Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mariana G

Como les sucede a las verdaderas superestrellas de nuestro tiempo cuando se agotan de sus fans, de los paparazzi o de sí mismos, Amy decidió hacer un viaje infraganti a la Ciudad de México para perderse una semanita en el anonimato de los laberintos urbanos. Así, dio la noticia a sus allegados de que se ingresaría de propio pie en un centro de rehabilitación. Algunos hicieron jetas y otros murmullaron aleluya, pero nadie sospechó y ella se rió a carcajadas con su engaño. Se aplicó una plasta de maquillaje sobre los tatuajes, se puso un sombrero mosquetero sobre el pelo alaciado, lentes de sol, guantes de gamuza y cruzó los dedos para que su estilacho tan inconfundible no la delatara; no pensaba pasar su tiempo libre autografiando brasieres y lonjas. Planeaba descansar y, si sucedía un momento mágico, componer.

Así se aventó un clavado en la normalidad con todo y la serie de pequeñas ofensas que los humanos promedio soportamos en el día a día: fila en el aeropuerto y en migración, un taxi atorado en el tráfico con el taxímetro sube que sube, un cuarto de hotel sin mayordomo incluido. Una vez encontrado un comerciante de narcóticos para su corta estadía, pasó los primeros días cómo alma errante por las calles de la Doctores y del Centro Histórico, entrando a librerías de viejo a sobetear páginas amarillentas, a tiendas de antigüedades donde olvidaba momentáneamente si corría aún el virreinato, y sentada en las bancas de los parques admirando por horas los colores de las jacarandas, con la boca un poco abierta, observando cómo las flores cambiaban de forma por efecto no sólo de su portentosa creatividad. No extrañaba a Blake, no extrañaba a nadie. Llegando a su cuarto cada noche prendía la regadera y cantaba a los gritos las notas más perfectas del jazz.

Uno de los últimos días, en una de estas vagancias, sus pies enchanclados la condujeron a unos callejones de la colonia Santa María. Caminó y caminó y, a pesar de estar segura de que avanzaba, constantemente se encontraba con una misma fachada particular en las esquinas. Una puerta de madera vieja con una reja oxidada sobrepuesta, un huequito del que salía un cordón con una cartulina fosforescente a un lado que indicaba “jale, este es el timbre”. Arriba de la puerta, sobre la pared, un letrero pintado en letras gordas decía “SOLUCIONES URGENTES”.

A Amy le pareció curiosísimo que el propietario de SOLUCIONES URGENTES tuviera locales en cada calle y que además compartieran el exacto estado de precariedad. Pero lo más raro era la poca claridad acerca de los servicios ahí ofrecidos. Se trataría, quizás, de uno de esos bares de mala muerte que pretenden ser irónicos. Bajo esa suposición y con la creciente necesidad de pasar un trago de pulque por su garganta, fue que Amy se paró en la siguiente esquina para tirar del hilo que tiraba a su vez de una campana. La puerta chirrió y se abrió a voluntad, despacio, como manejada por un control remoto.

El interior del lugar era tan lúgubre que los ojos de Amy tardaron en afocar las estanterías que cubrían las paredes. Alineadas unas sobre otras, sostenían frascos de vidrio iluminados desde arriba con un foco individual y tenían una placa abajo con la leyenda de ¿la obra? En el centro de la habitación había un mostrador que a primera vista le pareció vacío, pero al acercarse vio en el piso a un hombre viejo que dormía, una maraña de pelo y barbas blancas. Será un homeless, pensó la artista inglesa, y quiso salir de ahí antes de meterse en un extraño percance de esos que los tabloides consumen como heroína, no sin antes echarle un ojo a los frasquitos expuestos como piezas de arte.

Dentro del frasco más cercano había un conejo del tamaño de un dedo meñique, hecho bolita y con los ojos cerrados. La miniatura era asombrosa, casi parecía que los bigotes se agitaban al ritmo de una suave respiración y abajo, en la placa, se leía “conejo de la suerte” ¡tamaño cliché! La cantante tenía que tocarlo y dos cosas sucedieron en el instante en que tomó el frasco entre sus manos: empezó a sonar Feeling Good de Nina Simone y el conejito despertó y se paró en sus patas traseras recargando las delanteras contra el vidrio. La música terminó de darle un tono cinematográfico a la escena y a Amy se le tensaron las mandíbulas con el deseo de estrujarlo, de aplastarlo, de hacerle daño por la tremenda ternura, pero al intentar quitar el tapón resultó imposible, estaba sellada. El pobre animalito zangoloteándose de un lado al otro con los intentos banales de Amy por destaparla.

–No lo vas a lograr.

Los hombres no saben decir otra cosa, piensa Amy, que ya había olvidado al sujeto bajo la mesa. Su apariencia era muy lejana al desastre que se imaginó, en vez de usar los harapos informes característicos de los indigentes de cualquier nación, el tipo usaba un traje antiguo de tres piezas y traía un bombín en la cabeza.

–Mi tienda esta blindad contra ladrones.

–No iba a…

–Ya lo sé. Sólo los clientes potenciales encuentran la tienda. Además, la alarma suena cuando manos que no sean las mías tocan cualquier cosa.

–¿Nina Simone es tu alarma?

–Sí, no hay por qué perder los estribos cada que suena, ¿no crees?

Amy regresó el frasco de la suerte a su lugar, un poco apenada pero no lo suficiente. Miró el resto de los frascos y descubrió que dentro de todos ellos había seres diminutos: un puerco de la abundancia, un unicornio del buen dormir, un usurero del dinero, un hada de la venganza.

–¿De dónde sacaste un conejo tan pequeño?

–Es algo difícil de explicar.

–Bueno, en realidad no me interesa. Lo quiero. De hecho, quiero todo lo que vende.

–No creo que tengas suficiente para dar a cambio.

–Soy asquerosamente rica.

–Me imagino. No acepto dinero, sólo cosas valiosas, cómo las que vendo. Podría decirse que esta es una casa de cambio para la gente con problemas urgentes. A problemas urgentes…

Y señaló el letrero con el nombre de la tienda. Amy se contuvo de contestar con el entusiasmo de una alumna que sabe responder a la maestra. Regresó el micro lagomorfo a su sitio y siguió escaneando los extraños seres en sus cárceles de cristal, pensando si lo más prudente, lo más heroico, sería tirar todos al piso para liberar a las creaturas.

–En realidad no están vivos, por si crees que soy cruel. Son hologramas sólidos.

–Ah ya– contestó, a pesar de no tener idea de que hablaba el hombre. Puso cara de extranjera, abrió grandes los ojos y asintió como si le quedara claro clarísimo.

Entonces lo vio, un marciano como cualquiera que pudo inventar la televisión. Un cuerpo de complexión humanoide cubierta de escamas verde brillante, color quetzal. La cabeza grande y los ojos alargados hacia unas orejas en forma de tubos. Dos brazos que culminaban en manitas de pulpo, con unos siete o doce dedos tentaculares, y tres piernas con el mismo destino. Amy agarró el bote entre sus manos y, cuando creía que era imposible ver una criatura más maravillosa, vio como levantaba su bracito izquierdo en un ángulo recto, ponía el derecho en el antebrazo y luego alzaba el codo hacia la tapa sobre sí en una señal de “huevos”.

–Chingui tu madri– dijo.

–Aaaaa, qué es esta cosa más adorable. ¡Lo necesito!

–Claro que lo necesitas. En realidad, es el único objeto de esta tienda que podría venderte, sólo tienes que pensar en que me vas a ofrecer a cambio.

–Mmm.

–Cómo verías… ¿tu voz?

–Tranquilo, Úrsula, esa no se la doy a nadie. Sabe qué, en realidad no quiero nada de esta tienda, está usted bien raro y pervertido. Me encanta el marcianín, pero no le voy a dar mi voz.

–Vas a tener que hacerlo.

–¿Por?

–Corres mucho peligro, y ese pequeño es un alien de la protección, como lo dice en su placa. Eso significa que podría salvarte de las amenazas que se ciernen sobre ti.

–Nadie me amenaza, yo hago lo que quiero.

–¿Dónde creen tus amigas que estas?

Amy recordó su mentira y miró al viejo con un desprecio calmo, esperando que esto lo desincentivara y la dejara irse a seguir rolando por la ciudad. Si estaban muy chidos los monos, pero no iba a permitir que la psicoterapearan para conseguirlos.

–Deberías estar en rehabilitación.

Mmmta. Ni del otro lado del charco la dejaban en paz.

–Mi daddy dice que estoy fain.

–De acuerdo, entonces regrésame el frasco y sigue tu camino. Se cumplirá tu destino y, te aseguro, no va a ser bonito.

–Ay sí tú, te crees el muy adivinador con tus rimas chafas.

–Soy un oráculo, mira.

Y se sacó de la camisa un collar de oro con una gran letra O de Oráculo.

–O te llamas Owen. A ver Owen, dime mi futuro.

–De acuerdo, te lo mostraré gratis, sólo porque no puedo dejarte ir así con el mal agüero flotando sobre tu cabeza.

El hombre le indicó a Amy que se quitara el sombrero y le pasó su propio bombín. En cuanto Amy se lo puso, frente a sus ojos apareció ella misma sobre el escenario, cantando con gran potencia sus canciones favoritas, las que escribió como en un trance creativo, y a sus pies los fans gritándole su amor, su adoración, su absoluta necesidad de ella, de tocarla. La Amy imaginaria, seducida por el cariño del público, se acerca para tocar la mano de una niña parada sobre los hombros de un tipo robusto y, en ese momento, otro espectador la toma de la muñeca y la jala hacia abajo, hacia los brazos de esa masa engullente que la desea, porque la gente siempre quiere tocar el arte, poseerlo, aunque sea un pedacito. Un pelo, un pedazo de ropa, una gota de sudor sobre el pelo, y las personas la atraen hacia sí, le piden todo, ya no sólo su voz sino su cuerpo y su mente, la jalan en cualquier dirección hasta que le desprenden un tacón, un cachito del pantalón de cuero, una pestaña, un dedo, un brazo. La sangre corre entre los fans y como quiera piden más, más de su sangre. Truena una rodilla, la ropa se hace girones y el aullido de Amy es feroz y sensual y entonado, como ella. Es la música que la escena necesita.

–Wooooow, es espantoso– dijo Amy. –¿Lo puedo volver a ver?

–Las veces que necesites.

Ella se sentó en una esquina, en el piso, a contemplar su propia muerte una y otra vez y el hombre la miraba a ella, intentando adivinar sus pensamientos.

–Tienes que reconocer que es una muerte muy poética.

–Si eso quieres nadie va a detenerte.

–No no. También se ve bastante dolorosa. De acuerdo, Owen, ¿qué otra cosa puedo ofrecerte que no sea mi talento?

–¿Cómo verías tu fama? También es algo bastante cotizado.

–Pues bueno, esa ni siquiera me late tanto. Pero cómo le hacemos, qué te doy o qué.

–Nada, ahora ya puedes abrir el frasco. Amy volteó a ver a la pequeña creatura verde.

–Jiji vas a ser mío.

–Veti a li virga.

Abrió el bote, sacó a la criatura y se la sentó sobre la cabeza. Acomodó su gran melena en un montículo perfecto para que el marciano cupiera dentro, sentado o de pie, y a partir de ese momento ella podría escuchar sus agudas mentadas de madre cuando quisiera.

–Listo, ahora. Mírate en el espejo.

La muerte de una Amy que no era Amy sino un holograma sólido apareció en las noticias un par de meses después y nuestra Amy, la verdadera, siguió viviendo en la Ciudad de México. Su físico es distinto a los ojos de cada persona, es irreconocible menos cuando, en la soledad de su casa, en la regadera, o cuando mira las jacarandas, no puede evitar cantar con su misma voz de siempre.


Autores
estudió Ingeniería Química y es estudiante del diplomado de escrituracreativa en la SOGEM. Actualmente, escribe artículos para Reurbano, una desarrolladora urbana y tiene una columna quincenal en la página de Mi Valedor, la primera revista callejera de México, donde también colabora como directora del área social, planeación estratégica y editorial.

Ilustrador
Mariana G
Resido y dibujo desde CDMX. Soy Diseñadora de la Comunicación Gráfica por parte de la UAM Azcapotzalco e ilustradora por parte del azar. Hace un par de años estudié Ilustración Experimental en la Escuela de Diseño del INBA. He colaborado de manera independiente con distintas agencias de publicidad y estudios creativos, sin embargo, mayormente mi trabajo ha estado presente en proyectos editoriales y animados. Actualmente, junto con una amiga, editamos MALA, un fanzine colaborativo hecho por mujeres.
Jeffrey Dahmer Ugly Sweater. Diseñado por Abram García. Imagen de Printerval. CC BY-NC 4.0

¿Sabes? Dennis Rader y David Parker Ray

Están sentados juntos en el Infierno

Temblando, aterrados

De que algún día

De algún modo

Yo pueda cruzármelos

Lotta True Crime

Penelope Scott 

Dice mucho de una cultura la forma en la que convive con la violencia. La nuestra está marcada por el pánico morboso: cada vez que consumimos el horror, lo hacemos con la expectativa de que nos resulte inédito. Que lo alarmante nos alarme más que ayer.

Nos dedicamos a escarbar toda la indignación posible de las historias escandalosas que miramos a diario. Copioso, el espanto que emana de las pantallas y los altavoces hace de la angustia una ocupación permanente. Encuentro macabro el hecho de hayamos reafirmado nuestra repulsión hacia la barbarie a través de la cercanía con ella: le abrimos las puertas de casa. Avecindados con ella, compartimos el espacio de las mañanas que le correspondería al desayuno y la limpieza. Esta vez hablo, más o menos, literalmente.

En plataformas de video sobran los canales que se especializan en el delirante rito del true crime digital. Las grabaciones, consumidas como si fuesen podcasts o noticieros, tienen formato variado; la mayoría de ellas se limita a mostrar una persona que realiza alguna minucia mientras narra a detalle asesinatos y violaciones.

