Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mariana G

Como les sucede a las verdaderas superestrellas de nuestro tiempo cuando se agotan de sus fans, de los paparazzi o de sí mismos, Amy decidió hacer un viaje infraganti a la Ciudad de México para perderse una semanita en el anonimato de los laberintos urbanos. Así, dio la noticia a sus allegados de que se ingresaría de propio pie en un centro de rehabilitación. Algunos hicieron jetas y otros murmullaron aleluya, pero nadie sospechó y ella se rió a carcajadas con su engaño. Se aplicó una plasta de maquillaje sobre los tatuajes, se puso un sombrero mosquetero sobre el pelo alaciado, lentes de sol, guantes de gamuza y cruzó los dedos para que su estilacho tan inconfundible no la delatara; no pensaba pasar su tiempo libre autografiando brasieres y lonjas. Planeaba descansar y, si sucedía un momento mágico, componer.

Así se aventó un clavado en la normalidad con todo y la serie de pequeñas ofensas que los humanos promedio soportamos en el día a día: fila en el aeropuerto y en migración, un taxi atorado en el tráfico con el taxímetro sube que sube, un cuarto de hotel sin mayordomo incluido. Una vez encontrado un comerciante de narcóticos para su corta estadía, pasó los primeros días cómo alma errante por las calles de la Doctores y del Centro Histórico, entrando a librerías de viejo a sobetear páginas amarillentas, a tiendas de antigüedades donde olvidaba momentáneamente si corría aún el virreinato, y sentada en las bancas de los parques admirando por horas los colores de las jacarandas, con la boca un poco abierta, observando cómo las flores cambiaban de forma por efecto no sólo de su portentosa creatividad. No extrañaba a Blake, no extrañaba a nadie. Llegando a su cuarto cada noche prendía la regadera y cantaba a los gritos las notas más perfectas del jazz.

Uno de los últimos días, en una de estas vagancias, sus pies enchanclados la condujeron a unos callejones de la colonia Santa María. Caminó y caminó y, a pesar de estar segura de que avanzaba, constantemente se encontraba con una misma fachada particular en las esquinas. Una puerta de madera vieja con una reja oxidada sobrepuesta, un huequito del que salía un cordón con una cartulina fosforescente a un lado que indicaba “jale, este es el timbre”. Arriba de la puerta, sobre la pared, un letrero pintado en letras gordas decía “SOLUCIONES URGENTES”.

A Amy le pareció curiosísimo que el propietario de SOLUCIONES URGENTES tuviera locales en cada calle y que además compartieran el exacto estado de precariedad. Pero lo más raro era la poca claridad acerca de los servicios ahí ofrecidos. Se trataría, quizás, de uno de esos bares de mala muerte que pretenden ser irónicos. Bajo esa suposición y con la creciente necesidad de pasar un trago de pulque por su garganta, fue que Amy se paró en la siguiente esquina para tirar del hilo que tiraba a su vez de una campana. La puerta chirrió y se abrió a voluntad, despacio, como manejada por un control remoto.

El interior del lugar era tan lúgubre que los ojos de Amy tardaron en afocar las estanterías que cubrían las paredes. Alineadas unas sobre otras, sostenían frascos de vidrio iluminados desde arriba con un foco individual y tenían una placa abajo con la leyenda de ¿la obra? En el centro de la habitación había un mostrador que a primera vista le pareció vacío, pero al acercarse vio en el piso a un hombre viejo que dormía, una maraña de pelo y barbas blancas. Será un homeless, pensó la artista inglesa, y quiso salir de ahí antes de meterse en un extraño percance de esos que los tabloides consumen como heroína, no sin antes echarle un ojo a los frasquitos expuestos como piezas de arte.

Dentro del frasco más cercano había un conejo del tamaño de un dedo meñique, hecho bolita y con los ojos cerrados. La miniatura era asombrosa, casi parecía que los bigotes se agitaban al ritmo de una suave respiración y abajo, en la placa, se leía “conejo de la suerte” ¡tamaño cliché! La cantante tenía que tocarlo y dos cosas sucedieron en el instante en que tomó el frasco entre sus manos: empezó a sonar Feeling Good de Nina Simone y el conejito despertó y se paró en sus patas traseras recargando las delanteras contra el vidrio. La música terminó de darle un tono cinematográfico a la escena y a Amy se le tensaron las mandíbulas con el deseo de estrujarlo, de aplastarlo, de hacerle daño por la tremenda ternura, pero al intentar quitar el tapón resultó imposible, estaba sellada. El pobre animalito zangoloteándose de un lado al otro con los intentos banales de Amy por destaparla.

–No lo vas a lograr.

Los hombres no saben decir otra cosa, piensa Amy, que ya había olvidado al sujeto bajo la mesa. Su apariencia era muy lejana al desastre que se imaginó, en vez de usar los harapos informes característicos de los indigentes de cualquier nación, el tipo usaba un traje antiguo de tres piezas y traía un bombín en la cabeza.

–Mi tienda esta blindad contra ladrones.

–No iba a…

–Ya lo sé. Sólo los clientes potenciales encuentran la tienda. Además, la alarma suena cuando manos que no sean las mías tocan cualquier cosa.

–¿Nina Simone es tu alarma?

–Sí, no hay por qué perder los estribos cada que suena, ¿no crees?

Amy regresó el frasco de la suerte a su lugar, un poco apenada pero no lo suficiente. Miró el resto de los frascos y descubrió que dentro de todos ellos había seres diminutos: un puerco de la abundancia, un unicornio del buen dormir, un usurero del dinero, un hada de la venganza.

–¿De dónde sacaste un conejo tan pequeño?

–Es algo difícil de explicar.

–Bueno, en realidad no me interesa. Lo quiero. De hecho, quiero todo lo que vende.

–No creo que tengas suficiente para dar a cambio.

–Soy asquerosamente rica.

–Me imagino. No acepto dinero, sólo cosas valiosas, cómo las que vendo. Podría decirse que esta es una casa de cambio para la gente con problemas urgentes. A problemas urgentes…

Y señaló el letrero con el nombre de la tienda. Amy se contuvo de contestar con el entusiasmo de una alumna que sabe responder a la maestra. Regresó el micro lagomorfo a su sitio y siguió escaneando los extraños seres en sus cárceles de cristal, pensando si lo más prudente, lo más heroico, sería tirar todos al piso para liberar a las creaturas.

–En realidad no están vivos, por si crees que soy cruel. Son hologramas sólidos.

–Ah ya– contestó, a pesar de no tener idea de que hablaba el hombre. Puso cara de extranjera, abrió grandes los ojos y asintió como si le quedara claro clarísimo.

Entonces lo vio, un marciano como cualquiera que pudo inventar la televisión. Un cuerpo de complexión humanoide cubierta de escamas verde brillante, color quetzal. La cabeza grande y los ojos alargados hacia unas orejas en forma de tubos. Dos brazos que culminaban en manitas de pulpo, con unos siete o doce dedos tentaculares, y tres piernas con el mismo destino. Amy agarró el bote entre sus manos y, cuando creía que era imposible ver una criatura más maravillosa, vio como levantaba su bracito izquierdo en un ángulo recto, ponía el derecho en el antebrazo y luego alzaba el codo hacia la tapa sobre sí en una señal de “huevos”.

–Chingui tu madri– dijo.

–Aaaaa, qué es esta cosa más adorable. ¡Lo necesito!

–Claro que lo necesitas. En realidad, es el único objeto de esta tienda que podría venderte, sólo tienes que pensar en que me vas a ofrecer a cambio.

–Mmm.

–Cómo verías… ¿tu voz?

–Tranquilo, Úrsula, esa no se la doy a nadie. Sabe qué, en realidad no quiero nada de esta tienda, está usted bien raro y pervertido. Me encanta el marcianín, pero no le voy a dar mi voz.

–Vas a tener que hacerlo.

–¿Por?

–Corres mucho peligro, y ese pequeño es un alien de la protección, como lo dice en su placa. Eso significa que podría salvarte de las amenazas que se ciernen sobre ti.

–Nadie me amenaza, yo hago lo que quiero.

–¿Dónde creen tus amigas que estas?

Amy recordó su mentira y miró al viejo con un desprecio calmo, esperando que esto lo desincentivara y la dejara irse a seguir rolando por la ciudad. Si estaban muy chidos los monos, pero no iba a permitir que la psicoterapearan para conseguirlos.

–Deberías estar en rehabilitación.

Mmmta. Ni del otro lado del charco la dejaban en paz.

–Mi daddy dice que estoy fain.

–De acuerdo, entonces regrésame el frasco y sigue tu camino. Se cumplirá tu destino y, te aseguro, no va a ser bonito.

–Ay sí tú, te crees el muy adivinador con tus rimas chafas.

–Soy un oráculo, mira.

Y se sacó de la camisa un collar de oro con una gran letra O de Oráculo.

–O te llamas Owen. A ver Owen, dime mi futuro.

–De acuerdo, te lo mostraré gratis, sólo porque no puedo dejarte ir así con el mal agüero flotando sobre tu cabeza.

El hombre le indicó a Amy que se quitara el sombrero y le pasó su propio bombín. En cuanto Amy se lo puso, frente a sus ojos apareció ella misma sobre el escenario, cantando con gran potencia sus canciones favoritas, las que escribió como en un trance creativo, y a sus pies los fans gritándole su amor, su adoración, su absoluta necesidad de ella, de tocarla. La Amy imaginaria, seducida por el cariño del público, se acerca para tocar la mano de una niña parada sobre los hombros de un tipo robusto y, en ese momento, otro espectador la toma de la muñeca y la jala hacia abajo, hacia los brazos de esa masa engullente que la desea, porque la gente siempre quiere tocar el arte, poseerlo, aunque sea un pedacito. Un pelo, un pedazo de ropa, una gota de sudor sobre el pelo, y las personas la atraen hacia sí, le piden todo, ya no sólo su voz sino su cuerpo y su mente, la jalan en cualquier dirección hasta que le desprenden un tacón, un cachito del pantalón de cuero, una pestaña, un dedo, un brazo. La sangre corre entre los fans y como quiera piden más, más de su sangre. Truena una rodilla, la ropa se hace girones y el aullido de Amy es feroz y sensual y entonado, como ella. Es la música que la escena necesita.

–Wooooow, es espantoso– dijo Amy. –¿Lo puedo volver a ver?

–Las veces que necesites.

Ella se sentó en una esquina, en el piso, a contemplar su propia muerte una y otra vez y el hombre la miraba a ella, intentando adivinar sus pensamientos.

–Tienes que reconocer que es una muerte muy poética.

–Si eso quieres nadie va a detenerte.

–No no. También se ve bastante dolorosa. De acuerdo, Owen, ¿qué otra cosa puedo ofrecerte que no sea mi talento?

–¿Cómo verías tu fama? También es algo bastante cotizado.

–Pues bueno, esa ni siquiera me late tanto. Pero cómo le hacemos, qué te doy o qué.

–Nada, ahora ya puedes abrir el frasco. Amy volteó a ver a la pequeña creatura verde.

–Jiji vas a ser mío.

–Veti a li virga.

Abrió el bote, sacó a la criatura y se la sentó sobre la cabeza. Acomodó su gran melena en un montículo perfecto para que el marciano cupiera dentro, sentado o de pie, y a partir de ese momento ella podría escuchar sus agudas mentadas de madre cuando quisiera.

–Listo, ahora. Mírate en el espejo.

La muerte de una Amy que no era Amy sino un holograma sólido apareció en las noticias un par de meses después y nuestra Amy, la verdadera, siguió viviendo en la Ciudad de México. Su físico es distinto a los ojos de cada persona, es irreconocible menos cuando, en la soledad de su casa, en la regadera, o cuando mira las jacarandas, no puede evitar cantar con su misma voz de siempre.


Autores
estudió Ingeniería Química y es estudiante del diplomado de escrituracreativa en la SOGEM. Actualmente, escribe artículos para Reurbano, una desarrolladora urbana y tiene una columna quincenal en la página de Mi Valedor, la primera revista callejera de México, donde también colabora como directora del área social, planeación estratégica y editorial.

Ilustrador
Mariana G
Resido y dibujo desde CDMX. Soy Diseñadora de la Comunicación Gráfica por parte de la UAM Azcapotzalco e ilustradora por parte del azar. Hace un par de años estudié Ilustración Experimental en la Escuela de Diseño del INBA. He colaborado de manera independiente con distintas agencias de publicidad y estudios creativos, sin embargo, mayormente mi trabajo ha estado presente en proyectos editoriales y animados. Actualmente, junto con una amiga, editamos MALA, un fanzine colaborativo hecho por mujeres.
Ilustración de Marcela Landazábal Mora
Ilustración de Marcela Landazábal Mora

JALID YUM’A

(1965)

Poeta y cuentista nacido en Rafah, al sur de la Franja de Gaza. Su familia es originaria de la aldea de Hatta, arrasada por las fuerzas israelíes en julio de 1948. Actualmente vive en la ciudad de Ramala en Cisjordania.

Los frarmentos provienen de su página en Facebook.

29 de diciembre de 2023, 11:41 de la mañana

Hace 140 siglos que estamos soñando. Siempre quisimos se un pueblo que pintara amapolas en la orilla del campo; un pueblo normal que errara y acertara, construyera y destruyera, cuya gente discutiera entre sí sobre cómo hay que casarse y qué es lo que dictan los cuentos populares.

Hace 140 siglos que quisimos, pero el tiempo también quiso. Alzamos nuestras ciudades sin puertas. Nuestras plazas abrigaron a los extranjeros del frío y de la cruel soledad. Len enseñamos nuestra lengua y con ellos hemos compartido sus costumbres, tanto tristes como alegres, para integrarlos a la textura de la noche. Pero ellos robaron nuestro fuego e hicieron una boda en la orilla del campo; robaron nuestra melodía y dijeron: “Esa noche es nuestra; esas mañas e historias nunca fueron de ustedes”.

