Hacia una poética de la transliteratura
En el principio hubo una respuesta. La respuesta a la pregunta que propondré es: “sí”. Con esta intuición, o más bien esta suposición arbitraria, un proyecto empieza: para comenzar es necesaria una decisión sin fundamentos o un acto de fe. Este texto está hecho de conjeturas construidas al mismo tiempo que se apuestan, ya que la aseveración de una certeza anticipada es al mismo tiempo un resultado y la base retroactiva de mis teorías. Sólo a través de una decisión impetuosa de concluir antes de empezar, me fue posible armar una estructura teórica consistente. Para llegar a esta conclusión-comienzo, resultaba obvio que mi tarea especulativa tendría que comprobar, quizás de manera más intrincada y con más palabras, mi simple respuesta de apenas dos letras. Este proceso enrevesado comenzó cuando el “sí” trajo aún más preguntas que, para poder continuar, requerían de teorías adicionales, forzándome, una vez más, a llegar a las conclusiones y a tomar partido.
Como resultado de esto, una de mis suposiciones era que lo que importa no son las respuestas sino el proceso de pensamiento, los movimientos, la lógica y las razones que me condujeron hacia ello y cómo comenzar partiendo de ciertas certidumbres anticipadas. En este punto, entonces, quiero proponer que la naturaleza especulativa de todo el pensamiento sigue la misma lógica, que es la de un planteamiento de certidumbres anticipadas que despliega un método basado en conjeturas. De la misma forma y en este sentido, concibo a la literatura como una conjetura y un movimiento teórico, una especulación basada en certidumbres anticipadas en la que todo un discurso está cimentado retroactivamente. Esa es mi afirmación, el “sí” del texto. Mi trabajo aquí es tomarlo en cuenta seriamente y extraer consecuencias de mi concepción de la literatura y esa es la razón por la que me desplazo a través del suelo inestable de un campo minado lleno de conjeturas.
Sin embargo, a pesar de las peligrosas condiciones de trabajo, me atrevo a dar un paso hacia adelante no sobredeterminarme ni paralizarme ante el peligro de un proceso que aparenta ser muy riesgoso y parece no tener fundamentos. De esta manera, trazo constelaciones y senderos donde todo lo que podía verse antes eran los remanentes de estrellas centelleantes. Si es verdad que solo nos formulamos las preguntas cuyas respuestas son las condiciones ya dadas de las mismas, entonces el resultado es la siguiente pregunta inicial a la cual ya he respondido: ¿la literatura es una forma de pensamiento?
La respuesta es afirmativa, pero el primer problema surge cuando intento establecer la manera en la que la literatura puede ser una forma de pensamiento, el tipo de teoría que puede producir y cómo exactamente podemos leer literatura en estos términos. Una primera respuesta posible es que, si la literatura es una forma de pensamiento, entonces puede leerse teóricamente o a través de un marco teórico. Aplicar varios enfoques teóricos a la literatura permite entender sus características de nuevas maneras, así como la manera en que forma parte de un debate más amplio, más allá del ámbito disciplinario e incluso del estético.
Imaginemos que leemos una novela cualquiera, con una buena trama y personajes redondos. Podría resultar productivo, por ejemplo, leerla como una crítica social de los paradigmas ideológicos de cierto periodo histórico, o incluso como una crítica de los dispositivos literarios ideológicos o de los géneros literarios. La misma novela podría leerse como una respuesta ante un sistema literario de producción y del consumo de ciertas tramas en el mercado trasnacional. El texto también podría verse a través de la lente de la teoría feminista o el giro postcolonial y así se podría dar cuenta de los momentos “sintomáticos” del trabajo que critican, subvierten o contribuyen a ciertos paradigmas de género o de hegemonías culturales. Históricamente, la novela podría ubicarse en el medio de una revolución y se podría entender, por ejemplo, como una nueva narración de los acontecimientos a través de la voz de las victimas que perdieron la guerra y que fueron silenciados o reprimidos.
El discurso podría incluso pensarse como una imposibilidad de representar y expresar en su totalidad el contenido simbólico reprimido o como síntoma de una estructura socio-simbólica. Obviamente, estos ejemplos simplifican y no le hacen justicia a los marcos teóricos complejos a los que hago referencia, pero lo que quiero remarcar es que, en todos estos enfoques, la literatura se convierte en un ejemplo, un tipo de materia prima para que estas teorías comprueben su validez al poner a la literatura bajo un microscopio ya sea como objeto de estudio o como sujeto de un experimento.
