Chile: juventud rebelde
El siguiente texto será incluido en una colección próxima de Vientos del Pueblo, del Fondo de Cultura Económica. Lo reproducimos aquí, en exclusiva, con permiso del FCE.
Tratando de explicarle a lectores mexicanos la profunda desazón que sienten hoy los jóvenes chilenos, su rabia, su necesidad de salir a las calles a protestar contra un gobierno y una élite que no los incluye ni escucha o aprecia, tratando de entender las razones de que estén dispuestos a arriesgar que los apaleen y les tiren balines a los ojos, que los encarcelen y los violen y hasta los maten las fuerzas del “orden”, me di cuenta de que era fundamental bucear más allá de la situación actual y develar las raíces de la crisis en la historia social y política chilena de las últimas décadas. Y nada mejor y más ilustrativo, pensé, que recordar la experiencia de mi hijo mayor Rodrigo, cuando en 1990, a la edad de veintidós, retornó a Chile después de diecisiete años de exilio.
No había elegido él ese desarraigo. Tuvo que irse cuando yo me vi forzado, junto a su madre Angélica, a abandonar nuestro país después del golpe de estado del General Augusto Pinochet contra el gobierno constitucional de Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973. Durante la larga dictadura cívico-militar, Rodrigo se alimentó, igual que nosotros y tantos otros chilenos afuera y adentro de la patria, de dos epopeyas vibrantes. Una era la historia de los mil días de Allende y la Unidad Popular, un experimento que conmovió al mundo por ser la primera vez que se intentaba construir el socialismo, no por medio de las armas, sino a través de una vía pacífica y electoral. Y, en efecto, los éxitos fueron notables: nacionalización de los recursos naturales que habían acaparado manos foráneas, control del pueblo de bancos e industrias que hasta entonces sólo habían servido los intereses de una pequeña oligarquía, aumento de salarios y redistribución del ingreso, cambios drásticos en la tenencia de los campos con una reforma agraria que devolvía la tierra a quienes la labraban. Ni qué hablar de los avances en educación, alimentación de los niños, un sistema de salud para la mayoría y no los predilectos, derechos y respeto para los pueblos originarios y las mujeres, y todo ello amparado por un pueblo en marcha, lleno de alegrías y amaneceres, inspirando una excepcional explosión artística e intelectual. La idea de ese pueblo como protagonista de la historia, capaz de entender y crear ideas y gozar de la belleza universal se desplegó en una política editorial que puso en manos de los estudiantes, trabajadores, campesinos y dueñas de casa millones de ejemplares a precios irrisorios –como ahora ocurre con la estrategia del Fondo de Cultura Económica en México.
Por cierto que ese experimento social de liberación, la vía chilena al socialismo, se topó con el feroz antagonismo de los sectores más poderosos de Chile y, naturalmente, con el encono y temor de los Estados Unidos que, con el beneplácito de Nixon y Kissinger y la CIA, financió una violenta campaña de terror y sabotaje en contra de la Unidad Popular, una cruzada que culminó en la asonada de Pinochet y el bombardeo del Palacio Presidencial de La Moneda, donde Allende, combatiendo hasta el final, murió en defensa de la democracia.
Fue la primera víctima de tantas que vendrían.
El régimen de los generales y almirantes fue inédito en su crueldad, su afán de exterminio de la izquierda y destrucción de los derechos de la ciudadanía. Las ejecuciones, la tortura, las desapariciones, el exilio masivo, la persecución despiadada a cualquier asomo de indocilidad buscaban asegurar que una población mansa y atemorizada no se atreviera a contrariar la sistemática privatización de las riquezas que pertenecían a todo Chile, ni tampoco pudiera impedir la demolición de un Estado al servicio de las grandes mayorías.
Nunca pudo Pinochet, sin embargo, apagar el deseo de libertad de esas grandes mayorías, el sueño de las “grandes alamedas” que algún día se abrirían, como lo profetizó Allende en su último discurso antes de morir.
Y esa fue la otra epopeya que inspiró a Rodrigo: la saga de la resistencia, de un pueblo que, padeciendo abnegadamente acosos y penurias y no pocas muertes, fue acorralando al dictador, haciendo ingobernable el país, originando horizontes de lucha y esperanza.