Hace 140 siglos que estamos bordando, puntada a puntada, los patrones que forman parte de nuestra nación: una gacela al lado de un olivo; una espina que abraza la montaña; un pájaro que observa las historias desde su antiguo nido. Mientras cultivábamos nuestro trigo y dejábamos la mitad para las criaturas de alas salvajes creadas por Dios, nadie nos compartía su pasión por la búsqueda interna y externa de la divinidad. Incluso los paganos habían dejado sus estatuas a las puertas de nuestros templos, y luego entraron para rezarle al Dios que nos dio la flor y el trigo.

Hace 140 siglos que domesticamos las piedras para que pronunciaran nuestro nombre, para que nos amaran. Les hemos pulido y nos han pulido. Todos bailaron al ritmo de esas piedras: los habirus, cananeos, perizitas, hititas, hurritas, moabitas, amalequitas, jebuseos, filisteos, arameos, madianitas, guirgashitas, refaítas, fenicios, aqueménidas, idomas, itureos. Bailaron hasta agotar la historia que jadeaba detrás de sus pasos y luego se sentó a descansar.

Hace 140 siglos que esculpimos nuestras almas para proteger a la gacela y dar de comer al gorrión; para que el árbol cante y las nubes tengan dónde descender a los huertos.

Nosotros, los abajo firmantes, todavía guardamos cada letra pronunciada por al arena de este gran universo. Los ciclones van y vienen, van y vienen las calamidades, pero nosotros permanecemos, y así nuestras casas: calidez, aceite de olivo, historias mujeriles, sudores varoniles, balidos ovejunos, patrones de bordado, llantos por la leche y el arrullo, alheñas nupciales en las manos; todo lo que se resiste a ser arrastrado de su ciclo histórico, de su belleza eterna y de su color irrepetible de arena y montaña.

Ilustración de Marcela Landazábal Mora
Ilustración de Marcela Landazábal Mora

MANAL MIQDAD

(s.a.)

Poeta e ingeniera. Madre de Ritta, Rasel y Aaser.

Los dos fragmentos vienen de la página de Manal en Facebook. Mientras el primero fue escrito el 4 de noviembre pasado, el segundo fragmento fue recogido y traducido durante la ofensiva israelí contra Gaza en junio-julio del 2014.

4 de noviembre del 2023, 8:59 de la noche

En esta hora oscura,

dentro del vientre de una guerra,

el tiempo pasa y no pasa.

No encuentro, por delante, ningún cuento

Y en honor de separar el pasado

del porvenir,

tampoco detrás lo encuentro.

“Érase una vez” ya es un cementerio.

Pero debo contarles algún cuento,

y lo empiezo con “Será, una vez, será…”

Algo de suerte,

capaz de mecer sus camas y su sueño

un poco lejos de la fusión

entre el mito y la fábula.

Una ficción compuesta de espejismos,

una ficción mentirosa.

Es lo más honesto que puedo,

si la guerra nos sigue vomitando,

rehusando digerirnos.

Unos más uno es cinco

y fueron cinco los que almacenaron

aceitunas, aceite y zaatar

a la espera del invierno.

Y cada que me interrumpen,

“Será, una vez, será…”

Junio-julio de 2014

No es lo que están imaginando. Pues lo que vivimos no tiene nada que ver con sentimientos vanos como coraje, orgullo, dignidad. Aquella noche fue la más dura, pero esa vez no lloré.

En la mañana, después del primer bombardero de los aviones sionistas, agarré mis fuerzas y comencé a juntar mis cosas: documentos oficiales, mi título universitario, constancias, regalos, lo que quedó de las cartas que me escribió mi tío (quien sigue preso en una cárcel israelí), mi celular, mi laptop…

Pero me quedé mirando mi segunda biblioteca, pues la primera la perdí en la guerra pasada. ¿Qué hago con los libros? Son pesados, y sería difícil cargarlos si me tocara correr. Entonces decidí quedarme con aquellos que llevan una dedicatoria de su autor,

De pronto sentí rabia por mí misma, esos dolores que causan escozor y te pueden matar. Yo, pensando en mis cosas… ¿Pero y si la muerte me alcanza más rápido de lo que yo alcanzo mis cosas? La muerte me agarrará por sorpresa, sin avisar, y yo iré con ella sin memoria ni papeles ni libros ni queridos ni amigos ni regalos ni sueños… Me iré sola y ligera.

Posdata a mis amigos que tienen libros prestados míos: si me muero, quédense con ellos. Son suyos.

Posdata a mi primo: Si no le pasa nada a mi biblioteca, es tuya.

Los pagos recibidos por el traductor y la dibujante fueron donados a proyectos locales autogestivos en la Franja de Gaza a través del Gaza Collective (@gaza_collective).

Para apoyar esta iniciativa visite:

https://www.gofundme.com/f/support-gaza-resilience


Autores
(Palestina, 1985) es traductor literario entre el árabe y el español. Vive en México desde el 2012, donde es profesor de lengua y literatura árabe y de traducción literaria en el Centro de Estudios de Asia y África de El Colegio de México. Ha impartido cursos sobre literatura árabe moderna en traducción al español, la Revolución palestina, literatura global y traducción literaria. Tradujo al árabe Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco (Palestina, 2016) y Palestina en pedazos de Lina Meruane (El Cairo, 202). Estudia los distintos momentos de contacto e interacción entre las lenguas árabe y española.

Ilustrador
Marcela Landazábal Mora
(Colombia, 1986) es investigadora y artista. Vive en México desde 2012. Estudió la maestría y el doctorado en Estudios Latinoamericanos en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en cuyo Instituto de Investigaciones Estéticas hizo además una estancia pos-doctoral. Es artista plástica por la Universidad Nacional de Colombia. Actualmente se desempeña como investigadora del Centro Nacional de Derechos Humanos (Cenadeh) de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Su obra académica ha sido publicada en revistas y libros especializados en distintos países y su obra artística ha sido expuesta en Colombia, Francia, España, Argentina y México. Conjuga la investigación social con la estética para abordar las violencias en contextos de frontera, migración, trata de personas y refugiados de guerra.
"Mapa para magos", Saul Galo, 2010-2011. Mural.
“Mapa para magos”, Saul Galo, 2010-2011. Mural.

ZOROKIN ABSORBIDO

METH Z

La piedra había sido removida.

MARCOS 14:6

Pegaso Zorokin se había enamorado y había decidido dejar las drogas. La idea, a decir verdad, no lo convencía. Se lo había prometido a su chica. En la escuela todos se drogaban. No tenía por qué estar mal drogarse. Pegaso pensaba en voz alta derribado en el diván. El Meth apenas había dejado cicatrices en su rostro. Pegaso Zorokin no lucía nada mal para tener veintidós años. Andes de salir a ver a María Eugenia se pintó el pelo de azul y se echó a reír. Se miró en su cámara de luz y se afeitó con un cuchillo. Se parecía tanto a ella. A su mujer, a su pájaro azul. Los dos se parecían tanto. María Eugenia tenía un solo inconveniente. A ella no le gustaba que él se drogara. Pegaso miró con desdén su reflejo. Se realizó varios cortes en las muñecas y se hizo una cicatriz vertical en el ojo izquierdo.

María Eugenia no tenía por qué enterarse. El muchacho encendió la piedra en su pipa reloj. Las manecillas giraron furiosas. Sostuvo el humo entre los dientes. Se vio en el espejo hasta que su pecho quedó iluminado. La pipa se mantuvo suspendida en medio de la alcoba. Pensó en regresar el tiempo. En no encender la pipa. Un pulso volcán se lo impedía. Demasiado tarde, Zorokin, la tierra finalmente se había transformado.

El tiempo retrocedía.

Pegaso se puso sus botas de zinc y encendió su automóvil. El mago se veía guapísimo conduciendo. Pegaso Zorokin había fallado una vez más. No era sencillo dejar la droga. Zorokin llevaba toda su vida encendido. Cuando le enseñaron a conducir venenos Pegaso tenía tan solo nueve años. Él hacía sus drogas en un matraz. A los doce años Zorokin había recibido un premio por inventar el Meth Z. Estando bajo el curso de la sustancia habían muerto tres compañeras suyas. Era importante dejar las drogas. María Eugenia lo valía. ¿Por qué era tan difícil para Zorokin entenderlo? Ahora la piedra licuaba su mente. El mago se sentía vivo. Zorokin conducía con destreza su Volvo negro. Puso a Can en el estéreo y aceleró. Apenas llegó a casa de María se vio en el espejo del auto. Pegaso estaba nervioso. Tenía los ojos azules y escamas entre los dedos. María Eugenia se daría cuenta. Él había roto su promesa. Antes de llegar al apartamento de María abrió su maletín, buscó unas tijeras y se cortó los párpados. Se puso imanes detrás de los oídos y encendió un cigarrillo. Tendría que mentirle a María. Se vio una vez más al espejo. Qué imbécil. Se había cortado los párpados. Había vuelto a la piedra. Su chica iba a enojarse. Pegaso estaba furioso. No quería que María Eugenia lo viera así. El muchacho volvió a encender el Volvo y lo estrelló contra un puente. Salió del auto en llamas y fue a la ciudad a comprar gafas.

El muchacho atravesó todo Paseo de los Insurgentes y se detuvo en Parque Hundido. Hacía apenas tres días le había prometido que no se drogaría. La piedra había llegado a él. Cómo explicarlo. El mago, furioso, destrozó una estatua de mármol. Era el general Vicente Guerrero. Cuando el insurgente estalló una espada de cobre cayó al suelo. Zorokin la levantó. Los puños le sangraban. La empuñó y trató de derretirla. Hágase mi voluntad, gritaba Zorokin soñoliento. Y un magma ardiente le escurría entre los dedos. Una patrulla se detuvo frente al parque. Zorokin pegó un salto desde los escalones. Sus puños brillaban plateados. La espada se había derretido. Tomó al oficial del pecho y lo hizo arder al rojo vivo. Las balas de la cartuchera estallaron. Zorokin se echó a llorar. Lo había hecho otra vez. Al menos no fue tan grave. La última vez destruyó un helicóptero del estado. Los jóvenes mataban en su país. Los jóvenes se drogaban en su país. Pobre Zorokin, mago salvaje adicto a al piedra. Pegaso Zorokin se sentó en los escalones y retrocedió los tiempos. Esta vez lo logró. Logró retroceder el tiempo. El oficial está vivo. La estatua del general Guerrero se reconstruye, la espada regresa a su lugar. Zorokin llega a la plaza. El oficial vuelve a acercarse.

—Joven, necesito revisar su bolso —le dijo desafiante. Pegaso Zorokin abrió el bolso. Dentro solo había cosméticos y un libro de Boris Vian.

—Son mis libros de la universidad —le dijo Zorokin y se echó a llorar.

—Tenga cuidado —le dijo el oficial.

Pegaso asintió. Qué estupidez regresar el tiempo. Debió haberlo dejado muerto. Absorberle el tálamo y ya delirante desparecer su cadáver. Zorokin entró a un Sanborns, se tomó un americano y compró unas gafas de Armani. Recorrió la ciudad caminando. María Eugenia no se daría cuenta. María Eugenia lo sabía todo. El pensamiento enloquecía a Zorokin. La Ciudad de México lo hechizaba. El transcurrir del tiempo y las cosas lo seducían. María Eugenia lo sabría. Ella también fue drogadicta. El mismo Pegaso le hacía drogas cuando eran niños. María Eugenia se había limpiado. Hacía años que María Eugenia no conducía una sola sustancia por su organismo. Ahora María solo comía peras y almendras. Él le juró que no volvería a encenderse. A los tres días rompió su promesa.

Pegaso Zorokin apareció en la puerta de María Eugenia con gafas negras. Pegaso le hizo el amor por primera vez y cuando se despertaron encontraron un diamante flotando sobre la cama. Pegaso le pidió autorización para guardarlo. El Meth Z, su droga favorita, adquiría fuerza con ese cristal. María Eugenia le quitó las gafas y se echó a llorar.

—Fumaste piedra otra vez —le dijo severa.

—No lo vuelvo a hacer —le contestó el mago.

Pegaso sintió repulsión y trató de regresar el tiempo. Zorokin no tenía fuerzas. El muchacho, con los ojos llenos de lágrimas comenzó a desaparecer. María se sentó en el diván. Pegaso le dio la espalda. El diamante lo atraía con fuerza. Encendió un cigarrillo y se levantó del suelo. Zorokin rezó un padre nuestro y descendió para abrazar a María. María Eugenia guardó el diamante en su relicario. El relicario era de magma detenido. Solo ella sabía abrirlo. Zorokin volvió a ponerse las gafas. Sudaba. Se encontraba ansioso. Con la fuerza de los dientes se había cortado la lengua. El filtro del Camel estaba lleno de sangre. María se acercó a limpiarle el pecho.

—Por favor, vete, Pegaso —le dijo llorando.

—¡Dame el relicario! — le pidió Zorokin bañado en sangre. María lo puso en sus manos.

—¡Ábrelo! —le gritó el mago con los colmillos de fuera. Con su mano derecha apretó el cuello de María Eugenia y comenzó a asfixiarla. Zorokin lloraba. Tenía solo tres dientes y cientos de alfileres clavados en el paladar. La lengua brincó de su boca. La lengua estaba llena de perforaciones. María Eugenia sumergió sus dedos en el cofre ardiente. Su mano se inflamó de sangre. Sus ojos crecieron. A través de cofre su mano se hizo de hueso. Sus ligamentos azules se separaron de la carne. María Eugenia sacó el diamante. Pegaso desdobló la cuchara que llevaba en la muñeca y puso el diamante sobre ella. El diamante se encendió al rojo vivo. Ella sabía cómo se sentía Pegaso. Su mano izquierda estaba destruída.