El canal de YouTube AngelaEats —con cerca de 30 000 suscriptores— posee una sección entera en la que su creadora presenta incidentes criminales mientras come platillos abundantes (me siento imbécil buscando la forma de acomodar esta serie de palabras en una oración, pero el espectáculo de comer raciones excesivas en frente de una audiencia virtual no es nuevo, y recibe el nombre de mukbang). La chica tiene, por ejemplo, un video titulado Mexican Food Mukbang & True Crime, en el que se le puede observar comiendo arroz con pollo, totopos y queso durante más de media hora, mientras relata, en forma de chisme, un feminicidio.

Quien consulte el video podrá comprobar cómo Angela remoja su comida en salsas y se chupa los dedos al mismo tiempo que detalla el asesinato de Denise Leuthold a manos de su esposo, quien sostenía una relación extramarital con una menor que ambos habían conocido durante misiones religiosas. Ridícula, la escena que describo podría tomarse por una suerte de chiste de mal gusto. Pues no: los seguidores llenan la caja de comentarios con halagos al trabajo de Angela y le recomiendan nuevos casos.

El mercado es diverso. Y exitoso. Bailey Sarian fue la pionera en el género de Makeup & Murder, que consiste en arreglarse el rostro mientras se relata una historia criminal, de modo que el progreso de las dos tareas sea simultáneo. ¿Es una práctica de nicho, reservada a gente que no representa una fracción relevante del tráfico virtual? De nuevo, no: los videos de Bailey suman decenas de millones de visitas. El que le dedicó a Jeffrey Dahmer, por sí solo, cuenta con más de 27 millones hasta la fecha. Invito al desocupado lector a que constate cómo es que, en el minuto 39:40, la chica mira a la cámara con los ojos cubiertos con una sombra verde llena de glitter mientras narra, vocecita de gossip, la forma en la que Dahmer besó la cabeza decapitada de una de sus víctimas antes de arrancarle el corazón y trozos diversos de carne.

¿Conservamos la cordura necesaria para reconocer que estas prácticas de entretenimiento constituyen una banalización de la violencia? Con el cerebro frito por los formatos mínimos de video, muchos argumentan que la única forma en la que pueden consumir historias es a través de narraciones que logren entretenerlos visualmente con el despliegue de otra actividad (en estos casos, alguien poniéndose rímel o espolvoreando pimienta sobre un plato).

Temo que este desenfadado enquistamiento en la rutina termine por insensibilizar a las audiencias. Quienes producen materiales de esta naturaleza no suelen encargarse de matizar de forma crítica las condiciones estructurales que permitieron que los crímenes se perpetraran (el racismo y la incompetencia policial en el caso de Dahmer, por ejemplo). En esta clase de propuestas narrativas no hay espacio para la reflexión, solo para el escándalo momentáneo.

Siempre han existido (y siempre se les ha condenado) personas prestas a admirar a los asesinos famosos. Y a enamorarse de ellos. Ted Bundy tenía seguidoras que llegaron a asistir a su juicio vestidas como sus víctimas (pelo largo, raya en medio) y a desbordarlo de cartas una vez que entró a prisión; Carole Ann Boone, quien se casó con él, fue parte del grupo. Algo similar ocurrió con Richard Ramírez, The Night Stalker. Es probable que esta desafortunada dinámica se explique desde la forma en la que los medios suelen retratar a esta clase de criminales, convirtiéndolos en una suerte de antihéroes, de monstruos incomprendidos cuya psique merece nuestra atención. Se les asimila tanto en la cultura pop que es fácil hallar sus rostros en camisetas, posters, stickers y otras piezas de decoración.


Juego de uñas de gel inspiradas en Jeffrey Dahmer, ofertado en Etsy por el usuario Wigibudznails (consultado en marzo de 2025). https://www.etsy.com/es/listing/1355329827/juego-completo-de-20-unas-de-gel

Reside ahí, pues, el problema central: el foco se encuentra en el lugar incorrecto. Toda la industria construida alrededor del true crime ha moldeado irresponsablemente la figura de nuestros monstruos contemporáneos. En superproducciones, se les muestra perpetrando crímenes grotescos mientras se destaca su inteligencia, su ingenio, su encanto y otras excusas narrativas para convencernos de que su brutalidad es digna de devoción. Mientras tanto, quienes padecieron la violencia terminan convertidos en meros elementos argumentales, sombras al margen de una historia que jamás les concede protagonismo.

Antes de hurgar fascinación en la mente de los responsables de las atrocidades que han marcado nuestra cultura, sería pertinente que recordáramos el hueco irrecuperable dejado por sus víctimas. Cristina Rivera Garza lo expresó lúcidamente durante la aceptación del Premio Xavier Villaurrutia por El invencible verano de Liliana:

Yo creo que tenemos que verlas siempre a ellas, no a sus asesinos. Sus asesinos ya los vemos en todos lados, sus asesinos tienen demasiada prensa. Tenemos que verlas a ellas, tenemos que conocer sus nombres. 

Referencias: 

  1. AngelaEats, Mexican food mukbang & true cr!me, 2021. https://www.youtube.com/watch?v=wU18_KBj2WM&list=PL4FB8EoRd98LV6VNx6sorCEM9DV5DNAl0&index=3&ab_channel=AngelaEats
  2. Sarian, B., Jeffrey Dahmer. Inside his messed up mind & how he almost got away. Mystery & makeup, 2020. https://www.youtube.com/watch?v=gjySnrspD7E&t=2388s&ab_channel=BaileySarian
  3. Juego completo de 20 uñas de gel… (inspiradas) Jeff, Jeffry Dahmer… cualquier forma y largo, 2023. https://www.etsy.com/es/listing/1355329827/juego-completo-de-20-unas-de-gel

Autores
Nació el 16 de octubre de 2000, en Guadalajara. Es narrador, ensayista y divulgador científico. Ha sido ganador de los concursos “Creadores Literarios FIL Joven” (en las categorías de cuento y microcuento), “Luvina Joven” (en las categorías de cuento y ensayo) y del Premio Nacional de Ensayo Carlos Fuentes, que otorga la Universidad Veracruzana. Algunos de sus textos han sido publicados en las revistas Luvina, Punto de Partida, Pirocromo, Vaivén, Catálisis y GATA QUE LADRA.
Fotografía de @yle.fi/pop, 2008. Recuperada de Flickr. CC BY-NC-SA 2.0
Fotografía de @yle.fi/pop, 2008. Recuperada de Flickr. CC BY-NC-SA 2.0

La experiencia comienza con una guitarra eléctrica, la distorsión está saturada y los acordes son ejecutados con tanta fuerza que alcanzan un ritmo frenético. La música se mantiene en una esencia salvaje y en el escenario la acompaña un hombre delgado y alto. Por momentos, inclina su torso hacia el cuello desgastado de su instrumento, ahora brinca hacia arriba, luego da una vuelta, flexiona las rodillas hasta quedar casi en cuclillas y reinicia la danza. Esa es la descripción habitual en cualquiera de sus conciertos.

En su música habita el desenfado; en el escenario, la pasión de Neil Young. El músico es un veterano del rock and roll, y con el paso de los años ha incursionado en casi cualquier género que implique instrumentos de cuerdas, piano, percusiones y un bajo; eso significa que el pop y demás corrientes similares están restringidas en su proceso creativo.

Young también es un hijo espiritual del country, lo conserva en su guitarra negra ya deslavada por los años que ha estado junto a él. Sin embargo, un solo género musical es insuficiente para contener sus ideas. Las letras de sus canciones son el componente más ambicioso de su trayectoria. A través de ellas, explora la realidad que lo envuelve y la convierte en himnos que cualquiera pueda cantar.

Young también es un hijo espiritual del country, lo conserva en su guitarra negra ya deslavada por los años que ha estado junto a él. Sin embargo, un solo género musical es insuficiente para contener sus ideas. Las letras de sus canciones son el componente más ambicioso de su trayectoria. A través de ellas, explora la realidad que lo envuelve y la convierte en himnos que cualquiera pueda cantar.

El pequeño enfermizo de Toronto solo tenía un jukebox

Neil Young, nacido el 12 de noviembre de 1945 en Toronto, Canadá, es uno de los músicos más influyentes y versátiles de la historia del rock. Su vida y carrera están marcadas por una profunda conexión con sus raíces personales, su compromiso social y su capacidad para expandir los conceptos musicales e ideas que lo obsesionan.

Young creció en Winnipeg, Manitoba. Aunque tuvo una infancia común, vivió el primer acontecimiento que desarrollaría su sensibilidad: el divorcio de sus padres a una edad temprana lo acercó a las relaciones disfuncionales y a la tristeza que conlleva una ruptura. La comprensión de las motivaciones que sus padres tenían para separarse también lo ayudaría a dibujar las emociones complejas que una persona experimenta al pasar por distintas etapas de una vida inestable.

Su padre, Scott Young, fue un reconocido periodista y escritor canadiense, mientras que su madre, Astrid Young, lo alentó a un romance con la música. La influencia de ambos padres trazó las bases artísticas sobre las que Young erigiría su propia trayectoria. Por un lado, retomaría la profesión de su papá al momento de escribir letras capaces de reflejar problemas sociales y sus repercusiones.

En cuanto a su madre, lo acercó al folk, country y rock and roll, géneros que más tarde se reflejarían en la carrera del compositor. En su infancia, solía escuchar Four Strong Winds, de Ian & Sylvia. En una entrevista con Conan O’Brien, Young recordó cómo gastaba todas sus monedas en el jukebox para escucharla una y otra vez. En sus palabras, era una experiencia mágica.

Young mencionó que canciones como Ballad of a Teenage Queen, de Johnny Cash, lo inspiraron a crear sus propias composiciones y experimentar con géneros que involucraron guitarras eléctricas. Este interés por el country clásico influyó en su habilidad para mezclar sus experiencias personales con acordes poderosos.

Otro de los éxitos que formaron parte de sus bases musicales fue Baby, What You Want Me To Do,de Jimmy Reed, y Bop-A-Lena, de Ronnie Self. Estas piezas lo introdujeron al blues y al rock and roll, géneros que más tarde exploraría con su distintivo efecto en la guitarra eléctrica.

La máquina que proporcionó cultura al pequeño Young fue el jukebox. Pasaba horas escuchando canciones que lo conectaban emocionalmente con la música, algo que más tarde se reflejaría en su enfoque lírico y melódico. Las canciones que escuchaba a través de esa interacción lo acompañaron cuando tuvo que enfrentarse a una serie de enfermedades graves. 

Neil Young contrajo polio en 1951 durante un brote en Ontario, Canadá, cuando tenía cinco años. La enfermedad lo dejó parcialmente paralizado de su lado izquierdo y requirió una larga hospitalización. Su familia se trasladó a Florida durante el invierno para facilitar su recuperación en un clima más cálido.

El pequeño sobrevivió solo para ser diagnosticado con diabetes tipo 1, lo que implicaba monitorear constantemente sus niveles de glucosa y administrar inyecciones de insulina. Este desafío lo obligó a desarrollar una disciplina temprana para manejar su condición.

Pasaron los años, y cuando pensaba que su salud mejoraba, comenzó a experimentar episodios de epilepsia. En entrevistas, ha descrito cómo estos ataques afectaron su vida, hubo momentos en los que tuvo que abandonar el escenario durante presentaciones.

La experiencia de Young, luego de ver su hogar dividido y su salud en riesgo a temprana edad, formó en él un espíritu resiliente. La capacidad para adaptarse y resistir lo llevó a adoptar expresiones artísticas que expresaran su personalidad hasta encauzarse en la esencia subversiva del rock and roll.

Young, el idealista de las protestas

Desde el inicio de su carrera, Young comenzó a trabajar en la descripción de su guitarra eléctrica que lo haría legendario. Es usual escuchar en sus composiciones un tono bajo, un reverb saturado y una distorsión estruendosa. La suma de esos componentes se ha convertido en su sello distintivo, que perfeccionó con el tiempo.

Para iniciar su viaje formó a Buffalo Springfield, en 1966. El álbum destacado en el cual colaboró fue Buffalo Springfield Again (1967), con la canción insignia “For What It’s Worth”. Aunque a menudo se asocia con la Guerra de Vietnam, su inspiración directa fueron las protestas en Sunset Strip, Los Ángeles, contra un toque de queda y el cierre de clubes nocturnos.

Pasaron apenas dos años y su primera banda se separó por tensiones entre sus compañeros. Esa sería la oportunidad de comenzar su carrera como solista. En una entrevista con Rolling Stone en 1975, Young explicó que sentía la necesidad de explorar su creatividad sin las limitaciones de trabajar en un grupo.

Según sus palabras, “quería seguir mi propio camino y experimentar con sonidos que no encajaban en el formato de una banda”. Este deseo de autenticidad artística fue un factor clave en su decisión de grabar su primer álbum como solista, donde pudo experimentar con estilos más introspectivos y personales.

La década de 1970 fue gloriosa para él, tuvo éxito como solista y con Crazy Horse. Lanzó Everybody Knows This Is Nowhere, su primer álbum con Crazy Horse. Sus canciones “Cinnamon Girl” y “Down by the River” muestran su estilo eléctrico y su habilidad para fusionar rock y folk. También escribió el álbum After the Gold Rush, uno de los más introspectivos, en el cual aborda temas ambientales y sociales.

Aquel año marcaría su compromiso con la preservación de los recursos naturales y el apoyo económico que brindaría en la siguiente década a los agricultores para que pudieran trabajar sus tierras. Sin embargo, la canción en la cual liberó su voz crítica fue “Southern Man”.

Young describe escenas de plantaciones sureñas con “mansiones altas y chozas pequeñas”, una referencia a la disparidad entre los esclavistas y los esclavos. También menciona la brutalidad hacia los afroamericanos con referencias a linchamientos, como en la línea “Swear by God, I’m gonna cut him down”, que captura la amenaza a quienes desafiaban las normas raciales.

Una de las críticas también se dirige a los valores cristianos y las prácticas racistas. Insta al cristiano sureño a reflexionar sobre lo que “su buen libro dice”, pues considera que la religión es utilizada para justificar opresiones, a pesar de predicar amor. La frase “Southern change gonna come at last” refleja la esperanza de Young en que el sur eventualmente enfrentará sus problemas raciales y evolucionará hacia una sociedad más justa.

