Jorge Fernández Granados: una semilla de demiurgo
A la luz de la reciente aparición de Lo innumerable (Ediciones Era, 2018), en esta conversación que sostuvo Hamlet Ayala con Jorge Fernández Granados se reflexiona acerca de las inquietudes y motivaciones que han ido perfilando una poética propia a lo largo de la obra del autor.
Jorge Fernández Granados (Ciudad de México, 1965) ha publicado los libros de poesía La música de las esferas, El arcángel ebrio, Resurrección (Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 1995), El cristal, Los hábitos de la ceniza (Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 2000), Principio de incertidumbre (Premio Iberoamericano de Poesía Carlos Pellicer 2008) y Si en otro mundo todavía. Antología personal (2012), además del volumen de ensayos El fuego que camina (2014). Parte de su poesía ha sido traducida al inglés, francés, portugués y chino.
Hamlet Ayala: En una entrevista contaste que recuerdas ciertos días en que tu abuelo tomaba la palabra, y todos callaban y escuchaba. Entonces descubriste en la palabra misma un instrumento especial. Tomar la palabra y escucharla te remitía a una tribu reunida alrededor de una fogata.
Jorge Fernández Granados: Bueno, ya he comentado por ahí sobre esa aproximación quizás inconsciente a lo que es la palabra: el empuñar la palabra como si fuera una joya, un talismán, eso solía ser importante en el ámbito doméstico. Pero también yo creo que desde los ojos de uno cuando es niño, uno observa lo que tiene relevancia para el grupo, va aprendiendo de lo que ve. Particularmente he contado ese momento en que, no sólo mi abuelo, sino en general los mayores, se levantaban para decir unas palabras, y cómo esas palabras eran algo importante que los demás escuchaban con mucho respeto, como si estuvieran blandiendo un objeto precioso, una reliquia muy valiosa. Eso yo creo que sí lo percibe uno como desde cierta perspectiva mitológica, porque esas palabras son las mismas palabras que empleamos todos los días en la vida cotidiana, pero hay un momento en donde se vuelven parte como de una ceremonia ancestral, porque van a tomar un significado trascendente. Para mí fue una luminosa interrogación que estaba en mi cabeza: ¿por qué de pronto esas palabras son como hechizos, como algo que va a producir un cambio emocional en los demás? Y bueno, hay esas otras expresiones que son muy tradicionales en nuestra cultura, como decir “me dio su palabra”, “va a cumplir su palabra”, o “traicionó su palabra”. Cosas que incluso son muy importantes en algunas culturas prehispánicas, sobre todo en el norte de México. Lo más valioso que podía tener una persona, y lo último que podía perder una persona, era el honor de su palabra. Ese tipo de cosas yo creo que no son gratuitas, creo que van quedando como una marca muy profunda y también implican la pertenencia a una cultura, a una tradición. Posiblemente en otras culturas la palabra hablada, la palabra proferida, en determinados momentos no tiene la misma relevancia. Hay culturas de pocas palabras, culturas más basadas en los hechos. Lo supondría de algunas culturas orientales, que más bien buscan omitir palabras, donde no se ve bien que haya demasiada palabrería, se ve mejor que haya brevedad, que haya concentración en los actos. Creo que esas fueron algunas de las primeras aproximaciones.
La otra etapa, la otra ala de este camino, fueron las lecturas, los libros. Aunque yo insisto que no fue precisamente la mía una formación libresca, fue más una formación de experiencias, más de actos cotidianos, de ver la vida de los demás, la vida del entorno. Los libros fueron llegando poco a poco, y creo que fueron llegando como debían llegar, no estaban ahí. Fueron en parte una herencia y en parte una búsqueda, una persecución. Hasta donde yo recuerdo, muchos de mis libros los busqué, los encontré, los fui cazando, no solamente en librerías sino a veces en casas de otras personas, donde de pronto uno encuentra que ahí estaba un libro que uno había buscado y, bueno, es como tener una reliquia. O por casualidad, por azar, que es otra de las cosas que a mí siempre me han sorprendido mucho, porque pienso que son todo un mecanismo de la realidad. El por qué ciertos libros se nos aparecen en determinados momentos, por qué ciertas lecturas nos abren o cierran ciertas etapas de la vida. En fin, me parece que esas fueron las dos maneras en que yo me acerqué a la palabra.
Aquí podemos preguntarnos sobre tu postura frente a la existencia de esas palabras. La palabra te es dada en la ceremonia de la escucha, y la atesoras. Pero en tu poesía, la palabra —la palabra poética en particular— es constantemente interrogada o puesta en tela de juicio, sobre todo frente a lo que no se puede nombrar. Y, sin embargo, no hay renuncia. En ese sentido, la palabra conlleva cierta condición de fatalidad para quien la porta, parece que resulta cuestionable, pero irrenunciable.
Yo creo que es la certeza de que la palabra humana es una herramienta, un instrumento para atravesar la vida. También para comunicarse, para sobrevivir, para todo eso. Pero es tener la certeza de que a lo último que aspira la expresión humana —y quizá no solamente la palabra, sino todo código, todo lenguaje— es alcanzar algo para lo que finalmente resultará insuficiente ese lenguaje. Me parece que con esto me aproximo a otra de las zonas de atracción para mi trabajo que es cierta idea de lo inefable, cierta idea mística, quizás, cierta aproximación a distintas nociones de la divinidad. No soy una persona de fe, pero sí soy una persona con muchas interrogaciones acerca de esos límites últimos de la consciencia, aquello que llamamos el Destino, quizás.