Pegaso se quedó dormido, la cuchara estaba desecha. A Pegaso le crecieron los párpados. Las heridas del Meth sanaron. Los dientes se compusieron.

—Tienes razón, Zorokin, los drogadictos se parecen mucho a los santos. Los drogadictos son hombres ansiosos por transformarse en Dios— le dijo María Eugenia y le besó la frente.

Luego la mujer removió la piedra. El resucitado dormía. María buscó a su tortuga y la destruyó en mil pedazos. Entonces empezó el libro.

CAPARAZÓN DESTRUÍDO

La destrucción era mi única Beatriz.

MALLARMÉ

El señor Zorokin, narrador y hechicero del abismo, antes de comenzar un relato estrellaba una tortuga contra las paredes de su habitación. Destruir es aproximar la vida a la muerte. Interesante proceso creativo el del señor Zorokin.

El crimen, abominable; sus cuentos, ya lo sabemos, geniales. Narraciones llenas de acción y futuro, de irresponsabilidad y confianza.

Cómo no iba a ser; el señor Zorokin, antes de narrador, era especialista en destrucción. Destruir es narrar a la inversa. Siempre hay una obra escondida en su propia destrucción. Para descubrirlo se necesita valentía y humildad. Sobre todo, humildad. De su método no queda mucho que decir. No hay nada más terrible que un ser encontrado muerto en su propio dormitorio. Un sacerdote estalla con todo y su templo, sus esqueletos quedan en obras. Una obra negra, un nuevo relato. Sí, el proceso es horrible. En unos instantes, al confundirse domicilio y habitante, se forma un organismo que es transformación de carne, astillas y estallido. Si hay un novelista cerca, el suceso no pasará desapercibido.

Cada texto literario, lo sabemos bien, anticipa un modo de construir relaciones con el mundo.

***

Hace unas semanas, bajo las copas de un olmo, entre espigas y manzanas doradas, se me apareció una horrible tortuga. En su caparazón llevaba escrito con plumón negro: Zorokin 1987. Con la tortuguita entre las manos corrí a mi habitación, la estrellé con un martillo y me senté a pensar junto al cadáver. Prendí el Meth en el caparazón destruido. Aspiré el humo azul y comencé a hablar solo, como si yo fuera una máquina, una máquina que hace humo y palabras.

Pensé muchas cosas, las agrupé y les di un sentido. Había empezado el libro.

CÁMARA DE LUZ

Ese es mi símbolo, la máquina de hacer palabras.

MARÍA EUGENIA

El doctor Zorokin, enamorado de la fenomenología crística de Steiner y siguiendo la arquitectura intuitiva como método, llamaba a su máquina Jerusalén. A decir verdad, su proceso creativo fue interesante. El doctor abandonó sus propios planos a una semana de haber comenzado su invención. Decía saberse su máquina de memoria.

En uno de los periscopios de la máquina se podían escuchar murmullos humanos. Frases debilitadas que no expresaban mucho. Las escuché por accidente mientras desempolvaban su invento. Cientos de telarañas inundaban como espuma su relojería de hierro.

El doctor Zorokin había dedicado tanto tiempo a la construcción de la máquina que supongo terminó esperando grandes resultados. Fue entonces que empecé a sospechar que el doctor Zorokin en realidad se estaba engañando a sí mismo, esperando un accidente o una revelación de la materia. Ya ha ocurrido en la historia. El doctor Zorokin se negaba a aceptar que hace mucho tiempo la humanidad había superado la edad de los descubrimientos. Su necedad era la única fuerza que lo mantenía esperanzado.

Creo que el doctor Zorokin intentaba inventar de la nada, así como lo hacían los grandes inventores de las enciclopedias Salvat. Cuando me confesó los propósitos de su invento, yo intentaba explicarle las diferencias entre crear e inventar. En medio de mi discurso me interrumpió y me dijo:

—María Eugenia, Jerusalén es la máquina de los inventos. Como verás, estoy ocupado.

Sonrió con cierta demencia, mordió un lápiz y con un tenedor se dedicó a aflojar un tornillo.

Una máquina que haría más inventos, qué estupidez. El riesgo de seguir la intuición como método es que el fracaso puede ser realmente desalentador, pues es la esperanza y no un procedimiento científico lo que se encuentra en juego.

No puedo ser dura con él. Lo de Jerusalén ha mantenido su mente en forma una buena temporada. Una mente creativa es una mente sana, me repetía viéndolo pasar la tarde entera inclinando péndulos en posiciones distintas. Anda, María, me decía a mí misma, deja que tu esposo enloquezca, deja que tenga una infancia feliz.

Mientras él desarrollaba su invento yo trabajaba en una novela. Al libro no le encontraba solución. El libro se parecía cada vez más a su máquina y eso me causaba terror. La máquina me tenía muy distraída, con aquel instrumento ahí me era muy difícil escribir. El desorden es muy tentador y el problema es que las novelas requieren cierta organización, cierta empatía con los procesos de vida. Las novelas, siempre había creído, son un campo de fuerzas.

Un campo minado, nos corregiría el señor Beckett.

Jerusalén, ese desorden de funciones y piezas, una vez delimitada su área se me figuraba como un rinoceronte dando la espalda. Un rinoceronte sentado en medio del departamento. Al rinoceronte le siguieron muchas corazas y escudos y pronto tuve en la sala a un caballero muerto por la asfixia de su armadura.

Desde que el doctor empezó a trabajar me veo obligada a cerrar las ventanas. Teme que una nube arruine su invento. A veces no sé si el doctor Zorokin es científico, poeta, niño o simplemente un imbécil.

Un científico imbécil que encontró en la poesía el procedimiento para recuperar su niñez.

Un día el doctor Zorokin me despertó a las tres de la mañana. Había terminado la máquina. Quería que yo estuviera presente en la primera demostración. Era la primera vez que Jerusalén era puesta a funcionar.

Jerusalén, el invento de inventar inventos.

Se dirigió al librero, eligió un libro y lo metió en una de las ventanas negras de la máquina. El libro era uno de mis favoritos. Pensé entonces que esa máquina era o iba a ser una guillotina. Sacó de sus bolsillos una placa de sheriff e hizo lo mismo, luego se acercó a mí (que no tardaba en echarme a llorar) y me desprendió del pañuelo de estrellas que llevaba apretado contra el pecho. Lo dobló con cuidado y lo puso en otro de los muelles.

—Amor, quiero que sepas que ese libro me encanta.

El doctor Zorokin tiró del gatillo de un arpón mutilado. Accionó tres botones. Pisó un pedal de piano, sopló sobre un péndulo y una nube de aserrín triturado se esfumó en la atmósfera de la sala.

—Ese libro de Beckett realmente me gustaba.

Jerusalén hizo un gran escándalo. Entre el humo, las chispas y un grito sordo y terrible, en una de las bandejas de impresión apareció un grupo de hojas. Aunque la mayoría de las hojas eran negras podían leerse algunas palabras.

Solo algunas palabras.

El doctor Zorokin levantó las hojas del suelo, las estudió sin mucho interés y se lamentó intensamente diciendo que había inventado una máquina de hacer poemas. El doctor se encerró en su habitación. Entonces empecé el libro.

ANARCOSENTIMENTALISMO

Veamos. Un hombre le narra a otro una historia. El hombre que narra va dejando pistas para ser descubierto. En el relato da cuenta de su presencia describiendo su entorno, su capacidad de encontrar sentido, relacionas y el lugar que ocupa en el mundo. Resulta interesante encontrarnos contándonos historias. Al final no somos más que las historias que nos contaron. Las historias que nos contamos. Resulta interesante estudiar al hombre cuando está a punto de contar una historia. He aquí el hombre, nos dice cada relato. He aquí el hombre que fue pensado y pensó este relato.

Estudié psicología porque siempre consideré que lo más importante que puede alcanzar a entender un hombre es al hombre mismo. Me equivocaba.

En mis años universitarios, al atender mis cursos, era evidente que me engañaba. Para mí la demencia era hermosa. La frecuencia bipolar, la estructura de un cuento. El pasado, una novela. Supe que sería un mal psicólogo cuando me descubrí contando las sílabas de las confesiones de adolescentes desesperanzados.

—Mis padres no me entienden. Heptasílabo.

—A veces siento ganas de matarme. Endecasílabo.

Pueden revisar mi portafolio, las anotaciones de las bitácoras de mis pacientes están divididas en sílabas y separadas en estrofas. En mis años de estudiante editaba el contenido de las entrevistas obtenidas en terapias y las llevaba a un taller de poesía con un escritor afeminado que, preocupado por mí, trató de drogarme y acostarse conmigo.

Mi tesis de licenciatura fue un estudio sobre la personalidad de un personaje de Dostoievski. Creo que de mí no hace falta decir más. Ese es el problema, pero ese es mi problema y no el problema de esta novela. Cada texto literario, lo sabemos bien, anticipa un modo de construir relaciones con el mundo. Esto es una novela y estoy consciente de que las novelas necesitan un conflicto. Recapitulemos entonces. El problema de esta novela es que soy psicólogo y utilizo la literatura como método. Ordenemos la novela. Ordenemos pensamientos. El problema es que hace una semana, consciente de lo peligroso del método, le pedí a una de mis pacientes que me trajera sus textos. El problema es que se lo pedí a María Eugenia. Problema suficiente para una novela, para un libro de ensayos o para un cuento. Cuando los personajes son ideas y la estructura de la narración está inspirada en la personalidad de un delincuente, todo indica un desastre. María Eugenia fue mi experimento. María Eugenia fue mi novela.

María Eugenia me odiaba pues tenía que despertarse todos los sábados por la mañana para atender la consulta. Su padre la esperaba leyendo el periódico en un Volvo negro. De María Eugenia sabía varias cosas, pero no sabía que escribía. María Eugenia tenía malos pensamientos y la determinación para llevarlos a cabo. Eso lo supe apenas entró en mi consultorio. María Eugenia una vez huyó de de casa para destruirse. Quería atravesar Norteamérica deteniéndose a fumar un cigarrillo en cada gasolinera. No alcanzó a salir de la Ciudad de México. Decía cosas para asustarme, para que yo me desesperara y renunciara a las consultas. Yo no lo caía bien a la adolescente. La niña quería intimidarme. A mí me dieron unas ganas tremendas de cogérmela. Esa niña era la luz negra. Un ángel renegado. Un ángel bello, malvado y extraño. Sus padres decían que era una delincuente. Su padre la obligó a asistir a terapia. Su exnovio, un estudiante serbocroata, fue encontrado responsable de romper los cristales de un HSBC. Ella lo amaba. Ella le decía Pegaso Zorokin. María Eugenia usaba un pañuelo de estrellas. Siempre llevaba un lápiz amarillo. Se decía aficionada al desastre. Nick Cave le resultaba irresistible. El cine alemán la hechizaba. Creía en los fantasmas. Creía que los fantasmas nos acechan. Había tenido tres novios. Uno trató de matarse. El otro había intentado estrangularla. Y el tercero le había enseñado cómo. María Eugenia, aunque estoy seguro de que dudaría en el último instante, sabía matar. María Eugenia creía que teníamos derecho a las drogas y a elegir nuestra muerte. María Eugenia no creía en Dios. La adolescente creía que el hombre había venido al mundo a destruir esa idea. Nadie iba a detenerla. Tenía diecinueve. No fumaba. El cáncer le causaba terror. Se sabía paisajes de Juventud de Schumann. Un día le robó el revólver a su padre y se encerró tres días en su cuarto. Una rata infeliz del Distrito Federal. Un ángel de los subterráneos. Una criatura transterránea. Una vez sus padres la descubrieron besando a una chica. No alcanzaron a quitarse la ropa. Dragon Ball Z le encantaba. Su recuerdo más intenso fue aquella mañana que acompañó a su padre al teatro. Su padre interpretó al demonio en una obra. Desde niña tuvo una tortuga. Ella sospechaba que era medio retrasada mental, pero la quería mucho. Aquel día en el teatro su padre se vio más de una hora y media en un espejo. Tenía que hacer al diablo y sabía que el diablo vivía en él. María decía estar enamorada de él. Lo decía para asustarme, decía muchas cosas para asustarme. María sabía que si deseaba algo lo suficiente podía obtenerlo. Admiraba a los suicidas y no creía que los ángeles se detuvieran a pensar detrás nuestro. Además de tener los dientes escalonados, confesaba disfrutar el vacío mental que generan los chutes de aire comprimido. Le fascinaba la ciencia ficción. Había participado en una orgía. Había probado el Meth Z. Según ella, la droga más peligrosa de la Tierra. Su novio a preparaba en un sótano de Azcapotzalco. María se hacía los jeans con navajas y sabía que nunca es tarde para tener una infancia feliz. María estudiaba literatura y se sabía de memoria sus ideas favoritas. Además, María Eugenia escribía. Narrativa. Cuento. Me emocionó tanto que María Eugenia escribiera. Apenas me confesó que escribía no pude evitar pedirle que a la siguiente consulta trajera sus cuentos. Sus textos, más allá de documentación terapéutica, funcionarían como corpus de mis experimentos. María Eugenia, el sábado siguiente, apareció con un fólder amarillo. Ahí dentro estaban sus cuentos. Me pidió que los leyera. Ante la indicación no pude esperar, abrí el fólder amarillo y me sumergí en la lectura del primero de ellos. No solo leí el primero, también leí el segundo y el tercero. Estuvimos quince minutos callados. Leí tres veces cada uno de sus cuentos. Eran sus pensamientos. Pensamientos que tenían la desastrosa tentativa de imponer designios limitados sobre el tiempo del mundo. Ella les decía cuentos. Entonces me di cuenta de que sus cuentos se podrían leer como ensayos, pero que irremediablemente tendrían que ser comentados como poemas. Túneles donde es imposible ver más allá del túnel mismo. Me concentré en el último cuento escrito, estoy seguro, con frases robadas de otros libros. En el relato se contaba la historia de un novelista de libros vaqueros que después de leer a Samuel Beckett decide abandonar su obra y elaborar pensamientos de trama profunda. Seguí leyendo hasta que me encontré con una hoja negra al final del fólder. No le dije nada, nada podía decirle, solo la vi mordiéndose las uñas y pensé: es la primera vez que conozco a una escritora de verdad. Quise preguntarle cosas, cosas que se le pregunten a los cuentistas, pero ella, emocionada, confundiendo mis preguntas, me habló del amor, de la historia y de un grupo de música que la emocionaba. Yo la escuchaba dejando mi marca dental en un lápiz, como queriendo que mucho antes ella hubiera mordido ese lápiz. El lápiz con el que habría de empezar mi libro.


