Tierra Adentro
Ilustración realizada por Pinchi Necro

Uno de los retratos más precisos sobre Juan Rulfo lo ofreció Augusto Monterroso en su fábula El Zorro es más sabio, dedicada especialmente al autor jaliciense. En ella se cuenta la historia de un zorro que envuelto en aburrimiento, melancolía y necesidad económica, decide comenzar a escribir. Su primer libro fue excelente y el segundo aún mejor. Así, todo el mundo aplaudía sus libros y hablaban sobre ellos en todas partes. Los ojos académicos no distraían su mirada del zorro. En los cócteles lo cuestionaban constantemente sobre sus futuras obras. La fábula concluye: “El Zorro no lo decía, pero pensaba: ‘En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer’. Y no lo hizo.”

A veces reducida injustamente al papel de precursor del boom latinoamericano, la figura de Rulfo se volvió indeleble y los estudios críticos sobre la literatura de ficción rulfiana parecen no tener fin, a pesar de orbitar solamente en torno a diecisiete cuentos, compilados en El llano en llamas, 1953; y dos novelas: Pedro Páramo, 1955 y El gallo de oro, 1958 (publicada décadas después). Su obra ha trascendido, revolucionaria, convirtiéndose en una mina inagotable de la que se obtienen retratos, paisajes y tópicos de la vida y cultura mexicana posterior a la Revolución.

Su trayectoria vital, perturbada tempranamente por el conflicto cristero en que su padre fue asesinado, lo colocó en distintos lugares desde los que pudo observar y registrar los espacios rurales, con perspectivas distintas y complementarias. Nómada de los oficios, como agente del gobierno viajó a distintas zonas del país entre las décadas de los treinta y los cuarenta; como parte de la compañía de neumáticos Goodrich-Euzkadi, fue capataz y agente viajero; y como parte del Instituto Nacional Indigenista, jefe de publicaciones, y trabajó en distintos proyectos regionales.

Como consecuencia, en la intersección de los viajes y la constante actividad literaria, Rulfo comenzó a forjar una prodigiosa colección de paisajes. Fuesen descritos o construidos, documentados o inventados, los paisajes rulfianos se situaron en el corazón de su propuesta estética. Los paisajes, entendidos como el conjunto de elementos espaciales que son percibidos colectivamente y al que le ha otorgado un significado concreto debido a formas reconocibles particulares, necesitan un vehículo. En el caso de los paisajes de Rulfo fueron las representaciones fotográficas y literarias.

En su peregrinaje laboral por distintas zonas de México, su cámara Rolleiflex le fue indispensable. Por ello, era común asociar estrechamente la actividad fotográfica de Rulfo con su producción literaria, pero él fue el primero en hacer el deslinde. El oficio de escritor era muy distinto al oficio de fotógrafo. Eran actividades claramente distintas. En alguna entrevista le preguntaron si para él existía similitud entre ambos oficios y sentenció: “No la hay… Además, cuando yo tomaba fotografías no pensaba en la literatura, son dos géneros muy diferentes”. En todo caso, tanto su fotografía —paisajes, retratos y objetos arqueológicos— tienen una naturaleza antropológica que pudiera colocarlo como deudor de Carl Lumholtz o —como declara Victor Jiménez en el libro El fotógrafo Juan Rulfo— en diálogo con el estadounidense Paul Strand.

Como fotógrafo, Rulfo creó su propia versión del México profundo, misma que siempre fue un correlato en potencia de su narrativa. En ella, la visión del mundo rural, campesino, tradicional y violento, en tanto los ecos de la revolución y la guerra cristera no dejaban de ser parte de la vida colectiva, se materializaba una serie de espejismos en los que la mezclaban escenas prácticamente documentales con las manifestaciones más puras de lo sobrenatural. Estas imágenes se han configurado como un símbolo que las colectividades solemos asumir como parte del paisaje histórico de aquellos tiempos. Como bien anotó Juan Villoro, Rulfo tomaba situaciones de la vida rural y elementos del habla popular y los recreaba de forma en la que aparecen como más auténticas que el mundo de los hechos, aunque sean artificiales. A pesar de que Rulfo las percibiera como empresas distintas, la documentación y la ficción no deberían representar una contradicción insalvable.

