Un Walmart es un hogar
No es imposible saber las razones que llevaron a Sam Walton a fundar, el 2 de julio de 1962, la que sería la compañía pública más grande del mundo: Walmart. Si lo pensamos en el presente, la imagen que proyecta el supermercado en nuestra mente es mucho más amplia —un gigante en donde nos abastecemos de lo más básico para poder vivir, una fábrica de alimentos y ropa, un bunker que está sustituyendo a los cajeros con máquinas de cobro que uno mismo puede operar, un monopolio que poco a poco va comprando a pequeñas compañías que buscaban su propio espacio en el mercado—. Sin embargo, la idea original era relativamente sencilla: abrir un almacén de descuentos en el cual vender ciertos productos a un precio accesible, casi siempre más bajo que en otros lugares. Y si tuviera que decirlo de otra manera: encontrar una forma de hacer crecer un negocio familiar.
La historia comienza más o menos así: en 1945 Sam Walton, un prominente empresario y militar oriundo de Oklahoma, decide abrir una tienda departamental que no solo fuera eso, sino que además integrara abarrotes y productos de limpieza. Todo en un mismo lugar. Para hacerlo, compró una franquicia de la cadena Butler Brothers en Newport, Arkansas con ayuda de su suegro y los ahorros que había obtenido por pertenecer al ejército. Un total de 25 mil dólares por un terreno de 5000 metros cuadrados, aproximadamente. Ahí, Walton implementó ciertas estrategias ¿de negocios? que lo ayudaron a que el supermercado se convirtiera en lo que es: anaqueles repletos de productos, todos de distinta marca, a precios bajos; horarios más extensos que los de la mayoría, sobre todo en temporadas especiales como navidad; y, tal vez la más importante por los efectos que tuvo: rebajó los precios de los productos comprando mercancía en lotes completos a proveedores económicos.
Con el tiempo, Walton fue abriendo otras tiendas utilizando el mismo método: con el fin de ser más competitivo, rebajaba tanto los precios que, al principio, no tenía tanto margen de ganancia. Pero le bastaron cinco años para que abriera Walton’s 5 & 10 en Bentonville, Arkansas, y se volviera un éxito. Luego de eso, no pasó tanto tiempo para que buscara otros terrenos para hacer lo propio. Finalmente, en 1962 abrió la primera tienda bautizada como Walmart en Rogers, Arkansas, con una fórmula perfeccionada que permitió, entre otras cosas en apariencia, involucrar a los trabajadores en las utilidades de la empresa.
No puedo saberlo con certeza, pero cuando Walmart llegó a México en 1991, imagino que varias familias, sobre todo de la clase media, esperaban comprar —con aquellas ansias que solo provoca el consumo y el capital— toda la oferta de productos que el supermercado tenía para ofrecer. Sobre todo porque llegó en un contexto en el que ya se discutía un posible tratado comercial con Estados Unidos, y lo que Walmart vendía era la posibilidad de elegir, entre tantas cosas, la que es mejor para nosotros, para la vida que estamos decidiendo vivir. Y qué es mejor para nosotros sino algo que nadie más puede tener. Para quienes viajar era un tanto imposible, que Walmart abriera sucursales en nuestro país significaba estar un poco más cerca de un estilo de vida que llamaba la atención por inaccesible.
Anatomía del comprador de Walmart
Aunque el primer supermercado del mundo abrió sus puertas en 1916 en algún rincón de Tennessee, Walmart cambió la forma de pensar (y pensarnos en) estos lugares. No se puede saber cuánto tiempo exacto se gasta en una salida al súper, pues solemos creer que es una actividad tan rutinaria que no ocupará gran parte de nuestro día y, sin embargo, reservamos los domingos familiares para hacer las compras de la semana. Lo que sí podemos saber es lo que hacemos una vez que estamos dentro: merodear por cada uno de los dieciocho pasillos, repasando los productos que hay, contando el dinero en la mente para saber si nos alcanza para todo lo que queremos o no.
Hay estudiantes universitarios que lo visitan, de entrada por salida, cuando hay que hacer rendir el dinero. Hay quienes solo pasan por el pasillo de bebidas, supongo porque es el único lugar en Monterrey donde encontrar agua embotellada o refrescos con o sin azúcar, o bebidas energizantes, o Electrolit o Suerox de todos los sabores (hasta los que deberían descontinuar como el de coco). Hay quienes conocen como la palma de su mano en dónde encontrar tal o cual cosa: las amas de casa, como lo fue durante mucho tiempo mi abuela, saben en dónde encontrar el puré de manzana, las chuletas ahumadas o el arroz precocido, tan bien como quien recorre ese lugar más de una vez a la semana y solo entonces podía ganársele al ocio y a la dispersión. Otros, como yo, nos paseamos por los artículos del hogar o por la papelería para ver si algo puede mejorar nuestros métodos de organización. La elección del pasillo en que se encuentre cada quien no es tan distinta a decidir la carrera universitaria que vamos a estudiar.