Creo que la palabra es uno de los instrumentos más finos, más perfectos que hay para comunicarnos. Pero cuando digo comunicarnos no quiero decir solamente comunicar entre uno y otro, sino para comunicarnos a nosotros mismos nuestra propia consciencia, porque creo que ésta no es solamente un hecho, es un devenir. Y si esa consciencia no tiene cómo comunicarse consigo misma, no está completa. Entonces, yo creo que el lenguaje es una profunda herramienta de conocimiento, de autoconocimiento y también de comunicación con el prójimo. Además es un instrumento que logra atravesar el tiempo, que es otra de las fronteras de la realidad humana. Pensar que el pensamiento de alguien que vivió hace mil años sigue estando aquí, y que es plausible de decodificar y desentrañar, me sigue pareciendo revelador. Pero sí es verdad que en muchos momentos hago patente esa consciencia de los límites, y que es posible que ante la existencia en su sentido más pleno, los momentos más profundos de la realidad son más verticales, son prácticamente inaccesibles a cualquier lenguaje. No seré yo el primero que lo haya dicho de esta manera, hay una importante veta en el pensamiento místico que habla de que finalmente los últimos peldaños de la consciencia no son susceptibles a la codificación, son mera experiencia. De hecho, en el Tractatus, Wittgenstein lo dice: “de lo que no se puede hablar, es mejor callarse”.
Justo en ese extremo de la escala de profundización mística, por así decirlo, se hace presente otro componente de la musicalidad: el silencio. Y lo señalas en los momentos de más concentración, de una enunciación más sintética o más detenida en tus poemas. En Lo innumerable escribiste: “callar para oír al dios”, y “hay poetas con la boca cerrada.” Aquí el silencio aparece también como una manifestación callada de la poesía.
Hay un proverbio atribuido a la sabiduría árabe que dice: “Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, mejor calla.” Creo que ésa es una profunda consciencia de lo que es el silencio. Es decir, el silencio es la primera forma de la plenitud de la belleza. Y quienes amamos o estudiamos la música en algún momento de la vida, sabemos que su definición también se parece mucho a una definición de la poesía. La música es el arte de los sonidos y los silencios en el tiempo. Son tres elementos: sonido y silencio —que son como la palabra y el blanco del papel—, forzosamente tiene que haber uno para que haya el otro; y todo en un tercer plano, que es el tiempo —la pauta, la partitura—. Eso se parece mucho a la poesía también: la poesía es el arte de las palabras y el silencio en el tiempo. Por eso el silencio para mí es tan importante como la palabra misma, porque es exactamente su otredad, el otro lado del espejo donde la palabra tiene que estar desdoblándose o repercutiendo. Hay palabras que si no tienen el silencio adecuado, no puedes escucharlas. Esto lo digo en un sentido metafórico. Cuando una persona está a punto de morir, sus últimas palabras toman una fuerza impresionante. Pero si esas palabras no estuvieran dichas en ese momento, quizá se perderían, o significarían otra cosa. Voy a poner un ejemplo con una historia por demás popular: cuando está muriendo, Wolfgang von Goethe pide que abran las cortinas. Y cuando las abren, dice: “¡Luz, más luz!”. Esas fueron sus últimas palabras. En la vida cotidiana, pueden pasar desapercibidas. Pero siendo las últimas palabras de Goethe, que además de poeta y escritor fue un científico, ¿qué quieren decir? Esas palabras, en ese momento, en ese plano de tiempo, se disparan totalmente hacia muchos significados. Y creo que el silencio es finalmente lo que rodea ese espacio como imantado de palabras. Valorar el silencio es tan importante como valorar cada bocado. O, volviendo al símil de la música, darle su dimensión al silencio es tan importante como entender la presencia de cada sonido, ésa es la dualidad por excelencia.
A propósito de tu libro más reciente, podemos observar el título abarcador de cada una de las estancias que lo conforman: Lo innumerable, aquello que no se puede contabilizar o tener bajo un registro estricto, que siempre está sucediendo desbordado de sí mismo. El granizo, la lluvia, el viento, la memoria, el tiempo… Y frente a eso, es curioso que un libro que señala esa condición de innumerabilidad sí lo pauta, versifica sobre de ello. Pareciera que subyace una fe en que el lenguaje poético tiene el alcance de hablar de todo aquello que rebasa cualquier registro posible, y que puede presentarlo con plenitud y profundidad. Háblame de eso.
El título para mí es una clave para entender mucho de este libro. En primer lugar, junto con él, viene un epígrafe de Roberto Juarroz, de su poesía vertical: “el mundo es sólo un dios que se deshizo”. Lo innumerable es la divinidad, Lo innumerable es el mundo. Y si lo pudiéramos reunir de nuevo sería una totalidad. Pero esa totalidad está fragmentada. Es como el Big Bang, ya está convertido en la multiplicidad de las cosas existentes. Y si todas esas cosas existentes pudieran volver al punto inicial, serían la divinidad misma. Entonces hay un guiño ahí con lo que sería una idea de la divinidad. Acepto que soy una persona que se interroga con frecuencia acerca de la divinidad, de lo que sería un dios, pero el mundo como un dios que se deshizo, que todo lo que vemos es una entidad, pero una entidad que no se nos puede revelar sino con lo innumerable. Eso por un lado. Por otro, éste es el libro más ambicioso que he escrito en sentido formal y temático. Si me preguntas de qué trata Lo innumerable, te diría que quise que tratara de todo lo que ha constituido mi experiencia de la vida. Es un libro que habla del tiempo, de la luz, de la oscuridad, de la infancia, de la poesía, del amor, de la soledad, de la enfermedad. En fin. Podrían decirme que estoy loco si quiero meter todo eso en un libro. Pues sí. Como nos demostró James Joyce en el Ulises, en un solo día de la vida pueden estar presentes todas ellas. La eternidad puede caber en un día o puede caber incluso en un instante. Eso innumerable es, desde la aproximación posible de cada uno de nosotros, la propia vida, los propios fragmentos de nuestras vidas, que están ahí como flotando todo el tiempo en el devenir.
