La sombra y el dios
Erika Mergruen es una autora reconocida dentro del ámbito fantástico tanto por sus narraciones como por la divulgación de autores y obras raras desde su sitio web, pero en esta ocasión tenemos la oportunidad de acudir, a través de este fragmento de su novela La casa que está en todas partes,* a la que sigue siendo una realidad cotidiana para muchas mujeres mexicanas: la de una vida consagrada al cuidado de los otros.
Cada quien ha de buscar la forma para aliviar el desconsuelo. Pero para huir de la vacuidad el camino puede resultar escabroso y casi siempre nos lleva al precipicio del cual emergimos creyendo que habíamos logrado evadir nuestro sino.
A Mathiana, la vacuidad la transformó, flotaba por los cuartos y los corredores de la casa donde trabajaba. No fue al entierro del de los hoyuelos ni a reconocer el cuerpo al anfiteatro. Nunca vio el rostro voraz de la tierra en el rostro de aquel ser amado. Su luto se resumió en despegar las figuras de aves, mariposas y estrellas hechas de trozos de papel y de hilo para guardarlos en una caja de cartón arropadas con la fotografía que fuera el centro del nicho.
Los días pasaron grises hasta convertirse en años. La vacuidad es una venda invisible que nos hace torcer el camino en cualquier encrucijada. Mathiana lo conoció, al otro, en la fiesta de quince años de la hija de la amiga de una amiga. Y aunque él también se unió a sus paseos domingueros en la Alameda, jamás tuvo un nicho.
El día que se casó, el espejo de la cómoda reflejaba el cuarto vacío de Mathiana. Partió de la casa donde trabajaba, la de la señora Genoveva de la Barca de Heinz. La de los encargos, la de los libros fantásticos en los estantes, la de la casa en la zona residencial donde había una tienda que proveía a los trabajadores de la mina de grava y arena que se encontraba en la periferia de la ciudad.
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Mathiana servía a su hombre según los usos y costumbres de la ciudad mestiza. Desayuno, comida y cena, lavado y planchado, aseo del hogar, sexo para ser preñada. Memorizaba el código del hogar que con el pasar de los meses se transformaba en una prueba de héroes legendarios. Porque la mujer es el pilar de la familia y para sostenerla ha de ser dulce y sumisa, ha de comportarse en público, no ha de andar con ligerezas, no ha de tener amigos, no ha de tener amigas, no ha de exhibirse como una golfa, no ha de dudar de la autoridad del hombre proveedor. Ha de abrir las piernas cuando el hombre lo pida, porque él es el semental cuya divina semilla debe perdurar, ha de educar a sus hijos primero y luego a sus hijas que desde pequeñas han de comprender el código: el de ser mujer en la ciudad mestiza.
El hombre come primero, el hombre orina primero, el hombre habla primero, el hombre es servido primero porque él es fuerte, magnánimo y poderoso hecho a imagen y semejanza de dios.
Mathiana veneraba a su dios, rezaba a su dios, complacía a su dios y como los niños que ven por vez primera las imágenes sangrantes de lo santos y las beatas, también temía a su dios. Porque la ira divina es infinita, omnisciente y omnipresente. Y si la tortilla no estaba lista dios la insultaba; si la camisa de rayitas no estaba lavada dios la insultaba y si el plato no estaba listo cuando él llegaba, dios la insultaba. Y si dios llegaba embriagado, la insultaba, la golpeaba y la ultrajaba. Porque las mujeres son costillas que se maceran en las obligaciones cotidianas y se fríen en sus cosas de viejas y se muerden y se roen, y cuando ya no sirven se arrojan sus huesos a los perros hambrientos.
El terror es como el mar, en perpetuo movimiento, y su inmensidad va más allá del horizonte. El terror tiene su marea lunar y sus seres siniestros bajo la superficie. El terror de Mathiana se convirtió en un océano enardecido cuando vio cómo su vientre crecía día a día, sin importar que los viernes de jugada del hombre-dios lo transformaran en el dios vengativo de evangelios nunca escritos. Mathiana se hacía ovillo tratando de proteger su vientre, con los mismos ojos entreabiertos de aquel angelito en el altar.
Pero así como las aguas encrespadas tienen un momento de mágica quietud al amanecer, así lo tuvo Mathiana cuando escuchó el llanto de su primogénito y único hijo, Gabriel. Después de aquella mañana de correrías por la avenida para encontrar un taxi que la llevara al hospital, su hombre-dios llegaba más tarde a casa con tal de evitar los chillidos del mocoso que parecía que todo el tiempo quería estar prendido del seno de su madre. Así, la dulzura, la ansiedad y el espanto de los primeros días de maternidad fluyeron con una calma inhabitual.