Nosotros habíamos participado en esas jornadas victoriosas, habiendo encontrado el modo de volver a Chile a partir de 1983, si bien en forma intermitente mientras armábamos un retorno definitivo. No fueron años fáciles: en 1986 a mí me habían tomado preso y deportado, junto a nuestro hijo menor Joaquín, y aunque la presión internacional hizo que Pinochet tuviera que echar pie atrás y permitirme volver a Chile, Angélica, con toda razón, insistió en que no debíamos instalarnos permanentemente en el país hasta no tener certeza de que disponíamos de condiciones mínimas de seguridad.
Tuvimos atisbos de esa certeza cuando el pueblo chileno, el 5 de octubre de 1988, venció contundentemente a Pinochet en un plebiscito donde él tenía todo el poder del Estado, todo el monopolio del miedo, y los chilenos insumisos solamente su voluntad de cambio, un lápiz en cada mano con que decirle “NO” al general de la muerte. Nos pareció una prueba suficiente de que el final del prolongado cautiverio de nuestros ciudadanos se avecinaba. Era hora de emprender el retorno definitivo.
Rodrigo fue el primero en partir, ilusionado con la idea de ayudar a reconstruir el país empobrecido y devastado, a pesar de que sabía que, siendo imposible resucitar las conquistas que habíamos alcanzado en los tiempos de Allende, sería un proceso arduo conseguir la justicia y la igualdad que el pueblo se merecía. Los seguidores de Pinochet todavía dominaban sectores cruciales del poder –judicial, militar, económico, medios masivos de comunicación- y, gracias a una Constitución aprobada fraudulentamente en 1980, la derecha minoritaria podía vetar todo intento de realizar cambios estructurales o juzgar a los culpables de los más flagrantes abusos a los derechos humanos. Como amenazó Pinochet, al despedirse (y sus amenazas tenían peso, ya que seguía como Comandante en Jefe del Ejército): “Si me tocan a uno de mis hombres, se acabó el Estado de Derecho.” Ante esta situación, los opositores de la dictadura (una vasta coalición que incluía a los democratacristianos que habían sido cómplices del golpe, pero que ahora se jugaban valientemente contra la tutela de los militares) tuvieron que aceptar una democracia restringida y disciplinada, llegar a un pacto tácito que dejaba intactos los enclaves heredados de Pinochet a cambio de poder respirar el aire de la paz y construir un porvenir sin violencia.
Pese a estas limitaciones, Rodrigo estaba optimista. Durante prolongadas visitas anteriores a al Chile dictatorial, había luchado en las calles junto a sus congéneres. Además, como miembro de un equipo de cine que recorrió el país filmando clandestinamente las más diversas muestras de una resistencia, había llegado a conocer la fuerza indómita y el humor inquebrantable de sus compatriotas. Era natural para él, por lo tanto, apostar a que el deseo de justicia se sobrepondría a todos los escollos y seguro de que había un lugar para alguien como él en esta nueva etapa de la vida nacional.
No fue así.
Lo supimos cuando el resto de la familia regresó a Santiago en julio de 1990. Estábamos, por supuesto, radiantes ante la perspectiva de reunir a la familia entera en una sola ciudad. Era un triunfo contra un despotismo que había diezmado y separado a tantas familias, que había desaparecido a tantos compañeros y compañeras, y que quiso, infructuosamente, desaparecer al país de Allende. Y, con más razón, estábamos ansiosos por adentrarnos en los detalles del retorno de Rodrigo, que ya había tenido muchas oportunidades para explorar el renovado Chile, tomarle el pulso a un país que otra vez buscaba su destino.
Sabíamos ya algo acerca de los vaivenes chilenos de nuestro hijo mayor. Rodrigo había arrendado, con un par de artistas bohemios, un piso desvencijado en un barrio bastante venido a menos cerca del centro de Santiago. Y nos había contado que estaba trabajando como asistente personal (aunque sin que le pagaran un centavo) de un actor chileno eminente, traduciéndole cartas al inglés y una obra desde el francés y haciendo de chico de los mandados, a lo que se agregaba, según una carta reciente de Rodrigo, una retahíla de proyectos teatrales y mediáticos propios que estarían listos –o por lo menos así lo esperaba él- para cuando arribáramos.
Apenas unos días después de nuestra llegada, pasó Rodrigo por nuestra casa en Chile –la primera ocasión para una conversación franca y tendida– y nos anunció, para nuestra consternación, que acababa de aceptar una oferta de emplearse en Estados Unidos, en un teatro bilingüe en San Diego, con la perspectiva de hacer un posgrado en la Universidad de California. Así que pensaba irse de Chile en unos meses más, y sin planes de un pronto retorno.