La canción generó la respuesta de Lynyrd Skynyrd con Sweet Home Alabama, canción que defendía el orgullo sureño. En entrevistas Young ha reconocido que su enfoque fue directo y polarizador, pero necesario para llamar la atención sobre las injusticias persistentes.

Luego de las controversias, en 1972 lanzó el icónico Harvest, su álbum más exitoso en términos comerciales con canciones que lo consagraron tanto en la crítica como en el corazón de sus seguidores. La icónica “Heart of Gold” fue su único sencillo en alcanzar el número uno en listas de popularidad.

La canción tiene una influencia country en el uso de la armónica y la guitarra acústica. La letra se volvió clásica al hablar de las búsquedas personales por alcanzar la plenitud y un constante deseo de emprender los caminos necesarios hacia la libertad. Young utiliza la metáfora de un “corazón de oro” para expresar la conformación de la autenticidad tanto en uno mismo como en los demás.

En la letra, él mismo se considera un minero para encontrar un corazón de oro. Es una forma simbólica de referirse a las etapas adversas por las cuales una persona ha atravesado hasta encontrarse con uno mismo. De ahí viene el matiz melancólico del sencillo que se ha vuelto entrañable con el paso del tiempo.

El complemento para esta canción fue “Old Man”, una reflexión sobre la vida y la mortalidad. Explora la conexión humana más allá de las barreras de edad y experiencia. La línea “I’m a lot like you” subraya cómo las necesidades emocionales, como el amor y la pertenencia, son comunes a todos.

Tras consolidarse con este álbum de emociones claroscuras, se inclinó por abordar temas serios de su generación. El tópico principal fue el abuso de drogas. En 1975 publicó Tonight’s the Night, un trabajo oscuro dedicado a amigos que perdió por sobredosis. La canción que captura su dolor lleva el mismo nombre del álbum, en el cual desata su frustración.  

Tanto el álbum como la pieza están dedicadas a dos figuras clave en la vida de Young: Danny Whitten, guitarrista de Crazy Horse, y Bruce Berry, su roadie. El músico describió el álbum como un wake album (álbum de velorio), un intento de procesar la pérdida y rendir homenaje a sus amigos. La estructura del álbum, que comienza y termina con versiones de “Tonight’s the Night”, refuerza el tema de la repetición del duelo y la memoria.

El álbum también es parte de lo que se conoce como la Ditch Trilogy de Young, un conjunto de trabajos que exploran temas oscuros y personales. En palabras de Young, este periodo fue una respuesta a la superficialidad del éxito comercial y una búsqueda de autenticidad artística.

El fin de su luto llegó en 1979 con Rust Never Sleeps, considerado un puente entre el folk y el grunge. Su influencia en las siguientes dos décadas sería innegable en bandas como Nirvana y la ola de ese subgénero en Estados Unidos. Desde aquel año, Young comenzaba a figurar como un padrino del grunge.

La canción clave del éxito fue “Hey Hey, My My (Into the Black)”, su estética poco cristalina y riffs de guitarra eléctrica saturados inspiraron una sensación de desenfado que conectó con los músicos más jóvenes. La frase “It’s better to burn out than fade away” refleja un contundente deseo de trascender y llevar al límite sus habilidades y consumarse en ese estado de libertad que expresaban sus letras.

La tendencia en sus composiciones abriría una nueva década, donde la crítica hacia los políticos, la intolerancia y los cambios sociales serían el tema principal de sus sencillos. Para acompañar su nuevo concepto, decidió experimentar con sintetizadores y efectos electrónicos.

“Rockin’ in the Free World” y las contradicciones de Young

En 1989 lanza Freedom, que incluye “Rockin’ in the Free World”, una crítica social que se convirtió en un himno de protesta. El tema demostró una madurez en su sonido, uno que se acercaba al rock pesado en ese momento, pero sin olvidarse de los problemas que Young estaba interesado en abordar. 

La canción fue escrita en un momento de transición global. El presidente George H. W. Bush acababa de asumir el cargo, y su discurso inaugural mencionaba la frase “mil puntos de luz”, que Young satirizó en la letra de la canción. Además, el mundo estaba al borde de grandes cambios, como la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría. 

En entrevistas, Young ha explicado que la frase “Keep on rockin’ in the free world” surgió de una conversación con su guitarrista Frank Poncho Sampedro durante una gira. Sampedro comentó irónicamente que, ante la cancelación de un intercambio cultural con Rusia, tendrían que “seguir rockeando en el mundo libre”. Él tomó esta frase y la convirtió en el núcleo de la canción.

La canción critica las políticas de la administración Bush, incluyendo su promesa de una “nación más amable y gentil”, que Young contrasta con imágenes de pobreza y violencia: “People sleepin in their shoes”. La frase es contundente debido a la miseria de su connotación, y el músico la usa como una denuncia hacia los funcionarios estadounidenses que apretaban a las clases bajas con altos impuestos. 

La voz de Young había pasado de ser artística a incómoda para las clases acomodadas y políticas. Lo demostró con la frase: “Don’t feel like Satan, but I am to them”, en la que recalca cómo podría ser percibido solo por ser crítico respecto a lo que pasaba con Estados Unidos. Aunque conocía su limitación, y consciente de su incapacidad para cambiar el contexto, remató con la única salida posible para quienes enfrentan el caos, “So I try to forget it, any way I can. Keep on rockin’ in the free world”.

Roquear en el mundo libre es una forma de llamar a la resistencia. Cuando las instituciones fallan, la incertidumbre crece y la desigualdad social empeora, solo queda aguantar; aunque nunca de forma pasiva, sino con furia y hartazgo. La mejor forma para hacerlo, o al menos así lo demuestra Young, es el arte y la promesa incendiaria del rock.

Una de las vías para resistir también es cuestionar cuán benéficas fueron las políticas públicas enfocadas en mejorar un país. Young lo entendió con una premisa, “Got styrofoam boxes for the ozone layer”. El músico cuestiona si la sobreproducción de poliestireno en realidad activará la económica o solo envenenará la capa de ozono.

Además de abordar la crisis ambiental y el impacto de las guerras en la sociedad, con ideas que enfatizan el peligro de las armas en un país poco amable: ”We got a kinder, gentler machine gun hand”, la violencia en Estados Unidos es el problema que el músico elige exponer, debido a la normalización de las invasiones a otros países.

Young también lanza críticas mordaces desde la ironía. La letra combina un tono sarcástico con un coro que puede interpretarse como una celebración irónica de la libertad. Seguiría ese camino en la década de 1990, y en 2006 se alejó de las ironías para protestar de forma directa contra la guerra de Irak.

Lanzó Living with War, un álbum de protesta contra la guerra en Irak. Young ha explicado que la inspiración para el álbum surgió de una portada del periódico USA Today, que mostraba un quirófano en un avión militar transportando soldados heridos desde Irak hacia Alemania. La imagen y el titular, que se centraban en los avances médicos en lugar del sufrimiento humano, lo impactaron profundamente. 

El álbum critica directamente las políticas de George W. Bush, especialmente en canciones como “Let’s Impeach the President”, que enumera las razones por las cuales Young consideraba que Bush había fallado como líder. También aborda la desconexión entre los ideales estadounidenses y la realidad, y explora temas como la desigualdad social y el impacto de la guerra en las familias.

Las partes más controversiales de la canción incluyen acusaciones directas como “Let’s impeach the president for lying” y “For hijacking our religion and using it to get elected”. Estas líneas critican la manipulación de la religión y las mentiras que llevaron a la guerra en Irak. También aborda temas como el espionaje a ciudadanos y la negligencia hacia comunidades vulnerables, como Nueva Orleans tras el huracán Katrina.

La historia de Neil Young transcurría sobre una línea de coherencia con acciones e ideales, pero en 2014 el músico ofreció un concierto en Israel, pese al genocidio que comenten contra el pueblo palestino. Atrás había quedado el artista que usaba la música para oponerse al horror de la guerra y la crítica para incomodar a los mandatarios beligerantes como Bush.

Su decisión fue reprobada y tildada de incongruente. Acudir a una zona donde se ha gestado un colonialismo contra Palestina era casi un sinónimo de traición hacia sus ideales plasmados en Rockin’ in the Free World y Living with War. Al parecer, el tiempo había corrompido el espíritu crítico de Young. A unos meses de su desacierto, canceló el show debido a las tensiones geopolíticas de los involucrados.

Era tarde, había exhibido su falta de comprensión ante el colonialismo. Sus defensores acérrimos dirán que es un tema de peso para él, con su famoso tema “Cortez, the killer”, pero en la letra se puede observar una comprensión superficial del tema, con versos románticos:

And I know she’s living there

And she loves me to this day

I still can’t remember when

Or how I lost my way.

He came dancing across the water

Cortez, What a killer.

Sería injusto exigirle a Young exactitud histórica, es un músico. Aunque podría tener la misma voz crítica para identificar los problemas por los que ha protestado en otros países. El colonialismo es un fenómeno cuestionado a medias en sus letras. Lo anterior podría explicar por qué lanzó una expectativa ingenua en el comunicado de prensa con el que canceló el concierto en Israel: “Esperamos tocar en un Israel y una Palestina en paz”. 

Alguien como Young, un músico de 79 años, con 40 discos publicados cuyo tema es la protesta, podría entender que la paz en el colonialismo resulta una opción improbable. En algunos casos, llega cuando una facción conquista a otra. Pero su forma roquera de rebelión tiene un optimismo que parece inquebrantable.

En la actualidad, ha estado trabajando con su nueva banda, The Chrome Hearts, y lanzó su primera canción con ellos, “Big Change”, en enero de 2025. Este tema refleja su estilo característico de rock irreverente y su compromiso con mensajes sociales y ambientales. 

El caso de Neil Young y su música de protesta contiene claroscuros. Por momentos parece irregular, pero en la mayoría de su carrera mostró un genuino deseo de subversión. Sus últimos años quedarán marcados por contradicciones, y podrían explicarse con una paráfrasis de un villano de Batman: mueres roqueando en el mundo libre o vives lo suficiente para dormirte en tus pies.

Fuentes y referencias:

https://www.youtube.com/watch?v=fFw7q-BLxLA
https://www.britannica.com/biography/Neil-Young
https://faroutmagazine.co.uk/the-beautiful-song-neil-young-described-as-his-childhood-favourite/
https://www.hellomagazine.com/healthandbeauty/health-and-fitness/702090/neil-young-health-issues-childhood-polio-diabetes-aneurysm-seizures-tour-canceled/
https://www.express.co.uk/life-style/health/1490743/neil-young-health-brain-aneurysm-symptoms
https://rockhall.com/es/inductees/buffalo-springfield/
https://www.rollingstone.com/music/music-features/for-what-its-worth-inside-buffalo-springfields-classic-protest-song-106435/
https://www.rollingstone.com/music/music-news/neil-young-the-rolling-stone-interview-123513/
https://mail.songmeaningsandfacts.com/southern-man-by-neil-young/
https://avalon.law.yale.edu/20th_century/bush.asp
https://onstagemagazine.com/keep-on-rockin-in-the-free-world-neil-young-backstory/
https://www.efeeme.com/neil-young-cancela-un-concierto-en-israel/
https://www.amnesty.org/es/latest/news/2024/12/amnesty-international-concludes-israel-is-committing-genocide-against-palestinians-in-gaza/
https://www.bbc.com/mundo/articles/c1k3y3v9gxlo
https://axs.tv/news-story/neil-young-declares-big-change-is-coming-on-new-song/


Autores
Diego Durán nació en la CDMX en 1996. Egresado de la licenciatura en Ciencias de la Comunicación y Periodismo, en la Facultad de Estudios Superiores Aragón (UNAM). Ha colaborado en medios de comunicación periodísticos y culturales como Chilango, Tierra Adentro, Fondo de Cultura Económica, Grupo Expansión e Infobae.

La primera paloma aterrizó mientras el anciano vaciaba la bolsa de papel. El hombre removía los trozos de pan cuidadosamente, con la punta del bastón. La paloma esperó a que la bolsa se vaciara por completo antes de acercarse; se balanceaba y sacudía el cuello como si acabara de despertar. Al cabo de unos minutos, convocadas por la vastedad del almuerzo, tres palomas más frenaron de lleno contra el suelo del parque, y con un batir de alas arrinconaron a la primera, que al verse indefensa levantó el vuelo apenas unos centímetros y fue a pararse detrás de la banca, hasta donde habían llegado algunas migajas que comió sin atender a la mirada que le sonreía.

Desde donde estaba, Mirna alcanzó a ver al hombre agacharse con esfuerzo, como si fuera a susurrarle un par de cosas a la primera paloma. No alcanzó a escuchar lo que le dijo, estaba muy lejos para saberlo, pero advirtió que el ave se mantuvo quieta, comiendo mansamente como un perro de la calle. El anciano se irguió de vuelta y cruzó una pierna sobre la otra, guardó la bolsa de papel en el bolsillo de su saco y en su lugar sacó lo que parecía un fino pañuelo de seda. Daba la impresión de estar vestido para una fiesta. Tal vez iría a una boda, supuso Mirna. Llevaba una boina tejida y atada a la camisa blanca, creyó ver una corbata ancha y negra, del mismo color que el resto de su atuendo.

A Mirna le dio curiosidad lo que podría ocurrir después y siguió mirando al anciano mientras sacudía uno por uno los peluches de su puesto. A esa hora había poca gente en el parque, pero decidió salir a vender porque era mejor estar allí que en casa. Su marido le ayudó a descargar la mercancía desde temprano y se había ido pronto para aprovechar a los clientes que, a diferencia de lo que ocurría aquí, llenaban los andadores del mercado donde tenía la tienda. Él insistía en que no trabajara, pero Mirna quería ayudarlo y de paso sentirse útil, distraerse, tratar de no pensar en las últimas semanas.

Su suegra le había dado los peluches. La señora quería a Mirna y la apoyaba con el negocio. Se portó buena gente desde que llegó a vivir a su casa; la trataba como la hija que no tuvo. Sus cuñados también se alegraron de que su marido la llevara a vivir con ellos. Lo felicitaban por haberse encontrado a una mujer hermosa y trabajadora, y Mirna devolvía el cariño ayudando en las labores domésticas. Ellos ya vivían abajo, con su suegra, y ella y su marido en el segundo piso, en un cuarto que este último empezó a construir tras conocerla. Mirna había caído en blandito, admitió mientras le quitaba la mugre de los ojos a un cerdito sin orejas. Pero la que más la quería en esa casa era Nancy, su sobrina, la única niña entre tanto adulto.