Bastó que el recién nacido se adaptara al horario terrestre y olvidara su origen acuático para que la vida retomara su ritmo. Mathiana regresó a la tarea de servir a su hombre entre los pañales, los baños tibios y las nanas a Gabriel. Su hombre retomó su papel divino, alzando la ceja, la botella y el puño corrector.
Los años pasaban. Gabriel crecía como crecían el terror y la tristeza consuetudinaria de su madre, Mathiana. Su hombre había añadido nuevas reglas al código del hogar, pues no estaba permitido consentir al niño. Así sería bien hombrecito, como él, su ejemplo a seguir, que los dioses sólo conciben dioses, porque en su semen se encuentra el secreto de toda divinidad.
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Nuevas furias asolaban al dios porque su esposa no se preñaba de nueva cuenta y tan digna casta no podía limitarse a un solo chiquillo. Conforme los días reafirmaban la esterilidad de la pareja, el hombre la montaba con mayor desesperación y buscaba en los anaqueles del baño, de la cocina y hasta en el congelador alguna pastilla pecaminosa que delatara a la impía consumidora de algún método anticonceptivo.
Tras un encargo escolar de Gabriel, pues en las escuelas de los niños suelen pedir cosas inauditas, Mathiana se dirigió al centro de la ciudad, a las calles aledañas a la Catedral. Sin pensarlo, entró al templo. Su desesperación se materializó en la fachada abigarrada, en los cachetes gordinflones de los angelitos barrocos y en las miradas vidriosas de las ánimas del purgatorio. Maldijo en la iglesia, en silencio, al angelito de los ojos entornados, a su casa natal, al día de la helada, a la tienda de los mineros y a la maldita Sombra que había sepultado al de los hoyuelos. Maldijo en silencio porque otro destino se le había escapado en la parada del autobús que la trajo, junto con su madre y su hermana menor, a la ciudad. Y lloró a sus muertos, en silencio, apretando las mandíbulas hasta que su cerebro empezó a punzarle. Apretaba muela contra muela imaginando que trituraba a La Sombra que de seguro era un demonio empeñado en arruinarle la existencia. Salió de la iglesia para ir a cumplir el encargo escolar de Gabriel y regresar a casa antes de que su dios regresara a exigir su adoración diaria.
Ya en casa, Mathiana cumplió sus deberes: frió el jitomate, sazonó el pollo, rebanó unos rabanitos, dio de comer al niño y jugó con él, planchó las camisas, habló con el niño, puso la mesa, dio de cenar al niño, lavó los platos, bañó y durmió al niño, siempre pendiente de la hora. Dormía a Gabriel antes de que su hombre llegara, para que no oyera el griterío, ni las mentadas ni a su madre dando tumbos por la casa.
Pero ese viernes el reloj marcó las once, la medianoche y luego las tres de la madrugada y el hombre no llegó. Mathiana supuso que llegaría para el desayuno, bien borracho o bien crudo. Dejó remojando unos chiles previendo el guiso picosito que cualquier dios requiere después de sus tropelías. Y se fue a dormir.
A esa hora en que el frío arrecia, justo antes de que el sol asome por el horizonte como estirándose tras una siesta, alguien tocó a la puerta. Mathiana creyó que su hombre había olvidado sus llaves o venía tan perdido que no atinaba a abrir.
Era un vecino, sudoroso y con el aliento entrecortado que le señalaba la esquina y le decía que su hombre estaba allá dormido y que no despertaba.
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Mathiana lo tocó con la punta del pie, lo llamó por su nombre mientras se pasaba el chal por el cuello para protegerse de la mañana fría. El hombre no despertaba. Mathiana se hincó y lo zarandeó con cautela, lista para esquivar el manotazo, porque a su hombre no le gustaba que nada le perturbara el sueño pues bien decía que era sagrado y los sueños divinos crean mundos enteros. El hombre no despertaba. Estaba dormido y tieso como una rama. El hombre-dios se había muerto de una congestión. Ella se puso en cuclillas y cerró los ojos del dios: un movimiento suave pero firme, apenas un roce sobre los parpados. Se persignó. Y entonces la vio, sentada en la banqueta, apenas por unos segundos, tan delgada y sombría como la primera vez que apareció erguida junto al pozo. La Sombra asintió y se desvaneció.
La entonces viuda Mathiana temió haberla invocado con sus maldiciones en la Catedral. Meses más tarde creyó que La Sombra había regresado a pagar su deuda.
* La casa que está en todas partes, publicada por Suburbano Ediciones.