La guerra en Colombia era disparar a la oscuridad para ver qué pasaba: Santiago Wills
El paramilitar colombiano Martín Pardo adopta a Ronco, un jaguar, para recuperar su humanidad. En el marco de la guerrilla, donde los bandos y las ideologías se confunden, mientras los disparos revientan la noche o los cuchillos se deslizan suaves en el cuello enemigo, el amor que expresan estos personajes contrasta con el fuego y el dolor que arde en su entorno. Un coro de voces, los testimonios descarnados de un país sangrante, nos cuentan las tropelías de un hijo de la guerra que recorre la selva acompañado del rugido áspero de su compañero felino. Esta es una breve reseña del argumento de Jaguar (Random House, 2022), la ópera prima con la que Santiago Wills (Bogotá, 1988) brincó de la crónica a la literatura de ficción. Es una novela cargada de un lenguaje desbordante, que resultó finalista del Premio Herralde 2020.
Autor de reportajes y crónicas en medios como Gatopardo, El Malpensante, The Atlantic, Santiago considera que en el conflicto colombiano no hay monstruos, sino personalidades inmersas en una narrativa de violencia que se inculca desde la infancia y cuya vida estuvo limitada por una realidad impuesta antes de nacer. Plantea, como menciona un personaje, que puede haber “alegría en la violencia”: un estado innato, genuino y animal, en el que el ser humano disfruta hacer daño.
Santiago es autor de algunas de las crónicas más necesarias para entender la importancia de la naturaleza y los efectos del cambio climático. En entrevista, considera que la ficción le permitió liberarse de las ataduras de la crónica, un género arraigado en la factualidad y la verificación.
Creciste en Colombia mientras sucedían algunos de los conflictos que narras en Jaguar. Según los estudiosos, este conflicto ha durado unos 50 años. ¿Cómo repercutió en ti el contexto de la guerrilla, en tu familia, en tu generación?
Por fortuna nunca me vi repercutido de manera directa. Pero sí pasó con papás de amigos, con familiares lejanos. A varios los secuestraron, otros se fueron del país amenazados. Pienso que toda la sociedad se vio afectada. Había un clima de miedo: lugares prohibidos, lugares a los que nunca se podía ir. Cuando era niño más que la guerrilla me tocó el narcotráfico: había bombas todo el tiempo. Recuerdo mucho una gran bomba que explotó cerca de mi casa. Mi mamá dice que no me desperté de la siesta. Crecimos con la sensación de peligro: si camino por la calle me van a robar, me van a secuestrar.
En el prólogo incorporas un juego metaliterario con un periodista, Horacio Quevedo, que es amigo de Santiago, el autor de la obra, un alter ego tuyo. Horacio muere asesinado y Santiago hereda su investigación sobre Martín Pardo y Ronco, lo que lo lleva a escribir la novela. ¿Por qué incluir a Horacio Quevedo, que resulta ser una víctima más?
Quería jugar con la verosimilitud: un engaño supremo al lector y a mí mismo, una excusa para escribir la novela. Además es un juego periodístico porque la novela es en parte un reflejo de cómo se construye un perfil: todas estas voces que nos llegan para formar una historia que tenga algún sentido. Las piezas de un rompecabezas que nos dan la posibilidad de hallar imágenes; victimarios, víctimas, políticos, nos ofrecen diferentes facetas del conflicto colombiano. Hubo un momento mientras estaba escribiendo la novela en el que incluso pensé: voy a hacer este juego más enredado y voy a firmar algunas notas de prensa con el nombre de Horacio Quevedo —Santiago ríe—, pero me arrepentí, iba a afectar mi credibilidad periodística.
FARC, ELN, M-19, liberales, comunistas, conservadores. Hay una gran cantidad de grupos mencionados. ¿Por qué la guerrilla es un elemento central en la novela?