El anciano seguía hablando con las palomas. Sonreía satisfecho, empuñando su bastón con el mentón en el mango. Mirna tomó otro peluche –un conejo verde pastel con una zanahoria en el pecho– y continuó espiándolo. La escena le daba ternura. Desde su lugar vio cómo el anciano llamaba a otra paloma con los dedos. Esta lo ignoró, aunque a Mirna le dio la impresión de que, a su modo, también estaba contenta. Cuando la sintió cerca, el anciano inclinó la espalda hacia adelante, lentamente, y sacando una mano del bastón, intentó acariciarla. La paloma retrocedió unos pasos, pero no huyó del círculo de migajas. Entonces el anciano se echó a reír.

—¿Cuánto por el koala, seño?

Un adolescente se había detenido frente al puesto de Mirna. Llevaba el suéter del uniforme amarrado a la cintura. Estaba hincado frente a un peluche de color gris que según él tenía cara de koala. El animal sostenía con las manitas una rama de bambú con una hoja verde en la punta. Le hacía falta un ojo pero aún conservaba su etiqueta original. 

—Ese está en cien, por el ojito. Si te lo llevas, te lo envuelvo en celofán. Nomás voy aquí de rápido por la bolsa, espérame.

—Mmm, ¿y no tiene otros más baratos? —el chico regresó el peluche a su lugar cuando escuchó el precio—. Estos ya son usados, ¿verdad?

—Sí, pero están cuidaditos, mijo. Chécale. Hay ardillitas, caballos, ositos, pollos, vacas, perros monedero. Toma el que te agrade.

—Oiga, ¿y no vende rosas?

—No, rosas todavía no tengo. Pero traeré la próxima semana. ¿Te aparto un ramo? Las voy a dar en ciento veinte, pero a ti te las dejo en…

El chico había agarrado ahora una vaca que sacudía como si quisiera hacerla volar. Mirna iba a negociar pero aquél se paró de un salto, miró hacia la puerta de la secundaria de la esquina, y al ver que el conserje estaba a punto de cerrar, la dejó hablando sola.

La actitud del chico no le molestó a Mirna. Nancy era igual. A veces, poco antes del accidente, los visitaba a ella y a su marido en la tienda, los saludaba de rápido mientras husmeaba entre las botanas hasta que encontraba sus favoritas, tomaba dos bolsas, le pedía a sus tíos que las apuntara en la cuenta de su abuela, y salía disparada hacia la calle. Mirna aceptaba el hurto con una sonrisa, mientras la niña sorprendía con un empujón por la espalda a uno de los muchachos que la esperaba afuera. Le gustaba corretearse con sus amigos, darse zapes, abrazarse, correr alocada como a cualquier otra adolescente de su edad.

Después de cenar, la suegra de Mirna se ponía al corriente con la cuenta, mientras la familia tomaba café y conversaban de cualquier cosa, por lo general del trabajo de su cuñado en el taller mecánico o de las ganancias de Mirna y su marido en la tienda. A veces, la señora les externaba a ellos dos su deseo de tener otro nieto. A pesar de que creía que Mirna todavía podía embarazarse, su marido siempre evitaba hablar del asunto. Mirna creía que le daba vergüenza explicarles a todos que lo habían intentado tantas veces ya que confesarlo otra vez en voz alta era igual a aceptar su fracaso como hombre. Cuando el tema se tocaba en la mesa, Mirna prefería hablar con Nancy, preguntarle sobre la escuela, saber cuántos amigos tenía o si ya había por allí algún noviecito. Pero no solo era una estrategia para evadir la petición de su suegra. Mirna en verdad quería a Nancy.

Cuando era más chica, Nancy subía a su casa todas las tardes. Le gustaba hacer la tarea allá mientras su tía trapeaba y le hacía chicharrones en la estufa. Pasaban horas platicando y a veces hasta cantaban juntas, como dos mujeres despechadas que fingen el dolor solo para divertirse. Si se quedaba a dormir, la niña llevaba algún peluche al que abrazaba toda la noche, acostada en medio de sus dos tíos.

Sus padres habían cruzado para los Estados Unidos poco después de su nacimiento; habían ido en busca de trabajo, y Mirna, a falta de hijos propios, se había hecho cargo de su sobrina el tiempo que estuvieron lejos. Cuando los deportaron, dos años después, volvieron a casa de su suegra, pero la relación de Mirna con Nancy siguió siendo la misma. Mirna la había visto crecer desde que nació e incluso notaba ciertos rasgos de su personalidad en los modos que tenía para hablar y reírse. Poco a poco se estaba convirtiendo en una señorita, a pesar de que para ella seguía siendo una niña. Su bebé, como le gustaba llamarla.

Nancy iba a cumplir doce años cuando ocurrió el accidente. Había subido una tarde en la que Mirna no estaba en su casa. Quería presumirle a su tía el nuevo peluche que su abuela le regaló por su cumpleaños. Al ver que nadie le abría, decidió esperar sentada en el filo de la barda que daba al patio. El marido de Mirna aún estaba resanando esa zona, por lo que había dejado cubetas y herramientas tiradas por doquier. Su abuela había escuchado el golpe, tal como les contó a todos horas después, pero supuso que era Mirna haciendo su quehacer y continuó mirando la telenovela. Al poco rato la señora llamó a su nieta y al ver que no le contestaba, salió a buscarla. En ese momento encontró a Nancy en el patio, tendida boca abajo, junto a un osito café con un corazón en el pecho. No se pudo hacer nada, contó la madre de Nancy, mientras todos los demás lloraban y culpaban implícitamente a la suegra de Mirna. 

El día del entierro, antes de dormir, Mirna le pidió a su marido que se olvidaran del bebé. Él la acurrucó en su regazo y nadie volvió a hablar del tema.

Cuando terminó de sacudir el resto de peluches, Mirna se sentó en la sillita de madera que le había dejado su marido antes de irse. A muy poca gente, y más a esa hora, le interesaban los peluches de segunda mano, pero ella no perdía la esperanza de venderlos todos. Todos menos uno, el cual apartó de inmediato cuando lo encontró entre los demás peluches luego de despedir a su marido.

Recordó en lo que se había quedado y volteó la cabeza hacia la banca del parque, pero esta ya estaba ocupada por una muchacha de pelo morado que hablaba por teléfono. Las palomas seguían allí, habían aumentado en número y comían concentradas a sus pies. Mirna olvidó el asunto con un suspiro y sacó su celular. Entró a Facebook para matar el tiempo. Debía ser paciente, en cualquier momento llegaría alguien y al saber que no había vendido nada, le ofrecería comprarle el puesto entero, le daría el dinero por los veinte peluches y le dejaría la mercancía para que pudiera venderla al día siguiente, tal como había visto que ocurría en esos videos que tanto le gustaban.

Eran las diez de la mañana y el sol apenas estaba calentando. Los negocios abrían de a poco, una papelería por aquí, una carnicería por allá, mientras que el parque comenzaba a llenarse de gente que hacía tiempo para moverse a otro lado. La plaza comercial de la esquina recién levantaba sus cortinas de metal, pero ya había algunas personas, sobre todo trabajadores de las tiendas, que esperaban sentados a un lado de la entrada. Así fue como Mirna vio de nuevo al anciano.

Daba la impresión de que también él esperaba a que la plaza abriera, pero cuando la gente comenzó a entrar, se quedó allí parado, mirando hacia el techo del edificio. Parecía estar midiendo su altura; usaba el bastón con precisión, como si fuera un flexómetro. El edificio era tan alto que la sombra del techo llegaba hacia donde estaba sentada Mirna, que sonrió amistosamente cuando volvió a encontrárselo. El anciano se movía de un lado a otro, mientras golpeaba el suelo con tal fuerza que parecía que fuera a bailar. Alzaba y bajaba los brazos con esfuerzo, sin importarle que se le abriera el saco. Mirna alcanzó a ver, gracias a esto, la mancha en la bragueta de su pantalón y la cuerda mal amarrada que llevaba alrededor de la cintura. Eran detalles que no había notado en el parque y que ahora, a escasos metros de su puesto de peluches, percibía con incredulidad.

El anciano continuaba moviéndose mientras los visitantes de la plaza lo miraban y se burlaban de él. Una vez más alzó la vista al techo, volvió a golpear el suelo, sonrió como si hubiera terminado la tarea, y volteó a ver a Mirna, que lo miraba con curiosidad, pero esta vez sin ternura. Cuando empezó a caminar hacia ella, se levantó de la silla.

—Que dios la bendiga, señora mía. ¿Cuánto cuestan sus muñequitos?—, gritó el anciano al llegar al puesto. Solo hasta entonces Mirna pudo ver las ojeras que surcaban su rostro, de un color cenizo, casi como si se hubiera golpeado y la sangre llevara coagulada años debajo de sus párpados. Parecía que las arrugas le escurrían por las mejillas. Su ropa olía a orines y humedad, y de su nariz salían vellos canosos tan largos que se confundían con su bigote. Le sonreía a Mirna menos con los labios que con un par de ojos tristes, agrisados, casi púrpuras. Llevaba las uñas largas y amarillentas, con mugre debajo, como si se hubiera rascado una costra sin limpiarse. No traía dentadura, por lo que Mirna tuvo que preguntarle qué se le ofrecía.

—Sus muñecos, ¿cuánto cuestan? Están muy bonitos, sí, muy bonitos. Recuerdo que la primera vez que conocí a Sagrario, le llevé un osito panda. El día que iba a nacer mi Pepe decidimos regalárselo, envuelto en una bolsota así de plástico, sí, de plástico, y una cartita de bienvenida que ella escribió en la cama del hospital, a pesar de los dolores. Le dolía mucho a mi Sagy, le dolía. Ese día les llevé a los dos un ramo gigante de rosas. Estaba contento, cómo no. Iba a ser mi primer hijo. El primero, sí, el primero. Pero yo no supe cuidarlas, dama. Las rosas se me marchitaron a los días. No tuve tiempo de comprarles más. No, no tuve, no pude, no. A mí, las rosas se me mueren, señora. Las rosas, las mujeres y los hijos, sí, las rosas, las mujeres y los hijos.

Dicho esto, el anciano dio un bastonazo en el suelo y soltó una carcajada. Sin esperar a que Mirna le respondiera, señaló con un dedo nervioso un par de palomas que huyeron asustadas por el golpe. 

—Qué buen día para volar. ¿No cree usted, señora mía?

Mirna permanecía con la boca cerrada, no sabía qué decir. El anciano tenía ahora la vista concentrada en los peluches.

—Muy bonitos, sí. Ese de allá, el osito del corazón en el pecho… 

Mirna sintió un dolor en el estómago. Iba a decirle al anciano que ese no estaba a la venta pero él metió la mano en el bolsillo de su saco, como si buscara dinero. En su lugar, sacó un pañuelo percudido y se sonó la nariz. Lo sacudió frente a Mirna, antes de guardarlo de vuelta. No dejaba de temblar. El movimiento hizo que se le cayera la bolsa de papel, hecha bolita, que rodó hasta los peluches sin que se diera cuenta. Varias moronitas de pan cayeron a los pies de un pony maltrecho.

Mirna se agachó para devolverle la bolsa, pero el anciano ya había caminado lo suficiente hasta alejarse entre el tumulto de personas que a esas horas se movían del parque a la plaza y de la plaza al parque, como hormigas laboriosas. Mirna suspiró y volvió a sentarse. Una paloma se había acercado a comerse las migajas del suelo, junto al osito café con el corazón en el pecho que estaba debajo de su silla. Se quedó mirando la bolsa de papel y la apretó sin saber qué hacer con ella.

Cuando se escuchó el golpe, minutos después, la bolsa parecía haber tomado la forma de un grito.


Autores
Diego Casas Fernández (Puebla, 1992), docente y ensayista. Maestro en Literatura Aplicada por la Universidad Iberoamericana. Es autor del libro de ensayos Punto ciego (2016).
Portada de "Los monederos falsos", André Gide. El País. Clásicos del siglo XX. 2003.
Portada de “Los monederos falsos”, André Gide. El País. Clásicos del siglo XX. 2003.

La literatura, en su esencia más pura, es en sí un acto de falsificación. Nos brinda mundos alternativos y acceso a otras realidades que, a través de la alquimia de las palabras, se convierten en reflejos prístinos de la verdad, pues ya se ha dicho que la literatura es decir la verdad a través de la mentira, o si se quiere, mediante la ficción. Es en este terreno lúdico lleno de claroscuros donde se inscribe Los monederos falsos de André Gide, una novela que no solo narra la falsificación del dinero, sino la falsificación de la vida, del arte y de los valores morales al uso.

Publicada en Francia en 1925, esta novela de Gide desafía las estructuras narrativas tradicionales. No ofrece un relato lineal ni una anécdota con una perspectiva única, siendo más bien una novela río que elabora un universo de ficción realista lleno de matices. En vez de seguir una corriente narrativa más naturalista, el autor teje un complejo entramado de personajes y situaciones que se imbrican entre sí, se intersectan y se superponen, como si la propia narración imitara el caos y la fragmentación de la existencia humana.

Ambientada en el París de entreguerras, la trama nos presenta a un grupo de jóvenes que se debate entre la rebeldía, la inseguridad y el deseo de autenticidad, mientras la red invisible —pero rigurosa— de las convenciones sociales y morales de su tiempo los mantiene atrapados. El protagonista Bernard Profitendieu, al descubrir que es hijo ilegítimo, huye de casa en busca de una vida más genuina. Su amigo Olivier Molinier, más reservado y frágil, vive bajo la sombra de su familia y de una rigidez que le impide ser plenamente él mismo. Entre ellos se mueve Edouard, escritor, testigo y alter ego de Gide, cuya mirada es tan tierna como implacable, mientras intenta dar forma a una novela que refleje la complejidad de la existencia. Dicha novela también se llama Los monederos falsos (la metaficción y el homoerotismo son bienvenidos entre sus páginas).

