El monstruo del lago Ness
Al reconstruir la propia identidad, algo ocurre con nuestra idea de la infancia, esa época cuyo regusto es dudoso para el profesor J.R.R. Tolkien en su ensayo Sobre los cuentos de hadas: “iba a escribir [que fue una época] «feliz» o «dorada», en realidad fue triste e inquieta”. Curiosamente, esa certeza lo impulsó a defender los finales felices de las historias. Este cuento juega con la gozosa posibilidad de reescribir un episodio de la niñez, que es, al mismo tiempo, un episodio de la vida adulta.
Le daba miedo llevar a la perra sin cadena, ¿qué tal si se perdía?
Odie quería correr hasta llegar al parque, pero sólo lograba arañar el piso, ahorcarse con el collar y toser. Entonces el monstruo del lago Ness apuró el paso, agarrando bien con la otra mano el cuaderno, un libro y el estuche de los lápices de colores, que emitía un clangclangclang metálico con cada brincoteo.
Llegaron al grandísimo parque que lucía, como casi siempre, solitario. Soltó a la perra y se subió a la base de poste de luz. Quizá sólo ganaba medio metro de altura, pero le gustaba comprobar cómo desde ahí el paisaje era muy diferente. Los árboles se movían más, sus hojas se revelaban intrincadas, sus copas como vientres enjaulados donde sin embargo volaban libres los pájaros. Desde ahí podía ver sus siluetas saltando de una rama a otra, aquel aleteando para sentarse junto a algún compañero, ese otro quedándose muy quieto en un rama, todo esponjado. Se ajustó los audífonos a la cabeza, apretó el botón de play y contempló la extensión de su reino momentáneo con The Killing Moon sustituyendo a los sonidos del mundo. Sí, desde ahí arriba todo lucía mejor.
Vio también su parte favorita del parque, la casita del bosque: un grupo de árboles jóvenes que alguien sembró muy juntos y en círculo. Explorando un poco era posible hallar la entrada. Había llegado al corazón de ese enigma un par de veces y le gustaba tanto como le daba miedo. La luz era distinta allá dentro, oscura, polvosa y dorada, filtrada por varas de bambú y ramas tiernas. En el suelo, a modo de alfombra, un mullido lecho de hojas secas, crujientes y viejas. Siempre soñó con llevar ahí dentro sus cosas (esa mezcla de juguetes, libros, y provisiones de chocolates Carlos V). Hasta le pidió ayuda a su hermana, pero ella sólo la miró horrorizada y le dijo que ni lo intentara, que “aquello debe estar cundido de bichos, Monstruo del lago Ness”. La idea acabó con su afán exploratorio, así que mejor se quedó con este mástil para decir “¡Tierra a la vista!”, o este observatorio astronómico, “Es de día, ¿por qué la luna sigue aquí?”; o este tubo de bomberos por el que bajan los Cazafantasmas, “¡Vamos a chamuscar un poco de ectoplasma!”.
Siguió dando vueltas, en lo alto, mientras la perra hacía lo suyo. Se dio cuenta de que incluso podía ver a los que jugaban basquetbol al fondo. Concluyó (y se sintió muy lista por ello) que podía ver el futuro. Porque con esa vista privilegiada, era posible ver lo de allá, ese lugar al que llegaría en algún momento si continuaba caminando.
Se tumbó en una de las colinas del parque. Aún traía puesto el uniforme, pero los jueves su madre no le exigía que se cambiara porque le tocaba clase de deportes al día siguiente. Así que se revolcó sin temor en la tierra y el pasto, mientras sacaba los colores, abría ceremoniosamente el ejemplar de Manual de experimentos parapsíquicos 2 y su cuaderno. Comenzó a dibujar una historieta en la que ella era la quinta Cazafantasmas, salvaría al fantasma de su hermano de ser atrapado por sus héroes. El espectro clase 5, un feto con apariencia de camarón diabólico y cordón umbilical a manera de cola, aterrorizaba la ciudad de Nueva York (¿cómo llegó el fantasma de su hermano nonato a Nueva York?, era un misterio aún, pero ya se le ocurriría algo). Ray, Egon, Winston y Peter lo someterían con el cargador de protones para encerrarlo en la unidad de almacenamiento, el limbo de los fantasmas. Ella lo rescataría de ahí: encontraría la forma de ingresar a ese universo artificial contenido dentro del cuartel para dialogar con su hermano. Le diría que no era bueno estar resentido por no nacer, que a unos les toca y a otros no, y que, si quería, podría disfrutar del mundo con ellos, ayudándoles a cazar fantasmas malvados. El feto volvería a ser bueno, regresaría a su apariencia hermafrodita original (lo dibujó mitad cara de bebé-niño y mitad cara de bebé-niña, como al varón Ashler de Mazinger Z) y subiría a la superficie con su hermana para ser adoptado como mascota, igual que el chocante fantasma Pegajoso. Pero (¡giro de la trama!) algo salía mal: ella no podía regresar, ¡el portal se había cerrado! Además, ¡había muerto al bajar al limbo de los fantasmas! El Doctor Peter Venkman tendría que salvarla.