Era un éxodo que podía llevar a cabo porque disponía de recursos y alternativas que le faltaban a la mayoría de su generación. Muchos jóvenes, según conversaciones que tendríamos en los meses venideros con otra gente de su edad, lo hubieran imitado gustosamente. Esos muchachos chilenos, igual que Rodrigo, se encontraban decepcionados de nuestra nueva democracia, sintiendo que no había significado una diferencia positiva en su vida pese a habían sido ellos los que batallaron con más arrojo contra la tiranía, los que resultaron decisivos para que Pinochet fuese derrotado. En plena democracia, sin embargo, continuaron siendo víctimas de una virulenta persecución, estigmatizados como “anti-sociales”, golpeados por la misma policía que operaba bajo el régimen cívico-militar. Demasiados “hijos de Pinochet”, como se auto-denominaron burlonamente, siguieron tan marginados como antes. Buscaban consuelo en drogas asequibles y alcohol barato, no tenían a su alcance viviendas decentes y módicas, eran tratados con indiferencia y desprecio por el sistema educacional. Vegetando en una estrechez precaria, intuían que no había para ellos alamedas resplandecientes, no existía un futuro real y palpable.
La experiencia personal de Rodrigo había sido también desalentadora. Su entusiasmo desbordante, su curiosidad y energía, su entrega de tiempo y ahorros y visión no encontraron reciprocidad. El actor al que Rodrigo ayudaba le sacó el jugo y cuando ya no le servía lo descartó como si fuera un par de zapatos viejos, si te he visto no me acuerdo. Una actitud típica de quienes, teniendo algo de poder, cruzaron su camino: muchas promesas sin cumplir, muchas puertas hipócritas que se abrían para cerrarse abruptamente. —Tienes que pertenecer a algún partido político —se quejó Rodrigo—, o conectarte a alguna minúscula mafia cultural de la élite para que te ofrezcan asistencia.
—¿Así que no hay vuelta, tu decisión es final? —preguntó Angélica, y tosió con una leve raspadura de garganta que seguía importunándola varios años después de que había sido víctima de un ataque con gas lacrimógeno en una de las muchas protestas en que había participado contra Pinochet.
—Si no me voy —respondió Rodrigo— me voy a morir.
Recuerdo que quise minimizar lo que ese anuncio implicaba. Traté de aclarar, atenuar algo que parecía tan letal, tan peligroso. —Quieres decir que no puedes respirar, que no tienes espacio para respirar.
Vi a Rodrigo vacilar, y enseguida: —Sí, pero es más que eso. Matar. Me van a matar si sigo acá.
Hace unos meses, nos dijo, él y sus dos cumpas fueron detenidos después de lanzarse impulsivamente a la calle a defender a un vecino al que la policía estaba amedrentando por haber besado a su novia arrebatadamente en la vía pública. Con una pasión tal vez excesiva, admitió Rodrigo, pero sin que esa pareja hubiera atentado ni a la legalidad ni a la moral, y en todo caso, sus besos no justificaban que los carabineros acusaran a la pareja de desorden público y vagancia, el mismo cargo que le imputarían a los tres fallidos amigos rescatadores. Cuando Rodrigo protestó, un policía había sacado su pistola y, colocándosela en la sien, le preguntó si quería que esto fuera fácil o difícil.
Se los llevaron a la Primera Comisaría, que sirve al distrito en torno al Palacio Presidencial (y donde, noté con desolación, varios de mis compañeros allendistas fueron torturados y asesinados), y ahí pasó Rodrigo la noche en compañía de drogadictos y criminales insignificantes y piltrafas humanas que merodean por el sector. Mientras Rodrigo narraba estas peripecias, me pregunté cómo era posible que la policía no se hubiera dado cuenta de que nuestro hijo era diferente a esa chusma. ¿O acaso no era tan diferente, después de todo? ¿De dónde nacía mi presunción de que sus orígenes de clase lo protegerían, de que él tenía privilegios especiales debido a que era nuestro hijo? ¿Por qué menospreciaba yo a esos otros presos miserables, descalificándolos?