Autores
(Querétaro, 1987-2012). Estudió la licenciatura en Letras Modernas, en la Universidad Autónoma de Querétaro. Autor de la La Máquina de Hacer Pájaros (Herring Publishers de México, 2008), Neónidas (Herring Publishers de México, 2009), El Whisky del Barbero Espadachín (Urano, 2010), Bulgaria Mexicali (Herring Publishers de México, 2011).
Portada de la película "The Texas Chainsaw Massacre", 1974. Dir. Tobe Hooper. Bryanston Distributing Company.
Póster de la película “The Texas Chainsaw Massacre” (“La masacre de Texas”) de 1974.

Ante el calor insoportable que hay en la rural Texas, Kirk y Pam deciden apartarse de los demás amigos e ir en busca de un cercano y pequeño lago, pero ya no existe. Mientras coquetean y juguetean, en su camino ven una casa enorme y deciden ir hacia ella en busca de gasolina, pues, al parecer, hay un desabasto en el pueblo y a ellos les queda muy poca para continuar con su viaje.

Todo parece normal, pero el lugar se ve muy deteriorado y, además, hay varios autos como abandonados o destartalados que están medio escondidos en la parte trasera de la casa. Al llegar a la puerta principal, Kirk la toca. Saluda, pero nadie responde. La puerta se entreabre. El interior es oscuro, pero se pueden ver unas escaleras que llevan al segundo piso y, más al fondo, una pared llena de cráneos de reses y cabezas de otros animales. Kirk vuelve a saludar sin obtener respuesta y ahora escucha sonidos como de un cerdo, por lo que decide entrar al fondo de la casa a ver qué es, pero tropieza. En segundos, un hombre enorme y robusto que, al parecer, trae una máscara, aparece dándole un mazazo en la cabeza a Kirk, haciéndolo retorcerse en el suelo como un animal recién golpeado en el matadero. El hombre grande lo remata; lo jala hacia dentro y cierra abrupta y violentamente la puerta corrediza de metal, dejándonos con la incertidumbre de no saber quién es ni por qué hizo eso.

Aunque ya sabía que ese hombre horrible y enorme era el famoso Leatherface, esa primera aparición de él hizo que mi primo, mi hermano y yo saltáramos un poco, pues era la primera vez que veíamos esa película. Sobre todo, era la primera vez que observábamos en detenimiento a uno de los asesinos más reconocidos en la historia del cine de terror. Recuerdo que hasta pausamos la cinta para ver en su totalidad al monstruo texano que aparece con más detenimiento minutos después, trayendo consigo una máscara de piel humana, una camisa rosa de manga corta, una corbata y un mandil amarillo como de carnicero —todo eso muy sucio, sudado y percudido—.

Si bien nos sorprendió un poco la aparición tan tempestuosa de Leatherface, algunos eventos previos de la película ya nos habían incomodado, como las imágenes de cuerpos humanos desenterrados y en mal estado; o el hombre loco que el grupo de amigos recoge en la carretera y que termina navajeando a uno de ellos; así como también algunas escenas con acercamientos a nidos de arañas, animales o huesos que formaban figuras como de brujería.

En particular, me perturbó que, en el prólogo escrito de la película y narrado al inicio por el actor John Larroquette, se dijera que los hermanos Hardesty y sus tres amigos presenciarían un día lleno de “demencia y sadismo”; que lo que aconteció ese día “conduciría al descubrimiento de uno de los crímenes más atroces en la historia de los Estados Unidos”. Me hizo pensar a mis catorce años que, verdaderamente, los estadounidenses estaban muy trastornados. 

Teníamos entre trece y quince años cuando pudimos conseguir la película. La compramos en un puesto de “cine de arte” en el Tianguis del Chopo, junto a otro clásico del gore y lo “prohibido” de ese entonces: Holocausto caníbal. Por esos años (1999), las copias de DVD aun no existían y comprarla original era imposible; solo nos alcanzó para pagar noventa pesos por cada película grabada en VHS. Aunque estábamos expectantes por una posible negativa del vendedor (pues realmente nos veíamos aun muy niños), este ni se inmutó cuando le pedimos ambas películas, a pesar de que una era clasificación R y la otra, D. Recuerdo que hasta le pedí que las probara para cerciorarnos de que la grabación se veía bien. Sin duda, el Chopo siempre nos facilitó el acceso a muchas cosas, aunque casi siempre abusaba de los precios.

Si bien al terminar de ver la película no se cumplió con todo lo que nos prometieron —pues no fue ni tan aterradora ni tan grotesca como se decía—, sí nos dejó con la intención de, en un futuro cercano, ver los títulos siguientes que tenía la saga, aunque las críticas no fueran del todo buenas.

Algo que de cierta manera no me gustó fue que, de vez en vez, la tensión alcanzada se rompía por momentos chuscos o surreales, que hacían que, más que miedo, el filme diera risa o repugnancia al ver que gente así podía existir —como la infantilidad de Franklin en todo momento; o la inocencia de todo el grupo de amigos que viaja en la furgoneta; aunado a cuando Leatherface se disfraza como su abuela para darle de cenar a su familia, pues hasta maquillado está, y ya ni qué decir del abuelo que está más muerto que vivo—. Entre la inmundicia y el caos, el director Tobe Hooper nos da pequeños respiros con estas cosas de humor negro que, en lo particular, siento que le quitan esa atmósfera tétrica y sombría que por momentos alcanza la película.

Y es que se dice que, con la finalidad de que la clasificación de la película fuera PG (con supervisión de los padres), Hooper eliminó algunas escenas que también podían generar más polémica, como en la que muestran a Leatherface escoger una máscara con peluca más femenina, para después verlo maquillarse con polvo, rubor y labial sobre su horrible máscara; o bien, una escena en primer plano de Nubbins Sawyer desangrándose con una cara repulsiva mientras, al fondo, se ve a su hermano Leatherface, corriendo e intentando atrapar a Sally. Sin embargo, nada de esto ayudó y la clasificación que se le dio al filme fue R, porque, más allá de esto, sí tenía mucha violencia, sangre y gore que, en ese entonces, no se veía con tanta frecuencia en las películas.

Cuando la vi por primera vez, no había acceso a internet como ahora; más bien, nos enterábamos de esta y otras películas similares por recomendaciones de conocidos, o por leer revistas que se “especializaban” en cine gore y de terror. Años después, descubrimos que lo que vimos no fue real y mucho menos ayudó “al descubrimiento de uno de los crímenes más atroces en la historia de los Estados Unidos”, sino que todo fue una estrategia del director para atraer a más público, sumado a que, en la década de los setenta, hubo un creciente número de casos de asesinos seriales y sensacionalismo con el tema, que se trataba en los medios y era muy común. Esto ayudó a que el director promoviera de ese modo su película. Lo que sí es real es que Hooper se basó en los asesinos seriales Elmer Wayne Henley y Ed Gein para crear a Leatherface y su familia: los Sawyer.

Por un lado, se inspiró en Henley para crear a la familia, pues este homicida participó en los “Asesinatos en masa de Houston” en los primeros años de la década del setenta y fue responsable, junto a Dean Corll y David Owen Brooks, de secuestrar, torturar y asesinar a más de veinte adolescente y jóvenes. Este caso es considerado uno de los más brutales de la historia de Estados Unidos.

En cuanto a Leatherface, Hooper se inspiró en Ed Gein (también conocido como “El Carnicero de Plainfield”), un asesino serial de los años cincuenta que mutilaba cadáveres, robaba tumbas y tomaba la piel y huesos de sus víctimas como trofeos. Cuando lo capturaron, la policía encontró varios objetos cubiertos con piel humana y huesos de sus víctimas, tal como lo vemos en la sala de la casa de los Sawyer. Cabe señalar que fue tal el impacto que tuvo Gein en la sociedad estadounidense, que también fue la inspiración para crear personajes como Norman Bates en Psicosis y Buffalo Bill en El silencio de los inocentes.

Hooper también cuenta que ponerle una sierra eléctrica a Leatherface viene de un pensamiento que tuvo cuando se encontraba en una tienda y se hartó de tanta gente que había, pues no podía salir; por lo que, al encontrase con unas motosierras en su camino, pensó en encender una para que las personas se dispersaran (cosa que, aclara, no hizo; solo lo imaginó).

Pero también hay un aura tétrica y de desgracia que rodeó a Hooper en la creación de toda esta película y su universo fílmico, pues, en el libro The Texas Chain Saw Massacre: The Film That Terrified A Rattled Nation, el escritor Joseph Lanza cuenta que Hooper estuvo presente cuando Charles Whitman disparó desde la torre del reloj del campus de la Universidad de Texas, matando a dieciséis personas e hiriendo a otras treinta y uno (además de también matar a su esposa y madre horas antes) el 1 de agosto 1966. Ese incidente es considerado como uno de los peores asesinatos en masa en un espacio público en la historia de Estados Unidos. Aparte, se trasmitió “en directo” por varios medios de comunicación. Lanza dice que esta tragedia marcó la visión que Hooper tenía del mundo.

Hablando de la crítica que, desde luego, también hay en el filme, estudios e interpretaciones de especialistas muestran algunos subtextos que pueden verse. Y es que, más allá de que Leatherface y su familia eran unos caníbales y asesinos por naturaleza, la idea de jóvenes viajando por Estados Unidos al estilo hippie contrastaba con esta otra realidad que había y aun hay en ese país: lo pueblerino en su faceta oculta, conservadora y sanguinaria; estos habitantes alejados de las grandes urbes y de todo lo que eso conlleva. Se había generalizado un disgusto de estas poblaciones que nunca han salido de su entorno y que se ven fastidiadas y amenazadas por gente que llega de fuera; más aun si ponemos en contexto que, en esos años, Estados Unidos estaba inmerso en la guerra de Vietnam y, en estas zonas rurales o apartadas del día a día, eran muy mal vistos los jóvenes que no estaban trabajando o luchando (en la guerra) y se la pasaban “sin hacer nada”, criticando a su país y enalteciendo el lema “haz el amor no la guerra”. Se puede decir, en síntesis, que, en la película, se ven diversas contraposiciones como lo rural vs. lo citadino; la “clase trabajadora” vs. los hippies; lo moderno vs. lo antiguo; la guerra vs. la paz; el pasado vs. el futuro; y, finalmente, el bien vs. el mal, todo representado por los jóvenes que viajan vs. la familia Sawyer.

Otra crítica que hace la película es a la industria de la carne, cuando Franklin les narra cómo es que se mata a las vacas en los viejos mataderos: a partir de golpes con mazos en la cabeza, o bien, con armas de aire comprimido. Sus acompañantes se sienten asqueados, a lo que Pam responde: “Nadie debería matar animales para comer”. Esto —más los cuerpos humanos que la familia Sawyer mutilaba, comía y vendía— fue, quizá, la razón por la que Guillermo del Toro decidió ser vegetariano por un tiempo, luego de ver esta película.

De igual forma, La masacre de Texas fue un parteaguas que, en definitiva, sentó muchas de las bases del cine de terror que se haría en los años siguientes y hasta nuestros días. Quizás lo que más se nota en un principio es que el terror sobrenatural se cambió por un terror más terrenal y palpable, pues, en la película, los fantasmas, el diablo o los seres de otras realidades no son lo que provoca terror en los personajes ni en el espectador; más bien, lo que provoca miedo es ver a gente matando gente y disfrutando de hacer esto y otras cosas peores, dejándonos ver que el ser más peligroso que existe en la tierra es el ser humano.

Y es que fincar a todos los asesinos de la época (así como anteriores y posteriores) en Leatherface y su familia fue como hacer todavía más visible que estos seres existían y existen en nuestros entornos: criminales despiadados que nos hacen sentir miedo dentro de nuestra cotidianidad, dentro de los lugares que habitamos como punto primario, para sentir terror y desconfianza de las personas que nos rodean. 

La masacre de Texas también fue parteaguas del termino final girls, que consiste en una chica que, a pesar de todo, sobrevive al final de la película mientras sus amigos y/o familiares mueren a manos de los sádicos asesinos de las historias, convirtiéndose en una especie de heroína: una figura que, al inicio, parece la más indefensa e inocente, pero que, al final, termina venciendo o escapando del psicópata. Así lo hace Sally Hardesty, quien, al final, logra huir de esta familia de temibles caníbales.