El acercamiento se da porque no había encontrado en la literatura novelas que hablen del conflicto colombiano centrándose en el día a día de los paramilitares, la vida cotidiana de la guerra en la selva. Me interesaba saber qué comían, cómo van al baño, dónde duermen, los detalles que explican cómo es vivir en esos contextos extremos.
Turpial, uno de los personajes más entrañables de la novela, un guerrillero cercano a Martín, el protagonista, tiene un diálogo muy fuerte, donde comenta: “Hay alegría en la violencia”. ¿A qué se refiere?
Ese es uno de los personajes que más disfruté. El ritmo de Turpial lo tomé de la gente de la costa, de un lugar muy puntual que es Montería. Lo de la “alegría en la violencia” viene de un aspecto animal. Hay quienes disfrutan la violencia genuinamente. Pasa mucho con los animales: están unos perros en el parque jugando, pelean dos y todos los demás se acercan, se muerden unos y otros, se dejan llevar por una fiesta de sangre. También pasa con los niños: se alían para pelear, sintiendo que hay un disfrute de esa violencia.
Aún hablando de violencia, ¿qué piensas de las anécdotas orales que se transmiten de padres a hijos, o de abuelos a nietos, en la novela? Son historias brutales. Me marcó en especial la del hombre al que le abren el abdomen y le meten un gato vivo, cuya cara queda al descubierto. ¿Son historias verídicas?
Tienen bases verídicas, afortunadamente mi imaginación no me da para eso. La anécdota del gato la cuenta un cronista colombiano muy bueno, que se llama Alfredo Molano. Son historias que se recogieron de esa época, una época de la violencia con mayúsculas en Colombia. Todos esos momentos están basados en la realidad, no me inventé nada. Recogí la información de testimonios y lecturas.
Martín y Arturo, los hermanos paramilitares, son un arquetipo de las generaciones que crecieron en el contexto de la guerrilla. La música de fondo de sus infancias son estas historias salvajes. ¿Crees que estas anécdotas normalizaban la violencia extrema?
Seguro. Y no solo la generación de ellos, en la nuestra también. Algo similar, supongo, ha pasado en México. Nosotros crecimos con historias que a veces no eran tan espeluznantes como la del gato, pero sí crecimos con el tema de los paramilitares, de las motosierras que usaban para desmembrar a sus víctimas y desaparecerlas. Era inescapable, una violencia que tiene muy vieja data, por lo menos desde la década del 40, aunque algunos pueden ir más atrás. En Colombia nos sobran guerras.
Más allá de la construcción de los personajes en la obra, ¿cómo definirías desde fuera a Arturo y Martín? Por un lado, Arturo es un victimario que se quiebra frente a un nivel de crueldad que lo rebasa, y desiste; por el otro, Martín permanece en esa violencia sin ser un monstruo o un psicópata, aunque Horacio Quevedo lo define como “un monstruo fabuloso”. Recuerdo una frase de Leila Guerriero donde señala: “Los monstruos no existen”.
Aunque tal vez sí existan monstruos, el problema es la caricaturización y lo que hace la mayor parte de la población en Colombia: atribuirle la monstruosidad a cualquier bando con el que no está de acuerdo. Con Martín y Arturo me propuse imaginar qué habría hecho si hubiera nacido en esa situación. ¿Cómo me habría adaptado sin privilegios? Un detalle clave en la vida de Martín es que una familia rica, que vive en la finca donde trabaja su madre, le ofrece pagarle una beca en el colegio. Él decide que no. Y el problema es la gente que llega con la facilidad a decir: “Ese tipo es un monstruo porque hizo tal cosa”, “¿por qué no estudió si se lo ofrecieron?”. No es tan sencillo. Yo mismo no sé qué hubiera hecho. Por eso quise meterme en sus cabezas, entender sus obstáculos, sus vidas. Juzgarlos como monstruos nos impide acercarnos a ellos.