La literatura se vuelve una excusa para la teoría, un ejemplo, o una imagen reflejada en un espejo de nuestro mundo y nuestra historia. La literatura también puede funcionar como materia prima lingüística para alimentar a una máquina que la digerirá para producir una amplia gama de productos bien empacados y listos para ser consumidos por las teorías que ya se tienen en mente y su respectiva terminología. Estas teorías y su terminología apenas le dan forma e incorporan al discurso literario dentro de los circuitos de conocimiento y poder. Es como si la teoría necesitara rescatar a la literatura, pobre damisela apuros, para entrar juntas en un debate teórico más amplio, como si la literatura fuera una criatura indefensa e incapaz de tener la compleja, innovadora y poderosa estructura de la teoría que le ayuda a traducir y verbalizar lo que realmente quiere decir. En este caso, la literatura solo le pertenece a un cierto grupo de profesionales o traductores autorizados que pueden revelar lo que la literatura esconde, lo inconsciente de la literatura que solo unos cuantos elegidos pueden entender y explicar, gracias a sus afiladas herramientas de análisis. Pensar la literatura teóricamente o a través de la teoría significa darle la forma de un corsé y quitarle su especificidad como un discurso con sus propios derechos. En resumen, implica la disolución de la literatura.
Una alternativa ante esta última posición es la reivindicación de la literatura como una forma de pensamiento que puede reflexionar acerca de sus procesos de construcción; sus temas, dispositivos y maneras de moldear el lenguaje. En una gran cantidad de textos es posible encontrar una reflexión acerca de la propia obra, momentos en los que el texto se vuelve consciente de sus propios dispositivos y llama la atención sobre cómo se construye el artificio literario. Una obra es tanto un texto como su interpretación basada en una yuxtaposición y en un sistema de correspondencias que lo hacen posible. Otras obras contienen en su interior una crítica de la literatura misma, un mise en abyme que denuncia la falsedad y la naturaleza ilusoria de la literatura. Si la literatura puede pensar y teorizar acerca de sí misma, entonces podemos evitar la trampa de tener teorías preestablecidas que simplemente se le aplican al “objeto literario”. En este caso, la literatura sí tiene una voz y le es permitido contar su historia y definir su quehacer en sus propios términos.
Un ejemplo clásico de este tipo de lectura sería decir que, por ejemplo, en el teatro, una representación puede crear un discurso acerca de la escenificación, los personajes y criticar la trama de una obra teatral mientras que está escenificando y representando esa misma obra. La representación, entonces, crea un distanciamiento necesario de lo que está sucediendo en el escenario para que los espectadores se den cuenta de que lo que están viendo no es sólo una representación ideológica, sino también aspectos mismos de su propia realidad e identidad que, de la misma manera, puede considerarse como una representación. La teoría surge desde el interior de la representación para que nosotros podamos leer adecuadamente la teoría de la representación, o quizás, de que nuestra vida es también una representación o performance. La ficción aquí sería el acto de “escenificar” cuyo propósito es denunciar el ambiente mismo de la ficción y la validez del régimen estético como una institución y, eventualmente, sería una crítica del propio teatro. O quizás podamos pensar en una novela policiaca que contenga un diálogo en el cual un personaje presenta una teoría original acerca del género policiaco, y que pareciera corresponder con la estructura de la novela que se está leyendo. Entonces, en medio de la discusión nos damos cuenta de que la teoría acerca del género policiaco es tanto el objeto como el tema de la novela. En una configuración estética dada, esta conciencia sería parte del proceso de revelar el inconsciente literario.