La historia no se limita solo a eso. El villano Strouvilhou subrepticiamente organiza una red de falsificadores de moneda que involucra a los protagonistas, llevando el simbolismo de la novela al límite, pues en un ámbito social donde predominan las apariencias, todos terminan siendo, de una u otra manera, monederos falsos. A través de una estructura polifónica y de personajes tan ambiguos como reales, André Gide firma una novela que, en su centenario, sigue cuestionando conceptos como la verdad, el deseo, la moralidad y lo que es auténtico. En pocas palabras, reflexiones tan necesarias ahora como lo fueron hace cien años.

Los monederos falsos es una novela dentro de una novela, un relato que se desdobla y se examina a sí mismo, una obra que se interroga sobre su propia naturaleza mientras nos sumerge en la vida de Edouard, Bernard, Olivier y otros tantos personajes, tan numerosos que su lectura exige una atención profunda y memoriosa. Y es que los personajes de Gide nunca son completamente buenos o malos. Todos son, de alguna manera, falsificadores de sí mismos: de monedas, de afectos, de roles familiares o de valores morales. Su ambigüedad es una de las mayores virtudes literarias de la obra.

Por otro lado, la estructura fragmentaria de la novela no es un mero capricho formal, ya que obedece a la voluntad de Gide, en tanto demiurgo y autor total, de reflejar la dispersión y la multiplicidad de la vida moderna. Como señala Edouard en su diario: “Lo que me preocupa es encontrar la estructura que dé cuenta de la confusión misma de la existencia, de su movilidad perpetua”. Este recurso, que rompe con la narrativa convencional, permite que las voces y perspectivas de los personajes dialoguen entre sí y con el lector, cuestionando continuamente la estabilidad del relato.

Esta preocupación estructural entronca directamente con la estética modernista de la época, en la que obras como Ulises de James Joyce (1922) o la “saga” En busca del tiempo perdido de Marcel Proust (1913-1927) exploraban igualmente la fragmentación, la multiplicidad de perspectivas y la autorreflexión. Gide comparte con estos autores la búsqueda de una estructura que imite la complejidad y la anarquía de la vida interior o del mundo intimista de sus personajes.

No obstante, no quisiera que Los monederos falsos se percibiera como un libro que es pura forma sin fondo, pues es una obra radical debido a los temas que aborda y cómo los aborda, ya que no solo se trata de la falsificación de monedas como eje dramático, sino de las emociones, las identidades y las relaciones humanas. Bernard, Olivier, Laura o Edouard habitan una sociedad burguesa que impone normas que ellos aprenden a copiar, falsear y manipular. En su estética discursiva velada pero poderosa, la novela retrata el “doble sentido” de las relaciones afectivas y sexuales, en especial cuando se refiere a la tensión homoerótica entre Edouard y Olivier: “El cariño que le profeso es tanto más profundo cuanto menos lo exhibo; cuanto menos él mismo parece advertirlo”. Esta sensibilidad es una forma delicada de representar el deseo, esas ansias de un amor que no tiene nombre, dentro y fuera de los márgenes sociales de principios del siglo XX.

En su época, Los monederos falsos tuvo una recepción bañada de escepticismo por parte de ciertos sectores de la crítica, que creyó ver en su complejidad formal y en su ambigüedad moral una obra inclasificable e, incluso, poco digerible. Afortunadamente, otros lectores atentos como Jean Paulhan o Valéry Larbaud vislumbraron su potencial renovador y disruptivo. No fue sino hasta después de la Segunda Guerra Mundial, con la emergencia de las vanguardias narrativas francesas y la consolidación del nouveau roman, cuando la crítica reconoció en Gide a un genio adelantado a su tiempo.

Lo consigue a tal grado, que en el centenario de su publicación la audaz apuesta narrativa de Gide ha llevado a Los monederos falsos a ser considerada como una obra precursora del nouveau roman francés de mediados del siglo XX. Autores como Alain Robbe-Grillet (La celosía, 1957), Nathalie Sarraute (El planetarium, 1959) o Michel Butor (La modificación, 1957) emularán esa intención de ahondar en la estructura novelística propia de la novela moderna, eliminando la psicología tradicional y utilizando una narrativa fragmentaria, al tiempo que se increpan las más socorridas nociones de personaje, trama y narrador. Gide, sin proponérselo explícitamente —o tal vez sí—, se adelanta a muchos de los recursos que la nueva novela implementará décadas después, como la mise en abyme (puesta en abismo), los argumentos desarticulados y los finales abiertos, tan solo por mencionar algunos de ellos.

La novela fue entonces revalorada por su capacidad de cuestionar las convenciones de la narración realista, por introducir de forma pionera la autorreflexión narrativa y por presentar una galería de personajes marcados por la incertidumbre y la ambigüedad, anticipándose a la angustia existencialista y a la estética del desencanto que se impondría en la segunda mitad del siglo XX.

En el 2025 que se cumple el centenario de la publicación de Los monederos falsos, hay que decirlo, su pertinencia en el panorama literario no solo se mantiene vigente, sino que incluso evoca relecturas y otras resonancias a partir de la óptica contemporánea. Sobre todo, en el siglo XXI en donde las nociones de verdad, identidad y moralidad son constantemente cuestionadas y revisadas —casi a cada segundo—, el trabajo de Gide se erige como plenamente actual. Sus comentarios sobre la falsificación —tanto material como afectiva, social y artística— arrojan luz sobre una variopinta cantidad de problemáticas del presente, en especial en cuanto a la conformación de las identidades del ser humano y en cómo elaboramos nuestros discursos y diálogos en torno al concepto de lo verdadero.

En plena era de la posverdad y las fake news, de las relaciones e identidades líquidas y de la multiplicación de narrativas en redes sociales, la novela adquiere una importancia más pertinente que nunca, tal vez aún mayor que en su propia era. Tal parece que Gide intuyó que lo que llamamos realidad, en lugar de ser una certeza o un hecho comprobable, es un constructo subjetivo, variable y siempre susceptible de ser manipulado o tergiversado. No existe ya lo verdadero, sino una verdad en constante transformación.

Dejando las anteriores consideraciones aparte, lo cierto es que la novela sigue influyendo en los autores contemporáneos que, como en su momento lo hicieron los escritores del nouveau roman, hallan algún asidero en la obra de Gide, en tanto que seduce a repensar las estructuras narrativas. Autores como Enrique Vila-Matas, Ricardo Piglia o más recientemente la canadiense Rachel Cusk, revuelven y reelaboran los principios novelísticos, recreando a su manera todas las posibilidades desplegadas en Los monederos falsos y perfeccionados por la nouveau roman: la fragmentación, la ambigüedad moral, la autorreflexión y, por qué no expresarlo, la hoy tan manida autoficción literaria.

A un siglo de su aparición, hoy en día a Los monederos falsos y a Gide se le podrían endilgar etiquetas dignas del marketing editorial, pero no por ello menos ciertas: un auténtico clásico moderno, una obra que debe ser leída como un libro adelantado a su tiempo, una novela irreverente que sigue provocando al lector e incitándolo a desconfiar de toda verdad, pues todo lo sólido se desvanece en el aire y el mundo es una representación que se pretende verista sin serlo.

Finalmente, la figura de André Gide, ganador del Nobel de Literatura en 1947, es un referente ineludible para acercarse a la narrativa moderna o contemporánea. Sin él y su cuerpo de obra no se podrían entender las corrientes más avant garde de nuestra era. Como autor y homosexual confeso, fue un hombre fuera de su tiempo (conoció a Oscar Wilde ya caído en desgracia y escribió un opúsculo biográfico sobre él, pero esa es otra historia). Su anhelo disruptivo de provocar y socavar el statu quo de la moralidad burguesa, las convenciones artísticas y las hipocresías sociales, le granjeó una posición ambivalente, a caballo entre el respeto, la admiración y el desprecio dentro del canon de letras europeo. El paso de los años habría de hacerle justicia, pues en el presente su obra es objeto de lectura y análisis en universidades de todo el mundo.

Su radio de influencia no fue únicamente en el de la literatura francófila, sino también en corrientes como la del llamado “boom latinoamericano”, como también dentro de la autoficción contemporánea y otras tantas escrituras experimentales de los mercados anglosajones. Los monederos falsos es leída hoy no como una obra aislada, sino como el eslabón perdido y la clave genética del paso evolutivo entre la novela psicológica clásica y la novela moderna.

Tal vez por ello Los monederos falsos continúa atrayendo al lector posmoderno: porque nos recuerda que la literatura, como la vida, no ofrece respuestas definitivas, sino preguntas incómodas y verdades siempre provisionales. En ese sentido, André Gide nos legó una novela que dialoga mejor con nuestro presente que con su propia época. El centenario de este texto seminal no es solo la celebración de una pieza maestra del modernismo literario, sino el espejo roto que nos indica que, al igual que sus personajes, seguimos siendo fabricantes de relatos que buscan, sin encontrarla, una verdad imposible e inexistente.


Autores
(Mérida, 1984). Licenciado en comunicación por la Universidad Modelo y egresado de la Maestría en Arte de la UNAY. Periodista y promotor cultural, editor, ensayista y narrador, su trabajo se ha publicado en periódicos, revistas y en libros de su autoría como Tercera llamada, Cuentos, minificciones y aforismos del descaro (Libros en Red) y Yucatán en Letra Joven (PACMYC), etc. Ha sido cuatro veces ganador del Fondo Editorial del Ayuntamiento de Mérida, recientemente con dos libros de ensayo: Universo de Juan García Ponce (Libros del Marqués) y Bestiario del bibliófilo (Nitro Press) . Actualmente es presidente de la Red Literaria del Sureste y director de la revista Soma, Arte y Cultura.
Portada de "Zarpar", Juan Esmerio. Editorial Universidad Autónoma de Sinaloa, 2025.
Fotografía de Pier Paolo Pasolini durante el estreno de "El Evangelio según Mateo", 1964. Imagen de dominio público recuperada de Wikimedia Commons.
Fotografía de Pier Paolo Pasolini durante el estreno de “El Evangelio según Mateo”, 1964. Imagen de dominio público recuperada de Wikimedia Commons.

A Hugo Servando Sánchez

Como buen hijo de mi tiempo —audiovisual, antes que nada— la imagen que tuve de Pier Paolo Pasolini fue la de un cineasta disruptivo. Esta idea se forjó, por supuesto, porque supe de la existencia de su última película Saló, o los 120 días de Sodoma (1975), esa violenta y despiadada crítica al poder. Mi acercamiento a la figura de Pasolini, después, siguió siendo a través de la pantalla, la inquietante Teorema (1968) y las sugerentes adaptaciones de Edipo Rey (1967), de Sófocles, y Medea (1969), de Eurípides, la sobria y bella El evangelio según San Mateo (1964). Pero no conocía su obra poética, con la que primero se dio a conocer en su natal Italia antes que por su obra cinematográfica —que es mucho más amplia que las obras que acabo de enumerar, pero en mi defensa diré que entonces, mediados de la década del 2000, no me fue fácil encontrarlas—.

He de decir que por esas cinco películas que vi en aquellos años pude hacerme una idea de ese pensador que fue Pasolini. Un creador cuya obra iba desde la adaptación de Sade hasta la de uno de los evangelios, y a través de la cual ofrecía no solo una mirada a los mundos que recreaba en pantalla, sino una crítica al mundo en el que vivía. Un creador multifacético que conocía el lenguaje cinematográfico y con él creaba poderosas narraciones audiovisuales. 

Descubrir al poeta fue sorpresivo, justo por la idea que de él me había hecho a partir de su cine. Era como encontrarme con otro artista; pero ¿no es así al encontrarse con una nueva obra de un artista que creíamos conocer? De hecho, esa ya había sido mi experiencia al ver su cine, en un primer momento tuve la sensación de percibir películas de diferentes cineastas, aunque las búsquedas, los intereses y sus aproximaciones eran, si no los mismos, muy cercanos. Y ante mi sorpresa me doy cuenta de que una de las cualidades de la obra de Pasolini es la inconformidad. Que si ha encontrado una forma para expresar alguna de sus preocupaciones la explora al construir la obra que labra y para la siguiente obra buscará una nueva forma o expandir la que ya ha explorado —aprendió, me parece, de las vanguardias ese espíritu de inconformidad como parte de la labor artística, no como un programa de rompimiento, aunque en algunos momentos llega a hacerlo, sino como parte del proceso creativo—.

Pero me adelanto. Pasolini aprendió muchas lecciones de la vanguardia, pero no es un artista de principios de siglo XX. Su asimilación de la vanguardia va encaminada sobre todo hacia el punto en el que cuestiona el status quo. Es, ante todo, un comunista y no deja de serlo ni cuando graba sus películas ni cuando se enfrenta a la página en blanco. Como queda de manifiesto en el tercer apartado de “El llanto de la excavadora”, poema de 1956, que apareció en su famoso libro Le ceneri di Gramsci (Las cenizas de Gramsci, 1957) —en versión de Martín López-Vega, como la mayoría de los fragmentos y poemas que compartiré, a excepción de los fragmentos de La divina mimesis (1975), cuyas versiones son de Julia Adinolfi—:

El mundo se volvía sujeto

 

todo hombre, humildemente, lo conoce. 

Marx o Gobetti, Gramsci o Croce 

estuvieron vivos en vivas experiencias.

Y aquí revela uno de los aspectos fundamentales de su poesía, de su arte: la vitalidad. La voz poética de “El llanto de la excavadora” observa el mundo en el que se mueve, un mundo de obreros y gente empobrecida, y se descubre con la necesidad de escribir y de buscar la Revolución:

[…] Nuevo 

en mi nueva condición 

de viejo trabajo y vieja miseria 

los pocos amigos que venían 

[…]

me vieron inmerso en una luz viva: 

dócil, violento revolucionario 

de corazón y de lengua. Un hombre florecía. 

Las cenizas de Gramsci no fue el primer libro de poesía de Pasolini, pero sí fue el que lo dio a conocer como poeta en toda Italia y es considerado su más famoso libro. Una voz poética potente que observa el mundo y se conduele de él. Pero no es la mirada del intelectual que ve por encima del hombro, que se distancia del mundo al observarlo, es la voz de un hombre entre los hombres, de alguien que habla de la miseria porque la conoce. A ese respecto López-Vega en “Pasolini, eros bifronte”, la introducción a La insomne felicidad (2022), la antología poética que realizó para Galaxia Gutemberg, apunta: “Pasolini no quiere hablar al pueblo desde un balcón ni desde una cátedra: él es un igual hablando a sus iguales, despertando a sus iguales”.