Es un libro que me tomó veinte años escribir, hay que decirlo, porque iba surgiendo por episodios, por secuencias. De hecho, yo ni siquiera pensaba que pudiera ser un solo libro, yo pensaba que estaba escribiendo cuatro o cinco libros. Hasta que me di cuenta que todo eso era parte de una misma posibilidad abarcadora, pero era un desafío tanto en su creación en términos formales como para la lectura. Espero que no sea demasiado complicado, aunque sí conlleva una cierta exigencia entender este libro. Pero yo creo que el epígrafe sí señala más o menos por dónde va, “el mundo es sólo un dios que se deshizo”.
Poetas como Antonio Gamoneda o Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, han insistido en su momento en separar la poesía de la literatura, como si, a propósito de estos componentes que mencionábamos al hablar de la poesía y sus procesos de escritura —el silencio, las palabras, la memoria y la experiencia—, estuviéramos tratando sobre ‘otra cosa’. ¿Qué piensas de eso?
Hay una noción que viene del romanticismo sobre todo: la esencia aurática de la poesía. Esto refiere a que el poeta es una especie de médium, o que de alguna manera transmite algún mensaje suprahumano o de un estado de consciencia superior. Esto está históricamente comprendido como una idea romántica. Yo en lo particular no la sostengo. Me parece muy interesante, y tendría incluso alguna raíz antropológica que podríamos sondear incluso en ciertas técnicas chamánicas, que todos los pueblos han tenido en cierto momento, la identificación con lo mágico, o de ciertos estados o actos de la magia con palabras. Y, generalmente, hay alguien en las tribus que esto lo puede hacer: el curandero, el chamán, el medicine man, como lo llaman los indios de Norteamérica. Es muy interesante esa idea, pero yo creo que la poesía moderna no pude creer en ello. Y si lo cree, estaría buscando más una justificación extraliteraria de la poesía. Sin embargo, lo que sí creo es que la poesía sería la concentración más alta posible del significado en un grupo verbal. La definición de Pound me sigue pareciendo la más certera: poesía es el arte de llenar a las palabras de significado. Lo que sucede es que no sólo se hace poesía cuando se escriben versos, hay momentos de la poesía en la novela, en el ensayo… Es decir, sí existe la poesía como un momento de concentración y plenitud del lenguaje, pero no está necesariamente en lo que llamamos versos o en el formato de un poemario. Yo pienso que Paradiso, de José Lezama Lima es una novela llena de poesía, pienso que Juan Rulfo es prácticamente un poeta todo el tiempo. Y hay libros de “poesía” absolutamente carentes de ella. Hay poesía cuando el lenguaje alcanza ese grado de concentración. O como diría Alfonso Reyes, cuando las palabras alcanzan “la temperatura de una creación”. Esos momentos no se detectan sólo en el género poético, incluso diría que hay conversaciones o momentos del diálogo cotidiano que están llenos de poesía. Entonces, ésta sería mi síntesis al respecto: sí existe la poesía como profunda concentración y plenitud de lenguaje, en ciertos momentos. Pero no, no es un género en el sentido de un formato predestinado a ser poesía.
Ahora que traes a cuento a Paradiso, alguna vez confesaste que tu libro El cristal es un libro un tanto lezamiano, y has dicho que Paradiso es un libro de los que más te han cimbrado. Podríamos ir detectando algunos momentos, detectando ciertas motivaciones a lo largo de tus libros. En un primer momento, que abarcaría tus primeros cuatro libros, se adivina una motivación de deseo y de descubrimiento, la voz poética siempre está buscando y respondiendo al pasmo, al hallazgo, hay una exaltación frente al lenguaje mismo; tal como en el barroco (otro gusto tuyo), que por acumulación va generando texturas, concentración, enfoques. Pero después entramos en una segunda fase, que se percibe a partir de Los hábitos de la ceniza, en donde se instala un ánimo de dar cuenta de ciertas certezas, ya no hay tanto esa sensación de estar abriendo la puerta al mismo tiempo que el poeta, más bien parece que el poeta viene a decirnos algo así como: “éste ha sido mi camino, y tengo dos palabras qué decirte”. A diferencia de las motivaciones de deseo y de descubrimiento de los primeros libros, el discurso del poeta se vuelca en otro tono a los detalles de la vida transcurrida, de las ausencias y las certidumbres, de los anhelos que se han adquirido con el tiempo. Quisiera saber si estás de acuerdo con esta lectura y qué marcó esas dos regiones de tu escritura, a qué se deben.
