Jack Kerouac al filo del abismo
“Y me contó que Dean estaba haciendo el amor con dos chicas a la vez; una era Marylou, su primera mujer, que lo esperaba en la habitación de un hotel, la otra era Camille, una chica nueva, que lo esperaba en la habitación de otro hotel.
—Entre una y otra acude a mí para el asunto que tenemos entre manos—continuó Carlo.
— ¿Y qué asunto es ese?
—Dean y yo estamos embarcados en algo tremendo. Intentamos comunicarnos mutuamente, y con absoluta honradez y de modo total, lo que tenemos en la mente. Tomamos bencedrina. Nos sentamos en la cama y cruzamos las piernas uno enfrente del otro. He enseñado a Dean por fin que puede hacer todo lo que quiera, ser Alcalde de Dénver, casarse con una millonaria, o convertirse en el más grande poeta desde Rimbaud. Pero sigue interesado en las carreras de coches. Suelo ir con él. Salta y grita excitado.”
En el camino, traducción de Martín Lendínez, Anagrama, Barcelona, 1997, p. 57.
Cuenta la leyenda que Jack Kerouac, ese enfant terrible y rey indiscutible de la generación beat, escribió la maravilla negra de On the road [En el camino] en poco menos de tres semanas. Se dice, además, que lo hizo sobre un rollo de papel de más de cincuenta metros de largo, acaso pensando en la semejanza con un antiguo papiro, y que cedió a un furioso trance creativo tras una buena dosis de anfetaminas.
En un período comprendido entre el 3 y el 21 de abril de 1951, prosigue la especulación literaria, Kerouac habría dormido solo lo necesario (menos de cinco horas al día) para dar a luz el baluarte de la literatura de carretera [road trip literature]. Durante años, la evidencia del crimen desapareció del panorama y la anécdota se fue nutriendo de dichos y hechos. Muchos creyeron que se trataba de un compendio de mentiras ideado por William S. Burroughs y Allen Ginsberg, amigos de Kerouac y compañeros de viajes, para alimentar la mitología de las piedras rodantes en las letras del norte.
Lo más curioso del asunto es que, a fin de cuentas, el manuscrito original apareció en Nueva York, en 2001, durante unas subastas que se llevaban a cabo en una lujosa casa de arte. Los últimos trozos (¿o metros?) del texto habían sido arrancados (¿por el propio autor, tal vez?) y poco antes del extremo podía leerse en una letra delgada y temblorosa (como Kerouac mismo) una singular anotación: “El perro potchky se lo comió”. [the potchky dog ate it]
La imagen del largo rollo rasgado simboliza con precisión el significado de la palabra Beat, que John Clellon Holmes acuña, difunde y define en su célebre artículo « This the Beat Generation » como “el sentimiento de haber sido usado, de estar crudo. Implica una especie de desnudez de la mente y, en última instancia, del alma; un sentimiento de ser reducido a la roca madre de la conciencia.
“Beat” de Beatitud
En una revelación acontecida durante una visita a la iglesia de su infancia en Lowell, Jack —cuyo nombre, de origen franco-canadiense era Jean-Louis Lébric de Kerouac— siente algo equivalente y antípodo a la “pérdida de la aureola” que golpeó a Charles Baudelaire en 1862 cuando sintió un afán metafísico que definió con mordacidad como “el viento del ala de la imbecilidad”.
“Me arrodillé y bruscamente lo entendí: beat quiere decir beatitud” dice Kerouac, que había dedicado buena parte de su existencia a una correría desenfrenada por las carreteras y derroteros de Norteamérica. ¿Un arrepentimiento in extremis del poeta entregado al hedonismo, al amor pansexual y la ebriedad furiosa que prefiguró los años sesenta, el romanticismo hippie y la contracultura? En absoluto.
Uno de los atributos que convirtieron a Kerouac en la punta de lanza ideológica del movimiento beat fue precisamente su versatilidad, el contrapeso espiritual que balanceaba su tendencia al disfrute sensorial con una consagración propia de un fiel seguidor. La aspiración a un nirvana florido, el animismo apache y heredero del ideal místico de Walt Withman, la aplicación de un extraño sincretismo artístico (la heroína, el bebop, la meditación, el budismo zen) fijaron el ideal de esta cofradía de viajeros bajo la figura de un vagabundo celeste, un clochard imbuido con los atributos místicos del asceta y la sed insaciable del príncipe de los faunos.
El inventor de los ángeles vagabundos, los bohemios del dharma y toda una saga de seres vociferantes y apasionados, navegó sinceramente a bordo de un barco ebrio (la devoción de Kerouac por la figura de Rimbaud, de quien redactó una autobiografía a comienzos de los años sesenta): esa prosa espontánea que le permitió escupir, aquí y allá, de manera salvaje y fuera de todo complejo, muchos sueños, fantasías, utopías de la imaginación, delirios alegres y dolorosos que se difuminaban como balas perdidas.
Su pasión por las palabras acumuladas como si fueran pequeñas piedritas que van saliendo de su boca y va pateando al paso, recuerdan las mejores improvisaciones jazzísticas de otro de sus faros: Charlie Parker. Íconos tardíos del malditismo, ambos poetas de la vida y del arte sellaron su trágico destino mucho antes de llegar a los cincuenta años y como producto del derroche de existencia que supusieron sus tumultuosos excesos.
De Kerouac, los médicos dijeron que el estado de su hígado doblaba en edad al del resto de sus órganos vitales. De Parker, fallecido a los 34 años, que su cuerpo correspondía al de una persona de sesenta años.
En el caso de Kerouac resulta curioso (y alegórico) pensar que el círculo de su vida concluyó con un incontenible brote de flujo sanguíneo que acabó con él un 21 de octubre, mientras bebía whisky y afinaba algunos detalles sobre la historia de su padre.