Solo un poco más
Lo primero que llamó la atención de Felipe cuando llegaron al claro del bosque fueron las manchas negras sobre la banca de piedra: alargadas, amplias, como pequeños riachuelos de suciedad. Solo que no lo eran. Bajo la levísima luz de la pantalla del teléfono móvil, tenían un lustre oscuro y grumoso. Apartó de un manotón la nube de insectos que le rodeaban el rostro. Acercó la exigua iluminación a la piedra. “¿Mierda?”, se dijo. Unas filas de hormigas negras marchaban en una fila diminuta, sin tocar los surcos, como si trataran de evitarlos a toda costa. Los tocó con un dedo cauteloso. Secos hacía mucho tiempo. Se acercó las yemas a la nariz. Sin olor. Se volvió a mirar a la muchacha.
— Seguro es barro, pero no veo bien.
— No es barro.
— ¿Qué es, entonces?
— No es barro.
Por enésima vez esa noche, Felipe se preguntó si la mujer era estúpida. Fue un pensamiento claro, simple y brutal. Estúpida, con su cabello largo y castaño que le caía sobre los hombros en una melena abundante y el rostro redondo y amable. Llevaba un vestido de estampado floral que le rozaba las rodillas y unas sandalias de cuero que se anudaban en sus tobillos regordetes.
La había conocido apenas un rato antes, en medio de la multitud del mirador más abajo. Le había mirado los pechos — los grandes pechos sin sostén alguno que, aun así, se mantenían erguidos — y después, las caderas anchas. Una tipa para coger, pensó Felipe, que ya llevaba tres botellas de cerveza encima y estaba caliente. Con queso, se repitió mentalmente, como decían en la universidad. ¿De dónde venía esa asociación de palabras? Siempre se lo había preguntado. El pensamiento bailoteó en su mente, parpadeó a media idea y se desvaneció.
Felipe se echó a reír, una carcajada alegre de borracho. Apagó el celular. La oscuridad se llenó del resplandor bulboso de la luna llena que se filtraba entre las ramas de los cedros y los pinos retorcidos. El silencio era limpio, fresco, con el olor de la hierba muy cercano y apetitoso. Ella se volvió a mirarlo en medio de las sombras; un movimiento grácil, el cuerpo regordete girando en la oscuridad. Felipe distinguió los carrillos abultados, los ojos muy abiertos. Las bonitas manos abiertas junto a las caderas provocativas.
— ¿Qué te da risa?
— Ven para acá y te lo cuento.
Ella sonreía como una niña. Una sonrisa amplia y dulce, toda hoyuelos. Sus dientes pequeños y blancos, como los de una niña pequeña, se apoyaban en el carnoso labio inferior. Los ojos grandes y castaños tenían un aire embobado. O eso pensaba Felipe, mientras le acariciaba el muslo con la mano abierta. La tenue luz blanca de la luna llena y la ciudad al fondo parecían irradiar en pequeños círculos opacos alrededor de la pareja.
— Esto es rico, ¿no te gusta? — murmuró él — Rico, y se pone más rico todavía.
Le besó el cuello, la garganta con olor a canela; le mordisqueó el lóbulo de la oreja, liso y un poco largo. Ella soltó una risita y lo rodeó con los brazos abiertos. Felipe avanzó un poco más bajo la falda, rozó el pubis. El vello abundante se le enredó en los dedos y casi pudo sentir la humedad blanda y deliciosa proveniente de más abajo, el calor enloquecedor sobre la palma de su mano. Apretó con fuerza la tela de la ropa interior, intentó hacerla a un lado. Ella se quedó rígida y entonces se echó hacia atrás. La espalda arqueada sobre el brazo de Felipe para alejarse de él, las rodillas apretadas para evitar que la mano siguiera moviéndose.
— No quiero — balbuceó — . No me toques así.
Tenía las mejillas encendidas y la boca entreabierta. Felipe la miró ceñudo, con el cuerpo cubierto en sudor y los testículos dolorosamente apretados contra el pantalón de franela. No la soltó ni tampoco movió la mano.
— ¿Qué te pasa? Te gusta, yo sé que te gusta.
— No es que no me guste, no quiero.
— Chica, pero déjate un poquito. Te va a gustar, vas a ver.