—Estaba en un calabozo provisional —nos explicó Rodrigo— junto a unos cincuenta tipos. Y no dejaba yo de escrutar al teniente que estaba a cargo de la comisaría, no le saqué la vista. Era alto, de estirpe europea, con un uniforme impecablemente planchado. Me di cuenta de que estaba cansado de ese lugar, rodeado de una colmena de pacos nerviosos, todos ellos con una piel bastante más morena que la suya. Y entonces grita nuestros nombres y “A la peni, Ustedes tres, a la penitenciaría.” Y yo pensé, ni modo que me manden a la peni, de ahí no salgo vivo. Y le digo: “Espere, espere, espere,” así, con una voz urgente y bien baja, y me acerco al teniente y él allá arriba en un estrado, como en el día del Juicio Final, algo salido directamente de Kafka, y le murmuré algo, sin levantar la voz, sólo para sus oídos. Le dije, mirándolo muy fijamente: “Usted es blanco, yo soy blanco. Usted tiene los ojos azules, yo los tengo verdes. Usted no debería estar acá, y yo tampoco. ¿Cuánto es la multa por vagancia?” Y el teniente titubeó por un instante. Le echó un vistazo a mis dos acompañantes —al vecino y a su novia hacía tiempo que ya los habían despachado quién sabe a qué sitio aciago—; uno de mis amigos estaba disfrazado de rufián del siglo XIX, con una capa larga, como si fuese el Conde de Lautréamont, y el otro con ropa bastante tosca pero con un aire cándido e inofensivo, si bien había pasado años en Nicaragua robando bancos para los Sandinistas. Ahí el oficial me mira de nuevo y me informa que la multa son sesenta dólares y tuve la suerte de que esa misma mañana había cambiado plata. Pagué la multa y nos pusieron en libertad. De manera que cuando digo…
—Que te van a matar…
—Soy demasiado salvaje, demasiado libre, he pasado demasiados años afuera, y no sé cómo navegar un país como éste, no sé cuando me toca callar, cuando puedo levantar la voz. En esta ocasión logré escaparme, pero la próxima vez…
Recuerdo que pensé: La próxima vez puede que su clase social no lo salve, no le ayude a engañar a la muerte. Era cierto que podían matarlo, que en este país en el que habíamos puesto tantas esperanzas, no había espacio para que un joven como él respirara. Ni tantísimos otros jóvenes parecidos.
De manera que Rodrigo terminó yéndose, repitiendo el camino que tomó cuando se fue de Chile, un pequeño de seis años de edad, pero esta vez no porque se vio obligado a seguir a sus padres al exilio, pero debido a su propia libre voluntad, esta vez forzado por su patria a desterrarse, esa patria que mantuvo vivo adentro suyo con tanta devoción durante todo ese tiempo pernicioso.
Y dejando atrás a millones de chilenos que no tenían la opción de partir.
Tres décadas más tarde, estalló la revuelta popular.
El país, por supuesto, no es el mismo al que retornamos en 1990. La democracia ha permitido logros considerables, gracias, más que nada, a la coalición de centro-izquierda que ha gobernado durante la gran parte de ese período. Una disminución importante de la pobreza, una serie de juicios a los más escalofriantes violadores de los derechos humanos de la época de Pinochet, algunas mejorías en la salud y la educación, proyectos de infraestructura y transporte, modernizaciones del aparato estatal. Pero se pudo haber hecho mucho más para cuestionar la extraordinaria desigualdad de un Chile donde un pequeño y ávido grupo se ha apropiado de una inmensa y obscena tajada de la riqueza nacional. Ahí están los aristócratas y nuevos ricos que ostentan sus franquicias con desparpajo, aislándose cada vez más de los chilenos ordinarios que sufren, los viejos cuyas pensiones (privatizadas durante la dictadura) no alcanzan para vivir con dignidad, los pobladores que no disponen de un parque cerca para sus niños, los pueblos originarios que siguen siendo menospreciados y atacados.
Y, claro que sí, los jóvenes que contemplan las mentiras y la corrupción de militares y millonarios que abusan con impunidad de su situación de privilegio, los jóvenes que, un día, salieron a protestar contra un Chile que no los incluye. Y que, notemos, son los hijos y las hijas de esos jóvenes de 1990 que fueron marginados por una democracia circunscrita y confinada que no reflejó los intereses de la mayoría ni cuestionó a fondo el modelo neoliberal consumista de la dictadura.
