Ku Klux Klan: Estado blanco, responsabilidad y relato de detectives
I. Liuzzo
Viola Liuzzo fue asesinada en 1965, en Estados Unidos, a manos del Ku Klux Klan. Conducía su coche en la carretera, acompañada de Leroy Moton, un joven afroamericano. Los miembros del Klan emparejaron su auto al de las víctimas; dispararon dos veces. Solo ella murió, tenía 39 años.
Liuzzo era una militante activa del movimiento de los negros estadounidenses que buscaban derechos electorales. El 7 de marzo de 1965, el mismo año de su asesinato, Liuzzo acudió al llamado de Martin Luther King para marchar públicamente de Selma hasta Montgomery, la capital del estado de Alabama. El motivo de la protesta era el asesinato de Jimmie Lee Jackson, un joven activista negro, a manos de la policía.
El día de la protesta sería conocido como el Domingo Sangriento y permanecería como una herida dolorosa en la historia de Occidente. El 7 de marzo de 1965, en el marco del movimiento en cuestión, los manifestantes se cruzaron con una fuerza pública decidida al ejercicio desmedido de la violencia. El jefe de la policía local era Jim Clark, un hombre que durante años se había opuesto a la emancipación electoral de la comunidad afroamericana. Los palos y el gas inundaron las calles y sobajaron la voz negra sedienta de libertad.
Viola ayudó a los marchistas en todas las formas en que le fue posible: coordinó áreas logísticas de la protesta y se encargó, además, de trasladar a manifestantes en su automóvil. Así fue emboscada por cuatro miembros del Ku Klux Klan: Collie Wilkins, William Eaton, Eugene Thomas y Gary Rowe. El último era un informante encubierto del FBI.
II. KKK I
La historia del Klan es, sobre todo, un relato de privilegio revanchista. Su primera formación surgió en Estados Unidos durante el siglo XIX, después del final de la Guerra Civil. La batalla era entre los Estados Confederados y el Ejército de la Unión, el primer grupo quería conservar el estado de esclavitud negra; el segundo, abolirla. En 1863, a dos años de que terminara el conflicto, Abraham Lincoln presentó su Proclamación de Emancipación, que otorgaba la libertad a los esclavos habitantes de las áreas controladas por los Confederados. Ese mismo año, el general Robert E. Lee, del grupo esclavista, perdió la Batalla de Gettysburg. El final de la guerra trajo consigo la liberación total de los negros subyugados.
El primer Ku Klux Klan es efecto de esa liberación. Aunque parezca extraño, durante el periodo de la Guerra, el ala republicana deseaba la abolición y la demócrata buscaba mantenerla. Así, el primer Klan fue conformado por varios veteranos demócratas a los que se sumaron granjeros, trabajadores y jóvenes blancos.
Mediante un ejercicio sistemático del horror, promovieron la supremacía blanca, el racismo y la xenofobia. Allanaron los hogares de familias negras, a las que golpearon y despojaron sin titubeos. El Klan reivindicó más de un centenar de asesinatos.
En 1868, un jurado federal dictaminó al Klan como una organización terrorista, iniciando procesos legales contra sus miembros. En 1871, se ordenó su persecución y disolución desde el aparato público federal.
III. KKK II
El segundo Ku Klux Klan nació en 1915. Su detonación se conecta con el cine, con el enorme potencial político que los Estados vieron en él y quisieron hacer suyo. El lenguaje fílmico, como lo conocemos hoy, es consecuencia en gran medida de la agencia de D.W. Griffith. Él, que estableció algunos de los códigos fundamentales en la narración cinemática, también es el autor de The birth of a nation, cinta de 1915. Su tema es la Guerra Civil en Estados Unidos y la supuesta amenaza que parecía suponer la recién liberada comunidad afroamericana. En la película, los negros son representados como una horda de pseudo animales que sólo buscan violencia y sexo; el Ku Klux Klan aparece en el relato, son planteados como un grupo de héroes, de agentes del orden.
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En la escena anterior, una joven huye de un negro que quiere violarla. Para escapar, se arroja desde un barranco. Es difícil saber que el personaje es un afroamericano, pues en realidad es una actor blanco con el cuerpo pintado.
La cinta se estrenó en un contexto histórico delicado, que se distinguía entre otras cosas por la presidencia segregacionista de Woodrow Wilson, quien se declaró abiertamente maravillado y conmovido por la cinta y su tratamiento de la historia.
En efecto, la emancipación había llegado medio siglo atrás y, sin embargo, el gobierno estadounidense aún ejercía medidas de separación y discriminación sobre las comunidades negras, además de propiciar la discriminación y estigma que pendía sobre otras minorías.
En 1915, también, el judío Leo Frank fue linchado. Frank violó y asesinó a Mary Phagan, una niña de catorce años que trabajaba en la fábrica presidida por su asesino. El judaísmo del criminal fue un factor clave en su destazamiento. No solo eso, sino que la brutalidad de su acto fue un factor para destapar el profundo antisemitismo presente en una gran parte de la población de la época.