En la novela narras un enfrentamiento guerrillero en la total oscuridad. No saben dónde están, ni a qué le disparan. Hay un gran manejo de las escenas y del argot de la guerrilla.
Para hacerla leí testimonios y, como te decía, entrevisté a algunos paramilitares. Y eso muchas veces ha sido la guerra en Colombia: disparar a la oscuridad para ver qué pasa. Muy rara vez ha habido batallas épicas estilo Hollywood. Sentía que era necesario ese elemento del lenguaje. E igual me basé en cine de guerra, colombiano y extranjero, para ambientar y entender con exactitud qué podía decir sobre esta guerra y qué la hace diferente a las demás.
Hay dos escenarios muy llamativos: el momento en que Martín y Turpial, durante un receso de sus actividades paramilitares se dedican al tráfico de combustible; y el otro es el capítulo de Mayda, que vende Chepacorinas y narra la matanza absurda de un montón de vendedores de galletas. ¿Cuáles son las bases de esas escenas?
El de la gasolina se origina en una cobertura: hice un reportaje sobre el contrabando de gasolina. Conocía muy bien cómo se movía. Fuentes me contaron que se montaban desnudos en los carros para evitar que se les pegara la ropa quemada a la piel si explotaba el combustible. Lo de las chepacorinas es una historia extraña: una vez fui a la Sala de Justicia y Paz en Barranquilla, uno de esos tribunales donde los paramilitares confiesan crímenes. Fui a buscar unos papeles y, cuando estaba saliendo, encontré a un señor. Era un paramilitar y le ofrecí comer juntos. Ahí me contó esa historia: la matanza de los galleteros. Y me dijo que justo en la zona donde yo había imaginado a Martín, a quien le di el alias de “Jaguar”, existió un paramilitar con el alias de “El tigre”. Tomé su testimonio y otras crónicas para construir la escena.
Además de los hechos factuales que tomas de investigaciones y entrevistas, ¿en qué te basas para caracterizar a tus personajes? ¿Usas rasgos de gente cercana?
Tengo una imaginación medio corta, no puedo inventar de la nada, así que necesito un asidero muy fuerte porque me preocupa ser verosímil, que el lector no me deseche. Busco el anclaje factual, y para los personajes tomo rasgos de amigos, conocidos, de personas que me hayan impactado.
¿A qué se debe el vuelco de la ficción a la no ficción para abordar un argumento donde Ronco, un jaguar, es uno de los personajes principales?
El vuelco hacia la ficción, con esta historia, es porque me arrepiento de no haberme dedicado a la biología o a la zoología, que era lo que quise al principio. Llegué tarde, pero aprovecho la escritura para hablar de ello.
En tu escritura hay un vínculo muy fuerte con el medio ambiente. ¿De dónde surge esta fascinación? La novela sostiene que la naturaleza es violenta.
Mi papá es zootecnista. También ha trabajado con animales salvajes. De niño lo acompañaba a las fincas, a granjas de leche y de pollos. Él tenía enciclopedias de animales, una colección de revistas que trajo de Nueva Zelanda, titulada Ranger Rick, y otra de National Geographic. Recuerdo que me dedicaba todo el tiempo a mirarlas. Ahí nació la fascinación.
Ronco, el jaguar, el personaje más interesante del libro, el cual está basado en tu perro llamado Lobo, es un tema recurrente en tu escritura de no ficción. ¿Son animales con los que tienes una relación particular?
Hice una crónica sobre jaguares y me surgió una imagen: un paramilitar con un jaguar como mascota, la idea de la novela. Además llevo tres años trabajando en un libro de crónicas sobre los jaguares de América. Me gustan demasiado. Uno pensaría que son mis animales favoritos, que desde niño sueño con ellos, pero no: mis animales favoritos son los lobos. Pero el jaguar es un animal de una belleza inaudita, es “el animal de América”. Tanto que cualquier civilización que se ha cruzado con él lo ha vuelto una deidad o un símbolo de poder. Para mí se acaba el mundo el día que no haya jaguares. Si se van, lo hemos perdido todo. Si tuviera que reescribir los capítulos, los haría todos desde la perspectiva de Ronco.
