin: “Detrás de la rabia de hablar se esconde siempre el deseo de callarse”.
El deseo de silencio se siente en los personajes de Ionesco, se siente en el profundo y doloroso mecanismo con el que se entabla la conversación, siempre con carraspidos, con lenguas que truenan, con monosílabos, con gruñidos: todos buscan calmar esa sed de hablar por hablar, ese impulso absurdo que nos domina a todos, que nos lleva a atacar el silencio, a rellenarlo neuróticamente, a querer eliminarlo, a él y a la incomodidad que produce.
La conquista del silencio es entonces una lucha abierta en contra del sinsentido, no es una lucha absurda, sino una lucha contra el absurdo, contra el flujo ininterrumpido de banalidades. El teatro de Ionesco no es necesariamente un teatro absurdo, sino un teatro que plantea la absurdidad de toda escritura, de toda conversación, de toda didáctica de la palabra.
Por eso La Cantante Calva es un intento agresivo de anti-teatralidad: quiere apropiarse el teatro a través de su -parcial- destrucción. Para que viva el teatro, pues, Ionesco quiere mostrar la banalidad de sus propósitos anteriores, el vacío del espejo burgués, el vacío de todo realismo y, al mismo tiempo, la inutilidad de lo didáctico. De hecho, Robert Abirached describe todo este movimiento dramático como el último bastión contemporáneo que buscó rejuvenecer la mímesis burguesa:
“Es interesante subrayar que toda estas empresas no vienen de una voluntad, perversa o ingenua, de asesinar el teatro: consisten, precisamente, al contrario, de una tentativa casi desesperada -la última que hemos conocido- de restaurar la mímesis de una manera aceptable para la sociedad industrial moderna, liberándola de sus fardos y quitándole sus falsos semblantes. Los dramaturgos de los años cincuenta acabaron por destruir el teatro burgués, al desacreditar sus lecturas de la mímesis y ridiculizando los vestidos elegantes con los que habían vestido a sus personajes.”
Sin embargo, todo lo que logró, como un movimiento de vanguardia, como una forma de oponerse al viejo teatro; todo lo que puso patas arriba en el drama tradicional francés y en el mundo, parece que finalmente se agotó. Todo llegó a un término anticlimático y La Cantante Calva se convirtió en una obra que, lejos de seguir siendo revolucionaria, ahora se estudia en las escuelas secundarias.
¿Esto quiere decir que el teatro del absurdo se traicionó a sí mismo? ¿Falló en todos sus cometidos? ¿Se empantanó en sus propias ambiciones?
Tal vez. Pero, tal vez, nunca hubiera podido ser de otra forma. El teatro del absurdo importa a pesar de su fracaso. La influencia de este teatro cambió profundamente la manera en que se escribe dramáticamente en Francia, liberó caprichos de realismo y, sobre todo, sigue siendo profundamente inquietante. A pesar de que se represente en juegos estudiantiles, a pesar de que ya se considere como una comedia declarada, La Cantante Calva es una de las expresiones más puras de la angustia cotidiana en la escena contemporánea.
Mientras te sientas, en una sala, a observar estos diálogos acartonados, te das cuenta de que estás en un momento único y privilegiado. Por poco más de una hora tendrás el placer de permanecer en silencio mientras otros hablan. La forma de la mímesis burguesa funcionó para algo: en esa sala oscura, el silencio, de pronto, ya no es incómodo. La obra vuelve a empezar, se desdobla, cuando acaba: nuestras conversaciones casuales, los refranes que utilizamos, nuestra plática cotidiana sobre el clima, las anécdotas que ya conocemos y nos repetimos fingiendo sorpresa, lo vacío de nuestras palabras diarias es una extensión de lo que vimos.
Sin alterarse, al fondo de su comodidad inglesa, mientras el mundo se transforma para permanecer igual, la cantante calva no cambia de peinado. Ella sabe, en el fondo, que su burla se mantiene, elegante como siempre, en el espejo que le presenta al mundo. La Cantante Calva sigue teniendo tanto éxito porque, al separarse del realismo, nos mostró, con un espejo certero, nuestra ridícula forma de hablar, nuestra aversión al silencio, nuestra fascinación por rellenarlo todo con palabras huecas y propósitos banales. Esta obra sigue siendo tan importante, después de siete décadas, porque nosotros no hemos conquistado el silencio y nuestra realidad, nuestra condena, es seguir siendo tan absurdamente consecuentes.
Bibliografía:
Abirached, Robert, 2012. La crise du personnage dans le théâtre moderne, Tel Gallimard, Paris.
Godin, Georges, 1994. Beckett. Hurtubise. Québec.
Ionesco, Eugène, 2002. La cantatrice chauve. Gallimard, Folio. Paris.
Ionesco, Eugène, 2006. Notes et contre-notes. Gallimard, Folio Essais. Paris.
Todas las traducciones son mías: asumo y me disculpo por sus torpezas.