La muchacha volvió a moverse hacia atrás, con un movimiento brusco y duro que hizo que Felipe aflojara la presión del brazo, aunque no del todo. Ahora estaban acurrucados contra la pared de piedra de la montaña, tan cerca del camino irregular que conducía a la autopista que podían escuchar el tráfico que pasaba en un lento goteo a esa hora de la noche. Ella levantó las manos y empujó a Felipe hacía atrás, pero el cuerpo de él estaba tenso y duro por la excitación. Lo escuchó soltar una carcajada.
— Mira, putica, la vaina es así: cuando yo empiezo, siempre termino. ¿Quién coño te has creído?
Ella jadeó de puro miedo y comenzó a forcejear contra los brazos de Felipe que la envolvían con una fuerza inaudita y violenta. Pero extrañamente no gritó. A Felipe le hicieron reír sus ademanes de niña, las palmas rosadas levantadas, el cuerpo regordete arqueado hacia atrás, el cabello castaño alborotado. La deseó aún más, mucho más que cuando la había visto unas horas atrás en el mirador, con un vestido floreado y sandalias que le quedaban grandes en los pies pequeños. La deseó por la piel blanca que se asomaba bajo el vestido, los pechos blandos y calientes que se apretaban contra su brazo extendido. Supo que no podría detenerse, que ella no podía detenerlo. Eso lo excitó aún más.
— ¡Te callas! — levantó la mano y le dio un ligero bofetón con el dorso —. Te viniste para acá conmigo, sabías qué iba a ocurrir. ¡Te callas!
Ella lo miraba con los ojos castaños muy abiertos. La misma mirada boba, un poco enajenada, como si fuera incapaz de pensar con claridad. Pero Felipe ya no notaba esas cosas. Lo único que llenaba su mente era el olor fresco y levemente viscoso de los dedos que habían rozado la vagina de la muchacha, el calor que le esperaba entre sus piernas tercamente cerradas. La empujó contra la piedra. La zarandeó con fuerza hasta que la escuchó gemir de miedo. Continuaba manoteando, soltaba patadas, pero seguía sin gritar. “Le gusta, le gusta lo que pasa”, pensó el hombre. Le tomó la cara entre las manos, le pellizco la boca, la golpeó otra vez. La empujó contra la lasca de piedra sobre la que estaban sentados. Cuando Felipe se le echó encima, ella dejó de luchar. Se quedó desmadejada, temblando con fuerza, entre jadeos entrecortados. Felipe le cruzó de nuevo la cara de un bofetón, sólo para dejar claro que no aceptaría otra rebelión.
— ¡Abre las putas rodillas! —le dijo y metió otra vez la mano entre las piernas —. ¡Ábrete bien!
Ella le obedeció, entre temblores que le hacían castañear los dientes. Felipe le cubrió de chupetones los hombros, los pechos que se escapaban del breve escote del vestido barato. La mano reptaba ya hacia la ropa interior. Enredó los dedos en la tela, tiró para romperla. El desgarro se escuchó en la noche como un pequeño quejido. Pero ella no se movió. Solo seguía allí, aplastada bajo su cuerpo, la cabeza vuelta a un lado. Respiraba a pequeños jadeos, los dedos apretados contra los costados de la cintura de Felipe. “Esta perra lo quiere”, pensó tan excitado que tuvo la impresión que las pelotas le explotarían si no encontraba alivio. “Lo quiere duro”. Se movió sobre ella, se desabrochó el pantalón. Volvió a aplastarla con fuerza bajo su peso. Un dedo se movió en la ropa interior rota, avanzó hacia adentro, hacia la calidez enloquecedora del cuerpo de la muchacha. Ella dejó escapar un suspiro, tembló con un gemido de angustia y miedo. Él soltó una carcajada.
— Pero si estás caliente, puta — murmuró — . Estás…
Cuando el dolor llegó, fue una explosión. Un chasquido radiante que sacudió el cuerpo de la muchacha de arriba a abajo. Felipe se quedó muy quieto, aturdido. Ella volvió el rostro. En la oscuridad, sus ojos castaños brillaban sin expresión, eran espejos de la noche líquida que los rodeaba como un arrullo primitivo.
— Te dije que no me tocaras allí.
