Gregor Mendel y el catolicismo ilustrado
Resulta difícil pensar en una relación pacífica y hasta constructiva entre la ciencia y la fe por quienes hemos crecido en el ambiente reaccionario y conservador de ambas filas. El catolicismo del siglo XX, a pesar de los grandes esfuerzos de su facción progresista, quedó muy lejos de reconciliar tales discursos, y hoy día, también a pesar de los esfuerzos de órdenes como dominicos y jesuitas, sectores poderosos de la Iglesia lideran una campaña violenta contra las ciencias sociales y naturales nuestro siglo: las teorías de género y el ambientalismo son dos de sus blancos preferidos.
Ha habido tiempos, sin embargo, en los que la ciencia y la fe no sólo han logrado convivir sino incluso avanzar juntas. Algunos periodos de la Edad Media, por ejemplo, dan cuenta de esta sinergia. ¿De qué otro modo explicaríamos la fundación de la universidad, institución a cargo de preservar la cultura helenística al mismo tiempo que promovía el desarrollo de la exégesis bíblica, la teología, las matemáticas y la astronomía? Es verdad que no fue una constante, pero sí una actitud difundida en varias regiones europeas y durante no pocos siglos. Hablar de la escisión de la fe y la razón cabe, sobre todo, en el contexto moderno y protestante más que en el medieval y católico. Pero ése es otro tema. El ambiente en que se desarrolló Gregor Mendel fue uno de los últimos resquicios de esta relación simbiótica entre las ciencias y la teología, uno donde se vivía una disposición genuina hacia la investigación científica, motivada en ocasiones por la fe.
Nació Johan Mendel en el seno de una humilde familia católica de Brno, entonces parte del Imperio austríaco (hoy República Checa) el 20 de julio de 1822. De su infancia tenemos pocos datos, parece que nunca fue muy abierto en lo que concernía a su vida privada. Ingresó al noviciado de la Orden de San Agustín en el convento de Santo Tomás, donde profesó sus votos (y se cambió el nombre a Gregor) en 1843 y se ordenó sacerdote en 1847. Contrario a lo que suele pensarse, Mendel fue fraile, no monje; es decir, no estaba recluido en un monasterio, sino que podía tener contacto con el exterior.
Tuvo serias dificultades para dedicarse a la labor pastoral y un talante destacado para las ciencias, razón por la cual fue enviado a la Universidad de Viena a estudiar botánica, física y química. El Imperio austriaco gozaba entonces de una cierta estabilidad económica y política bajo el reinado de Francisco José —estabilidad que habría de terminar durante la Primera Guerra Mundial— y los auspicios de una clase política y clerical alentadora de las ciencias y las artes.
El convento de Santo Tomás estaba regido por la Regla de san Agustín, cuya filosofía prepondera el papel del conocimiento como herramienta para lograr una comprensión más profunda de la divinidad: “Tendimus per scientiam ad sapientiam” (“Vamos a la sabiduría por medio de la ciencia”), sentencia en el libro XIII del De Trinitate. En Agustín encontramos un ejemplo paradigmático de los esfuerzos por encaminar la fe y la razón hacia un mismo fin, característica del pensamiento patrístico. Prueba de ello es que el trabajo con los libros es un presupuesto de la Regla que se le atribuye. Y aunque fue también un agustino, Lutero, quien denunció a Roma por haber corrompido la Palabra de Dios en aras de la filosofía griega, lo cierto es que Mendel bebió de la filosofía agustiniana para desarrollar una convicción profunda de cercanía con lo divino a través de la investigación científica:
“Mendel fue un hombre de cultura cristiana y católica —afirmó Juan Pablo II—. Durante su vida, la oración y la alabanza sostuvieron la investigación y la reflexión de este paciente observador y genio científico. Basado en el ejemplo de su maestro, san Agustín, aprendió por la observación de la naturaleza y la contemplación de su Autor, a unir en un solo momento la búsqueda de la verdad y la certeza de ya conocerla en la Palabra Creadora”.
No sólo la comunidad religiosa de Mendel incentivó sus estudios. En la siguiente escala, el mismo clero austriaco defendía una mentalidad más liberal que la promovida por Roma bajo el pontificado de Pío IX. Durante el mismo tiempo que Mendel llevaba a cabo los experimentos fundacionales de la genética, el papa publicaba la encíclica Quanta cura y su apéndice, el Syllabus errorum, que condenaba ideas como la separación de la Iglesia y el Estado, el matrimonio civil, las libertades de culto, de prensa y de conciencia, y remataba condenando la propuesta de que “el Romano Pontífice pueda reconciliarse con el progreso, el liberalismo y la cultura moderna”.
En este periodo ocurrió un encuentro entre Pío IX y Mendel, en septiembre de 1863, junto con otras 58 personas invitadas por el embajador austriaco. El encuentro se limitó a un intercambio de saludos. Todo indica que el papa, como el resto del mundo, ignoraba las investigaciones de Mendel en los jardines del convento de Brno, y que éste tampoco le comunicó a Pío IX sus hallazgos, que, dado el clima de la época, pudieran pasar por heterodoxos o incluso heréticos. No hacía muchos años, en 1859, que Darwin había publicado El origen de las especies, desatando violentas críticas de uno y otro lado del espectro religioso. No sabemos a ciencia cierta si Mendel aceptaba la teoría darwinista de la evolución.
La situación política en Roma era delicada y los Estados Pontificios terminaron cayendo bajo el reinado de Víctor Manuel II. En respuesta, Pío IX proclamó como dogma de fe que el papa es infalible cuando se pronuncia ex cathedra en materia de fe o moral. Las repercusiones políticas del dogma fueron nulas, la Santa Sede sólo recuperaría hasta 1929 una minúscula porción de territorio concedida por Mussolini, pero las repercusiones sociales y religiosas fueron desastrosas para la facción liberal de la Iglesia, donde se encontraba el clero austriaco, al que pertenecía Mendel, y dicho sea de paso, el alemán: Franz Brentano es quizá el caso más famoso de entre quienes abandonaron el sacerdocio luego de la proclamación dogmática de 1871.
Inspirado por su padre, un humilde campesino, Mendel había adecuado en los jardines del convento un espacio donde realizar sus estudios con chícharos, que presentó a principios de 1865 ante la Sociedad de Historia Natural de Brno y que publicó al año siguiente como Experimentos sobre hibridación de plantas. Las repercusiones de su trabajo fueron nulas. Tal fracaso condujo a su autor a recluirse en el convento, del que pronto fue nombrado abad.
Los últimos años de Mendel transcurrieron en medio de serias tensiones con el recién constituido Imperio austrohúngaro a raíz del requerimiento de un impuesto sobre conventos y monasterios, al que se opuso con vehemencia. Al mismo tiempo, hijo de una generación de clérigos ilustrados en decadencia —los jesuitas ganaban más y más batallas ideológicas a la cabeza de un movimiento reaccionario en la Iglesia—, Mendel se preocupada por mantener el convento de Santo Tomás como un centro de vitalidad cultural e intelectual. Uno de sus frailes, Pavel Krizkowsky, enseñó en el órgano adquirido por el mismo Mendel las primeras clases de música a un joven Leoš Janáček.
Aquejado por una nefropatía, el abad Gregor Mendel falleció en su convento el 6 de enero de 1884. Casi todas sus libretas y cartas fueron quemadas, eliminando así registros valiosos sobre la sensibilidad espiritual de su autor y sus posibles convicciones políticas y religiosas. Habrían de pasar algunas décadas, ya entrado el siglo XX, para descubrirse y valorarse el calado del padre de la genética, el llamado “jardinero de Dios”.