Creo que sí hay dos vertientes, pero lo curioso es que son simultáneas. Se publican al mismo tiempo, en el año dos mil, dos libros que por lo menos para mí marcan ya una voz muy definitoria, muy definitiva de lo que pretendo decir, que son El cristal y Los hábitos de la ceniza. Pero ambos se escriben casi paralelamente. Mientras que El cristal es un libro onírico, con muchos tintes del neobarroco, del lenguaje lezaminano, —lo acabas de decir muy bien— es un deslumbramiento hacia el vocablo, hacia las posibilidades prismáticas o poliédricas de los vocablos, y por supuesto hacia la imagen poética como un elemento central del discurso poético. Los hábitos de la ceniza es un libro introspectivo, meditativo, más hacia la experiencia personal y la memoria, hacia la narratividad de ciertos elementos, ciertos personajes cotidianos, en fin. Y, sin embargo, los dos son parte de lo mismo y son casi coetáneos. Creo que en mí ha habido estas dos necesidades expresivas que son: por un lado la parte formal, de búsqueda de lenguaje y sus posibilidades —podemos decir que hay una especie de alquimia o de laboratorio con el lenguaje—; y por otro lado una necesidad introspectiva, una necesidad autorreferencial de un discurso directo. Me gusta mucho narrar, contar. No creo que esté yo diciendo nada sorprendente, pero creo que tengo una veta de contar historias, una veta narrativa que siempre me ha acompañado. Me gusta que las cosas digan algo, que traten referentes externos, historias, personajes. La gran dificultad para mí ha sido cómo fusionar esas dos escuelas, esas dos tendencias. Espero que tanto en el libro Principio de incertidumbre como en Lo innumerable por lo menos se estén fundiendo o se estén intentando trenzar en un caduceo creativo esos caminos. Pero tienes toda la razón, creo que ambos están siempre en mí como una feliz esquizofrenia.
Me pregunto si esta doble condición de confianza e insuficiencia de las palabras, que parecen ser la materia indicada para decir aquello que se intuye, pero que muchas veces no alcanzan a decir, genera una tensión particular en la poesía. La palabra que afirma al mismo tiempo que es puesta en duda, me parece que está siempre a lo largo de tu escritura. Entonces pareciera que subyace siempre una fe. Finalmente lo innumerable, lo indecible, lo inasible, está nombrado desde libros antes en tu obra. Y, sin embargo, la palabra continúa. ¿Cómo experimentas esa fe en las palabras frente a la incomunicabilidad de algunas cosas?
No parto de la idea de que esto sea un ejercicio predecible. Aunque yo respeto muchísimo el oficio, y por supuesto sé que en el fondo todo artista es un buen artesano, tal vez la diferencia entre el artesano y el artista sea que el artesano confía en su materia, la sabe trabajar y continúa siempre trabajándola como sabe hacerlo, y sabe que todos los días va a seguir siendo así; el artista siempre está interrogando su propio oficio, rompiendo, destruyendo su materia, probando hasta dónde llega. Es decir, mientras uno reproduce con confianza lo que sabe hacer, el otro todo el tiempo está cuestionándolo, aun a riesgo de autodestruirse en esa gran interrogación sobre su oficio. Y en ese sentido, yo sí creo que el lenguaje puede llegar a ciertos niveles de significado, y me gusta ver si yo soy capaz de lograrlo con mi propio lenguaje. Por supuesto que otros lo han alcanzado, y yo lo admiro y lo aprendo, pero me gusta ver en lo que yo hago hasta dónde me digo lo que me quiero decir, si puedo hacerlo con lo que sé. También por eso no me conformo, y de un libro a otro estoy como cambiando, como probando, como jugándomela con otra cosa. Yo creo que en el momento en que sienta que no digo más o que ya no hay algo más que pueda darme eso, también entenderé que hay que dejarlo. No me pongo necio en ese aspecto ni espero que esto sea inagotable, simplemente veo que aparece otra línea en el horizonte que me permite seguir, que me indica que ahí hay algo, que todavía se puede. Decía Pablo Picasso: “Yo no busco; yo encuentro”. Creo que ésa es la idea. No es que uno esté necesariamente buscando, es que aparece más y aparece más. Pero, sobre todo, creo que aquí lo importante es ser honesto y ser genuino con lo que uno mismo se plantea. No importa que los demás lo aplaudan o lo critiquen, el único que realmente sabe si está tocando lo que quería tocar es uno mismo.
A pesar de que el artista cuestiona su oficio hasta ponerlo incluso en crisis, aun así hay una implicación de confianza en la materia de su trabajo y sus alcances. Me interesa ahondar en eso, retomando unas líneas tuyas que aparecen en El fuego que camina. En medio de un ensayo escribiste: “la poesía me enseñó a detectar una verdad, aunque la forma de su aparición sea lo único que la sostiene”. Esto a mí me dice que a pesar de que la forma sea lo primero que se percibe, cuando tal vez no su fondo, hay una confianza en una manifestación formal, y ahí opera cierta fe de alguna manera. También lo encuentro en tu libro El cristal, donde hay un verso que dice: “Era hermoso el mundo, era extraño”. Ta vez la condición del extrañamiento, y la belleza que implica, sea ese factor que te vale cierta fe.
Aquí hay dos avistamientos que me parecen centrales en mi trabajo literario. El primero es la preocupación por la forma. Para mí el tema de la forma no es solamente necesario, yo diría que es central en un verdadero artista. En el arte la forma no es importante, lo es todo, porque, finalmente, el arte no es otra cosa que dar forma, y por medio de esa forma, si existe la expresión y existe comunicación, se da. Ningún artista serio cree en esa idea de la forma y el contenido, ésa es una idea de los comunicólogos o de los comunicadores —que no desprecio, ni desdeño la profesión—, la idea de que hay una manera de decir y otra cosa es lo que se dice. En el arte están irreversiblemente fundidas. Yo no creo que lo que dijo Miguel Ángel en la Capilla Sixtina lo haya dicho de una forma determinada como si hubiera podido elegir entre varias formas de pintarla. O era o no era lo que pintó, y si existe la fuerza de su obra es por lo que aparece ahí, o por lo que no aparece. En el arte, el artista le da forma a todo, y ahí está todo su testimonio y toda su expresión. De hecho, ésa es su obra, lo que tiene esa forma. En el arte, la forma lo es todo. Así que un artista debe trabajar con mucha preocupación y mucha inquietud toda su vida acerca de la forma de lo que está diciendo o pintando o componiendo.