Cabe señalar que este término, final girl, fue utilizado por primera vez en 1992, en el libro Men, Women and Chainsaws: Gender in the Modern Horror Film, de Carol J. Clover, en el cual la autora abordó desde una perspectiva feminista el cine de terror y, en específico, el subgénero slasher.

Y es que, si bien la primera final girl que surge dentro del cine es Jess Bradford —personaje de la película canadiense Black Christmas (1974), que de igual forma sobrevive a un asesino dentro de una fraternidad femenina en un campus universitario— su película no tuvo la relevancia ni popularidad que sí tuvo La masacre de Texas, estrenada ese mismo año, por lo que se le acuñe a Sally Hardesty el título de la primera final girl.

Pero esta “chica final” no se queda solo en este par de cintas, sino que la veremos como una constante en películas de años venideros y consideradas ya clásicas, como Halloween, Alien: el octavo pasajero, Viernes 13, Pesadilla en la calle del infierno, Scream, Se lo que hicieron el verano pasado; y en películas más recientes que, de igual manera, se sitúan en el subgénero slasher, como Boda Sangrienta, Viernes negro, Feliz día de tu muerte, Camino hacía el terror, entre muchas y muchas más.

Como acotamiento, el subgénero slasher viene el anglicismo slash (que significa cuchillada) y tiene como característica principal la inclusión de un asesino enmascarado o sin rostro visible, que mata brutalmente en su mayoría a jóvenes que, generalmente, están fuera de casa y sin supervisión adulta, ya sea en viajes o fiestas en donde las drogas, el sexo y el alcohol son la tónica de su mundo. De igual manera y a grandes rasgos, este psicópata utiliza cuchillos, herramientas o cosas afiladas para cometer sus crímenes.

Si bien el slasher se dio a conocer masivamente con La masacre de Texas, el subgénero su funda en películas como Psicosis, Peeping Tom, Dementia 13, Profondo Rosso y Bahía de Sangre, que presentaron algunas de sus primeras características. Un boom más amplio se dio en la década de los ochenta con películas como Halloween, Viernes 13, Pesadilla en la calle del infierno, Chucky: el muñeco diabólico y, desde luego, ya en los noventa, con toda la saga de Scream (que, de igual forma, utiliza a la final girl como un elemento fundamental en su historia).

Como toda buena película que impactó a gran parte del público que la vio por primera vez, La masacre de Texas se volvió toda una franquicia de la cual se desprendió una saga que ha dado a luz a un total de nueve películas —entre continuaciones, remakes y hasta nuevas interpretaciones— que han hecho imposible olvidar al psicópata asesino con la máscara hecha de piel humana.

Si bien ninguna de las películas posteriores logró superar a la original de 1974, sí hay algunas cosas interesantes o particularidades que aparecieron en estas, como la actuación de un joven Viggo Mortensen como Tex Sawyer (hermano de Leatherface) en La masacre de Texas 3 (1990); o las actuaciones de los ganadores del Óscar, Matthew McConaughey y Renée Zellweger, interpretando a Vilmer Sawyer (pariente de Leatherface) y a Jenny (la final girl de esta entrega) en una de la peores películas de la saga —si no es que la peor—: La masacre de Texas: la nueva generación (1995).

Una nueva entrega producida por Michael Bay y protagonizada por Jessica Biel (La masacre de Texas del 2003) fue un buen intento de revalorizar la franquicia, pues, a partir de esta y su buena crítica, se programó una trilogía que se vería truncada por la muy mala precuela que hicieron después, titulada Masacre en Texas: el inicio (2006).

Finalmente, un intento más reciente que revivió de nueva cuenta a Leatherface (luego de cinco años) y que, a mi parecer, no fue tan malo como la crítica lo dice, fue la última entrega hecha por Netflix, titulada de la misma manera que la de 1974: La masacre de Texas (2022). Este filme ignora todas las películas y universos hechos en la saga; la ponen como una continuación de la primera, pero cincuenta años después. A grandes rasgos, el psicópata de la máscara estuvo escondido todos esos años y reaparece para matar a un grupo de jóvenes influencers, que destruyen su pasividad y entorno en el que, al parecer, vivía tranquilamente, al querer comprar e invertir en un poblado semi-abandonado de Texas, para remodelarlo y convertirlo en una nueva zona exclusiva y de moda (muy común en estos días).

Esta película tiene una crítica muy visible y abarca muchos de los problemas que hay en Estados Unidos actualmente, como la violencia y asesinatos en masa dentro de las escuelas; la facilidad al acceso y compraventa de armas; la gentrificación y, desde luego, las nuevas juventudes, a las que solo les interesan los likes, los streamings y sus redes sociales. Ante esto último, el director crea una escena muy buena y con mucho humor negro en la que se ve a muchos de estos hipsters grabar cómo Leatherface los está matando con su motosierra. Los vemos más preocupados por grabar lo que les pasa que por salvar sus vidas o ayudar a alguien. Un plus de esta película es que reaparece Sally Hardesty, la única sobreviviente de aquella matanza del 73, pero ahora como una guardabosques que ayudará a los nuevos jóvenes en problemas y, de paso, intentará vengar la muerte de sus antiguos amigos.

Realizada con un presupuesto de apenas 140 mil dólares y con tan solo cuarenta días de rodaje en el calor extremo del verano de Texas, esta película, a pesar de ser censurada en países como Australia y Reino Unido y cancelada en muchos cines alrededor del mundo, logró recaudar 30 millones solo en Estados Unidos en sus primeros años, y más de 300 millones de dólares en ganancias a la fecha, convirtiéndose en un clásico que sigue cautivando y atrapando a viejos y nuevos amantes del terror a cincuenta años de su estreno.

Como Michael Myers, Freddy Krueger, Jason Voorhees, Charles Lee Ray o Art The Clown, Leatherface siempre estará dispuesto a regresar cuando menos lo esperemos, ya sea en una secuela, precuela, serie, o bien, una nueva interpretación, porque bien sabemos que el mal de estos seres monstruosos (además del dinero que generan) nunca se va, nunca muere del todo.

Fotograma de la película "The Texas Chainsaw Massacre", 1974. Dir. Tobe Hooper. Bryanston Distributing Company.
Fotograma de la película “The Texas Chainsaw Massacre”, 1974. Dir. Tobe Hooper. Bryanston Distributing Company.

Autores
(Ciudad de México, 1985). Es narrador y periodista. Escribe sobre música, futbol, terror y literatura en diversos medios impresos y digitales. Fue becario del FONCA (2015-2016) y del PECDA del Estado de México (2014-2015), en ambas como joven creador en letras con especialidad en cuento. Estudió la Licenciatura en Creación Literaria en la UACM y la Maestría en Letras Modernas por la Universidad Iberoamericana. Actualmente da clases de periodismo y de escritura creativa.
Fotografía de Nicolas Nova, 2009. Recuperada de Flickr. CC BY-NC 2.0
Fotografía de Nicolas Nova, 2009. Recuperada de Flickr. CC BY-NC 2.0

I. Un accidente

Cómo culparme siquiera. A las seis de la mañana, aturdido por el grito de la alarma, el cuerpo es apenas una masa confundida que se estira y retuerce en medio del descanso que pronto le será arrebatado. Con un ademán ciego, había extendido el brazo para callar el teléfono antes de levantarme de la cama.

Lo que me levantó fue el golpe.  

Recogí el celular del suelo para encontrar la parte inferior de la pantalla en un estado similar al de los espejos que se desgajan por un martillazo. Pequeños fragmentos del cristal comenzaron a desprenderse como polvo filoso alrededor de mis dedos. Con todo y su tacto punzocortante, el resto de la pantalla funcionaba aun. Corrí al trabajo con más prisa que preocupación.

Tras un par de días pude acostumbrarme a mirar mis facciones opacas entre los rayones del cristal. Las aplicaciones se deslizaban, la música se reproducía. Abusé de la interfaz rota con toda normalidad hasta que al fin apagó sus pixeles malogrados. En medio de la oficina, el teléfono se ahogó en su propia oscuridad mientras rasgaba sobre mi escritorio las migajas de un tupper recalentado.

A pesar de mi eterno espanto ante los niños que no pueden aguantar un minuto sin mirar la tableta electrónica que los cría, la ausencia de redes me había orillado a sentir en la piel una comezón ansiosa similar a la que sufren ellos cuando los despegan de la pantalla. Maquillada por la habituación, no había sido consciente hasta entonces de la manía ridícula con la que cada cierto tiempo solía alejarme de la tabla de Excel en la computadora para ponerme a hurgar entre en mis aplicaciones.

Aquello fue como si descubriera en mí mismo un vicio incómodo gracias a las palabras salidas de una boca ajena. Con extrañeza, me noté repitiendo el movimiento de desbloquear el teléfono solo para terminar topándome con mi rostro fragmentado en el cristal oscuro. Empecé a rascarme el dorso de la mano como si la desesperación me punzara entre los dedos. Pasado un rato me di cuenta de que no podemos ser más neuróticos solo porque no tenemos más piel encima.

II. El Leteo

Prestar atención representa, en mayor o menor grado, el acto de extenderse uno mismo hacia el exterior del cuerpo, como si fuera posible alargar los axones de las neuronas para cobijar un objeto y ocuparnos de él. Una fuerza deliberada —un estímulo, una alerta, una excitación eléctrica— emerge de entre los pliegues del cerebro y nos obliga a enfocarnos en los contornos de una idea o de una acción, dejando transitoriamente de lado todas las demás. De cierto modo, atender es discriminar.  

Los malabares fisiológicos que subyacen a la atención resultan muy a menudo difíciles de entender. Daniel Kahneman, famoso por su trabajo sobre la toma de decisiones, es uno de los muchos psicólogos que han resaltado la naturaleza compuesta de la acción de enfocarnos en una tarea: 

Algunos tipos de actividades de procesamiento de información pueden desencadenarse únicamente mediante una entrada. Otros requieren un aporte adicional de atención o esfuerzo. Como la cantidad total de esfuerzo que se puede ejercer en cualquier momento es limitada, las actividades simultáneas que requieren atención tienden a interferir entre sí.1

El ambiente, pues, está en concurso constante por cautivarnos. Las vías de comunicación con las que el cuerpo media nuestra estancia en el mundo se encuentran bajo un ataque perpetuo de sensaciones y estímulos, arremolinados en su paso hacia el cerebro. Es normal (sano incluso) que nuestra atención se traslade de vez en vez entre los diferentes objetos que la reclaman.

Sin embargo, como todo lo concerniente a la conducta humana, las formas en las que uno se concentra son un asunto de habituación, reflejo de las manías con las que la mente convive consigo misma. Las normas neuronales, aunque flexibles, pueden resultar un indicador del estado del cuerpo. Apenas en 2023, un equipo de investigadores de la Universidad de California sometió a un grupo de 262 personas, entre los 7 y los 85 años, a un estudio que tenía por objetivo comprobar si la capacidad de atención está condicionada por el envejecimiento. Acaso demostraron una conjetura cotidiana: la facultad para mantenerse atento durante periodos más largos de tiempo alcanza su pico en la adultez temprana, mientras que se ve reducida en la infancia y la senectud.2 Niños y ancianos parecen compartir una predilección por habitar el mundo desde la inmediatez.

Solemos limitar las manifestaciones de la atención a un dominio exclusivamente espacial, como si el estudio de la actividad cerebral se concentrara solo en los objetos y las formas. Sin embargo, no se puede omitir la importancia de su dimensión temporal, sometida al capricho de los eventos que transcurren cronológicamente.3 Sedentarios en nuestro aburrimiento digital, ahora hemos asimilado la incidencia de esos eventos desde un cúmulo de pixeles en la pantalla.

Buena parte de las plataformas audiovisuales más usadas han atravesado un proceso tiktoficante —disculpen ustedes el neologismo— a lo largo del último lustro. No es casual que los conglomerados de Meta y YouTube estén llenos de clips que no superan el minuto de duración, reels los primeros y shorts los segundos. Hay una clara tendencia de consumo dominada por la brevedad. Un peculiar aspecto de este fenómeno es que, en buena medida, muchos de los clips que brotan en Facebook e Instagram no son más que tiktoks reciclados. La aplicación china se ha mantenido, pues, como la reina del nicho.   

Sin el mayor de los rigores metodológicos de por medio, tengo la impresión de que TikTok es potencialmente más adictivo que el resto de las aplicaciones multimedia con las que compite debido a su mecanismo de consumo: funciona como una suerte de perpetuo experimento conductista. Me temo que no bromeo del todo. Skinner nos enseñó que ciertos comportamientos pueden condicionarse bajo la intermitencia de recompensas. Como ratas o palomas a las que se les promete comida bajo el capricho de la irregularidad, los adictos a TikTok no tienen problema en consumir basura que no les interesa la mayor parte del tiempo pues, sometidos a su mecanismo de visualización ininterrumpida, saben que el siguiente video en su lista de reproducción sí podría gustarles; es decir: el scrolleo automatizado obedece la promesa de una gratificación futura. ¿La habituación al contenido brevísimo y multitudinario tiene un efecto negativo en el funcionamiento de la mente? Aunque hacen falta estudios al respecto, los escasos con los que contamos ahora parecen apuntar a que sí. En adultos, mediando factores como la ansiedad, el estrés y el insomnio, se ha asociado la adicción a las redes sociales con una clara disminución en el rendimiento de la memoria.4 Por otro lado, a grupos experimentales de pacientes con depresión y ansiedad les ha bastado un descanso de redes sociales a lo largo de una sola semana para ver reducido su estado de malestar.5

La mitología griega situaba al Leteo como uno de los principales ríos del Hades; antes de reencarnar, las almas que por él pasaban debían beber de su caudal para obtener el olvido de sus vidas pasadas. A menudo, TikTok se me antoja una entidad sobrenatural semejante. Para comprobarlo, propongo el siguiente ejercicio a quienes usen la aplicación con regularidad: pasados unos cuantos videos, procuren recordar su contenido y el orden en el que aparecieron. ¿Se trata de un esfuerzo sencillo o de una derrota ante la amnesia?