Estos son ejemplos de lo que a menudo referimos como discursos metaliterarios, o una teoría de la literatura. En estos casos, todo lo que queda es encontrar un discurso que se refiera al proceso a través del cual se construye la literatura o a través del cual se piensa, su meta sería explicar cómo opera ese proceso. La literatura, entones, sólo es capaz de pensar acerca de la literatura o funciona como una teoría de la literatura; por lo tanto, todas las demás disciplinas quedan excluidas automáticamente. Desde este punto de vista, el discurso teórico, una vez más, subordina a aquello que podría ser el discurso “primario” de la literatura a una proposición de “orden superior” que cuestiona y piensa sobre su propio objeto. Aunque formamos parte de la ilusión, es posible de alguna manera observar simultáneamente, y desde lejos, el proceso del pensamiento y los dispositivos de este “juego”. La presuposición es que la teoría puede separarse de la práctica de la literatura para constituirse a sí misma como un objeto; hay una distancia y una jerarquía entre la práctica y la teoría de la literatura, incluso si ambas son intrínsecas al discurso literario. Formular una teoría de la literatura implicaría hacer de la literatura un objeto del pensamiento, de su propio proceso de pensamiento. Este tipo de metaliteratura es autorreferencial y, de hecho, su naturaleza es imaginaria y narcisista. Al trazar distintas líneas de demarcación y sellar herméticamente sus bordes, excluye cualquier forma de pensamiento que le sea ajena. Es la torre de marfil del discurso literario que no desea nada sino embellecer su propia imagen en el espejo.
Considerar a la literatura como forma de pensamiento o como “una literatura que piensa” es adoptar una perspectiva diferente a aquella que corresponde al uso teórico de la literatura y a la concepción metaliteraria de la teoría de la literatura. Ya sea que las posiciones antes mencionadas incluyan a la literatura dentro de su teoría o que la literatura sea un discurso que excluye a otras formas de pensamiento. Sin descartar completamente estas formas de entender a la literatura, mi posición es que hay una tercera posibilidad que permite muchas otras lecturas y redefiniciones de lo que la literatura es capaz de hacer y de pensar. Por lo tanto, para atravesar el impasse y redefinir el espacio de la literatura, comienzo, una vez más, afirmando que la literatura piensa y es una forma de pensamiento.
La literatura piensa, es una teoría, pero produce su propia teoría y sus propias formas, en vez de adoptar modelos ya existentes que reproducen otros paradigmas y le dan forma al texto como un material fácil de digerir. Es una forma de pensamiento, como cualquier otro discurso, tiene su propio lenguaje y es capaz de crear conceptos, lógicas, formas, figuras y estructuras. Por lo tanto, la literatura no es ni completamente autónoma ni depende o está sobredeterminada por otros discursos. Mi postura es que la literatura como forma de pensamiento excede los confines de la literatura y mantiene su especificidad. La literatura está en dialogo o en contradicción con (y no se subsume o se lee a través de la lente de) otras teorías, de la historia, la política, etc. Y la literatura, también, reflexiona permanentemente sobre su quehacer, lo que no significa que cree una teoría para explicar y justificar sus procedimientos. De esta manera, la literatura es una forma de pensamiento que reflexiona sobre (su propia y otras), certidumbres anticipadas y procedimientos, creando de este modo lógicas, conceptos y estructuras que están en diálogo con otras teorías y discursos. Este es el primer acercamiento a la noción de “transliteratura” que discutiré más adelante: la literatura que piensa desde el aparato de la autonomía del proceso estético, capaz de ir más allá de la representación y de las teorías ajenas.
Que la literatura sea una forma de pensamiento no significa que sea el resultado de ciertas formas discernibles que podamos categorizar o definir sistemáticamente. Cuando intentamos definir a la literatura, incluso como una forma de pensamiento, corremos el riesgo de caer en una trampa, de crear otra categoría adicional para estabilizar y constreñir el inmenso impulso creativo de una literatura que piensa. En vez de crear una nueva etiqueta como “formas literarias de pensar” o “transliteratura”, busco pensar y delinear la estructura de una serie de operaciones literarias en movimiento, mientras viajan de un lugar a otro pero que no pueden ser aprehendidas en su totalidad.