El otro tema es para mí un gran misterio, el cómo es que de pronto la forma que toma algo trasciende lo que uno mismo sabía que iba a decir. Es decir, cómo logra adquirir innumerables significados algo que a veces ni el mismo artista estaba consciente de estar transmitiendo. No quiero decir que se trata del burro que tocó la flauta. Quiero decir que la enorme proliferación de significados que tiene una obra, por ejemplo la gran cantidad de cosas que se pueden decir del libro Un tiro de dados jamás abolirá el azar, ¿podrían haber sido previstas y calculadas por Mallarmé en el momento en que hizo ese juego, ese poema, esa acumulación de vocablos? Yo creo que la respuesta es que no. ¿Sabía él el significado que iba a tener eso en la historia del arte? ¿Sabía él todo lo que esa obra y sus traducciones iban a desencadenar en otras mentes? Yo creo que no. Entonces estamos ante un misterio central de la obra de arte: algo se comunica por medio del arte con otros seres en el tiempo, y el artista quizás no fue ni siquiera más que un pretexto para que apareciera. Hay un poema inquietante de Paul Valery que se llama “La idea maestra”, que trata de una idea dentro de la cabeza de una persona, y la idea le dice a la persona: “Yo no soy tu idea, tú eres la mente que yo necesitaba para manifestarme. Yo soy la idea maestra. Tú no me creaste a mí, yo hice que tú existieras para poder existir. Yo estaba antes de ti y voy a estar después de ti. Solamente fuiste mi pretexto”. A mí eso me pareció inquietante, que una idea, como si fuera una entidad anterior —y posterior— a la mente humana, usara la mente para existir. Esto tiene visos casi como de posesión, como una especie de ente que existe y que usa el vehículo de la consciencia o la mente de alguien para manifestarse, pero así como usó esa mente pudo haber usado otras. Y así como su objetivo era manifestarse, sabe que va más allá de esa mente que no fue realmente su creadora, ella ya existía. Supongo que esto no viene solamente de Paul Valery que la puso en un poema muy hermoso que alguna vez traduje precisamente porque me inquietó mucho, yo sé que esta idea proviene de toda una escuela de pensamiento, de que quizás las ideas son algo que preexiste a la mente y a la consciencia, que incluso los pensamientos son algo que está flotando en lo que podríamos llamar una gnósfera, una esfera de consciencia en el planeta, y que ciertas mentes simplemente, como si fueran antenas, las catalizan, las metabolizan o las expresan.
Todo esto creo que tiene que ver de alguna manera con tu pregunta. Sí, por un lado creo que la forma lo es todo, el artista serio trabaja dando forma. Pero también es posible que las formas, incluida la misma mente humana, no sean más que vehículos para que algo más poderoso o preexistente se manifieste. Eso dejémoslo ya en la delgada línea que separa la razón de lo esotérico, por llamarlo de alguna manera.
La idea puede quedar ahí, pero me gustaría remarcar que la inclinación hacia una idea de belleza por medio del extrañamiento está presente en tu escritura. Esa sensibilidad a la que apunta el verso tuyo que citaba: “Era hermoso el mundo, era extraño”, también la encuentro en mitad de un comentario tuyo a un poema de Alejandra Pizarnik, cuando dices: “Hay un título y un texto en particular muy extraño (y tal vez por lo mismo muy hermoso)…” Esa impresión justo habla de colocarse en el umbral del extrañamiento porque se conoce que ese umbral puede ser revelador, que asomarse a lo extraño puede ser asomarse a la belleza. Inclinación que se presenta con más convicción, como decíamos, en tus primeros libros.
Has atinado con mucha intuición en algo de lo que apenas recientemente me he dado cuenta. Que para mí la idea de belleza está cercana a la idea de misterio. Tampoco soy el primero que lo ve de esta manera, es una idea de Rilke que dice: “Todo ángel es terrible”, esa fusión entre la última expresión de la belleza y el principio de lo terrible, lo inefable, lo que nos hace ya bordar un territorio desconocido que lo mismo nos puede producir desconcierto que miedo. Y sí, yo creo que eso está presente en mi trabajo, no porque yo lo haya querido así sino que me he dado cuenta. Es como cuando uno va caminando por la playa, y de pronto voltea hacia atrás y observa sus huellas. Uno se da cuenta con mucha extrañeza lo que esas huellas han ido dejando. Ver uno sus propias huellas, la clase de huellas que deja uno, es un acto de asombro. A lo mejor sorteando las olas, a lo mejor sólo queriendo ir el línea recta, y lo que uno creía que era una línea recta resulta que era una curva. Ese acto en el que volteamos y vemos lo que hemos venido recorriendo es siempre algo inquietante, y creo que lo que acabas de decir es justamente eso. Está en un verso, “Belleza y dolor”. Y sí, están juntos: belleza y dolor, la belleza y lo inefable, la belleza y lo terrible, siempre están como danzando, como dos moléculas que están siempre girando en torno a un elemento central. Sí, es muy cierto, y celebro que lo hayas visto de esa manera, pero no tengo una explicación plausible. Quizá sea un asunto mío, una forma personal de concebir el trabajo estético, o quizás sea una intuición que hemos tenido muchos a lo largo del tiempo y que nos hace sentir esa diabólica belleza del mundo, como diría Enrique Molina.