Y aquí entra en juego uno de los aspectos fundamentales de la obra de Pasolini: su proselitismo. Pero se trata de un proselitismo que siempre está en función de la obra y nunca al revés. De ahí que al hablar de su poesía no sea posible aplicarle el adjetivo comprometida. Las preocupaciones sociales, el señalamiento de la miseria y del poder son parte del entramado de los poemas, pero no son su único objetivo —Pasolini, como artista multifacético que era, sabía que el objetivo de una obra, de una escena, de un poema, nunca es único y que en su multiplicidad de lecturas radica el arte—. Fue tan crítico que, por ejemplo, a partir de varios viajes que realizó a Palestina —en busca de locaciones para El evangelio según San Mateo— escribió algunos de los poemas de Poesia in forma di rosa (1964), en los que señala la violencia de los colonos israelís y la desesperación a la que se ven orillados los palestinos.

Pasolini sabe que es, ante todo un poeta. No es que sus críticas estén supeditadas a la poesía, es que las hace a través de ella.

Más sagrado es cuanto más animal 

el mundo; pero sin traicionar 

a la poesía, a la originaria 

fuerza, es asunto nuestro apurar 

su misterio por el bien y el mal 

humano. […]

Dice en La humilde Italia, también en Las cenizas de Gramsci. Versos en los que es posible ver la poética misma de la obra de Pasolini: no traicionar a la poesía y apurar su misterio. Y aquí no es casual que la cuestión moral aparezca entrelazada al término misterio. Nacido en la Italia del fascismo, donde el catolicismo era la religión imperante, en la cual, más que otra denominación, hay aspectos de la doctrina que no son explicables o entendidos en términos de la razón, son misterios. Aunque él se asumía ateo, la imaginería y la conceptualización católica no le eran desconocidas e hizo uso de ellos a lo largo de su obra —no solo poética, sino cinematográfica; siendo el caso más obvio en su cine, sin duda, El evangelio según San Mateo, pero también puede observarse en Teorema—.

La Iglesia y el cristianismo no son meros motivos en la poesía de Pasolini. Como comunista que fue veía a la religión como un elemento impuesto y en tanto tal era necesario enfrentarlo y cuestionarlo, sobre todo, dado el poder que la Iglesia poseía sobre los pobres italianos quienes, se ha visto, eran una de las preocupaciones del poeta.

[…]

todo destruido por la vulgar riada

 

de los píos propietarios del terreno: 

los de corazón de perro, de ojos profanadores, 

los infames alumnos de un Jesús corrupto 

en los salones vaticanos en los oratorios, 

en las salas de espera de los ministros, en los púlpitos, 

fuertes sobre un pueblo de sirvientes. 

Recrimina la voz poética de “Si desde luego que era un Dios…”, que forma parte de La religión de mi tiempo (1961), en un poema en el que, por lo demás, reconoce que la religión ofreció a los campesinos una luz, una luz de la que la Iglesia se ha alejado. Lo anterior también puede observarse en “Apéndice a la «Religión»: Una luz” donde se lee: “sé que una luz, en el caos, de religión/ una luz de bien, redime/ mi exagerado y desesperado amor”. 

Es tentador decir que el poeta participa de esa tradición de críticos de la institución católica que hunde sus raíces en la Edad Media, pero él es hijo de su tiempo y sus críticas y argumentos, aunque coincidan en algunos puntos con lo que pudieron señalar quienes aún antes de la Reforma abogaban por una vuelta a la pobreza cristiana, son los de un hombre del siglo XX que ha leído a Marx. Así, en“A un Papa”, escrito en las postrimerías de la muerte de Pio XII, Eugenio Pacelli (1876-1958), la voz poética compara la muerte del pontífice con la de un peón.

Pocos días después el muerto eras tú: Zuchetto era uno más 

de tu vasta grey romana y humana, 

un pobre borracho, sin familia y sin lecho, 

que rondaba de noche, viviendo quién sabe cómo. 

Tú de él nada sabías: como nada sabías 

de otros miles y miles de cristos como él.

La recriminación va más allá y descubre, en los versos finales, la potencia de la que era capaz Pasolini:

Lo sabías, pecar no significa hacer el mal: 

no hacer el bien, he aquí lo que significa pecar. 

¡Cuánto bien hubieras podido hacer! Y no lo hiciste: 

no ha habido pecador más grande que tú.

Lo anterior se puede observar desde el título de ese libro de 1961, La religión de mi tiempo, pero, también, en otros de los poemas de esa obra. En “Hubiera querido gritar…” lo hace explícito:

Pobre de quien no sabe que es burguesa 

esta fe cristiana en cada 

 

privilegio, en cada rendimiento, 

en cada servidumbre; que el pecado 

no es otro que el delito de lesa 

 

certidumbre cotidiana, odiado 

por miedo y esterilidad; que la Iglesia 

es el despiadado corazón del Estado.

La crítica, tanto a la institución religiosa como al Estado, es solo uno de los aspectos de la poesía de Pasolini, que se observa hasta el último de sus libros de poesía, La divina mimesis. Multifacético, como he señalado, las etiquetas, los adjetivos, nos son útiles solo como medios de aproximación, pero no para definirlo. Es una pretensión demasiado grande tratar de definir a un poeta, en cambio, aquí lo que ofrezco, lo que intento, es dar la impresión que me produjo su poesía, aquello que me cimbró. 

Si la crítica y lo contestatario llamaron mi atención no fue lo que me rindió de la poesía de Pasolini. Fue, más que nada, la compasión. Compasión entendida como la capacidad de padecer con el otro, ateniéndonos, claro, a la etimología del término, pero también de compartir las pasiones, hacer a sus lectores partícipes de ellas —“Ya que sobrevivo, en un largo apéndice/ de incansable, inagotable pasión”, con estos versos inicia “Apéndice a la «Religión»: Una luz”—. Exige la libertad y la sinceridad, en La divina mimesis lo plantea en los siguientes términos: “¡Cuánto trabajo, y cuánta pasión, para al final no vivir, en todo el día, más que un solo instante de sinceridad!”.

Es un poeta a quien le duele el mundo, pero también que reconoce que la vida es lo único que poseemos. La exaltación vital de Catulo en su Carmen V —Vivamus, Lesbia mea, atque amemus— está presente en la poesía de Pasolini, pero, sobre todo, transfigurada en un deseo por la existencia, lo cual muestra en “La tentación”, poema de L’usignolo della Chiesa cattolica (El ruiseñor de la Iglesia católica) —obra compuesta entre 1943 y 1949—:

Yo llegué virgen a la vida. 

Tanto pequé cuánto más puro 

e intrépido jugué la partida. 

Se ha perdido o ganado […]

No vivo aún: me aventuro 

a la vida, espero un destino. 

[…]

Lo que vale y lo que no vale, 

por fin lo sé: pero la pasión 

empuja siempre hacia alta mar. 

Siempre hay una tentación. 

La tentación no como la posibilidad de caer, de pecar, sino de encontrar la pasión que lo mueve. Como la posibilidad del destino del que habla y que ya se apunta en otro de los poemas de El ruiseñor de la Iglesia católica, en “Lengua”, que desde el título apunta a lo sensorial y la sensualidad:

Amé la estatua más desnuda de amor: 

donde yo era carne, la carne era marfil: 

¿Cómo ponerle los traviesos

pantalones que envolvían mi ingenuo 

costado? Y aún hoy sigo, exhausto, 

eterno muchachito, abrazando 

con una mirada el mármol que me ciega. 

[…] 

Amo mi locura de agua y ajenjo, 

amo mi rostro ocre de muchacho, 

las inocencias que finjo y la histeria 

que encubro con la herejía o el cisma 

de mi jerga, amo mi culpa 

que cuando entré en el museo de los adultos 

era el pliegue de los pantalones, los golpes 

de corazón tímido; y tú rechazas 

aquello por lo cual te amo, pero no me cambias.

A través de sus versos se vive. La vida no es un mero transcurrir en el mundo, la mera existencia, es un sumergirse en el mundo y asir lo que nos ofrece, probarlo y, si es posible, beberlo hasta la saciedad. Para apreciar esto basta solo un poema de apenas dos versos de su Diari 1943-1953:

En la noche una lluvia precoz perfuma 

las insomnes felicidades de la existencia. 

Poema del cual toma López-Vega el título para su antología de la poesía de Pasolini, aunque él torna en singular lo que está expresado en plural: La insomne felicidad. La existencia se percibe a través de los sentidos, por lo que la voz poética destaca los elementos naturales que despiertan los sentidos. 

En “Récit”, de Las cenizas de Gramsci, se lee:

Oh sol que inundas con tu pascual albura 

mi pobre cuarto, y el corazón me abrasas   

 

con la ola tibia con que llueves desde el cielo,  

haz que aquí dentro expire, puro y ligero,   

 

el ladrido de las perras, que asfixiadas y necias  

prometen desprecio, desesperación y muerte.

Justo este poema habla acerca de su diferencia, el factor que lo aleja de muchos de sus congéneres, pero también le permite conocer el mundo: su homosexualidad. Heredero de Rimbaud, de Wilde, de Gide, hace de su diferencia una parte importante de su obra.

Y es que ¿por qué obligarme a odiar, a mí,

que casi agradecido al mundo por mi mal, por mi  

 

ser distinto (y por lo mismo odiado),  

no sé nada más que amar, necio y fiel?

 

¿No están vivos todavía y presentes hombres  

que vivieron veinte años de pasiones   

 

sofocadas en el pecho por ser enemigas del mundo[…]?

Aquí muestra otra de las formas en las que construye sus poemas, sobre todo los de Las cenizas de Gramsci, la voz poética puede ser confesional, puede ser intimista, pero no pierde de vista que está en relación con los otros, los otros existen y al existir aparecen en el poema, a veces irrumpen, otras es la voz poética quien los observa. 

Las cenizas de Gramsci puede leerse como un recorrido por la Italia de posguerra, la Italia que lucha contra el pasado fascista. Pero también por aquella otra Italia que resistió al fascismo no porque esa fuera su voluntad, sino porque esa es la condición de los pobres, aguantar la voluntad de los poderosos. El poeta observa a los desheredados, hace causa común con ellos.

Hay un hermanamiento cuyo poderoso efecto no se circunscribe a la voz poética siendo una con los que nada tienen, sino que consigue que quien la lee se hermane con ellos. Al hacer de un recorrido en un tren o en un autobús un poema, quien lo lee se vuelve un pasajero que ve la miseria y la luz que ve el poeta.

La humedad reaviva los viejos  

olores de la madera, engrasada y ahumada,   

 

y los mezcla con los nuevos, de albortos  

frescos de catre humano. 

Y de los campos ya violetas   

 

viene una luz que descubre almas,  

pero no cuerpos, al ojo que, más crudo  

que la luz, descubre el hambre,   

 

la servidumbre, la soledad. 

Almas que colman el mundo  

como imágenes fieles y desnudas   

 

de su historia, por más que se sumerjan  

en una historia que no es nuestra.

Pasolini fue un incansable buscador de la libertad, su poesía así lo testimonia, como también muestra la compasión con la que veía el mundo. Fue una especie de santo moderno, un santo laico y ateo —López-Vega en Pasolini, eros bifronte lo compara con Jesucristo, nada menos—. Un hombre que se condolía por la miseria, por el sufrimiento ajeno y que con las herramientas del arte buscó paliar el sufrimiento que veía.


Autores
(Cuauhtémoc, Chihuahua, 1984) es autor de Gloria mundi. El nuevo Liber Pontificalis, ganador del Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri 2015.

Soy bipolar, me dijeron. De todas las etiquetas y diagnósticos en los que me han categorizado y han desalmado mi subjetividad (depresión, esquizofrenia, epilepsia del lóbulo temporal, trastorno obsesivo-compulsivo, psicosis, ansiedad social, trastorno esquizoafectivo…) esta fue la única que alguna vez tuvo sentido. La única que no rechacé de inmediato. Y esto, en retrospectiva, dice mucho. Tanto acerca de la desesperación como de la necesidad humana de encontrar un nombre para la experiencia caótica.

Tuvo sentido alguna vez. Es fundamental subrayarlo: fue un momento en mi historia. No tiene por qué tener sentido “para siempre”, como querrían los psiquiatras cuando dan este tipo de diagnósticos que pueden llegar a vivirse como cadena perpetua de la subjetividad, incapaz de liberarse del yugo descriptivo y de su supuesta “cura imposible”.

En ese entonces, al encontrar esta etiqueta que me fue dada, luego de varios internamientos involuntarios en hospitales psiquiátricos, me sentí aliviada. Algo finalmente explicaba esa sensación de estar montada permanentemente en una montaña rusa: subidas y bajadas que son imposiblemente intensas en donde estás atada por completo a la voluntad del riel metálico que te lleva a la velocidad que la gravedad quiere. Cada sensación del cuerpo amplificada al máximo, la psicosis y la paranoia por no poder salir, frenar o bajarte del juego, por más que lo intentas.

De manera sistemática, hasta entonces, había rechazado todos los diagnósticos que los psiquiatras me habían dado. El diagnóstico me parecía un despropósito y jamás me reconocía en las descripciones de cuadros de síntomas. Pero esa vez fue diferente. Quizás porque hay un grano de verdad, o quizás porque luego de tantas hospitalizaciones necesitaba asirme de un por qué, un modo de salir de las arenas movedizas. En parte, ahora entiendo en retrospectiva, eso que me empantanaba era yo misma (o mis varios yo) y mi historia, pero también el verme desprovista de todo poder dentro de un sistema que me medicaba, me sedaba e insistía en establecer las normas que me definían siempre como alguien fuera de la norma.