Este es el tipo de literatura que me interesa: la que no se conforma a ciertas categorías y que rehúye toda categorización. En vez de eso, es una literatura del ejercicio, de los proyectos, búsquedas, experimentos, prólogos y recomienzos. A través de estos ejercicios y experimentación, este tipo de literatura reflexiona constantemente sobre su quehacer, su forma y los procesos de la escritura y la materialidad del acto de escribir. A medida que trazan sus itinerarios, estos proyectos literarios cuestionan las mismas líneas que están dibujando. Sin embargo, este cuestionamiento perpetuo de los cimientos no significa que este tipo de literatura sea necesariamente consciente o que su propósito sea revelar el artificio de su estructura, sino que busca la manera de sostener el deseo y la fe de encontrar una forma capaz de articular la experiencia. Con esta concepción en mente, propongo que la literatura no es ni una teoría dada ni un punto de partida para el pensamiento, sino una práctica en movimiento y, simultáneamente, un pensamiento ambulante. Sin embargo, es importante reiterar, que la literatura es una esfera separada y que su especificidad es la de un espacio en el que se estructura una forma particular de pensar y un cierto uso del lenguaje. En todo este deambular, la literatura que piensa no renuncia a su especificidad porque inscribe repetidamente su quehacer en la tradición y la historia. La literatura deambula y se pregunta y, sin embargo, está anclada en sus prácticas y en su uso especifico del lenguaje. Esto significa que la literatura se rehúsa a tener sólo una función comunicativa, argumentativa, filosófica, histórica o lingüista-retórica. Definir o anclar la certeza anticipada el espacio de la literatura y el lugar de su enunciación, el espacio desde el cual lee su tradición y su contexto, significa tirar un ancla como acto necesario para empezar a navegar. Sólo porque hay un espacio de la literatura es posible deambular y preguntarse.
A partir de la afirmación de que hay un espacio literario es posible examinar concretamente sus condiciones de producción tanto materiales como inmateriales y los efectos y consecuencias de estas operaciones. En términos de sus condiciones de producción, es importante determinar el espacio desde el cual las obras literarias se escriben, no el lugar en el cual un autor escribe. Sin duda, el autor escribe en cierto lugar, contexto y tiempo, en donde diferentes puntos de vista geográficos, políticos, sociales, genéricos y filosóficos sobredeterminarán al texto. Ciertamente, cada obra está localizada en una tradición literaria especifica. Si bien estos son los elementos básicos necesarios para que exista cualquier creación artística, desde mi punto de vista, subscribir e insertar una obra en una tradición en particular es una elección. Un autor no puede elegir su lugar de nacimiento, el momento histórico en el que escribe o la posición social de la cual proviene. Pero lo que sí puede elegir es hasta qué punto estas circunstancias y tradiciones formarán parte de su obra.
En el tipo de literatura que me interesa, la tradición no es una enfermedad terminal hereditaria ni una supremacía implícita o el derecho legítimo de colonizar territorios; no es algo que se asume simplemente ni que se hereda pasivamente, de forma predeterminada. En vez de ello, la tradición en estos quehaceres literarios es siempre una red de relaciones que se puede modificar y en la que se inscribe una obra. Ciertamente, hay una historia heredada y una tradición, pero la historia está llena de agujeros y la tradición se asume sólo como algo agujereado. Lo que aquí propongo es que la literatura no carga sobre sus hombros todo el peso de una tradición despótica y tampoco es algo que se separa y es autónomo o se libera de la historia. No asume ni niega la tradición, sino que la asume como la tradición de lo que fue rayado o suprimido. Así, el tiempo de la literatura es el de lo históricamente atemporal, lo que significa que la obra está tanto ubicada en la historia (asumiendo su lugar en la tradición y la línea de continuidad) como en una instancia atemporal (en donde no hay identidad, no hay causas ni efectos). Por lo tanto, dentro de lo histórico, lo atemporal se asume como un vacío como una identidad rayada, como una red de agujeros heredados. O, quizá, lo atemporal se asume como el tiempo verbal de la historia siempre presente en una forma impersonal, el “presente infinitivo”, como si formara parte de un museo de lo eterno. Estas figuras sugieren que lo que atraviesa a la historia y a la genealogía es lo no-subjetivo y la ocurrencia atemporal de acontecimientos o de experiencias luminosas fugaces, las cuales, sin embargo, están localizadas dentro de lógicas, secuencias, viajes y recomienzos. Lo que importa en este tipo de literatura es que esta conjunción paradójica desplaza la lógica de una tradición con una identidad, a los usos del discurso del yo y los recuentos culturales predeterminados. La literatura es una forma de pensamiento, una conjetura que rechaza cualquier sentido de imposición pre-existente de la historia y de otros discursos. Y, al mismo tiempo, continúa una tradición atemporal en donde la imaginación literaria no está atada a la episteme o teoría actual, sino a un afán y deseo de volver a empezar, de modificar y moldear formas de pensar, proyectando posibilidades alternativas a las que ya existen.