Virando un poco hacia otro tema, tal vez lo que está operando en ese asunto sea tal vez el ángulo desde el que se mira. En Vertebral, donde plasmas buena parte de tu pensamiento reflexivo en esa suerte de pequeños y numerosos aforismos, aparece una idea que nos sirve para plantearlo en concreto: “Oír las voces del pasado es fundar la gramática de un idioma futuro”. Me parece que ese es un posicionamiento decisivo, porque hay una diferenciación entre la nostalgia que puede generar el voltear hacia atrás y la novedad que puede generar ese mismo acto. Las impresiones distan una de otra por efecto del tratamiento del tipo de mirada, por decirlo así, del tratamiento de lo que se mira. Tal vez lo que determina el tono o el ángulo a la hora de hablar del pasado en tu poesía sea ese factor de perspectiva. La memoria está operando ahí de una manera particular.
Cuando estamos diciendo belleza aquí, estamos hablando de aquello que bordea lo inefable, estamos hablando de una frontera, no de “lo bonito”, no de un estado tranquilo y cómodo de la realidad. Desde ese punto de vista sí quisiera hacer ese pequeño deslinde. No estamos hablando de un estado de confort o de lo conocido. No, aquí estamos hablando justamente de lo contrario, estamos hablando de cuando algo está a punto de convertirse en otra cosa. Ahora, con respecto a lo que mencionas, esta manera de mirar hacia atrás es una manera de reconocerse, pero no como una nostalgia o para buscar retroceder, sino al contrario, para emprender el futuro por medio de lo que uno logra asimilar, de lo recorrido. Sí, para mí esto es fundamental. Me han preguntado varias veces acerca de esta idea de la memoria y de la infancia. Podríamos decir, por ejemplo, que en Lo innumerable abunda esta idea del pasado, la memoria, la infancia. Lo primero que yo tengo que decir es que Lo innumerable no es un libro sobre la infancia, es un libro sobre el destino. El acto de recordar, de entender lo recorrido, es precisamente para entender el significado de lo vivido y hacia dónde tiene un significado mayor. No recuerdo ahora de quién es la cita, pero dice: “La infancia es la novela que todos llevamos dentro”. Exactamente ésa es la idea. Es decir, hay algo que nos compromete con una unidad, que nos resulta el todo por el cual estamos aquí. Pero eso no es la infancia, la infancia es una etapa privilegiada de aprehensión del mundo, de reconocimiento de las cosas. El mismo idioma lo recibimos en esa etapa, no nacemos con un idioma, y ese idioma nos va a convertir en lo que somos, estos seres que hablan este idioma para intentar expresar con él algo que estaba ya, incluso antes de nuestra propia vida. Eso lo abordo en este libro —y creo que en los anteriores también— más cerca de la idea de destino. Lo que a mí me importa es el destino. Lo que yo busco con la memoria, con la infancia, con el recuerdo, es entender el destino. No es buscar el pasado, porque el pasado para mí es simplemente algo que ya no está aquí —mas es capaz de hacernos conscientes de estar aquí—. Podríamos poner una idea sencilla: es como creer que todo el Quijote está en la última palabra. Claro que no, el Quijote es todo lo recorrido a lo largo de más de seiscientas páginas. Al llegar a la última palabra, uno cierra el libro y entiende toda la obra. No existe en un solo lugar, en un solo punto. El punto de encaje —como se le llama a esto en la física—, el único punto de encaje posible es el presente, que es la última palabra, pero esa palabra es imposible de ver sin todo el recuerdo, toda la memoria, todo el significado de todas las otras palabras hasta llegar a esa última. Ésa es la forma en la que yo pido que se entienda mi interés por la memoria, la infancia, el recuerdo: no como una nostalgia, sino como una forma de entender la esfericidad del destino.
En Lo innumerable, creo que conviven muy bien esos dos intereses, el de ahondar en tus inquietudes sobre lo inefable y lo indeterminado, sobre lo efímero, y al mismo tiempo mantener un fundamento decididamente anecdótico y autobiográfico. En su creación, que dices que te ha llevado alrededor de veinte años, ¿cuáles fueron los procedimientos? ¿Cuáles han sido los puntos de llegada en el trabajo de su escritura?
El primero que descubre aquello que estaba detrás de lo que quería escribir creo que es el propio escritor. No creo ser ni el primero ni el único que lo ha experimentado. Cuando uno quiere escribir un libro puede tener alguna idea, algún proyecto, algún tema; lo más metódicos pueden hacer hasta un esquema, lo que llamamos una escaleta o un guión. Pero la verdad es que el proceso de escribir es una revelación para uno mismo, para quien lo está haciendo. Es hasta el primer momento en que uno le logra dar forma —volviendo a ese tema— a los pensamientos y a las ideas, que uno se topa con ellas. No creo que preexistan como algo absolutamente independiente del lenguaje. Aquí yo no estaría de acuerdo, por ejemplo, con el poema de Paul Valery, no creo que sea algo que esté por encima del lenguaje, creo que es el lenguaje el que nos permite corroborar su realidad para nosotros mismos. Entonces sí, el proceso de escribir éste y otros libros ha sido irme encontrando con los temas y las formas que yo necesitaba para expresarme y tal vez para autoconocerme. Aunque mi objetivo no creo que haya sido ése, era más bien proseguir en el trabajo de ir abriendo y abriendo, como en las minas. No me planteo mucho, o no me preocupa mucho, ver dónde va a terminar un libro desde antes de hacerlo, digamos que mi trabajo es más como lanzarse a un viaje de exploración, es más como el de un explorador que como el de alguien que ya tiene una idea muy fija de a dónde quiere llegar. Pero recomiendo en general que se trabaje con cierta disciplina y cierta estructuración lo más acuciosa posible, porque si no se puede volver infinito el trabajo. Hay que hacer altos de perspectiva para ver de dónde venimos, a dónde vamos, e ir cerrando esos episodios que se van volviendo capítulos o secuencias de libro. Y en cuanto a si tengo una técnica particular, pues no. Solía trabajar más de noche, hoy trabajo más de día; solía creer mucho en el desbordamiento y en el delirio, ese plano romántico en el que uno siente que está hablándonos algo. Hoy no, hoy creo más en el pequeño trabajo del oficio, en el cotidiano acto de estar labrando pedacitos de algo que se va juntando y va formando algo mayor. Quizá sean momentos de la edad, o de la propia consciencia.