Felipe sintió que una ráfaga roja e impensable de dolor le subía por el brazo como un sacudón eléctrico. El dolor imposible le atenazó el pecho y el hombro con tanta fuerza que le dejó sin respiración. Cuando ella se movió debajo de él, la sensación se incrementó, se hizo insoportable, lo sacudió con una fuerza telúrica y desconocida. Entre sacudones intentó separarse de ella, pero todavía tenía el brazo hundido entre sus muslos blancos. Olió la sangre antes de verla. Sintió su textura viscosa y caliente antes de entender de qué se trataba. Un chillido desesperado y enloquecido se le escapó de la garganta. Ella lo contempló con plácida paciencia.
— Uno no debe tocar lo que no quiere ser tocado — dijo ella —. Uno no toca lo que no le permiten.
La vocecita de niña parecía flotar entre las sombras, como un chasquido que no tenía nada de humano. El zumbido de los insectos se hizo ensordecedor, los rodeó como un hálito fétido y zumbante que palpitaba de vida propia. Felipe gritó de nuevo y tiró del brazo, tratando de apartarse del cuerpo de la mujer que, con las piernas abiertas, le contemplaba absorta, apoyada sobre los codos y con la cabeza ladeada en un gesto casi tierno. Una docena de moscas tornasoladas volaron hacia su boca abierta y Felipe casi pudo sentir cómo volaban contra el paladar, cómo resbalaban por su lengua. Sintió que el pecho se le cerraba de miedo y repugnancia. Debajo de su cuerpo, la mujer se movió de nuevo y la luz de la luna llena iluminó su rostro. Tenía la mejilla hinchada, el labio inferior roto, pero sonreía. Una sonrisa helada, repulsiva, sin alegría.
— ¿Qué mierda es esta? — Felipe no reconoció su voz al gritar — ¿Qué mierdas me haces?
— No se toca lo que no te permiten tocar.
Ella ahora canturreaba, mientras él tiraba con todas sus fuerzas del brazo aún hundido en la entrepierna de la mujer. Más insectos brotaron de la oscuridad. Una nube fétida y violenta golpeó el rostro de Felipe como dedos calientes y rígidos. El dolor era cada vez más fuerte, más violento, tan agudo que Felipe sintió que invadía cada parte de su cuerpo a la vez, como un gran estallido.
Chilló y sacudió la mano de un lado a otro, pero algo le mantenía bien sujeto. Algo apretaba con fuerza, algo roía con una presión violenta los dedos que había introducido en la vagina de la mujer. Dientes, pensó mientras una ráfaga de sangre salpicó en un pequeño rocío carmesí. ¡Dientes!
— No se toca lo que no quiere ser tocado — dijo ella de nuevo —. ¡No se toca lo que nadie te ha invitado a tocar!
Sus facciones eran todo sombras, como si flotara en una colección de ángulos borrosos en la penumbra. Felipe no sabía si era debido al dolor o al terror, pero tuvo la impresión que aquella cara fofa y tierna crecía, se hacía enorme como un globo. El largo cabello castaño le caía sobre los hombros, una masa viva luminosa que parecía serpentear sobre la piel blanquecina. Los pechos le temblaban bajo un esfuerzo invisible, lento e inexorable. Las caderas se balanceaban con un movimiento grácil y casi erótico, mientras el mismo centro de su cuerpo, la boca hambrienta de su vagina, devoraba con lentitud el brazo del hombre. Felipe gritó de nuevo a todo pulmón. Un grito agónico que reverberó por la oscuridad de los árboles retorcidos. Ella sonrió, los ojos enormes y castaños radiantes en la oscuridad.
— ¿No te gusta así? — murmuró — La carne vuelve a la Tierra. La Tierra devora la carne.
Ahora el movimiento ondulante de su cuerpo era más rápido y ágil. La sangre brotaba a borbotones, le caía por los muslos blancos, salpicaba hacia el rostro de la mujer, sus pechos núbiles. Cuando levantó la pelvis, Felipe se vio impulsado hacia adelante, consumido por una fuerza irresistible, salvaje, decidida. El brazo había desaparecido hasta el codo y el dolor ahora era una oleada que le arrebató la cordura, que le dejó sin voz y sin capacidad para resistirse. Simplemente seguía allí, resollando, tambaleándose de un lado a otro por aquel parto antinatural, monstruoso. Vislumbró los pequeños pero mortíferos dientes en medio del revoltijo de huesos, carne y sangre. El agujero enorme de la vagina boquiabierta, impensable, interminable.