Esto lo había aprendido en la escuela: Orfeo bajó por su novia Eurídice hasta la tierra de los muertos y todo salió mal sólo porque no se aguantó las ganas de voltear a verla. En su historia ella sería Orfeo, traería a su hermano de vuelta. Porque a pesar de que le gustaba la idea de convertirse en una aparición trágica y greñuda, vestida de blanco y con sangre en la barbilla, en realidad quería seguir cazando fantasmas… Esto la distrajo.
Miró alrededor. La perra estaba echada junto a ella, con la lengua fuera del hocico agitándose como un jamón feliz. Nadie se acercaba para usar el poste, su mástil–observatorio–máquina del tiempo.
Sí que podía ver el futuro: al cumplir veintiún años y acabar la universidad (va a estudiar Parapsicología), iría a Nueva York a pedirles trabajo a los Cazafantasmas. Llevaría todas las boletas con sus calificaciones para que vieran que, como ellos, “es muy inteligente y lee mucho”, el halago que más le gustaba oír. Les entregaría la solicitud de empleo completada con letra muy bienhechecita… tendrá que practicar. Escogería una foto donde la nariz se le vea más respingada y en la que el remolino del flequillo no se le note tanto.
Esto no se lo contaba a nadie porque bien sabía que la gente es muy dada a pensar que esos mundos inventados no existen fuera de las películas o las caricaturas. Pero ella quería dar tiempo a que éste existiera por sí mismo. Porque si muchas personas piensan en la misma cosa a la vez, o si una sola, ella, lo pensaba y deseaba con la fuerza suficiente, ¿no era lógico que se hiciera realidad? Ella creía que sí. Cuestión de tiempo.
La punta del lápiz color carne se acabó. Por suerte, su sacapuntas guardaba la basurita, así no dejaría los rizos y el polvillo sobre el pasto. Acercó la nariz al orificio para oler la mezcla de cera y madera que tanto disfrutaba. Siguió dibujando, tumbada boca abajo. El viento arrojó sobre el cuaderno campanillas de la jacaranda que les daba sombra. Olía a miel, a hierba tibia. Le reconfortaba el perfume del papel que los dibujos emanaban al calentarse con los rayos del sol, filtrados a través de aquellas gigantescas jaulas abiertas, tejidas con botones y ramas. Pero una sombra oscureció el papel, justo donde el rostro de su hermano fantasma lucía feliz por haber sido aceptado en la pandilla de su hermana.
Al alzar la vista vio a dos mujeres. Eran más grandes que su hermana, pero más jóvenes que su mamá. Las acompañaba una niña más pequeña que ella, como de unos cinco años. El monstruo del lago Ness no entendía exactamente qué es lo que le querían decir… cuando se quitó los audífonos, escuchó lo que le pedían. “Cierra las piernas”, dijo una. “Se te ven todos los calzones” dijo la otra. “Le estás dando todo un espectáculo al señor de allá. ¿Vienes sola?”.
Miró hacia donde la mujer había señalado con la cabeza. El hombre estaba de espaldas, ya se alejaba caminando. Ella sabía quién era: El Señor Que Jugaba Golf. Había intentado ser su amigo otra tarde que sacó a Odie a pasear, quiso enseñarla a jugar y ella no supo negarse. No le gustaba ese señor. Pero tampoco le gustaban estas señoras. Odie las saludaba con la cola, brincaba buscando caricias mientras ellas se hacían a un lado. Vestían pants, pero estaban muy arregladas, olorosas a un perfume que su mamá no usaba: ella olía mucho mejor.
Sólo alcanzó a articular un “Gracias” en voz baja y temblorosa. Cerró las piernas. La niña sí acarició a la perra. “¿Cómo se llama?”, le preguntó. “Odie”. “¡Pero ése es un nombre de hombre!”, le dijo riéndose. “También puede ser de niña”, contestó ella sin estar segura de que eso pudiera ser cierto. Las mujeres se fueron. Ella miró hacia todos lados. No había ya nadie cerca. Se incorporó. Quería correr hasta su casa, hasta ese otro olor que no la hacía sentirse avergonzada, nunca.