En “Trama del estremecimiento”, sección de tu libro Vertebral dedicada al arte y a la literatura, escribiste: “Cada generación contrae desde su juventud las enfermedades que debilitarán su vejez”. ¿Puedes vislumbrar cómo esto se manifiesta en tu propia generación de poetas? ¿Cuál es el lastre que les tocó arrastrar?
La mía fue una generación dañada por la hipercrítica lingüística. Creo que lo puedo decir hoy desde la perspectiva que tenemos de la generación anterior a la nuestra —y desde la perspectiva que tenemos de las generaciones emergidas posteriormente, algunas ya bastante perfilables—. La generación anterior, que nace en los cincuenta, es una generación llena de un ímpetu expresivo, una generación muy prolífica en la que se escriben grandes, largos y complejos poemas, se participa mucho en política, se participa mucho en todas las experiencias límite del lenguaje. Es una generación marcada también por el sesenta y ocho, por todas estas búsquedas del rock y de los estados alterados que hubo en los setentas. Y comparo esa generación con la mía, que fuimos siempre una generación muy hipervigilante del vocablo, de la forma, y también una generación con menos deseo de cambiar el mundo, una generación más libresca que de plaza pública, por decirlo de alguna manera muy general. Para bien o para mal —no estoy haciendo una sentencia—, porque algunas de las mejores obras de mi generación están escritas con esa hiperconsciencia del lenguaje, del vocablo y de la forma, de lo que debe estar y no estar en el poema. Eso creó obras muy interesantes, pero también creo que esterilizó mucho este deseo de hablar y de ver hasta dónde puede uno llegar. Esto comparado con generaciones anteriores o con generaciones posteriores, que veo que, sobre todo, tienen menos miedo o menos preocupación por desbordarse o por equivocarse. Esas podrían ser las enfermedades que pudieran delimitar la vejez de mi generación, esa especie de contención hipercrítica que hizo que algunos de los mejores poetas de mi generación más bien fueran de muy pocos poemas, de muy cerrados, extraños y herméticos juegos del lenguaje, y que a la fecha creo que es una generación que escribió muy poco. Creo que se debió sobre todo a eso, esa sombra crítica. Aunque también hay que entender que es como todo en la historia. La historia siempre es un péndulo. Después de una generación con todas esas experiencias psicodélicas, tenía que venir otra generación autocontrolada, hipercrítica, neoliberal quizá —nos han acusado de neoliberales, posmodernos, escépticos, en fin—. Creo que esas tres palabras ayudan a definir muy bien a mi generación: escepticismo, conservadurismo (somos una generación que más bien se fue hacia atrás en la búsqueda de lo tradicional, lo conocido, lo clásico) e hipercrítica, con un miedo a equivocarse. Y, como en todo, habrá sus excepciones, habrá voces diferentes, otros ejemplos.
Respecto a esos tres factores que para ti perfilan a tu generación en contraste con la generación anterior, sería interesante saber si ese escepticismo, esa hipercrítica y esa inclinación por remitirse de nuevo a la tradición, estaba motivada por sus maestros o si fue una reacción a la personalidad que tenía en su escritura la generación de los cincuenta, su postura ante el desbordamiento, la frontalidad, la experimentación.
Creo que fue una mezcla de varias cosas. Unas fueron las que estás mencionando. Pero, en particular, la influencia y la sombra de las grandes figuras, que siempre importa y siempre es decisiva en una tradición. Recuerdo una anécdota que leí de los poetas argentinos que hoy llamaríamos de medio siglo, que decían: “Siempre queríamos saber qué estaba escribiendo Borges”. El entrevistador pregunta: “¿Lo admiraban tanto?”. Y la respuesta fue: “No, era para irnos en el otro sentido”. La figura de Borges era tan poderosa en Argentina —marcó no solamente un siglo, yo creo que toda una literatura— que nacer después de Borges era tener que ver qué posición tomar frente a esa literatura. Entonces, obviamente que estaban pendientes de lo que estaba haciendo Borges, para no repetir eso, para hacer todo lo contrario y desmarcarse como generación en su tradición. Eso pasa con todas las literaturas que tienen a un gigante. En nuestro caso, en México, eso nos pasó con Octavio Paz, y a nuestra generación le pesó un poco eso también. Aunque a la que más le pesó yo creo que fue a la anterior, a la generación de los cincuenta y a la de los cuarenta, creo que son las que crecieron definitivamente bajo la clara sombra de la gigantesca obra de Octavio Paz. A mi generación le tocó más ya el ocaso, pero también le tocó esa figura importante, decisiva, que nos marcaba lo que era la poesía. Y luego, como además se gana el premio Nobel en 1990, casi cuando estábamos todos empezando a escribir, bueno, se volvió el incuestionable gran poeta que tuvo este país. Así que por supuesto Octavio Paz fue uno de los imanes y rechazos permanentes que tenía mi generación. Pero, insisto, creo que ya nos tocó un poco crepuscularmente, ya no nos tocó el momento más poderoso de su dominio.