Lo anterior fue el caldo de cultivo perfecto para el resurgimiento del Klan. William J. Simmons, médico estadounidense, refundó la organización en 1915. Hacia 1922, el Ku Klux Klan contaba con más de tres millones de integrantes. Sus enemigos declarados eran los negros, los judíos, los católicos y cualquier minoría étnica; ante sus ojos, ellos eran los culpables de todos los males de la sociedad.
Su influencia política fue tan notable como devastadora. En 1925, 60 mil integrantes marcharon públicamente hacia la Casa Blanca; el mismo año, Edward Jackson, militante activo, fue elegido gobernador de Indiana en 1924.
Una publicación periódica del Klan, titulada Dawn: a journal for true american patriots, animaba a los miembros a competir por puestos de elección pública. El objetivo era promover la agenda de la asociación desde la silla del gobernante. El Klan infectó algunas de las células más importantes del gobierno de Estados Unidos. Len Small, gobernador de Illinois cuya candidatura fue respaldada por el Klan, utilizó su función en favor de la asociación: una vez, por ejemplo, permitió una iniciación masiva y pública de nuevos miembros en su territorio. El KKK se hizo de un poder enorme y peligroso.
IV. Intermedio: relato policíaco y narrativa de Estado
Ocurrió una noche tormentosa de septiembre. Sherlock Holmes y su amigo John Watson se encontraban en su departamento de Baker Street cuando un hombre joven llamó a la puerta. Era John Openshaw, buscaba ayuda. Openshaw presenció la muerte de su tío Elias y la de su padre.
Ambos recibieron un mensaje críptico y perturbador: en un sobre encontraron cinco semillas de naranja y la leyenda K.K.K. Los dos murieron en situaciones que la policía calificó de accidentes.
El joven John acababa de recibir el mismo sobre y su desesperación lo hizo buscar a Sherlock Holmes. En una tentativa de evitar otro asesinato, Holmes indicó a su cliente que volviese a casa y entregase los documentos que el remitente demandaba salvajemente.
Openshaw obedeció y, una vez solos, Holmes relató a Watson lo que hoy conocemos como la historia del primer Ku Klux Klan. Al día siguiente, cuando Holmes se alistaba para atender el caso personalmente, Watson vio el diario. Informaba de la muerte “accidental” del joven Openshaw.
-Eso hiere mi orgullo, Watson –dijo al cabo de un rato–. Es un sentimiento mezquino, sin duda, pero hiere mi orgullo. Ahora se ha convertido en algo personal, y si Dios me da salud voy a atrapar a esta banda. ¡Y pensar que vino a pedirme ayuda y que lo envié a su muerte! –se levantó de la silla y comenzó a caminar por el cuarto presa de una gran agitación, tenía enrojecidas las usualmente pálidas mejillas y abría y cerraba nerviosamente sus manos largas y delgadas.
Sin embargo, aunque Holmes haya rogado salud a Dios, nunca pudo terminar con el Klan. “Las cinco semillas de naranja”, publicado en 1891, cuenta uno de los casos fallidos de Sherlock Holmes, quien no logró derrotar a un grupo que rebasa el terreno de la ficción.
Su enorme talento deductivo y su increíble capacidad de detección fueron completamente impotentes ante la amenaza del Ku Klux Klan y, a pesar de ello, Holmes acierta en un punto: allí donde la policía simplifica el caso y lo dictamina como un accidente, el detective identifica la agencia de una mano invisible pero innegable.
Ricardo Piglia dijo incontables veces que la relación entre el Estado y el intelectual se distingue por la tensión, el conflicto. Citó frecuentemente a Paul Valéry: “no hay poder capaz de fundar el orden por la sola represión de los cuerpos sobre los cuerpos, se necesitan fuerzas ficticias”.
El Estado narra, construye ficciones, manipula las historias, instituye una versión unívoca y monolítica de la realidad. De esa forma, el poder político crea consensos y disemina formas de percepción de lo real: de sus historias depende el ocultamiento o la legitimación de la violencia sobre los cuerpos.
La tarea del intelectual, entonces, está en el desciframiento, en la captación de los secretos y las manipulaciones ficticias y discursivas del poder estatal. El escritor es una especie de detective, un agente que diseca y expone las entrañas estructurales de la narración totémica del Estado.
La ficción del poder suele desplegarse como un entramado narrativo paranoico. Para funcionar, necesita establecer la figura de un enemigo, una supuesta amenaza cuya existencia garantiza un estado perpetuo de podredumbre, una entidad que exige su eliminación inmediata.
V. Charlottesville: FBI y responsabilidad política
El escenario fue Charlottesville, Virginia. Sucedió en agosto de 2017, medio año después de la toma presidencial de Donald Trump.