— Tomo lo que me pertenece — dijo ella, entonces —, lo tomo porque tú me lo diste.
Era una voz suave, casi cantarina. La mujer echó la cabeza hacia atrás y tomó una larga bocanada de aire; el placer le recorrió como una única convulsión invisible. El cuerpo de Felipe rodó sobre la lasca de piedra y se quedó tendido de lado. El brazo aún extendido ya había desaparecido casi hasta el hombro. Tenía los ojos abiertos, pero aún estaba vivo. Seguía vivo cuando ella extendió los brazos y lo atrajo hacia su cuerpo. Lo estaba incluso cuando los brillantes dientecillos, que esperaban ansiosos por su carne, rodearon su cabeza, rozaron su piel blanda, presionaron contra el hueso. Entonces, llegó la oscuridad. El dolor convertido en algo más denso y misterioso. En un breve chispazo de monstruoso placer.
El hombre de uniforme se acercó a la lasca de piedra con paso cauteloso. Su compañero prefirió quedarse atrás, contemplando la escena a una prudencial distancia. La lasca de piedra tenía un aspecto inocente, a pesar de las manchas brillantes de sangre coagulada que se derramaban a los lados y caían en un pequeño riachuelo sobre la tierra. No era suficiente para resultar sospechosa, pero era sangre, después de todo. Bajo el sol deslumbrante de la madrugada, la escena tenía algo de irreal, como un sueño mal recordado. El hombre se frotó la frente, se quedó de pie un buen rato hasta que se volvió a mirar al otro oficial, unos pasos más allá.
— Un animal — dijo —. Alguien mató a un perro o a un gato — dijo en voz ronca —. Se lo llevó de aquí.
Una explicación como cualquier otra, tan absurda como el dibujo de los hilos de sangre que rodeaban la banca de lascas, la sucesión de pequeños charcos que se abrían en canales de un lado a otro. Sangre fresca, recién vertida. El hombre que no se atrevía a acercarse encogió los hombros y apretó el arma de reglamento entre las manos con dedos rígidos. Tenía miedo. Tanto miedo que después, cuando quiso recordar la escena, no se atrevió a hacerlo a detalle.
Había visto sangre antes, escenas como aquellas abundaban: como guardabosques de la montaña, tropezaban con todo tipo de crueldades — pequeños animales destripados o desollados —, como si la naturaleza invitara a un tipo caótico de placer. Pero la escena con la que acababa de tropezar tenía algo simple, primitivo, que les produjo a ambos escalofríos. El banco de piedra estaba cubierto por líneas abiertas que se abrían de derecha a izquierda, como si alguien — algo — hubiese resbalado sobre los largos lamparones. La sangre goteaba mansa y brillante, cada vez más turbia y densa. Pero no había nada más. Ni el cuerpo del animal, ni señal alguna de la dirección hacia la cual había escapado la criatura malherida o lo que fuera que le había hecho daño. Había algo inquietante en esa ausencia de detalles. Los goterones salpicaban la hierba verde, salpicándola de un delicado rocío carmesí. Un perro, pensó de nuevo el hombre más cauto. Un perro muerto. Algún degenerado. Un perro.
— Mejor le echamos agua y nos vamos — murmuró el primero — . Mejor…
Cuando escucharon el sonido de las ramas chocar entre sí, ambos se movieron al unísono, las armas levantadas, apuntando hacia la oscuridad grisácea de la primera hora del día. Pero allí sólo había una muchacha de cabello castaños y ojos de mirada boba, que sonreía mientras avanzaba entre la frondosa vegetación. Llevaba un vestido floreado, la piel fresca y húmeda, como si hubiese tomado un chapuzón en uno de los numerosos riachuelos que bajaban de la montaña. Ambos hombres la miraron asombrados, un poco aturdidos. Ella ensanchó su sonrisa.
— Solo tengo un poco de hambre, aún — dijo — . Solo un poco más.
“Solo un poco más” se publicó originalmente en Penumbria: revista fantástica para leer en el ocaso.