Pero no podía volver porque ya estaba llorando. No pudo evitarlo. La nariz y los ojos se le hincharían enseguida, pronto la traicionaría la “Cara de Morsa”, esa máscara que formaba su propio rostro abotagado, enrojecido y brilloso después de una buena lloradera. No había nada que hacer: cuando las lágrimas tenían que salir, tenían que salir. Ni siquiera supo qué la hacía sentirse tan avergonzada.
Recogió sus cosas y abrochó la cadena al collar de Odie. Se limpió los mocos con la manga del suéter. La luz del sol convertía esos hilachos sobre el azul marino en una telaraña húmeda que destellaba con los colores del arcoíris. Pensó arrancar una hoja del cuaderno para sonarse, pero algo había llamado la atención de Odie y se había echado a correr con todo y la cadena que no alcanzó a agarrar, las patas traseras impulsándola como si fuera un ciervo en plena huida de algún depredador. El Monstruo del lago Ness corrió detrás, angustiada, el estuche de metal cantando su clangclangclang.
Odie se había metido a la casita del bosque.
De pronto, no veía nada, la penumbra era densa. Oía las patas del animal pisar la hojarasca, siguió el húmedo olfateo, pero no podía tocarla. Cuando sus ojos se acostumbraron, descubrió una silueta sentada en el tronco talado que ella había usado de mesita para el té algunos años antes. Se sobresaltó, le dieron ganas de salir corriendo al imaginar que se trataba de El Señor Que Jugaba Golf. Pero no era él. La perra empezó a hacer sonidos de felicidad ansiosa. Se había echado panza arriba, gemía y hacía las orejas hacia atrás con una sumisión que sólo mostraba cuando su padre, un bonachón en traje impecable de jefe, llegaba a casa. “¡Ven acá!”, trató de mutar la voz llorosa por una intimidante, pero fracasó. Odie ya estaba en brazos de aquella persona.
Era una mujer. Correspondía a la efusividad del animal abrazándola y mimándola con el mismo entusiasmo.
Apenas pudo percibir sus rasgos. La hierba había crecido desde su última estadía en la casita del bosque, ahora era un lugar más fresco y umbrío. “Déjala”, dijo la mujer, rascando detrás de las orejas de Odie. El olor de las hojas viejas tenía otra capa, otro aroma que lo superaba. Era suave y agradable. Flotaba entre ellas el espíritu resinoso de los eucaliptos, un ir y venir de vainilla. Permanecieron en silencio hasta que la mujer le extendió un kleenex para limpiarse la nariz. Intuyó, por lo poco que alcanzaba a ver, que guardó en el pantalón el paquetito minúsculo y su propio pañuelo, muy húmedo. O estaba enferma, o también había llorado. Odie las miraba desde su regazo con una expresión suplicante, el hocico negro formando una mueca sonriente. ¿Por qué lloran los adultos? Para ella era un misterio que prefería no descubrir nunca. Le parecía lo más triste del mundo. Como su papá cuando murió abuelita, o su mamá –
–Tengo un gatito, dijo la mujer de pronto.
–¿Cómo se llama?, le respondió. La mujer meditó un poco.
–¿Qué nombre le pondrías tú a un gato?
Pensó que estaba demasiado avergonzada para conversar (con la máscara de la morsa puesta, con la invasión extraña de esas mujeres). Pero le sorprendió notar que tenía ganas de hacerlo.
–Yo también tuve un gatito, se llamaba Chicho UlrichRockervai. Pero se volvió loco y se murió. Y luego los Reyes (bueno, mis papás), me dieron a Odie.
La extraña parecía muy divertida con la información.
–Pero ese nombre no lo escogiste tú, ¿o sí?
–No.
–¿Qué tal Bagheera?
–¿Como la pantera de la película de El libro de la selva?
–Exacto. “…tenía una voz tan dulce como la miel silvestre que gotea desde un árbol, y una piel más suave que el plumón”. Así la pinta el libro.
Era una señora rara. Pero le gustaba oírla.
–Si le pusiera un nombre de libro, pues le pondría Alicia.
–Es un gato. Tendrías que ponerle Alicio.
La risa infantil llenó el aire y luego explotó como una burbuja de jabón.
–¡Pero ése es nombre de mujer!– le dijo, recordando el episodio de hacía un rato. Se arrepintió de repetir como un perico lo mismo que esa niña.
–No, no lo es.
Se hizo otro silencio que llenaron los pájaros. Un zanate fue particularmente escandaloso. Buscaba a alguno de los suyos. Silbaba, y luego parecía reír, y luego cantó dulcemente. Odie entrecerraba los ojos, deleitándose en el sopor de la charla, las hojas, los perfumes. La niña sentía que aquella mujer la miraba de reojo. Ella también quería estudiarla, pero no se atrevía demasiado. Era de mala educación, ya lo sabía.
–¿Te sientes mejor?, preguntó la mujer. El monstruo del lago Ness asintió.
