Tierra Adentro
Un soldado juega a las vencidas con afgano durante una patrulla para conocer las condiciones de la Yawez, en la provincia de Wardak, en Afganistán. 17 de febrero de 2010. Fotografía: Sargento Russell Gilchrest (Ejercito de los Estados Unidos)

Se trata de un juego bien simple: dos hombres miden la fuerza de sus brazos derechos, asida la mano, con los codos en la mesa, para ver quién de ellos tiene más pulso al tratar de doblegar el brazo del oponente. El nombre genérico, o el más conocido, es el de “pulsear”. Lo cierto es que en el español de México “vencidas”, o su paráfrasis, “jugar a la vencidas”, es lo más familiar. En la Ciudad de México también se dice, entre los niños, hacer “fuercitas”. En teoría, gracias a esta perentoria competencia es posible saber quién posee más fuerza física.

Como práctica, de uso y costumbre, sería muy interesante preguntarse en cuántas culturas existe y a qué tiempos se remonta: así, podríamos inscribir en un contexto más amplio ese gesto tan impropio como el de las vencidas. Hacer una historia general de las vencidas sería tan complejo como ocioso. Quizá ya en las mesas de alguna taberna, carreteros del pueblo llano, se sometían a la competencia de sus brazos; veteranos de guerra en los tiempos de la bayoneta presumían su hombría pulsando; comerciantes o amantes del cuchillo apostaban a sus propios bíceps la euforia de la tarde; quizá ya se hacía desde tiempos remotos.

Realmente no recuerdo muchos ejemplos, por no decir ninguno, de vencidas en la literatura. Se me antoja haber leído algún fabliaux, —esos relatos medievales, llenos de historias de adulterio, hurto y veleidades— donde alguien pulseaba. Pero no lo sé de cierto. Quizá en algo posterior, como Manon Lescaut Creo que más bien las vencidas figuran en la memoria colectiva de las malas costumbres, y punto. Cosa segura es que es de mal gusto jugar a las vencidas y no sólo en nuestras maneras, en las maneras hispánicas, sino también en otras culturas. No es la imagen que uno quisiera conservar de una persona.

Aunque sí que recuerdo un ejemplo literario preciso. Gustave Flaubert, ese genio inclinado a retratar el mal gusto, en el capítulo IV de la primera parte de Madame Bovary, narra la boda entre Charles Bovary y la futura desposada, Emma. Flaubert, de principio a fin, en todas sus novelas, consigue que sus personajes sean idénticos a sí mismos y tengan comportamientos y rasgos coherentes. Emma, como ya se sabe, desea, pero no desea sólo objetos, sino algo más allá de ellos; desea lo que le puede conferir la posesión de esos objetos: un estatus, una transcendencia, la consumación de un ideal. Sus deseos no son de este mundo, y cuando aparentan serlo, remiten a un mundo imposible o perdido. Desde que Flaubert nos la dibuja como la hija del paciente de Charles, ya muestra su tendencia a lo exótico, su tendencia a poseer objetos que alguna lectura de la vida parisina le dictó. Cuando Charles la conoce, Emma le ofrece curaçao. ¿Por qué una muchacha provinciana, hija de un normando común, en el siglo XIX, tiene un licor caribeño en su barra?

No es de extrañarnos pues, que una vez que sedujo al joven viudo Chales Bovary, inspector de salud que no llegó a ser médico, haya pensado en casarse à la lumière des flambeaux (a la luz de las antorchas), con la luna en el horizonte, romántica y noblemente, y no a la manera usual en su provincia. A Emma no pudo ocurrírsele semejante extravagancia espontáneamente: lo leyó en alguna novela evocativa, en alguna revista de la vida parisina, se lo indicó cierta nostalgia por un mundo que no conocía. A su deseo de un matrimonio romántico, en todo su sentido decimonónico, se le impone la verdad. Este es uno del episodios quijotescos del personaje. Más allá de la oposición entre la voluntad de Emma y la resistencia del mundo, se deja ver la inclemente verdad novelesca con la que Flaubert define a su personaje: el deseo de Emma no se puede colmar porque no hay relación entre lo que desea y lo que realmente está en condiciones de obtener.

En vez de la boda añorada, la recién Emma Bovary tiene una fiesta típica y ridícula en la que el pastel se desborda del betún que le pusieron y hace mal juego con la repostería de mal gusto que está sobre la mesa, hecha por un confitero de Ivetot. Su padre se pone borracho. Los invitados, cuarenta y tres, algunos familiares de Emma, hacen lo propio de los gamberros: quieren escupir alcohol por los cerrojos, espetan majaderías y, claro, juegan a las vencidas: “hubo quien se sostuvo sobre el pulgar, se levantaron pesos, se hicieron juegos de fuerza.” La maestría de Gustave Flaubert es tanta, que uno de los primeros fracasos rotundos del deseo de Emma Bovary es una escena cómica: el escenario grotesco de la realidad se quita el velo del ideal. El mundo en su fealdad difumina cualquier ilusión de maquillarlo con lo que se espera de él: el superyó romántico, ese nacido de las lecturas de los lugares prodigiosos, de la fuerza de la naturaleza, de la soledad terrible y profunda, del amor religioso inspirado en las novelas de jóvenes suicidas, ese superego del bovarismo, se desmorona con la presencia final, en la boda de Emma, de dos personas que juegan a saber quién tiene más fuerza en los brazos. En vez de casarse aux lumières des flambeux, se casa a la luz de los borrachos; en vez de casarse con un hombre aristocrático, se casa con un conformista que no pudo llegar a ser médico y que el día de la luna de miel, parecía él “la virgen” de la noche de bodas.

Parece inevitable, después de este episodio, no ver a las vencidas con otros ojos. Cómo no interesarse, al ver a dos personas, en ocasiones de lo más espontáneo o de lo más solemne, batirse en duelo de fuerza. Quizá antes de que el mundo nos revele su definitiva fealdad, es mejor que nos adelantemos a él; cuanto más si estamos esperando la coincidencia perfecta entre lo que deseamos y lo que obtendremos, vale la pena mejor improvisar una mesa para doblegar el brazo del contrario. Quizá no haya otro remedio.