Somos, sí, carne que se debate los contornos bajo el manto de la piel, pero también somos mente y por lo tanto atención, memoria. ¿Qué será de nosotros cuando perdamos el ejercicio pleno de esas invisibles partes del cuerpo?


Autores
Nació el 16 de octubre de 2000, en Guadalajara. Es narrador, ensayista y divulgador científico. Ha sido ganador de los concursos “Creadores Literarios FIL Joven” (en las categorías de cuento y microcuento), “Luvina Joven” (en las categorías de cuento y ensayo) y del Premio Nacional de Ensayo Carlos Fuentes, que otorga la Universidad Veracruzana. Algunos de sus textos han sido publicados en las revistas Luvina, Punto de Partida, Pirocromo, Vaivén, Catálisis y GATA QUE LADRA.

La manera más profunda de entrar en un ser,

sigue siendo escuchar su voz,

comprender el canto mismo de que está hecho.

Marguerite Yourcenar

para Sofía Violeta

Aquella verdad común pronunciada por San Juan, que afirma que en el principio fue el verbo, está meditada en clave teologal. Porque, para el evangelista, Dios era la palabra dicha; el misterio hecho verbo y creación. Sin embargo, en términos humanos, en el principio fue la escucha. Pues el viaje de todo ser comienza y termina en el silencio. El silencio que no solo es el territorio de la nada, el terror, el olvido o el desamparo, sino también es el reino de la generosa escucha. Todo se escucha en el silencio.

Ahora sabemos, por ejemplo, que el oído de un nonato —o los mecanismos sensoriales y cerebrales de la audición— se encuentra desarrollado practicante en su totalidad más o menos en la treintava semana de gestación; y que el sonido (la palabra oral, por ejemplo) es capaz de traspasar la piel —el yo es poroso— para arribar y reverberar en los oídos embrionarios. Así, todo nonato comienza desde ese momento, aun instalado en el acuático, silencioso y prisionero útero, a absorber el sonido del lenguaje mediante la escucha.

Entonces, si se me permite la expresión: ahí, en esa zona del no-ser, comienza todo. Todo, en términos culturales. Es el génesis del ser; el inicio del tiempo humano; la raigambre del fenómeno del lenguaje.

En ese sentido, nacer es romper el silencio; la nada. Venimos del silencio y al silencio nos encaminamos. La primera bocanada de oxígeno —ese gas intangible, incoloro y sumamente reactivo— nos hará abrir la boca, expandirá violentamente nuestros pulmones, y exhalaremos la primera palabra. Una palabra —un canto— hecho de llanto. Es el sonido que anuncia nuestra presencia en esta vida.

Luego, a los pocos minutos del parto, será el turno de los ojos. De abrir los ojos. Aunque tendremos que esperar entre dos o tres meses para lograr controlar el iris y enfocar con claridad; y cerca de un año para comenzar a reconocer y simbolizar la descollante luz al despuntar el alba, la calma hermosa de nuestra madre, los bellos y domésticos rostros de las personas, el prodigio y la fascinación de nuestro propio cuerpo en movimiento, la curiosidad de las sombras, la soledad, las cosas de este mundo… Y habrán de pasar varios años más —y la tenaz ayuda de otros humanos— antes de que seamos capaces de posar nuestros ojos sobre las palabras escritas en el papel y descodificarlas. Y aun más antes de lograr leerlas plenamente y en silencio, “recogiendo indicios y construyendo sentido”, diría Graciela Montes.

Después —ahora sí— llegará el verbo. Entre los doce y dieciocho meses de edad, un bebé comenzará a abandonar poco a poco el ámbito gutural y de la onomatopeya para ingresar al complejo, entrometido, bullanguero, caudaloso, colorido y sonoro mundo de la palabra dicha. Aprender a abrir la boca. A articular el lenguaje. A decir palabras propias, únicas, tonales y tímbricas. Palabras aladas que se llevará el implacable viento (verba volant) y que la gravedad hará desaparecer en el negro e inmensurable océano que es el silencio.

Y no se diga los años que nos tomará articular nuestro cuerpo (oídos, boca, ojos, piel…), evolucionar el espíritu, asumir el peso de la civilización, moldear el pensamiento (por ejemplo, entre otras muchas cosas, en el dominio de la gramática y la sintaxis, que contempla los vericuetos de la palabra), respirar el aroma del tiempo… hasta conseguir plasmar nuestras propias ideas cargadas de sentido mediante palabras escritas. Y todavía un poco más, para hacer posible el prodigio de la metamorfosis de la lectura, es decir: ficcionar a partir de las ficciones que hemos leído. Convertirnos en plumas humanas, hasta unir varias páginas dentro de un continente que llamaremos texto. Porque de la ficción surge la vida —no es casual que Scheherezade haya quedado embarazada a la mitad de la historia, nos recuerda Román Gubern—, y de la vida brota la ficción. Plasmar nuestras literaturas escritas. El universo de la creación artística.

Y en todo este largo proceso (biológico, biográfico, comunicativo, lingüístico, espiritual y racional) somos acompañados por otros seres humanos vivos y muertos —“escuchamos con los ojos a los muertos”, reza el verso de Quevedo—, que nos han antecedido en el prolongado devenir histórico y acumulativo que llamamos cultura. Y el enigma de la escucha siempre está presente.

En ese trayecto, la primera persona será nuestra madre. De ahí que se nombre “lengua materna” a la primigenia lengua aprendida (escuchada) durante la infancia. Una lengua constitutiva, que nos moldea el espíritu y la conciencia. Posteriormente, en el camino, vendrá la escuela, que nos guiará, instruirá, deformará y adoctrinará, en las habilidades de las prácticas lingüísticas a las que nos hemos venido refiriendo.

Así pues, cuando menos en la última centuria, los Estados y las sociedades han derrochado recursos económicos y humanos en el cándido empeño de que sus habitantes y ciudadanos dominen las habilidades que implica el lenguaje: hablar, leer, escribir y escuchar. Desde la más tierna infancia nos enseñan —o cuando menos eso se intenta— a ejercitarnos en las formas de la palabra. Quizá, sobre todo, en la palabra que se lee.

¿Pero qué sucede con aquella que se escucha? ¿Por qué no se nos enseña a escuchar, si todo lenguaje, como hemos visto, esta constituido en su conjunto por aquellas palabras que se dicen, leen, escriben y escuchan?

Se trata, considero, de un fenómeno multifactorial. En primera instancia, quizá se excluye de la educación básica la necesidad de ser entrenado en la escucha o, más bien, de aprender a escuchar, porque no se logra vislumbrar con claridad el borde que existe entre oír y escuchar. Oír es un fenómeno físico; escuchar, un acto del pensamiento (como leer, hablar y escribir), que conlleva sus propias dificultades. Lo mismo sucede entre ver y mirar. O entre recordar y rememorar. Rememorar es hacer memoria con pensamiento.

Por otro lado (entre los muchos otros prejuicios en torno a la escucha), se suele pensar que escuchar es un acto implícito, conocido, tácito, pasivo y cotidiano; que acontece con el simple hecho de, como canta la máxima, “parar oreja”. Quizá se piense esto porque, a diferencia de la boca o los ojos, que se pueden cerrar, los oídos siempre permanecen abiertos.

Aprender a escuchar

Carlos Lenkersdorf (Berlín 1926 – Ciudad de México 2010) fue un filósofo y lingüista que vivió durante casi veinte años entre la comunidad de los tojolabales mayas de la meseta comiteca, en la región de Los Altos de Chiapas. Ahí, a través de la escucha, aprendiendo la lengua y poco a poco, se tojolabalizó. En 2008 publicó el libro Aprender a escuchar, en el que reúne una serie de reflexiones, tentativas y problemáticas acerca de la idea y el fenómeno de la escucha.

En el libro, Lenkersdorf comienza advirtiendo que escuchar es la mitad olvidada de la lengua; que la lengua se creó para dialogar; que el dialogo es imposible sin la escucha; y que sin escucha no es posible el entendimiento. Además, enfatiza que escuchar es un acto consciente y voluntario. Leer, escribir, hablar y escuchar son verbos que, parafraseando al novelista Daniel Pennac, no soportan el imperativo. Por ello, obligar a alguien a hablar (o a escuchar, o a amar) es un acto de perversión. Una forma de la tortura.

Pero volviendo al trayecto del desarrollo biológico e intelectual de los humanos, a cualquier padre o madre emociona las primeras palabras dichas por su pequeña hija o hijo, y las atesora en el arcón de su memoria. Porque la convención suele considerar al acto de hablar como la primera manifestación del pensamiento y del sano crecimiento. Pero se olvida un breve detalle: un bebé intenta hablar porque previamente ha escuchado y quiere dialogar con eso escuchado (las palabras, los sonidos, las imágenes, el mundo… porque podemos escuchar con el cuerpo entero). La escucha antecede al decir.

Por otra parte, Lenkersdorf reflexiona acerca de cómo, aunque sabemos “escuchar” (incluso desde antes de nacer, como se ha dicho), no somos buenos “escuchadores”. Porque el acto de escuchar es un proceso que integra una serie de elementos que no surgen de forma autónoma en el individuo. Por otra parte, en Occidente —y, por consiguiente, en las culturas hegemónicas— se valora poco y se sabe menos acerca del fenómeno de la escucha; escuchar desempeña un papel subordinado al hablar (hablar “bien”, por ejemplo, es símbolo de liderazgo e inteligencia); existen cosmovisiones, pero no cosmoaudiciones; se pondera la cultura del espectáculo, vinculada a lo visual, que abona al culto del provecho y al individualismo.

Porque escuchar va en contra de lo utilitario; es lo contrario a lo fuerte, a lo veloz, a la grandeza, a la altura… Por eso, cuando se quiere acallar a alguien, se grita; se sobrepone, se alza la voz, se levanta el cuerpo.

Para Lenkersdorf, la escucha tiene que ver con el otro. Yo diría, más bien, con el —evocando a Franz Fanon en su obra Piel negra, máscaras blancas—. , que tienes rostro, nombre, historia, cuerpo, esperanza, saberes… Escuchar es un compromiso de entrega con el otro y con lo otro (pues todo en este mundo es susceptible de ser escuchado: las plantas, el tiempo, la hierba, las sociedades, el mar, las culturas, el viento, los animales…).

Escuchar es también un reto, pues supone entender al otro desde su propia perspectiva y respetarlo. Eso, además de complejo, requiere de empatía, igualdad, horizontalidad, emparejamiento (noción que Lenkersdorf aprendió del contexto tojolabal; por cierto, el “ab’al” de la palabra tojolabal, en maya significa “lengua escuchada”).

A propósito de esto, Marguerite Yourcenar apunta: “Algunos lectores se buscan en lo que leen y no ven nada más que a ellos mismos”. Del mismo modo, hay escuchadores que se buscan en el otro y no escuchan nada más que a ellos mismos. Porque para ver (escuchar) al otro se necesita respeto, paciencia, reconocimiento (no tolerancia, noción cargada de condescendencia y de velado desdén), apertura, humildad, cercanía, mirar la solitaria voz humana… Además, quien escucha debe hacer un esfuerzo consciente por aprender a callarse, desmontar la imagen estereotipada del otro, despojarse de prejuicios, abandonar miedos, suprimir odios, disminuir la obsesión por la autoestima y el egocentrismo.

La figura del enemigo, por ejemplo, se construye a partir de la no-escucha. Porque, cuando se escucha a alguien, en ese instante deja de ser un enemigo. Si hablar “es existir absolutamente para el otro” (volviendo a Fanon), escuchar debería implicar lo mismo.

Lenkersdorf, a quien los tojolabales llamaron “hermano Carlos”, aprendió de la cosmoaudición de dicho pueblo: si yo hablo, tú me escuchas. No como un imperativo, sino como una díada. Como una relación bidireccional, dialéctica, participativa que, con sus intervalos de silencio, trabaja por turnos sin la existencia de un polo dominante. Porque alrededor de cada palabra existe un silencio.

Un conjunto de oyentes

Escuchar supone mirar al otro. Sentir al otro. Requiere concentración y conciencia; atender con el cuerpo entero a quien nos habla. La voz humana, como la música, es “aire sonoro”. Y como todo sonido, cuando es percibido por el oído humano, desata “un proceso creativo del pensamiento”.

Así lo apunta el gran pianista y director de orquesta Daniel Barenboim en su libro La música despierta el tiempo. Barenboim sostiene que es posible desarrollar un “oído pensante”, pues la escucha es audición más pensamiento. Para escuchar es necesario echar a andar todos los recursos intelectuales a nuestra disposición.

Por su parte, para el filósofo coreano Byung Chul Han, nuestra creciente focalización en el ego, así como el sostenido narcisismo, son las mayores causas que nos impiden escuchar. En su obra La expulsión de lo distinto, sostiene que el internet es “una caja de resonancia del yo aislado” en la que nadie escucha, “que reprime los espacios de silencio y de soledad”. Hablar tiene que ver con el yo; escuchar, con el .

Sin embargo, como en cualquier ley de la belleza, los humanos hemos diseñado mecanismos para que los opuestos o los distintos se reúnan, reconcilien y encuentren sus mínimos comunes compartidos. Esa es, quizá, la tentativa: reintroducir la escucha y el diálogo entre las comunidades. Porque, para conocerse a uno mismo, no hay que dividir, sino unir. Somos gente de concilio.