Por ejemplo, en el cine, el género documental nació bajo el signo de la ficción. Las escenas mostradas en el primer documental de la historia —que este año cumple un siglo—, Nanook of the North, no fueron sino artificios que pudieran aclarar y mostrar la narrativa antropológica de su director Robert Flahery. La frontera siempre ha sido difusa en la literatura, y la fotografía no ha sido la excepción. Los productos documentales siempre esconden cosas e insinúan otras. Lo documental puede contener historias que en ningún medio ficticio pudieran aparecer. Y, en contraste, lo ficticio también es portador de una forma de conocer la realidad fáctica con mayor transparencia que lo que se registró documentalmente. En la convivencia de las obras narrativas con los discursos historiográficos emergen múltiples ejemplos, y la obra de Juan Rulfo siempre ha sido uno de los más poderosos: uno puede conocer mejor la historia popular y al México rural posrevolucionario leyendo El Llano en Llamas que adentrándose a un libro de historia sobre la época. Así, los paisajes de Rulfo emergen de sus obras y fotografías como un elemento híbrido en el que conviven rasgos fantásticos con las más genuinas muestras de registro de la cotidianeidad, así como se rompen las reglas del tiempo y el espacio, se muestra con precisión la vida campesina, las revueltas armadas y los sueños de sus habitantes.

En la narrativa de Rulfo, la construcción del contexto espacial ha sido un elemento angular en lo que hemos llamado “paisajes rulfianos”. En el caso de Pedro Páramo, además de contener la fiel representación del caos con el que se manifiesta la memoria colectiva, la atemporalidad de los símbolos, la convivencia de la muerte y la vida, el carácter protagónico de las ausencias y las consecuencias de la falta de amor, se pueden ubicar distintos paisajes que superan su cualidad de elemento recipiente. Los paisajes dejan de ser telón de fondo o proyecciones detrás de la acción humana. El cuidado que imprime Rulfo en la articulación de los lugares en los que habitan sus personajes sigue siendo ejemplar al día de hoy.

El clima árido de Comala, el veneno de las saponarias podridas, las cejas de los cerros, los astros inmóviles, la lluvia y las aves, y el olor a miel derramada son el correlato de las historias humanas. Si Pedro Páramo, vengativo, cruza los brazos para que Comala muera de hambre y se arruine, la resequedad del suelo, el silencio y la muerte constituyen la imagen del pueblo. Si la desolación y la oscuridad hunden al pueblo de San Juan Luvina frente los ojos del viajero, el paisaje provoca las mismas inquietudes con hostilidad: “Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.”

Rulfo solía otorgar ciertos rasgos de personalidad e intención a los fenómenos climáticos que eran parte de la atmósfera. Por ejemplo, la función de los aires y los vientos, vehículos de murmullos, de la cobija negra en Luvina y contrapunto del calor maldito; de la lluvia como eco de tristeza, que no deja de ser posible de fertilidad, incluso perceptible desde la ultratumba.

Comala no solo es un purgatorio en la tierra porque “todo parecía estar en espera de algo” ni por la comunidad de ánimas sin bendición que habitan el pueblo; el calor en Comala le daba un carácter infernal. Esta asociación es detectable de cierta forma, desde el inicio de la novela, en la que Abundio, el sordomudo que hablaba y escuchaba, acompaña a Juan Preciado a Comala en un acto caróntico. Pero es la canícula de agosto la que hace de Comala un lugar más caliente que el infierno. Dice Abundio, hijo y asesino de Pedro Páramo: “Con decirle que muchos de los que allí mueren al llegar al Infierno regresan por su cobija”.

La tierra árida, la infertilidad y su hostilidad no solo circundan a Comala, donde alguna vez hubo árboles, donde ahora solo quedan las hojas. En varios de los cuentos de El llano en llamas, es un común denominador. Sin embargo, la sequedad infinita toma forma de denuncia en Nos han dado la tierra. En este cuento, un puñado de campesinos atraviesan el Llano Grande, una porción de tierra que el gobierno les otorgó como parte del reparto agrario. La calidad de la tierra no importaba, lo fundamental era dotar de terrenos a los campesinos en el marco de una etapa no armada de la Revolución: “Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni los zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terregal endurecido donde nada se mueve y donde uno camina como reculando”. Este fenómeno tiene un correlato con el reconocimiento de que en gran parte, el reparto agrario posrevolucionario implicó la entrega de tierras no cultivables, desérticas, boscosas, trayendo consecuencias negativas al campesinado. El reparto agrario atendió a la promesa de justicia social emanada de la Revolución pero simultáneamente fue una herramienta de control social frente a las fuerzas revolucionarias en distintas regiones. Estas imágenes son la antítesis de la visión hiperfértil y de inmensas riquezas que asociaban a México con el cuerno de la abundancia, tradición que encuentra sus raíces en el poema Grandeza mexicana, compuesto por Bernardo de Balbuena en los albores del siglo XVII.