Que literatura sea una forma de pensamiento significa que no está determinada por un autor como individuo, ni por una tradición nacional, una demarcación geográfica, una postura política o ningún otro tipo de identidad. En este sentido, proclamo que la literatura no tiene atributos. El pensamiento literario no está definido de antemano; se construye mientras se escribe, solo existe como un proceso; lo definen su forma y sus resultados y no una intención o propósito. Hoy en día, aunque quizás siempre ha sido así, tanto el lector como el escritor están condicionados y condenados por el contexto extra-literario por razones económicas, políticas y sociales. En las portadas de los libros, reseñas, artículos académicos, publicidad editorial, e incluso en las redes sociales, lo que normalmente importa, en primera instancia, es la identidad del autor—quién es, cómo se ve, su nacionalidad, etc.—así como cuándo y por qué la obra fue publicada y el género literario al que está adscrita o al cual no pertenece. Incluso después de que “la muerte del autor” ha sido proclamada y de que el autor se volvió una mera función en la estructura discursiva, la crítica literaria todavía sostiene al autor como piedra angular de la obra. Como resultado, cuando nosotros, como críticos, nos acercamos a la obra literaria, algo se espera del texto; si esta expectativa se cumple o no, resulta irrelevante.
Estos elementos extra-literarios predeterminados los conciben las instituciones y sistemas del saber que intentan neutralizar o invisibilizar el tipo de pensamiento que produce la literatura. A su vez, establecen un régimen de la verdad que corresponde con los discursos del poder y el conocimiento. Decir que la literatura puede y debería deshacerse de este contexto extra-literario sería algo ingenuo. Pero creo que es necesario asumir estos atributos neutralizantes y después concebir una intervención para fracturar y redefinir estas condiciones asfixiantes y estas divisas de valor de uso y de cambio. Con valor de uso y valor de cambio me refiero a la no correspondencia constitutiva entre las condiciones de posibilidad de la escritura y el discurso en sí mismo que se puede vender tanto en circuitos comerciales de consumo literario como en la esfera de la crítica literaria. Las formas literarias de pensamiento no pueden escapar de su sitio, su geografía, lugar de enunciación, condición política o imagen. Y, sin embargo, la literatura puede atravesar estas categorías mientras afirma que no necesariamente tienen que ser asfixiantes sino, una bocanada de aire, uno de los posibles puntos de partida. El origen (los atributos) debe deshacerse: para poder escribir, es necesario crear una forma para escribir. Donde ya todo fue creado, dicho y hecho, desde “el bostezo ancestral de la nada” hay sin embargo otro posible comienzo. Al afirmar este sitio, entonces, el deseo de un espacio creativo para el pensamiento genera un discurso con un potencial inmenso que va más allá de la literatura misma. La transliteratura es afirmativa por naturaleza, y se aventura a enunciar una afirmación sin fundamentos: “¡Sí, la literatura es una forma de pensamiento!”
La literatura como forma de pensamiento implica atravesar los impasses de la razón y pensar realmente, ir en contra de todo lo que creíamos que habíamos definido y delimitado como “discurso literario”. En este sentido, la literatura como forma de pensamiento es transliteratura. Si el pensamiento es lo que cuestiona y navega a través de la experiencia, los cuerpos, los lenguajes, las creencias, el deseo y los archivos, entonces la transliteratura no tiene un campo propio, una definición. Si quisiéramos delimitar lo que es la transliteratura, se volvería parte de una enciclopedia. En vez de ello, la transliteratura es un movimiento, una práctica del pensar, una lógica de lectura, el fluir de una conversación que vincula múltiples discursos y tradiciones. La transliteratura no puede definirse de antemano porque corremos el riesgo de crear una nueva categoría asfixiante con límites, fronteras, ausencias e inclusiones, atributos y características.
Mi enfoque es el de una poética porque es una indagación de los principios creativos de las formas literarias. La poética debe entenderse en su sentido más elemental, como poiesis, “hacer”, o un “acto o proceso de creación”, como pura energía. Como fabricación y creación, poiesis es el principio activo de la transliteratura. Una poética no intenta encontrar el sentido, sino entender las técnicas que hacen que el sentido sea posible, los principios y prácticas de la literatura. Hay que trazar una poética para comprender las técnicas, dispositivos y estrategias de la transliteratura, de las formas a través de las cuales la literatura opera para crear sus efectos sin determinar el sentido o una interpretación unívoca. La literatura, sin embargo, siempre sobrepasa los términos bajo los cuales la intentamos comprender, su renovación de los paradigmas estéticos de la percepción provoca que las categorías de interpretación sean inoperantes. Y, sin embargo, quiero afirmar una poética de la transliteratura que sea lo suficientemente dinámica para entender ciertas obras literarias más allá de su contexto o evolución histórica. La tarea de trazar una poética es formular una teoría de la literatura desde el interior de su proceso de creación y en diálogo con otras disciplinas. La poética de una literatura que piensa puede concebirse en paralelo a la definición de “la poética” que Édouard Glissant propone: “el punto más alto del conocimiento” que no puede garantizarnos una forma concreta de actuar, pero que nos permite entender mejor nuestra experiencia en el mundo.