Para Byung, escuchar es “una invitación para que el otro hable”; es un arte; es “quedar a merced del otro” y entraña una dimensión política, pues implica la participación activa de ambos dialogantes. Además, conlleva la presencia de un “oyente hospitalario” que aliente al hablante y funcione como una caja de resonancia. Pues, para Han, el oído es como una herida (un laberinto): “La herida es la apertura por la que entra el otro. Es también el oído que se mantiene abierto para el otro”. Para el pensador coreano, en el futuro existirá una profesión: el oyente.

Así pues, la escucha nos libera de múltiples ataduras y prisiones culturales, intelectuales, históricas y políticas; nos acerca, mediante la relación dialéctica con el otro —la dialéctica del tú, parafraseando a Franz Fanon—, a distintas posibilidades o perspectivas no enfocadas; nos aproxima a la otredad, nos desaliena; nos aleja del fundamentalismo; acontece la revelación. Ejercemos respeto que el interlocutor devuelve; aprendemos de los otros; nos hermana y borra hostilidades. Triunfa la dignidad humana y creamos vínculos; nos ejercitamos en el diálogo, el debate y el contrapunteo; revaloramos el conflicto y aparecen la convivencia y la noción de comunidad. Pues, como bien apunta Byung Chul Han: una comunidad es un conjunto de oyentes.

El tiempo del otro

Como se ha dicho, escuchar es la clave del diálogo y, por tanto, del entendimiento y la convivencia. Pero cuando no se ejerce la escucha entre las culturas y las sociedades, se corre el riesgo de que las estructuras verticales, autoritarias, imperativas, binarias, maniqueas e impositivas se fortalezcan.

Como sociedad, como humanos, ejercitarnos vitalmente en la escucha y pensar en ella como “un tiempo bueno; porque es el tiempo del otro que crea comunidad” (Byung), es tal vez lo único que podrá salvarnos del intento de cualquier poder por perpetuarse; de la violencia y la barbarie que vulneran la paz social y la dignidad humana; de los ismos que se robustecen; de los mundos edificados y basados en el odio, la codicia, el consumo y la desconfianza en el otro; de las sociedades ruidosas gobernadas por yos fuertes y superlativos, y por seres iguales e intercambiables que viven sin dolor y que aborrecen lo distinto.

Yo prefiero (volviendo una vez más a Fanon) “edificar [mediante la escucha] el mundo del ”. Porque la palabra (dicha, escrita, leída y escuchada) siempre supone una elección, una conciencia. ¿Es posible amar si no se ha escuchado hablar del amor? La palabra es una forma de ser, pensar y estar en el mundo. Las palabras importan y están por todas partes. Hay escritos por doquier. Hay rostros y palabras que no han sido escuchadas; palabras omitidas en “el callado mundo de los otros”.

“Estoy escuchando…”, confiesa Svetlana Alexiévich. “Cada vez me convierto más en una gran oreja, bien abierta, que escucha a otra persona”.

Bien podría el prodigio y el misterio de la escucha proporcionarnos una vía para la reflexión y el pensamiento en torno al valor que conlleva escuchar las solitarias e íntimas voces humanas; a la importancia que tiene abandonar nuestro pequeño yo prisionero para darle forma al silencio; a la necesidad de abrirnos al alma humana para reconocer mediante el diálogo las “necesidades mutuas” y los modelos alternativos; a la fascinación que implica aprender a escuchar las tonalidades de la tierra y las culturas, que nos recuerdan que somos seres sonoros capaces de establecer acuerdos y conciertos; al impulso por ejercitarnos en las voces de la libertad, la dignidad humana y la memoria; a saber percibir con el cuerpo entero el aroma del tiempo; al hecho de vivir nuestra fugaz permanencia en el mundo con los oídos abiertos…


Autores
Ciudad de México, 1985. Escritor y editor. Estudió Historia en la FFyL de la UNAM y música en la Escuela Nacional de Música. Autor del libro Las anforitas ocultas y antologador de la colección Santa María la Ribera. De autores y calles (UNAM). Su más reciente colaboración fue para la antología Lados B (Editorial Nitro-Press). Durante el 2016 fue becario del programa Jóvenes Creadores del Fonca.
Imagen cortesía de la autora
Imagen cortesía de la autora

Aclaraciones a los medios.

….que los terrenos, montes y aguas que hayan usurpado los hacendados, científicos o caciques a la sombra de la tiranía y de la justicia venal…

Plan de la Villa de Ayala

Frente a la publicación de las notas periodísticas de El Universal que denuncian ´Despojo Cultural por obra en la nueva sede del AGA´ y ante  la desafortunada  manera en que una narrativa sesgada y falsa es reproducida por la cobertura mediática y las notas periodísticas, sirviendo como amplificadores de las mendacidades y difamaciones de la realidad del desarrollo del proyecto colegiado y colectivo del Sistema de Integración Plástica de la Nueva Sede del Archivo General Agrario, la suscrita Curadora en Jefe de un Contrato de Obra Pública otorgado por concurso de licitación pública, en la que se acreditaron con creces nuestras credenciales académicas y artísticas, así como, junto con el Comisario, responsable del proyecto artístico, integrantes del Comité Artístico y únicos representantes del colectivo artístico integrado por investigadores, artistas, artesanos, diseñadores, cineastas, programadores y escritores; concebimos un Proyecto Integral de Museografía para la Nueva sede del Archivo Nacional Agrario, que fue entregado a la empresa que nos subcontrató, quien a su vez lo entregó a la SEDATU y, tras muy intensas y exhaustivas revisiones, fue autorizado plenamente en la figura de un proyecto documental de cientos de hojas que describe conceptual y puntualmente dicha propuesta como un Sistema de Integración Plástica.

Los miembros del comité artístico responsables del proyecto, quienes son a la vez representantes del colectivo artístico integrado por investigadores, artistas, artesanos, diseñadores, cineastas, programadores y escritores, nos vemos en la necesidad de aclarar y despejar las muchas inexactitudes, mendacidades, perjurios y falacias que el señor Francisco (Taka) Fernández ha venido declarando y circulado en los medios. Mentiras y falsas representaciones que, en su carácter de rumor, consejas y engañifas y por omisión de información, están ya funcionando como libelo y han tenido consecuencias en la reacción de las autoridades que unilateralmente están tomando medidas punitivas contra el responsable titular del proyecto, así como vulnerando los derechos creativos, autorales y laborales de un colectivo de artistas, artesanos e investigadores compuesto por mas de 60 personas.

Nos parece irónico, y en múltiples niveles perverso, ver como el señor Fernández insiste en  llamar despojo al proceso de trabajo colectivo de un amplio grupo de creadores e investigadores que han venido trabajando intensamente de manera coordinada bajo principios de retroalimentación, articulación y sincronización de formas de producción de arte que exceden todos los ya desgastados modos tradicionales de concebir la producción creativa como un acto aislado de un artista ´trascendente´ que, aislado y encerrado en su estudio, logra abarcar por sí solo y sin ningún ejercicio de investigación, estudio o interacción con la realidad social o con los referentes históricos y vivos de los agentes y vivencias a los que pretende representar en su trabajo—y que el caso del trabajo artístico de Fernández se manifiesta a través de lenguajes plásticos hace varias décadas superados y cuestionados precisamente por su carácter fetichista como pseudoformas de expresión o revelación de una visión o expresión singular y superior a las formas colectivas, complejas, sociales y expandidas que emergen de procesos históricos colectivos organizados por sistemas de investigación colegiados y prácticas de interacción social así como ejercicios colectivos de creación siguiendo el ejemplo de las comunidades agrarias en sus intercambios horizontales y de reconocimiento recíproco.

El señor Fernández se dice despojado por un misterioso comité artístico, al cual acusa de estar coludido en una trama de corrupción y tráfico de influencias para obtener los beneficios de grandes cantidades de dinero público sin mérito o tarea alguna que robar y apropiarse del “trascendente arte del señor Fernández”. La realidad es que el señor Fernández está haciendo ruido mediático con la intención única de conseguir más dinero de un presupuesto sumamente limitado y un contrato suspendido por mas de 10 meses y con el cual, pese a grandes dificultades materiales y burocráticas, un grupo de más de 60 artistas, investigadores, artesanos, artistas populares, activistas e intelectuales de las comunidades campesinas ha trabajado de manera incesante y comprometida para lograr un ambicioso proyecto que pueda expresar y estar a la altura de los principios de La Revolución Agraria en  México así como su  legado de justicia, sus principios de colectividad, solidaridad y producción de formas de plasticidad que exceden los paradigmas colonizados de la construcción del arte y la cultura como la expresión y propiedad de un solo individuo, el cual por definición (y para el caso del Señor Francisco Fernández específicamente) es un hombre blanco y miembro por nacimiento de los círculos de comercialización de la cultura nacional que inevitablemente se apropian del legado cultural del genio popular y específicamente de la historia del desarrollo de las formas indígenas, campesinas y artesanales que son la base de desarrollo de la riqueza plástica de nuestra nación.

Siguiendo lo anterior consideramos importante las siguientes aclaraciones y precisiones:

1.- El Sistema de Integración Plástica Construcción Museo propone una escultura social que es a la vez una espacialización narrativa del archivo. Un museo de las vanguardias campesinas y un espacio para la activación de las formas indígenas. Un museo que escenifica y activa un archivo revolucionario y un horizonte utópico. Las Utopías Agrarias como lógica alterna entra en juego y recupera el proyecto de la formación de un relato diferente. El Sistema de Integración Plástica del AGA avanza con un salto radical hacia la exterioridad de las formas de producción de la cultura de masas, pero también a las formas artesanales de la cultura popular, las formas campesinas y la supervivencia de su raíz indígena. El comité artístico y el colectivo de artistas e investigadores propusieron y desarrollaron un museo conceptual como un dispositivo para la investigación plástica y como un laboratorio de antropología social. Un espacio para la socialización de las vanguardias y para la construcción de una memoria viva de la lucha agrarista así como la resistencia de los pueblos originarios.

2. El mural “La gran marcha agraria” yla serie de escultura utilitaria de concreto polimérico “Guardianes del archivo agrario” son elementos de un proyecto conceptual construido axiomáticamente de manera integral como una narrativa espacial basada en  el Archivo General Agrario fabricada en soportes múltiples que incluyen mosaico, mural vaciado en concreto, documento histórico vaciado en concreto, mural textil, mural al óleo, pintura al óleo, escultura utilitaria de concreto polimérico, placas iconográficas descriptivas, escultura-instalación en cobre, talla en madera, marquetería, video, cine, litografía, reproducciones escultóricas de fibra de vidrio y resina plástica, así como un guion de museología, una selección curatorial de piezas históricas relacionas con las vanguardias emergidas de la Revolución Agrarista en México y una propuesta de programas artísticos y culturales públicos, así como programas de cine y de publicación de largo aliento. Para la construcción de un proyecto de este tipo y con los alcances artísticos e institucionales que requiere, hasta este momento han participado un equipo de investigación histórica, documental y artística de 4 académicos especialistas a cargo de la investigación y conceptualización; 15 artistas plásticos responsables titulares de proyecto; 2 editores responsables de publicaciones y memoria visual, hoja de sala y catálogo; un diseñador gráfico responsable de la identidad gráfica; 5 maestros labradores de cantera, artistas de la tradición y las formas populares; 2 maestros talladores de madera, artistas de la tradición y las formas populares; 2 colectivos de mujeres bordadoras cada uno integrado por 8 mujeres artistas textiles; 3 maestros ebanistas, un taller de 5 carpinteros y un taller de 16 maestros de mosaico con técnicas nuevas y nativas. Los talleres y colectivos de artistas populares, maestros tradicionales y artesanos todos están descentralizados en las comunidades rurales del Altiplano y Sureste del territorio nacional. 

 El señor Fernández – quien es quizás el único artista trabajando solo y desde un taller urbano en una de las colonias de extracción media de la ciudad de México– es parte de un proyecto complejo y colectivo que implica múltiples niveles de especialización y competencia técnica de desarrollo de las piezas siguiendo un guion artístico de investigación donde en ningún momento por contrato o crédito de autoría se le otorgó ningún trato diferenciado o especial que no fuera compartido por el resto del colectivo artístico designado para la producción de este proyecto. Invariablemente y basado en antecedentes de proyectos anteriores dirigidos por el mismo comité artístico que le comisionó a ejecutar e ilustrar las ideas surgidas de la investigación académica y en la forma de un guion definido, concebido y creado por el comité de dirección artística (del cual no forma parte ni por designación interna ni por contrato), se le manifestó explícita e implícitamente que no se le comisionaba “Un mural del Taka Fernández”—, muy al contrario su contrato es de proveedor de servicios de una obra por encargo donde nunca se le pidió más que ilustrar siguiendo el guion conceptual y artístico al que él nunca contribuyó ni por investigación, ni por innovación técnica, pictórica o creativa.

3. Para reiterar este punto dejamos claro y sin lugar a dudas: el señor Fernandez se le dio, basado en un programa de investigación histórica, indicaciones precisas de los siguientes elementos de su encargo de ejecución: título; tema histórico y guion; diseño y composición del mural; datos específicos de dimensiones y técnica y materiales; iconografía y motivos pictóricos; estilo y gama de colores. Después de mucho trabajo de bocetos y producción de soportes y materiales de investigación para informar el mural, el señor Fernández desvió de manera equivocada todos los elementos de dirección del encargo de ejecución y tergiversó profundamente el guion artístico, dañando de manera irreparable las intenciones artísticas y el sentido social y político de la comisión. De igual manera el colectivo se vio vulnerado ya que generó daños materiales también usando recursos de tiempo y monetarios que el colectivo considera vitales dado la precariedad y restricciones del presupuesto otorgado al equipo artístico, el cual, contrario a las mentiras publicadas por el señor Fernández y su representante legal, corresponde a menos de 1 % del presupuesto asignado al edificio de la nueva sede del AGA.