La rebelión actual, que exige una democracia plena y que no acepta ya ese modelo económico, comenzó con algo que parecía exiguo y sin mayor trascendencia: un aumento de treinta pesos en el Metro de Santiago que se implementó el 6 de octubre del 2019, casi exactamente 31 años después del plebiscito del 5 de octubre que había terminado con el reinado de Pinochet. Y tal como el pueblo desafió la omnipotencia de la dictadura en ese entonces, ahora los estudiantes secundarios desafiaron la prepotencia del gobierno derechista de Sebastián Piñera (cargado, por lo demás, de Pinochetistas enriquecidos a destajo durante el régimen cívico-militar). Esos adolescentes decidieron no acatar ese aumento, llevando a cabo una “evasión masiva”, saltando jubilosamente los mecanismos de pago de pasaje. En vez de entender la desesperación que se agitaba detrás de esta forma de protesta pacífica, los ministros de Piñera hicieron oídos sordos y respondieron con una represión cada vez más salvaje, lo que, en vez de amenguar los desórdenes, atizó el descontento que se manifestó también en lamentables saqueos y vandalismo, alentados por el lumpen y los narcotraficantes. El presidente declaró que se trataba de una guerra a muerte, impuso un estado de emergencia y toque de queda, y ordenó a los militares que coparan la capital. Desde el tiempo de Pinochet que no se veían tanquetas y soldados patrullando las calles. El pueblo chileno no se dejó amedrentar. En forma mayoritariamente pacífica, millones de personas salieron a desfilar para repudiar esta guerra contra el pueblo, embarcándose en un nuevo octubre liberador. Ya no se trataba tan solo de la juventud. Se agregaban ahora los padres y las madres de esos muchachos rebeldes, los padres y las madres que habían sido, ellos mismos, jóvenes, que habían sido reprimidos y que ahora sacaban la voz y decían “¡Basta!” Sobrepasando las estructuras partidarias que no habían sabido dar una solución a los problemas profundos de Chile, los indignados manifestantes exigían dos cambios fundamentales: una nueva Constitución y una agenda social que atendiera las urgencias más inmediatas de la ciudadanía.
Un mes más tarde, ante una rebelión que aumentaba día a día, los partidos políticos de todas las tendencias acordaron celebrar un plebiscito que llevara a una Convención Constituyente encargada de concebir una nueva Carta Magna para Chile, dejando atrás el cerrojo que se había heredado de la dictadura. Y también se están consumando negociaciones para arreglar las pensiones insuficientes y la falta de viviendas decentes, la pésima calidad de la educación, un aumento significativo de los salarios y otras acciones que, se espera, van a reducir al abismo que existe hoy entre los super-ricos y de sus conciudadanos. Entre las exigencias de los insurrectos están también el control de las aguas, políticas sustentables para enfrentar la crisis climática, afianzar los derechos de sindicalización de los trabajadores.
Es decir, un nuevo modelo de desarrollo donde prima lo humano y no el lucro.
Queda por ver si estas reformas se efectuarán o si, de nuevo, se han de frustrar las ansias de un país más bello y equitativo. Queda por ver si los policías que respondieron a las demandas justas de los jóvenes con balines y torturas van a ser removidos y castigados. Queda por ver si la derecha chilena, acostumbrada a menoscabar la democracia con impunidad, aceptará una contracción de su poder y sus granjerías o si pondrán trabas al proceso que establece una nueva Constitución. Queda por ver si la izquierda chilena se dará cuenta de que no hay que temer la movilización del pueblo. Queda por ver si los sectores fascistas, nostálgicos de la mano dura de Pinochet, no aprovecharán el desorden y los saqueos, para revivir la quimera de una nueva tiranía. Queda por ver si las comisarías donde ayer fue detenido Rodrigo y sus camaradas y donde hoy siguen siendo constreñidos y golpeados otros jóvenes que solo quieren espacio para respirar tranquilos, solo quieren que se les permita sacar todo el potencial creador que tienen adentro, queda por ver si esas comisarías se transformaran en lugares que garantizan la seguridad de los chilenos y no su persecución.
Queda por ver, queda por ver.
Pero hay algunos que no verán más, más de doscientos jóvenes que quedaron ciegos debido a los disparos de la policía, quedaron sin ojos para que los dueños de Chile abrieran los ojos a la realidad de un país al que han ignorado, al que han querido olvidar. Otro sacrificio en la larga lista de sacrificios que han padecido tantos, las penas y pérdidas que nunca faltan para que nazca una patria nueva.
Porque lo que es indudable es que ha despertado Chile.
Así que mi familia y yo, después de todo, no nos equivocamos cuando retornamos a nuestro país en 1990. Teníamos razón de que la dictadura no había logrado contaminar irrevocablemente al pueblo.
Le toca a ese pueblo, y a su juventud, escribir ahora la próxima página de la historia.
Parece que Allende sigue vivo.
Muy vivo.
Este reportaje/panfleto/manifiesto utiliza algunas situaciones e ideas escritas en dos libros del autor, las memorias Rumbo al Sur, Deseando el Norte y Entre Sueños y Traidores: Un strip-tease del exilio.