Luego del diagnóstico, leí autobiografías y memorias de quienes han padecido un trastorno bipolar. Me interesaba más saber desde adentro cómo se vivía y no leer descripciones médicas. El libro más importante para mí en ese momento fue An Unquiet Mind de la psiquiatra Kay Redfield Jamison 1, quien desde su juventud sufrió las consecuencias de la enfermedad, pero logró encontrarle su propio sentido y dedicarse a estudiarla, lo cual implica, de alguna manera, estudiarse a sí misma. Leí su libro y me sentí, por una vez, acompañada. Y logré hacer las paces con dos cuestiones: aceptar el hecho de que para bajarme de la montaña rusa necesitaba ayuda (en ese momento, eso significó más tratamiento, con medicinas y psicoterapia, un programa en la naturaleza y eventualmente un análisis) y que todo lo que estaba pasando no duraría para siempre. 

Pero aceptar el diagnóstico también significó aceptar, sin apenas cuestionarlo, que el tratamiento con medicinas que venía empaquetado con él era inevitable. Como si el diagnóstico que implica “descubrir” una enfermedad, implicara también la misma y única solución para todos formulada en una ecuación simple: bipolar tipo I con psicosis = litio o estabilizadores del ánimo + antipsicóticos. Como si todos los cuerpos (el mío también), todas las historias, necesitaran la misma respuesta química, de por vida.

***

Hoy, si alguien recibe un diagnóstico de salud mental, viene con un protocolo bastante predecible: visitas al psiquiatra, una receta, la promesa de que una pastilla puede arreglar lo que está roto. Porque eso es lo que nos han enseñado: la teoría dominante propone que los problemas de salud mental son condiciones médicas, fallas en el funcionamiento del cerebro, desbalances químicos que pueden corregirse con la pastilla adecuada.

Este mensaje está incrustado hasta las entrañas de la cultura occidental. Los medios de comunicación, el internet, los libros de texto, los documentales, los artículos, todos repiten la misma historia: tu cerebro está desbalanceado, aquí está la solución química.

Pero hay un problema. La psiquiatra Joanna Moncrieff lo ha demostrado en sus estudios cuantitativos y metanálisis: la idea del desbalance químico es un mito 2. La teoría de la serotonina baja como causa de la depresión, la más popular de todas las ideas y un pilar que sostiene este mito, no tiene evidencia consistente ni confiable que la respalde. Y si la premisa es falsa, ¿qué significa eso para los millones de personas medicadas bajo ese supuesto?

No estoy proponiendo de forma irresponsable que dejen de buscar tratamiento psiquiátrico. Lo que sí estoy diciendo es esto: debemos estar bien informados sobre lo que hay detrás de las concepciones falsas que se han diseminado en la psiquiatría durante décadas. Sobre la química cerebral de la que realmente sabemos muy poco. Sobre el presupuesto erróneo de que existe una misma solución para todo el mundo porque se trata de un error en el sistema somático. La manera en que se nos ha explicado cómo funcionan estas medicinas es fundamentalmente incorrecta.

***

El mito del desbalance químico se propagó masivamente a inicios de la década de 1990, cuando la industria farmacéutica comenzó a promocionar su nueva generación de antidepresivos. El contexto es importante: antes de esto, hubo un escándalo en los medios como resultado del exceso de prescripciones de benzodiazepinas como el Valium. Se reveló que eran sustancias adictivas, lo que deslegitimó temporalmente el uso de medicamentos psiquiátricos.

Las compañías farmacéuticas necesitaban una nueva narrativa para seguir vendiendo soluciones químicas para problemas psicológicos: el desbalance químico. Esta narrativa permitió introducir los antidepresivos de nueva generación o ISRS (Inhibidores Selectivos de la Recaptación de Serotonina) y los estabilizadores del ánimo de una manera completamente diferente. Ya no eran anestésicos emocionales ni sustancias adictivas, sino sofisticados agentes médicos diseñados para tratar una “enfermedad” subyacente. El mensaje era simple, “científico”, y nos daba una solución muy sencilla, además de que nos quitaba toda responsabilidad tanto individual como social y política: tu cerebro tiene un desbalance químico, estas medicinas restauran el balance natural.

No nos pudimos resistir. Sobre todo porque millones de psiquiatras e instituciones médicas validaron el mensaje. Pero esta narrativa es un mito y es un mito urdido para apoyar una perspectiva particular sobre nuestra subjetividad y nuestras emociones. No es coincidencia que esta perspectiva encaje perfectamente con los intereses de una industria farmacéutica multimillonaria y de muchos en la profesión médica.

***

El Depakote (conocido en México y otros países como Epival, compuesto por ácido valproico) es un caso paradigmático de cómo las farmacéuticas no descubren medicamentos, sino que inventan y acuñan enfermedades para poder comercializar sus sustancias.

El Depakote se patentó en 1995. Pero el compuesto venía en realidad de un anticonvulsivo francés, el valproato de sodio, que se empezó a producir en 1962. Desde mediados de esa década se sabía que los efectos sedantes del valproato podían servir para tratar los episodios de manía. El laboratorio Abbott pidió la patente del valproato semisódico treinta años después, con base en haber reducido mínimamente la cantidad de sodio en el compuesto. No alteraron en nada el anticonvulsivo francés, pero lo vendieron como un compuesto sumamente novedoso (lo cual era completamente irrelevante para el efecto únicamente sedante de la medicina). La FDA (Food and Drug Administration) de Estados Unidos le dio la patente para su uso en el tratamiento de la manía del trastorno bipolar.

Lo sorprendente no es que lo lograran patentar: todo sedante que se le dé a un paciente con manía va a producir un cambio que se considerará “benéfico”. Su problema era que ya había decenas de medicamentos con efectos de sedación que podían cumplir la misma función. Entonces vino ahí realmente la ficción más potente: crearon un mercado bajo la idea de que la sustancia podía “estabilizar el estado de ánimo”.

La licencia del medicamento nunca determinó que podía ser un profiláctico ni que evitaba que el estado del ánimo fluctuara, tampoco era un tratamiento para el trastorno bipolar. Pero los anuncios lo vendían así. La idea perversamente brillante fue venderlo como un profiláctico: como algo que podría potencialmente prevenir la fluctuación del estado del ánimo efectivamente creando personas sedadas, muertas en vida.

Ese fue el truco de magia de la mercadotecnia: la invención de la idea de los “estabilizadores del estado de ánimo” (mood stabilizers, en inglés), que quienes padecen trastorno bipolar deben tomar por el resto de su vida, para prevenir cualquier recaída. Esta idea sin sustento también surgió a la par del cambio del nombre del antes llamado trastorno maniaco-depresivo que se rebautizó como trastorno bipolar. (A mí me gusta todavía más la etiqueta antigua, que describe mucho mejor lo que sucede: la “locura circular” o “locura de doble forma”) 3. Rebranding, le llaman en el mundo de la mercadotecnia. Nuevo nombre, nueva medicina, nueva necesidad a cubrir de por vida. Con base en la idea de que este tipo de medicinas cubrían una necesidad básica que no se había tomado en cuenta, posicionaron su mercado. El medicamento se volvió un producto estrella a nivel global que ganó miles de millones de dólares y vendió una ficción que captó al mercado 4.

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La otra medicina usada durante años para tratar el trastorno maníaco-depresivo, el litio, como es una sal, no tiene una patente. El litio ha ido perdiendo terreno frente a otros estabilizadores del ánimo más rentables para la industria farmacéutica. Siempre hay algo más reciente que probar, una dosis distinta de la medicina más cara, la que tiene la patente vigente, la que le mostraron al psiquiatra en la última convención, la que trajo el representante de la farmacéutica, la que aparece en los comerciales o sobre la que leyó en estudios recientes. Los pacientes terminan convertidos en conejillos de indias de experimentación, cuerpos en los que se prueba la efectividad de sustancias cuyo mecanismo de acción, en realidad, se desconoce.

Una vez que entras al mercado farmacéutico, hay pocas posibilidades de retorno. Las prioridades del tratamiento se centran en encontrar el cóctel ideal que funcione mejor: un poco más de litio, menos antipsicótico, quizás añadir un estabilizador adicional. Más medicinas para contrarrestar los efectos secundarios de las otras medicinas recetadas. Un ajuste perpetuo que nunca termina de estabilizar esa supuesta química desbalanceada.

Las personas diagnosticadas con trastorno bipolar tienen la tasa más alta de incumplimiento del tratamiento (es decir, tomar algún estabilizador del ánimo o litio) de cualquier grupo de pacientes. Esto genera una retórica interminable tanto de grupos médicos como de grupos de apoyo sobre la importancia vital de tomar las pastillas.

¿Cuántas veces he escuchado de un psiquiatra que “debes de tomar estas pastillas de por vida”, “es para prevenir otro episodio como aquellos”? Pero jamás piensan en los efectos secundarios devastadores para cualquiera: el aumento de peso, el temblor en las manos, la niebla mental, la sensación de estar anestesiado emocionalmente, de ser un zombie. 

***

Si el periodo de posguerra fue la “era de la ansiedad” y las décadas de 1980 y 1990 la “era de los antidepresivos”, ahora vivimos en una época bipolar 5. El diagnóstico que alguna vez se aplicó a menos de 1% de la población se ha inflado de forma espectacular en los últimos años. En los Estados Unidos, país con la mayor prevalencia de bipolaridad (y laboratorio emocional del capitalismo tardío), se calcula que un 4.4% de la población adulta ha sido diagnosticada con algún tipo de trastorno bipolar. La medicación para “estabilizar el estado de ánimo” se prescribe de manera rutinaria tanto a adultos como a niños, pese a que no se reconoce oficialmente que el trastorno bipolar pueda manifestarse a edades tan tempranas.

El trastorno bipolar, en los medios de comunicación y entre los artistas y estrellas de Hollywood, se ha convertido en una suerte de sello de autenticidad. Un accesorio de identidad más. Selena Gomez, Demi Lovato, Mariah Carey, Catherine Zeta-Jones, Carrie Fisher, Mel Gibson, Martin Scorsese… todos han hablado públicamente de su diagnóstico y el impacto que ha tenido en su vida. Hay decenas de libros de memorias, manuales de autoayuda, documentales y películas sobre el genio creativo y la sensibilidad extrema. La experiencia se vuelve una mercancía narrativa. El entrañable personaje de Carrie Mathison en Homeland, por ejemplo, elevó a una agente con trastorno bipolar a la categoría de una heroína trágica contemporánea: brillante, adicta al riesgo, siempre al borde del colapso y de la salvación, pero profundamente vulnerable y adicta a sus propios episodios de manía que le revelan más claramente la realidad, para poder combatir el terrorismo.

En el otro extremo de esta glamorización está la banalización: se reduce la bipolaridad a una experiencia de “altibajos”, a cambios de humor dramáticos dentro de un mismo día, esa banalización que permite que cualquiera diga “ay, qué bipolar eres” cuando te contradices o cuando pasas de la risa al enojo en una tarde. Como si fuera cuestión de temperamento y no de episodios que duran semanas, meses enteros. Como si la manía fuera solo “estar de buenas” y la depresión simplemente “estar de malas”, y no estados que desmantelan por completo tu capacidad de funcionar, de reconocerte.

Al mismo tiempo, no hablamos del hecho de que el capitalismo necesita inevitablemente, para mantener esa productividad y crecimiento imposible, para mantenerse en pie, un cierto grado de manía. “La intensidad ha devenido en fetiche de la subjetividad”, dice Tristán García, “un tipo de humanidad ligada al valor existencial de lo intenso. ¿Qué es lo que nos parece más hermoso ahora? Aquello que realiza intensamente su ser”, ese “ideal más profundo: un ideal sin contenido, un ideal puramente formal. Ser intensamente lo que se es6

Es un valor el no dormir mucho, mantener múltiples proyectos a la vez aunque ninguno se termine, hablar sin parar y llamarlo “habilidades de comunicación”, los gastos impulsivos disfrazados de “invertir en experiencias” o “inversión en uno mismo”, la autoestima inflada que vendemos como “mentalidad de ganador”, la grandiosidad rebautizada como “confianza en uno mismo”, la distracción crónica vendida como “pensamiento lateral”. Los criterios diagnósticos de un episodio maníaco son, básicamente, las virtudes del ciudadano ideal contemporáneo.

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Para poder ser un sujeto fuera del hospital, para poder funcionar en el mundo que llamamos “normal”, una parte de mí tuvo que disolverse. Quedarse adentro, en ese objeto-contención que es la prisión hospitalaria, en las etiquetas diagnósticas, en las pastillas que tomaba cada noche. Solo así me pude constituir como sujeto: dejando una parte de mí del otro lado.

Para salvaguardar el derecho a existir sin el miedo de perder el sentido del ser o de hundirme en diversos estados, tuve que crear una fortaleza hecha a base de bloques. Una barrera de legos, quizás, que en mi desesperado intento de contención armé a toda prisa e intenté pegar para sobrevivir a los diluvios y mareas de la vida adulta.

A veces pienso que lo comprendo todo. Comprendo cómo se evapora el agua y la consistencia de las nubes bajo diversas presiones atmosféricas. A veces también creo comprender mi propio destino. La comprensión dura apenas un instante y en ese momento luminoso mis sueños parecen verdades. Esos instantes son la materia prima de las ilusiones de las que estoy hecha.

Por eso insisto, por eso escribo. Tengo una forma y no es una forma encerrada en una categoría diagnóstica. Es también la forma de este texto que duda, que escribo, que me es éxtimo. Soy lo que he tenido que ser, pero también lo que se ajusta a mi aliento, las páginas de tinta que dejo, las palabras de todos que me estructuran y me dicen mejor de lo que yo puedo decirme. 

Afuera, el mundo sigue recetando pastillas para la tristeza y diagnósticos para la diferencia. Yo sigo escribiendo, intentando recordar que ninguna etiqueta cura, pero algunas palabras, las propias, las compartidas, pueden, al menos, devolvernos un poco de lo que nos arrebataron. 

No creo en una cura química, aunque todavía dudo al escribir esto, si esos químicos o la ficción de los químicos, en algún momento me ayudaron. Pero hoy busco otra forma de equilibrio: el que se escribe, se desarma y vuelve a nacer en el lenguaje. 

Quizás esa sea mi estabilidad posible: la de seguir escribiendo.