– Yo también. A veces vengo aquí para sentirme mejor.
La perra lamía suavemente la mano de la mujer.
El ritmo de esa caricia húmeda también la reconfortaba a ella. Ni siquiera tenía miedo de los bichos que pudiera haber, sentada ahí sobre el lecho de hojas, con las piernas cruzadas.
–¿Por qué estabas triste?– Aunque la pregunta era seria, la hizo como si estuviera jugando. Imaginó que ese lugar era un depositario de secretos, igual que los relicarios o las botellas al mar en las que se guarda lo que no se dice a nadie. Era como escribir en su diario.
La mujer se secó la nariz con la bola húmeda de papel. Luego miró a la niña fijamente.
–Porque tengo mucho que hacer y creo que no lo hago bien. Porque me preocupa que le vaya a pasar algo a mis papás.
Por lo que se veía, los problemas de los grandes no eran muy distintos a los que tenían los niños. Ella también tenía mucho que hacer y no lo estaba haciendo bien: no supo armar los poliedros en clase, tendría que entregar una maqueta al día siguiente y no había ido a la papelería aún, y cada vez que le quitaba la correa a Odie, o su papá se cruzaba la calle, o su mamá tardaba demasiado en el súper, pensaba en las fotos viejas, en la sangre, en las pesadillas, en la parte triste del Día de muertos.
–A mí me pasa lo mismo.
La mujer la miró con una sonrisa francamente decaída.
–Quizá ese sea el problema.
La niña no comprendió.
–¿Puedo ver tus dibujos?
Le extendió el cuaderno. Aunque parecía que ya se habían acostumbrado a la penumbra, la mujer lo acercó al rayo de luz más ancho que llegaba del exterior. Parecía muy complacida.La niña pudo ver sus pestañas y las pupilas de sus ojos aclararse, empequeñecerse con la luz.
–¿Y esto? Preguntó, señalando con el dedo el cordón umbilical del fantasma.
–Es mi hermano feto diabólico.
La risa de la mujer llenó el aire y luego reventó como la nota metálica de una campanada.
En un arrebato de confianza, El Monstruo del lago Ness le dijo:
–Creo que podré rescatarlo del limbo cuando acabe de leer todo este libro. Pero me falta el tomo 1.
La mujer miró el Manual de experimentos parapsíquicos 2. Mientras acariciaba el canto y hojeaba las páginas con una expresión indescifrable, Odie brincó al suelo, a seguir olfateando.
–Yo voy a conseguírtelo.
–¿También puedes comprarme uno que diga dónde estaban todos los cementerios de la ciudad, para saber qué lugares están construidos encima? Me va servir para buscar casas embrujadas.
La mujer se levantó mientras prometió que también lo buscaría. Rascó a Odie detrás de las orejas, apretó a la pequeña perra contra su pecho. Luego acarició el pelo de la niña, y la abrazó.
–Esas señoras son idiotas, no les hagas caso. El Señor Que Juega Golf es quien está mal, no tú. Dibuja, lee, juega como quieras. No dejes que nadie te moleste.
Y le besó la coronilla del pelo.
Camino a casa, se subió al poste–mástil–máquina del tiempo. Se le quedaron mirando un par de personas, pero no le importó.
El zanate seguía llamando a los suyos. Segundos después pudo ver cómo otros dos llegaban a mecer las ramas próximas. Una lluvia de flores cayó debajo de ellos, y llenó el aire de aquel perfume, “tan dulce como la miel silvestre que…”
Dentro de casa, se dirigió al librero. Ahí estaba: Manual de experimentos parapsíquicos 1.
–Alejandro, ¿me prestas tu libro?
–Claro. ¿Qué pasa? Lloraste.
–Un poquito.
Se abrazó a él. Pero ya no estaba triste.
–¿Lo vas a leer ahora? ¿Y El libro de la selva?
–Ahorita no, va a ser mi lectura del avión.
–¿Cuál avión?
–El avión a Nueva York. Necesito ir a Nueva York a chamuscar un poco de ectoplasma.
Alejandro ya estaba acostumbrado a esas determinaciones.
–Ya. ¿Es otra deuda, como la de ir a la casa de Sherlock Holmes?
–Exacto. Pero ahora sí llevaré paraguas. Y una cámara. La tos y las malas fotos casi lo echan a perder…
–¿Y cuándo será eso?
–En… octubre podría ser. Me da tiempo de ahorrar. ¿Tenemos algo en octubre?
–Halloween, en el cumpleaños de tu sobrino…
–A principios de octubre, entonces– El Monstruo del lago Ness miró a Alejandro con gratitud. Pero también con preocupación.
–¿Verdad que vas a cuidar mucho al gato?