Retomo un tipo de crítica que ilumina mi propuesta de la transliteratura: la transcrítica. La transcrítica es un método de lectura de contradicciones materiales y conceptuales que estableció el filósofo y crítico literario japonés Kojin Karatani. El término es una manera de fabricar una lectura de la “literatura que piensa” a través de sus antinomias o el límite de la razón. La transcrítica de Karatani contrasta y pone en oposición aspectos de las críticas sistemáticas de Kant y Marx, pero lo que importa de su modelo es cómo la transcrítica teje y tiende puentes entre códigos de diferentes esferas sin reducir o sintetizar la brecha que separa a ambos campos. La transcrítica es, antes que nada, una práctica que parte del análisis detallado de otras teorías y prácticas. En Karatani, la noción de transcrítica se relaciona íntimamente con la noción de “paralaje” que es una suerte de punto de vista paradójico en la brecha estructural que se enfrenta a la realidad a través de la diferencia (la paralaje). La visión de paralaje es la perspectiva desde la que puede fabricarse una lectura transcrítica. El potencial crítico de la paralaje reside en su afirmación del carácter irresoluble de las antinomias de la razón y la decisión activa de no proponer una síntesis dialéctica de una tesis y su contraparte. Habría que concebir a las antinomias como contradicciones inherentes o límites de las leyes de la razón. La paralaje emerge como una forma de antinomia que revela el hecho de que las tesis y antítesis no son sino ilusiones o delirios ópticos. La lógica de la lectura transcrítica es una suerte de visión de paralaje que nos permite concebir a las estructuras a través de sus antinomias, sus delirios o ilusiones que conforman series interconectadas basadas en la brecha irreducible entre dos posiciones. Apropiémonos de la lectura transcrítica para hacer inteligible la singularidad y las contradicciones presentes en una obra literaria que es su propia forma de pensamiento. Vislumbrar a la transliteratura desde la visión de paralaje es iluminar sus puntos ciegos, sus delirios, sus ilusiones, sus imposibilidades y articular una nueva forma de pensamiento atrincherada en las brechas, antinomias y repeticiones.
Otra noción relevante para la poética de la transliteratura es el coeficiente de transversalidad en el uso clínico de Félix Guattari. Para él, al buscar superar el impase de pura verticalidad y una horizontalidad simple entre las relaciones individuales, lo que necesita ser maximizado es la comunicación entre diferentes niveles y en todas las direcciones del coeficiente de transversalidad para evitar las totalidades y las jerarquías. Propongo que dibujar una diagonal transversal, implica modificar la estructura de la ceguera y transformar tal estructura al redefinir el rol de cada elemento y del todo. La transliteratura traza diagonales entre diferentes niveles narrativos y entre elementos que modifican la estructura tanto en la especificidad de los elementos singulares como de la orientación en general. Y está guiada por los coeficientes de la transversalidad que fomenta para superar las jerarquías entre campos, configuraciones estéticas, vocabulario y figuras conceptuales.
La transliteratura está en conversación con el método de Kojin Karatani de la “transcrítica”, que consiste en leer un texto critico a través de otro sistema para llevarlo más allá de sus propios límites, así como con la noción de “transversalidad” de Félix Guattari, apuntando a relacionar diferentes niveles y significados para superar el impase de la verticalidad y la horizontalidad. En este sentido, recobro la máxima de Guattari: “la transdiciplina debe ser transversalidad”, esto es, un proceso entre enmarañamientos de territorios y universos de valor. Tal como esos intercambios teóricos sugieren, la transliteratura no está limitada a la geografía, a las fronteras disciplinarias o a lo que separa lo teórico de lo práctico, a lo crítico de lo analítico, o a lo filosófico de lo no filosófico. De esta manera la transliteratura es una intervención crucial para liberarnos de los debates en la intersección de la teoría contemporánea, la filosofía, la estética y la política.