  1.  Publicada también en español bajo el título Una mente inquieta. La propia Jamison ha escrito más sobre el tema, otro libro que vale la pena (aunque tengo mis reservas y críticas), Touched with Fire: Manic-Depressive Illness and the Artistic Temperament, en donde hace un recorrido de artistas que ella sospecha que han sido bipolares. También hay una película bajo el mismo título Touched with Fire del 2015.
  2. Joana Moncrieff, The Myth of the Chemical Cure: A Critique of Psychiatric Drug Treatment, Palgrave Macmillan, 2008, p. 38. 
  3. Términos acuñados en 1840 por los psiquiatras franceses Jean-Pierre Falret y Jules Baillarger. Eventualmente Emil Kraepelin propuso la psicosis maníaco-depresiva y la psiquiatría occidental recientemente le ha dado el nombre de trastorno bipolar. Sin embargo, como discute Darian Leader en su libro Estrictamente bipolar, la primera descripción de Falret y Baillarger buscaba más bien separar un tipo específico de “locura” de lo que eran otros estados maníacos y depresivos en otros trastornos psíquicos. En vez de pensar que las fluctuaciones y altibajos anímicos eran constitutivas de tal “locura”, buscaban pensar cuál era la relación entre ellos y qué procesos subyacentes hay ahí. Kraepelin, el padre de la psiquiatría moderna, acabó con los esfuerzo de entender qué había detrás de la fluctuación del ánimo y propuso que la manía y la melancolía, ya sea juntos o de manera individual, forman parte de la misma “enfermedad” que hoy se llama bipolaridad.
  4. Y es muy posible que los medicamentos psiquiátricos y sus efectos secundarios, tan poco estudiados, contribuyan a esa devastadora estadística que dice que las personas con una condición psiquiátrica tienen una esperanza de vida de quince a veinte años menos que la norma.
  5. Esta periodización es algo que sugiere Darian Leader en su libro Estrictamente bipolar.
  6.  Tristán García, La vida intensa, Herder, 2018, p. 8 y p. 10. 

Autores
(Ciudad de México, 1989), doctora en literatura latinoamericana por Cornell University. Psicoanalista en formación. Ha publicado múltiples textos académicos y crónicas en revistas nacionales e internacionales. Su libro Curaçao: costa de cemento pueblo de prisión (FETA: 2019) fue ganador del Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay 2019.
Portada de "La condición humana", Hannah Arendt. Ediciones Paidós, 2016
Portada de “La condición humana”, Hannah Arendt. Ediciones Paidós, 2016

Pienso cómo iniciar este texto mientras echo pacas de pastura en la troca de mi papá. No es precisamente el espacio ideal para reflexionar en torno a la obra de Hannah Arendt (1906-1975) ¿o sí? Quizá, me vuelvo a decir, si tomo en cuenta su división entre trabajo y labor, y cómo esta es una parte importante de La condición humana, libro publicado en 1958. Pero basta de divagaciones, aquí viene otra paca, a levantarla, a cargarla hasta la troca y dársela a mi papá para que la acomode. 

Para mí tanto el esfuerzo que hago en caminar por la labor —que es en la región en la que vivo el espacio físico de siembra más que una actividad— y cargar las pacas es trabajo, como lo es la escritura de estas líneas. Pero Arendt a esta actividad física la llamaría labor, mientras que a la de sentarme a escribir la llamaría trabajo —o al menos así decidió Ramón Gil Novalis al verter al español dichos conceptos del inglés labor y work—. Y para Arendt la respuesta será que las condiciones de nuestro tiempo —así lo veía ya en la década de 1950— han borrado las líneas que separan labor de trabajo, y han hecho que consideremos únicamente un término. Así, la labor es todas las funciones destinadas al mantenimiento de la vida: “Laborar significaba estar esclavizado por la necesidad, y esta servidumbre era inherente a las condiciones de la vida humana”. Mientras que el trabajo es el producto de las manos que producen objetos perdurables en el mundo —ella misma objetaría que esta escritura no participa del trabajo: “puesto que la utilidad de las ocupaciones intelectuales se hizo más que dudosa debido a la glorificación de la labor, era natural que también los intelectuales quisieran contarse entre la población trabajadora”—.

Qué mejor manera de comenzar un texto, pienso, sobre Arendt y La condición humana que laborando. Aunque, por supuesto, ella me objetaría que “pensar y trabajar son dos actividades diferentes que nunca coinciden por completo”, y tiene razón, yo constantemente tengo que estar agachándome para recoger y llevar las pacas a la troca —cierto que estas líneas no las escribo en la labor, sino frente a la computadora y aquí le doy la razón a ella que agrega: “el pensador quiere que el mundo conozca el ‘contenido’ de sus pensamientos, lo primero de todo ha de hacer una pausa y recordar sus pensamientos”—. La principal diferencia entre el trabajo y la labor para Arendt es el resultado de ambas actividades y su perdurabilidad. Ella así lo explica con este ejemplo:

La diferencia entre pan, cuya «expectativa de vida» en el mundo es apenas más de un día, y una mesa, que fácilmente puede sobrevivir a generaciones de hombres, es mucho más clara y decisiva que entre un panadero y un carpintero. «Expectativa de vida» en el mundo es apenas más de un día, y una mesa, que fácilmente puede sobrevivir a generaciones de hombres, es mucho más clara y decisiva que entre un panadero y un carpintero.

En este ir y venir por la labor en la que hasta hace unas semanas crecía la avena, ahora cortada y empacada, pienso en que participo en una de las labores más antiguas: la producción de alimentos. La producción de bienes de consumo es lo que define la labor, mientras que la de bienes perdurables es lo que define el trabajo; el artesano, para Arendt, es un ejemplo claro de trabajador. Esta distinción tiene su origen en el pensamiento griego.

Históricamente es importante tener en cuenta la distinción entre el desprecio de las ciudades-estado griegas hacia todas las ocupaciones no políticas, que derivan de la enorme exigencia de tiempo y energía de los ciudadanos, y el anterior, más original y extendido, desprecio por las actividades que solo sirven para mantener la vida [.]

Tanto la labor como el trabajo son ocupaciones que no se realizan en el espacio público y por consiguiente ocupaciones no políticas. Arendt hace un análisis del trabajo y la labor porque estas ocupaciones perdieron su condición de privadas. La labor y el trabajo eran ocupaciones que en las ciudades-Estado griegas se ejercían en el ámbito privado, según la pensadora. 

La labor y el trabajo se ejercen para satisfacer las necesidades de los cuerpos, esas necesidades condicionan la existencia humana. Arendt sigue a Aristóteles y plantea que en las ciudades-Estado griegas los hombres libres solo eran quienes no estaban condicionados por la necesidad: “Ser pobre o estar enfermo significaba verse sometido a la necesidad física, y ser esclavo llevaba consigo además el sometimiento a la violencia del hombre”. Considera que se requiere riqueza y salud para alcanzar la libertad, puesto que su posesión evita verse sujeto a la necesidad. “Ser libre significaba no estar sometido a la necesidad de la vida ni bajo el mando de alguien y no mandar sobre nadie, es decir, ni gobernar ni ser gobernado”. La esclavitud en la sociedad helena, en particular, y en la Antigüedad, en general, para Arendt era necesaria para que los individuos libres vieran resueltas sus necesidades y no estuvieran sujetos por ellas.

La polis se diferenciaba de la familia en que aquella solo conocía «iguales», mientras que la segunda era el centro de la más estricta desigualdad. […] Ni que decir tiene que esta igualdad tiene muy poco en común con nuestro concepto de igualdad: significaba vivir y tratar solo entre pares, lo que presuponía la existencia de «desiguales» que, naturalmente, siempre constituían la mayoría de la población de una ciudad-estado. Por lo tanto, la igualdad, lejos de estar relacionada con la justicia, como en los tiempos modernos, era la propia esencia de la libertad: ser libre era serlo de la desigualdad presente en la gobernación y moverse en una esfera en la que no existían gobernantes ni gobernados.

Así, la esfera pública fue el espacio donde se movían los hombres libres y donde podían actuar. Para Arendt el actuar del hombre libre se contraponía a las ocupaciones de quien se veía obligado a trabajar —a quien define como homo faber, el hombre que fabrica; conceptualización que toma de Marx y otros pensadores, incluyendo a Aristóteles— y de quien se veía obligado a laborar. La acción es lo que tiene una repercusión en la esfera pública y lo que sobrevive a la propia vida de quien ejerció dicha acción: esta se vuelve una parte fundamental de la esfera pública: “la acción no solo tiene la más íntima relación con la parte pública del mundo común a todos nosotros, sino que es la única actividad que la constituye”.

La acción, a diferencia de la fabricación, nunca es posible en aislamiento, estar aislado es lo mismo que carecer de capacidad de actuar. La acción y el discurso necesitan la presencia de otros no menos que la fabricación requiere la presencia de la naturaleza para su material y de un mundo en el que colocar el producto acabado.

Arendt aúna a la acción el discurso, ambas como formas en las que el hombre se hace presente en la esfera pública —aunque en muchos puntos los verbos se nos presentan conjugados en tiempo presente, se ha de pensar que deberían estarlo en pasado porque sus planteamientos surgen a partir de ciertos pensadores y de cómo cree que se articularon las esferas públicas y privadas en la Antigüedad; no hay un cuestionamiento a las fuentes clásicas que consulta que pudiera haber ayudado a construir mejor sus planteamientos, incluso ahí donde no fueron reales, y más interpretaciones propias de esas fuentes; aunque, por supuesto, eso hubiera extendido una obra que ya de suyo es extensa; aunque, he de reconocer que plantea una continuidad de las esferas públicas y privadas, y dentro de esta última el trabajo y la labor—. La acción y el discurso son lo que perdura en la memoria de los hombres, en la esfera pública, lo que han de consignar los historiadores: “sabemos mucho menos de Sócrates, que no escribió una sola línea, que de Platón o Aristóteles, conocemos mucho mejor y más íntimamente quién era, debido a que nos es familiar por su historia”, entendiendo historiadores como aquellos que consignan hechos memorables e historia como la narración de esos hechos memorables: “La acción sólo se revela plenamente al narrador, es decir, a la mirada del historiador, que siempre conoce mejor de lo que se trataba que los propios participantes”. 

Anterior a esa acción y su revelación, anterior incluso a la esfera pública, es el espacio de aparición, el espacio en que se congregan los hombres:

El espacio de aparición cobra existencia siempre que los hombres se agrupan por el discurso y la acción, y por lo tanto precede a toda formal constitución de la esfera pública y de las varias formas de gobierno, o sea, las varias maneras en las que puede organizarse la esfera pública. Su peculiaridad consiste en que, a diferencia de los espacios que son el trabajo de nuestras manos, nos sobrevive a la actualidad del movimiento que le dio existencia, y desaparece no sólo con la dispersión de los hombres […], sino también con la desaparición o interrupción de las propias actividades. Siempre que la gente se reúne se encuentra potencialmente allí, pero sólo potencialmente, no necesariamente ni para siempre. […] El poder es lo que mantiene la existencia de la esfera pública, el potencial espacio de aparición entre los hombres que actúan y hablan.

El poder entendido como potencialidad dentro de la esfera pública es una conceptualización que casi nos suena extraña, sobre todo después de Michel Foucault (1926-1984) y su extensa obra analizando el poder y las relaciones humanas. El poder es, entonces, todas las posibilidades de acción dentro de la esfera pública, potencialidades infinitas, como las de la acción cuyas consecuencias, una vez hecha, nunca terminamos de conocer —“[el] proceso de un acto puede literalmente perdurar a través del tiempo hasta que la humanidad acabe”—. De ahí que Arendt contraponga al poder tanto la fuerza como la tiranía, ambas generan impotencia en su ejercicio, dificultan o imposibilitan la potencialidad de la acción.

La acción es un proceso, puesto que sus consecuencias nunca terminan de ser conocidas. 

Ni siquiera el olvido y la confusión, que encubren eficazmente el origen y la responsabilidad de todo acto individual, pueden deshacer un acto o impedir sus consecuencias. Y esta incapacidad para deshacer lo que se ha hecho va ligada a una casi completa imposibilidad para predecir las consecuencias de cualquier acto o tener conocimiento digno de confianza de sus motivos.

Es en este punto en el que el lazo con la Antigüedad se va distendiendo, las afirmaciones que Arendt ofrece para las ciudades-Estado griegas e incluso para la Roma republicana son válidas no solo para esas sociedades y sus élites, los hombres libres que constituían lo que ella define como la esfera pública, sino para todos los seres humanos, aunque condiciones sine qua non necesarias para la esfera pública en la Antigüedad no se cumplan. Así, nos encontramos a los seres humanos condicionados por sus necesidades, que los llevan a laborar y a trabajar, pero también por sus propias acciones y discursos, es decir, mantenerse vivos y convivir con otros seres humanos es lo que nos condiciona, de ahí la condición humana. Para Arendt es fútil hablar de naturaleza humana porque: “si tenemos una naturaleza o esencia, sólo un dios puede conocerla y definirla, y el primer requisito sería que hablara sobre un «quién» como si fuera un «qué»”. El poner el foco en las condiciones en las que nos desenvolvemos y no en la esencia de lo humano es, para mí, una de las mayores aportaciones de Arendt, más que su análisis del totalitarismo o su Eichmann en Jerusalén (1963) —que no el concepto banalidad del mal, que ella conceptualiza de esa manera, pero que, como varios historiadores como Raul Hilberg han señalado, no se sostiene en la persona misma de Eichmann quien fue muy consciente de sus acciones contra la población judía—. 

La condición humana se da porque aparecemos en un mundo ya hecho, con relaciones ya dadas, en el que se espera que actuemos y en el cual nuestras acciones afectan a los otros y afectarán a quienes incluso no han llegado a este mundo, del mismo modo en el que las acciones de los demás seres humanos nos afectan. 

Muy interesante todo, me digo, pensando todavía en mi lectura de Arendt, al tiempo que ayudo a mi papá a descargar la troca. Me apeo sobre las pacas y las lanzo hacia mi papá que las acomoda en la harcina. Este trabajo que para Arendt no hubiera alcanzado la cualidad de trabajo y hubiera desdeñado como mero laborar.


Autores
(Cuauhtémoc, Chihuahua, 1984) es autor de Gloria mundi. El nuevo Liber Pontificalis, ganador del Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri 2015.