4. Para el caso de la serie de escultura utilitaria de concreto polimérico Guardianes del archivo agrario, consideramos importante establecer que la intención del señor Fernández de atribuirse la autoría resulta aún más osada y temeraria. En el mural entendemos que se está basando en el prejuicio del mito artístico heroico de los pintores decimonónicos, tratando de usufructuar de la dificultad que un público general tiene en discernir que desde las intervenciones dadaístas de Marcel Duchamp a principios del siglo XX la noción de que “el pintor es el artista” ha entrado en profunda crisis y ha sido superada con consecuencias importantes para los cambios y actualizaciones de la plástica internacional. Nos alarma muchísimo que la serie de esculturas infantiles que recuperan las formas tradicionales del trabajo de barro y sus figuras y cualidades materiales que encontramos en los mercados rurales e indígenas sean de pronto autoría de Fernández y propiedad patrimonial de su hermana, quien fungió solo como asistente del asistente de producción. 

El comité artístico da testimonio aquí y puede documentar como esta pieza fue errada y destruida varias veces por la incapacidad de Fernández y su hermana en comprender conceptual, formal y materialmente la idea y la intención de este elemento dentro del Sistema de Integración Plástica / Museo Conceptual. Nos alarma aún más que la hermana del señor Fernández está tratando de reclamar el derecho patrimonial de esta pieza con intenciones de producir mercancía de lujo para un público de posibles compradores de altos recursos. El Museo Agrario y El Sistema de Integración Plástica creado por el colectivo es un proyecto de arte público que constituye un patrimonio público cuyos derechos no le pertenecen mas que a la Nación, al Estado que lo comisionó y al pueblo de México que lo inspiró. 

5. La campaña de cancelación lanzada por el señor Fernández y su familia, y que se basa en una representación falsa del proyecto licitado y otorgado al colectivo de artistas representado por su titular la Dra. Mariana Botey, está basada en una versión sesgada y falsa de un proceso complejo de trabajo colectivo que implica horas de dedicación y labor de un extenso equipo donde todos los participantes comparten créditos de manera exhaustiva, completa y horizontal.

Al parecer el cambio radical en el sistema de representación y autoría que propusimos donde el maestro tallador o las mujeres bordadoras son autores con nombre y apellido ha consternado y ofendido profundamente al señor Fernandez. O quizás los intereses económicos y las ambiciones de figurar de manera protagónica han sido frustrados ante una distribución comunal y colectiva que evidencia que el arte, como la tierra, es una propiedad social donde participan muchos agentes, y para el caso de un proyecto artístico público que celebra y actualiza las dimensiones revolucionarias de la lucha agraria en México, busca extender los principios revolucionarios que son la raíz de la esperanza de justicia y progreso para nuestro país.

A nombre del colectivo de artistas y el comité de dirección académica que ha trabajado para la construcción de un espacio cultural con miras a  un horizonte humano, social y utópico pedimos la sensibilidad de las autoridades y el espacio en los medios para presentar los cientos de páginas de documentación, el avance de las 16 obras medulares del sistema, así como la posibilidad de tener una discusión informada y documentada sobre los hechos. En este momento la pieza colectiva ha sido suspendida y las autoridades han cedido a la campaña mediática de calumnias y mentiras otorgando todos los puntos de petición de Fernández y con estas acciones vulnerando a los otros 58 participantes, cerrando la posibilidad de llevar a buen término el proyecto que obtuvo siguiendo protocolos administrativos e institucionales la comisión para crear el proyecto de arte público de la Nueva Sede del Archivo General Agrario.

Estamos a disposición de los medios y de las autoridades para entregar la documentación del proyecto que en este momento es un borrador de catálogo memoria descriptiva (aproximadamente 200 paginas), una hoja conceptual de sala con el cedulario de la selección de piezas centrales al sistema, 1000 laminas de presentaciones de proceso, así como varias piezas que están terminadas o por terminar. De igual manera existen contratos y subcontratos, así como facturas y recibos que claramente indican que el proyecto siempre se llevó según lo que describimos en esta breve aclaración. Estamos alarmados de que contra todo proceso administrativo transparente y sin conocimiento del proyecto del que el mural La Marcha Agraria forma parte, se cancele la posibilidad de concluir el trabajo y presentar la exhibición del arte que representa el esfuerzo de un trabajo colectivo diverso e inclusivo.


Autores
Historiadora del arte, artista, curadora y crítica.
Portada de "Dividir el desierto", de Mikhail Carbajal. Editorial Funámbulo, 2023.
Portada de “Dividir el desierto”, de Mikhail Carbajal. Editorial Funámbulo, 2023.

El desierto es el eco de un mar extinto, la noche, al igual que este paisaje muerto, plasma en su espejismo un universo de estrellas que ya no existen. Ambos mares a contracara tienen algo en común: el espejismo que muestra lo que antes fue, y una falsa esperanza de vida. El poemario Dividir el desierto inicia con esta proyección ilusoria de vitalidad y concluye con la misma imagen: “Yo no sé desierto/ pero juro que aquí aún hay vida”.1 Y puedo observar a un ser destrozado alzando la mano para alcanzar la utopía donde prevalece la paz, aquel lugar dividido por la frontera y que separa el caos (México) de la paz (Estados unidos). En este último poema, reitero, veo a un ser destrozado alzando la mano para encontrar su identidad. Sin embargo, este desierto despiadado termina por carcomer la ropa, la carne, el nombre y nos recuerda que provenimos de la misma materia y que lo único en que se parecen todos los muertos del desierto es en los huesos. Los que mueren en el desierto cuelgan de la misma estirpe calcárea. 

Este poemario me recuerda al viaje que hace Juan Preciado para encontrar a su padre y descubre un lugar de muertos, esos ecos que se le van revelando en cada lugar por el que cruza. Lo mismo sucede en Dividir el desierto, esta lleno de los ecos del desierto, de los pasos de los coyotes, de las balaceras, y estos sonidos se vierten en el caracol del páramo: la cabeza de una vaca. Mikahil Carbajal hace de Dividir el desierto un poemario que es testigo de la realidad que se vive en la frontera. En este texto hay cactus plantados, firmes, que vigilan y se mantienen con las espinas alzadas en estado de alerta. El desierto es un estado de insomnio, un lugar sin reposo, “hablar del desierto ha supuesto a lo largo del tiempo, una construcción simbólica que representa desde el vacío absoluto hasta la tortuosa habitación infernal”.2 Y es aquí en este hades desértico donde el canto de las sirenas llega para enganchar al que se encuentra desolado, herido: “Devastado, pobre suelo:/ aunque en tus confines/ caminen las más bellas ninfas de la república,/ y sin agua, prolifere el canto de las sirenas, no debes ignorar que te han fragmentado”.3

 La división, la fragmentación que surge de las dunas es una constante en el texto. Los mojados, los que son deportados lo vuelven a intentar, tratando de pasar el río,  “ese coralillo acuoso”,4 ese animal bravo y venenoso que arrastra todo. Esta parte me traslada a mi infancia, a las anécdotas que me contaban mis tíos cuando de jóvenes cruzaban el Río Bravo, ellos decían que las aguas les arrancaba las pertenencias y se las llevaba entre su movimiento agresivo y sin retorno. También recuerdo la imagen de la migra como una persona o grupo de personas que disparaban a todo aquel que intentara cruz la línea y que Mikahil la plasma como el ángel exterminador que vigila y fulmina a quien la atraviese. Los mojados algo tienen en común, siempre persiguen al falso dios becerro, al falso sueño americano que termina por derrumbarse cuando son exiliados del aquel lugar al que no pertenecen. El ser humano siempre busca en quién creer.

Este poemario sorprende por sus hallazgos, por ejemplo: “Acupuntura para el desierto/ miles de cruces clavadas”.5 Nuevamente el desierto se nos presenta como un espacio cargado de dolor, un cementerio de tumbas anónimas donde la tormenta recrea los sonidos entre las dunas, esos sonidos que derrumban las casas, los templos, el interior del ser. El carraspeo de Dios, el zumbido del abejorro, son algunas imágenes que logran también derrumbar mi interior; ya lo decía Plotino, la contemplación es el retorno hacia el interior de uno mismo. Y, al contemplar los escenarios que muestra Mikahil en Dividir el desierto, regresamos a ese espacio de alerta, ese espacio sin reposo que nos hace recordar que “no debemos ignorar que nos han fragmentado”.

Bibliografía:

Carbajal, Mikhail, Dividir el desierto, México, 2021, pág. 71

Ostria González, Mauricio, “Desierto y literatura en el norte grande: una mirada Ecocrítica”, Anales de literatura chilena, Universidad de Concepción, p.p. 171-181


Autores
(Saltillo, 1991) es poeta y narradora. Es autora de los libros Los orgasmos de la tierra (2016) y Han apagado ya las luces (2021). En 2022 fue galardonada conel Premio Nacional de Poesía Joven Francisco Cervantes Vidal.
Concierto de Ramon Ayala en Isleta Casino, Nuevo Mexico. Fotografía de Silvia Orta, 2007. Recuperada de Flickr. CC BY-NC 2.0
Concierto de Ramon Ayala en Isleta Casino, Nuevo Mexico. Fotografía de Silvia Orta, 2007. Recuperada de Flickr. CC BY-NC 2.0

Austria, territorio imperial y enigmático, es cuna de múltiples figuras mundiales: Mozart, Freud, Wittgenstein, Lamarr, Klimt, solo por mencionar algunos apellidos sobresalientes. Sin embargo, una de las pocas cosas que es clara para los mexicanos es el tema pendiente del penacho de Moctezuma. La reliquia se encuentra en el Museo de Etnología de Viena y, al menos hasta hace algunos años, los mexicanos podían entrar gratis al recinto. Las mejores inferencias de este peculiar paradero remiten a Hernán Cortés y los gestos cortesanos de la época según los cuales los regalos ayudaban a cimentar relaciones entre reinos. En resumen: llegó a Viena como un obsequio.

Más allá del significado simbólico de esto, a través de la ficción uno podría imaginar un sinfín de venganzas. Una novela que nunca voy a escribir sobre unos turistas mexicanos que se adentran al museo para recuperar el penacho y traerlo de vuelta al país; la novela gráfica de un intendente inmigrante que espera a la noche más oscura para sustraer el artículo y mucho más. La verdad es que, a mi parecer, ya hemos realizado una apropiación que es interesante tanto por su enorme presencia en el país como en el continente americano. Pongámoslo así: la venganza real es de dimensiones continentales, no solo un asunto entre un país y otro. 

¿Hablo del acordeón? Sí. Aunque rastrear los orígenes de un instrumento es tarea difícil, el caso del acordeón es puntual debido a la patente. Viena fue el lugar, 1829 el año. Estamos hablando de un objeto que lleva casi 300 años de existencia. Si tomamos como punto de referencia a la flauta, el piano o la guitarra, el acordeón está en sus primeros años. Con todo esto, ha encontrado a grandes ejecutantes por todo el mundo, pero especialmente en México, Argentina y Colombia.

Hablar de los casos específicos de forma respetuosa y adecuada va mucho más allá de los límites de este ensayo, aunque no quiero dejar de hablar del caso que me es más cercano. Me refiero al caso mexicano, y por supuesto que al caso del norte de México. 

A lo largo de mi vida he detectado que el “ser norteñx” es un ir y venir. Un día somos lo peor, otro día somos orgullo nacional. Esta década somos la barbarie, la otra somos punta de lanza de alguna industria. Pero si algo persiste es la música norteña. La más tradicional, esa que se toca con una guitarra, un bajosexto y un acordeón. No más. A lo mucho hay segunda voz, y tal vez un tololoche. Dentro de esa estructura existe una exigencia brutal sobre el acordeón porque es el que carga con las líneas melódicas. Casi todas las canciones icónicas de norteño empiezan con la melodía de un acordeón, así de sencillo. Nuestra memoria musical incluye cientos de introducciones donde escuchamos respirar el fuelle del instrumento. En tonos mayores, menores o con la escala de blues.

El virtuosismo es necesario para poder dominar las posibilidades del acordeón, tanto melódicas como armónicas, y siento que eso no se aprecia mucho desde un punto de vista de los que son extraños a los estilos que emplean este elemento. También creo que podría hacerse un caso sobre las guitarras japonesas Takamine, que dominan el mercado de las guitarras de 12 cuerdas que se utilizan en el estilo sierreño y que ahora se popularizaron a través de los corridos bélicos y tumbados. Tal vez no era la intención de los japoneses que Ariel Camacho rascara hasta la médula sus cuerdas durante un solo de guitarra; tampoco veo a los austriacos concibiendo la idea de que Ramón Ayala se convirtiera en una verdadera realeza del acordeón a través de su música.

Tampoco hubo mucha premeditación en incorporar todos los elementos de la polka en la banda y los ritmos del Pacífico, así que el intercambio entre continentes no parece tan malo desde esta óptica.

Para finalizar, haciendo un ejercicio de imaginación, si no fuera posible haber apropiado su instrumento, tendría un problema con el penacho. Pero como les hemos robado mucho más, creo que pueden conservarlo.


Autores
(Mexicali, 1993) es narrador y docente. Su trabajo aparece en la antología del Primer Certamen de Literatura para Niños "Escribiendo para el Futuro" (2018) y en "Vacunas contra la poesía: antología de relato corto" (2020). Ha colaborado en Cinosargo, Letralia, Bitácora de vuelos y Revista Plástico.