Es claro que en el plano de lo sensible el sonido fue privilegiado en la narrativa de Rulfo. El mosaico de sonidos es vasto, como el mosaico de retratos y animales que habitan los textos de Rulfo. Los murmullos indescifrables de los muertos, el universal ladrido de los perros, los pasos que rebotan en las rocas, las conversaciones y los pasos que los muertos escuchan —y comentan— desde su ataúd, el zumbido de los insectos y las campanadas perpetuas son parte de la constelación sonora rulfiana: “En el hidrante las gotas caen una tras otra. Uno oye, salida de la piedra, el agua clara caer sobre el cántaro. Uno oye. Oye rumores; pies que raspan el suelo, que caminan, que van y vienen. Las gotas siguen cayendo sin cesar. El cántaro se desborda haciendo rodar el agua sobre un suelo mojado”. En la obra de Rulfo, enclave en el reino de los paisajes sonoros, resulta curioso que, de hecho, el único cuento del Llano… que no hace referencia específica a lo que se escucha es ¡Diles que no me maten!

Sin embargo, en Pedro Páramo aparece una descripción que lleva al límite el acto de escuchar, confrontándolo con otras formas de lo sensible, de lo perceptible: “La madrugada fue apagando mis recuerdos. Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños. -¿Quién será? -preguntaba la mujer. -Quién sabe -contestaba el hombre”.

Los paisajes de Juan Rulfo son los de un México que transitaba a la modernidad. La tensión generada con la tradición no era sino un síntoma de los acelerados cambios que se dieron después de la Revolución. La reconstrucción de un país que se devastó con el conflicto revolucionario implicaba la forja de un Estado que evitara que las masas siguiesen en movilización violenta, legitimándose al cumplir las demandas que motivaron la Revolución. En la década de 1940, la consolidación de este Estado posrevolucionario, comenzó a enfocar el discurso de unidad nacional hacia el concepto de modernización. La Revolución se institucionalizó y la clase media se convirtió en los protagonistas en un mundo urbano de consumo y civilidad, frente al campesinado “atrasado”. La modernidad sucedía preferentemente en las grandes ciudades y se manifestaba en la industrialización de la economía.

Juan Rulfo fue parte de este reacomodo institucional. En la década de 1960 participó como editor y jefe de publicaciones del Instituto Nacional Indigenista. Esta agencia estatal buscaba articular la acción indigenista, que buscaba institucionalizar la integración de la población indígena a la vida moderna, así como su desarrollo económico, social y cultural. Fue resultado de un largo proceso en el que el Estado mexicano —en conjunto con las ciencias antropológicas—, se encargaron de buscar soluciones integrales a los problemas de la población indígena. Una característica del indigenismo de esta época fue que, en todos los casos, era maquinado y promocionado por sujetos no-indígenas. Este trabajo, así como su participación en años anteriores en la Comisión del Papaloapan, en la que visitó las comunidades indígenas de la cuenca en el marco del desarrollo regional, la construcción de infraestructura y la reubicación de los pobladores locales, le valió seguir conociendo la vida en los espacios rurales.

Los campesinos, los arrieros, las cocineras y los pistoleros, todos ellos hundidos en la más severa de las precariedades; los personajes de la narrativa rulfiana son los personajes de los márgenes; eran excluidos cuya extinción frente a la modernización era inminente. Sus imágenes y memorias hallaron refugio en las historias rulfianas. En un poema que Juan Rulfo escribió como parte de la película experimental La fórmula secreta (1965) de Rubén Gámez, parece predecir el destino de los recuerdos y símbolos de aquellos tiempos y espacios, de la vida en la marginalidad, de los paisajes de la escasez y de los espacios liminales en la que los fantasmas vivos patrullan las calles de los pueblos más silenciosos:

“Tal vez acaben desechos en espuma

o se los trague este aire lleno de cenizas

y hasta pueden perderse

yendo a tientas

entre la revuelta oscuridad.

Al fin y al cabo ya son puro escombro”


Autores
Ayamel Fernández García (Ciudad de México, 1996) Historiador egresado de la UNAM. Se ha especializado en historia ambiental y de las ciencias en México y America Latina. Le interesa la conservación ambiental y la naturaleza como problema histórico.

Ilustrador
Pinchi Necro
Francisco Javier de la Torre Cordero “PINCHI NECRO” Francisco Javier de la Torre Cordero nace en Zacatecas, México el 29 de octubre 1988 Inicia su carrera artística en 2016 con su primera ilustración en portada e ilustraciones de anexo para el libro “Juntos diablo carne y mundo” para Taberna Libraria Editores en Zacatecas. Lo que dio lugar a un impulso considerable del que a partir de entonces se ha presentado en numerosas convenciones, exposiciones colectivas y conferencias bajo el seudónimo “PINCHI NECRO”, destacando la exposición individual "secuencias, 2019"en la cinética de Zacatecas donde exploró la animación a partir de dibujos individuales, así como el uso de la pluma 3d con enfoque artístico (siendo el primero en usar dicho material en Zacatecas con tal finalidad) participando además en la revista punto de partida por parte de UNAM y portadas para la editorial Texere (Zacatecas).