Lo que sí marcó más a mi generación, curiosamente, fueron otras figuras que en su momento eran nuestros gurús, eran como los escritores de culto, secretos, pero que había que leerlos porque ellos tenían la última verdad, eran como los profetas que nos marcaban el camino del futuro. Podría yo decir que Gerardo Deniz, o figuras críticas como Eduardo Milán, nos hicieron mucho daño y mucho bien. Mucho bien por el lado crítico, porque tenían una visión crítica diferente de la poesía y además estaban totalmente en otro lado, distinto al de Octavio Paz. Un poeta como Gerardo Deniz era la antifigura de Paz, y entones muchos secretamente leíamos a Deniz como lo otro, lo diferente, lo que no se parecía nada a la tradición mexicana, lo que estaba en las antípodas de Paz. Y luego, sí, una figura como Eduardo Milán, que marcó una época en que él era el gurú que decía lo que era y lo que no era la poesía, porque además él traía la verdad de las vanguardias latinoamericanas, históricas, venía del sur contestatario, el de las luchas políticas y las dictaduras, en fin. Yo creo que con el tiempo causó por un lado, sí, una posición crítica, una duda crítica sobre nuestra propia tradición, pero también dejó muchos engaños. Igual que Gerardo Deniz. Hay un momento en que hay que sacudirse todo ese escepticismo; así como hay que sacudirse la esperanza para que no intoxique, también hay que sacudirse el descreimiento para que no destruya. A mí generación yo creo que esas figuras la marcaron: Octavio Paz, Gerardo Deniz y Eduardo Milán (como crítico sobre todo, más que como poeta). Pero también creo que mi generación hizo algo que no era muy frecuente en su momento, que es que dejó de ver la poesía mexicana como algo que sólo viene de México, y realmente muchas de nuestras principales influencias ya no eran mexicanas, creo que nos influía más lo que estaban haciendo los neobarrocos en Argentina, lo que estaban haciendo poetas como Raúl Zurita, Gonzalo Rojas o Enrique Lihn en Chile; o las locuras que hacen de pronto algunos poetas españoles como Leopoldo María Panero, o algunos colombianos o peruanos. Es decir, de pronto yo veo a mi generación y ya no era una que sólo leía a los mexicanos y que se identificaba con Sor Juana, Los Contemporáneos, Paz y Rulfo, sino que de pronto su diversificación de lectura ya era hispanoamericana (por no decir universal: anglosajona, francesa…). Ya no era tan remitida a lo que nos rodea de inmediato, sino que se remitía a una contemporaneidad mucho más amplia. A mí, por ejemplo, me marcó mucho más leer a Gonzalo Rojas que leer, por ejemplo a Octavio Paz; descubrir todas esas cuestiones del neobarroco que leer a Los Contemporáneos. Aunque, por supuesto, los conozco, los leí y los admiro, ya era más bien leer otras cosas que venían de otros lugares y que eran capaces de estremecer más los cimientos de lo que uno creía. Por otro lado, el que ignora su tradición está condenado a imitar torpemente lo que ya se hizo bien. Yo sí creo que un buen escritor debe conocer bien su tradición inmediata, pero también su tradición hispánica. Eso es la consciencia de lo que uno está haciendo ahorita.
Ningún genio nace de la nada, ningún escritor creativo puede de pronto sacar una obra genial de la nada, obviamente tiene que saber dónde está parado y de dónde viene y a dónde va todo lo que está diciendo. La misma palabra tradición a mí me molesta cuando suena a conservar, guardar, la palabra tradición tiene un alto de museo. Pero no, desde mi concepto, es algo más parecido a lo que llama Harold Bloom “la angustia de las influencias”. Cuando uno está escribiendo —y eso debes haberlo experimentado como todo aquél que ha escrito—, tienes aquí las voces y las influencias de tus autores. No es una cosa de ir a un museo o a una biblioteca y sacar a Gorostiza o a Sor Juana Inés de la Cruz. No. Literalmente, cuando uno está redactando oye cómo está Octavio Paz, Juan Rulfo, Lezama Lima, Paul Celán. Ahí están, siente uno “si digo así, esto ya está muy paceano; si digo así, voy a sonar muy rulfiano; si hago para acá se va a ver muy neobarroco”. Uno trae las influencias como angustias, como voces adentro de uno (que es lo que propone Harold Bloom). La tradición es algo que introyectas a tu propia manera de pensar las cosas y de pensar la literatura misma. Son un sistema planetario de gravedades que lo jalan y lo rechazan a uno. Entonces, lo que uno busca con inquietud es no parecer, no “sonar a”. En fin, eso es a lo que me refiero con tradición, es una presencia permanente de las grandes fuerzas creativas que están ya dentro de una lengua, y, por lo tanto, quien escribe hoy en día las trae ahí metidas. Retomando lo que comentábamos antes, acerca de si esto nos volvió más hipercríticos o nos hizo como centrarnos en un rechazo a ciertas figuras, pues yo creo que sí, sí nos hizo cerrarnos a dudar de lo escrito, porque ya veníamos de una época donde se pudo decir de todo, se hizo de todo —cosa que yo celebro, creo que la época de los setenta y una parte de los ochenta fue la gran fiesta creativa en muchos sentidos; a mí me tocó ya más bien ese momento en el que venimos a recoger los restos de la fiesta, como a barrer un poquito el festín de aquello, y por lo tanto ya llegamos con un poco de dudas, de cansancio, de escepticismo. Ya sólo acotaría un último punto: los más jóvenes, las generaciones que veo que se van abriendo camino, nunca olviden que todo aquello que no hayan leído, estarán condenados a escribirlo de nuevo. Por eso creo que el acto más inteligente de cualquier escritor es leer, leer lo que se ha escrito, leer lo que ha sucedido, simplemente para no perder tiempo, para no extraviarse.