Las autoridades pretendían retirar la estatua de Robert E. Lee, el general confederado que perdió la Batalla de Gettysburg. Pensaban que su conmemoración perpetuaba la celebración de un racismo inaceptable. Sin embargo, la tentativa de su remoción originó un movimiento siniestro.
Grupos de supremacistas blancos, simpatizantes del alt-right, neo nazis y hordas auto proclamadas como el Ku Klux Klan organizaron una marcha para proteger el monumento. Acudieron a Charlottesville con antorchas y cantos sobre el suelo y la sangre.
La presencia de la masa blanca despertó la alerta civil y ocasionó una contramanifestación ciudadana. Los golpes no se hicieron esperar, la fuerza pública fue incapaz de detener la tragedia. Un joven blanco y racista, llamado Alex Fields, tomó un coche y lo estrelló contra los manifestantes no supremacistas. Murió una mujer, su nombre era Heather Heyer. Alrededor de veinte personas fueron heridas.
La primera declaración pública de Donald Trump no condenó la existencia y operación del supremacismo, solo hizo una condena fría e inverosímil de la violencia que, según él, surgió de ambos bandos. Para el líder del mundo libre, la catástrofe también era responsabilidad de los contramanifestantes.
Volvamos a 1965. Viola Liuzzo fue asesinada por el Ku Klux Klan. Uno de los asesinos, Gary Rowe, era un informante del FBI. Los responsables fueron arrestados rápidamente, Rowe obtuvo protección estatal a cambio de información sobre el crimen. Lejos de proteger a la víctima, el FBI comenzó una campaña de difamaciones sobre Liuzzo.
Se dijo que era una heroinómana, comunista y que había dejado a su familia para acostarse con todos los negros que se atravesaran frente a sus ojos. El centro de inteligencia del Estado, pues, construyó una narrativa en torno a la víctima para desacreditarla y, con ello, culparla tácitamente de su propia muerte.
¿El relato oficial sobre la muerte de Liuzzo es un efecto del Klan y su infección en las altas esferas del Estado? Poco importa si consideramos el solo hecho de la permeabilidad de las instituciones. Todo aparato político es susceptible de caer en manos de organizaciones ajenas al interés colectivo. O dicho de otra manera: todos somos vulnerables de convertirnos en títeres de asociaciones cuyo ideal es, de principio, repugnante. Lo hemos visto en los últimos años.
Donald Trump llegó a la presidencia a través del discurso de odio. Su campaña se distinguió por un relato que culpaba a los inmigrantes, las comunidades no blancas y las mujeres de todos los males políticos y económicos de Estados Unidos. The Donald supo dar una voz pública a la sospecha paranoica de la clase trabajadora blanca: la culpa es del otro. Esto tuvo un efecto específico; se pasó de la palabra al cuerpo.
Durante los días posteriores a la elección de 2016, se registraron cientos de ataques contra inmigrantes, niños incluidos. De la misma forma, David Duke, uno de los integrantes más importantes del Klan tomó la palabra: “no se equivoquen, nuestra gente jugó un rol enorme en la elección de Trump”.
El segundo Ku Klux Klan desapareció hacia 1930, las acusaciones de violencia extrema terminaron por destruirlos frente a la mirada pública. Desde entonces, el emblema KKK ha sido adoptado y desechado de continuo por diversos grupos extremistas estadounidenses. Trump despertó al fantasma cuyo vaivén ha marcado la historia contemporánea del llamado “mundo libre”. Charlottesville no hubiese sido posible sin el relato trumpiano sobre los otros, las culpas y las pieles deleznables. Ni siquiera Sherlock Holmes pudo derrotarlos, el Klan continúa allí.
A pesar de ello, todos podemos ser Sherlock Holmes, esto es, todos podemos dar lugar y acoger de cerca la palabra y el dolor de los otros. Aun si Holmes fracasó en su cacería más importante, no se reduce la calidez que brindó a John Openshaw cuando más la necesitaba. El detective no es solo el fetiche de una lógica imbatible, también constituye el último refugio de los más desesperados.
En nosotros queda la posibilidad de nombrar el hueco aberrante que resta después de los asesinatos de Liuzzo y el de Heather Heyer. En nuestras manos yace la tarea de evidenciar la función del relato del FBI, la agencia del racismo de Woodrow Wilson, la vena intolerable de Jim Clark o la narrativa de Donald Trump. En nuestras voces cae la responsabilidad de una enunciación necesaria: no es cierto, John Openshaw no murió accidentalmente, Liuzzo no era culpable, el dolor estadounidense no es culpa de los grupos fuera de la norma aria.
Al final, somos nosotros los que deciden sobre la adscripción o la negación de la ficción del Estado. Podemos suscribir la figura del enemigo, abrazarla y buscar la disolución absoluta del otro ficticio; o bien, podemos reconocer en ese otro la vulnerabilidad que nos constituye y nos alimenta a diario. En ese reconocimiento yace nuestro potencial de detectives.