Martín vive una serie de alucinaciones en la selva. El jaguar, a su vez, posee una percepción extrasensorial. Es como un paralelismo entre el animal-humano y el humano-animal. ¿Es algo que los identifica?
Las alucinaciones de Martín, más que hablar de una capacidad extrasensorial, vienen de un trastorno de estrés postraumático. Pero se juega mucho con la idea de que Martín “está viendo cosas”, cosas que están más allá de la realidad. Con Ronco fue lo que más disfruté: incluir como perciben los jaguares el mundo.
¿Qué satisfacción obtuviste en la literatura de ficción que no te había permitido la crónica?
Lo principal es no ser tan formal. En la crónica no podía jugar con el lenguaje de esta manera. Un día estaba conversando con Leila Guerriero y me dijo que era algo que obedecía más a mis limitaciones que a las limitaciones de la crónica como tal. No podía intentar escribir una crónica como, por ejemplo, el capítulo de Amalia, hecho a punta de preguntas. Mis capacidades no llegan hasta allá. Jaguar fue mi manera de descargar, de librarme de lo que sentía que eran los límites de la crónica. Aunque, como dijo Leila, quizá no están ahí. En lo que más me he esforzado escribiendo es en esta novela, los pasajes más logrados que he hecho están ahí. Se puede conseguir efectos poderosos en cualquier género.
Luego de escribir Jaguar, ¿preparas otro proyecto de ficción?
Sí, otra novela. Ya tengo el título: “Araracuara”, que era una cárcel que estaba a la mitad de la selva en Colombia y la idea era jugar con las voces, pero llevarlo a un límite; que, además de personajes como Ronco, use a todos los seres que habitan la selva para contar la historia de un grupo de humanos que se escapan de la cárcel para terminar en la selva, en otra suerte de cárcel. Araracuara significa algo como “el lugar de las guacamayas”.
Al final del libro hablas del plagio como un gesto de admiración. ¿Puedes profundizar en las obras que dialogan con Jaguar?
La liberación que encontré en la ficción se nutrió de las novelas que me embarcaron en la escritura de Jaguar. Hubo voces que me inspiraron en formas particulares. Por ejemplo, La muerte de Carlos Gardel, de António Lobo Antunes, me sirvió para la voz de Arturo; también Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara. En el prólogo, un juego metaliterario en el que incluyo un periodista de nombre Horacio Quevedo, tomé algo de Don Quijote, hay frases que aparecen literalmente. Y algunas libertades que encontré en el Ulises, de Joyce, una posibilidad de decir: ah, esto se puede hacer, aunque fracase.
El último capítulo, “Coro”, es un experimento genial, en el que incluyes todas las voces de los personajes, en diferentes tiempos, hablando del último acto de Martín: una masacre.
Quise que todo terminara en un coro porque pensaba en una frase de Joseph Brodsky, uno de los epígrafes: “En una verdadera tragedia, no es el héroe quien muere; es el coro”. No tenía claro cómo sería la mezcla, fue saliendo conforme escribía. Después de leerlo llegué a Conversación en la catedral de Vargas Llosa, donde hay algo así pero mejor logrado. Eso en un reportaje, en no ficción, sería loquísimo.
Esta, tu primera novela, quedó entre los finalistas del Premio Herralde, quizá el más importante en lengua española. ¿Cómo te sentiste cuando te notificaron?
No lo podía creer. Un amigo se metió en la página de Anagrama, lo vio y me contó. Técnicamente no soy finalista sino semifinalista. Sacan siete novelas, premian una y eligen una más para publicar. La mía estuvo entre las otras. No pensé que fuera llegar a eso, la había mandado por mandar, uno se mete a todos los premios que puede. Estuve realmente feliz.