En su ensayo “Paseos por el supermercado“, Valeria Mata menciona que “Como asociamos los supermercados al ámbito doméstico, obviamos su existencia sin sospechar que forman parte de nuestras memorias infantiles y adultas, y que en ellos se escenifican encuentros, disturbios, deseos y emociones”, lo que me hace pensar en toda la vida que pasamos dentro de estos espacios. Cuando nuestros padres nos llevan por primera vez a Walmart juran que no nos van a comprar nada, o cuando el clima de la visita es generosa y nos sentencian con solo agarrar un dulce, o cuando de niños nos perdemos en los pasillos que de pronto se vuelven un camino sin salida y una trabajadora tiene que vocear nuestro nombre para que nos encuentren.
Es curioso indagar en las razones por las que nos perdemos entre el pasillo de artículos para el hogar y el de ropa para toda la familia en Walmart. De niña me daba tanto pavor perder de vista a mis padres que, cuando íbamos al súper, contaba los pasos que habíamos dado desde el coche hasta la entrada para que, si es que los perdía, supiera cómo regresar al estacionamiento, asegurándome de que no se fueran sin mí. Era un método riguroso y, sin embargo, poco efectivo. Al pasar la puerta de entrada, mi antojo me traicionaba: quería un cereal de Oreos mini, quesitos Babybel, la barbie aeromoza y un set nuevo de plumones Crayola. Olvidaba el número de pasos casi inmediatamente. Aunque la fobia al abandono estaba latente en cada poro de mi piel, lo cierto es que cada pasillo escondía tras de sí la oportunidad de ser otra persona: ¿y si me compraba una nueva libreta?, ¿y si empezaba una dieta con yogurt griego?, ¿y si cambiaba de desodorante para oler más rico?, ¿y si me convertía en esas personas que solo consumen leche de avena? La respuesta a estas preguntas dependía, en buena medida, de lo que decidiera agarrar en Walmart y de lo que mis papás aceptaban comprarme.
Aunque me consolaría saber que perderse en un súper sea una práctica innata del mexicano promedio, lo cierto es que debe pasar en todos lados. Todos los humanos del planeta somos propensos a creer entender el orden y acomodo de un Walmart para, luego de una ridícula escena, tener que textear a nuestro acompañante un humillante dónde estás. Es imposible saber si así funciona para todos, pero un Walmart puede ser la habitación dentro de casa en la que nos refugiamos cuando todo se derrumba: una vez en Argentina tenía tantas ganas de llorar que decidí ir al súper y dejar que las lágrimas, a falta de un abrazo, me dijeran qué comprar —me terminé llevando una caja de alfajores y un Bailey’s—. También puede ser el espacio de reflexión que necesitamos de vez en cuando, sobre todo cuando vivimos en diminutos departamentos que apenas tienen cocina: para escribir este ensayo necesité de unas tres visitas al Walmart en las que tuve que comprar cosas que no necesito —una cajita de bálsamos labiales, unas Pastisetas y un dip de cebolla francesa—, pero que me sirvieron para indagar no solo en mi propio antojo sino en mi falta de voluntad para ir a un lugar y no comprar absolutamente nada.
Pensándolo bien, un Walmart es igual de importante que un hospital. En las revueltas de Chile en 2019, los primeros lugares en ser testigos del control y militarización del Estado fueron los Líder (que es como Walmart bautizó a sus sucursales sureñas), hubo —según la televisión, que es como decir según alguien a quien le conviene— tantos saqueos que no quedó de otra más que limitar la entrada y salida de estos lugares. Uno tenía que hacer filas de hasta tres horas para que lo dejaran pasar y hacer el súper en tan solo 40 minutos, en medio de una crisis real (las manifestaciones sucedían todos los días, casi a la misma hora y el desenlace era casi siempre el mismo: un búnker de agua sucia y bombas de gas pimienta descongestionando a los participantes). Ir al súper se convirtió, en ese entonces, en una especie de realidad alterna: mientras afuera unos disparaban y otros morían, la mayoría iba al Walmart con la esperanza de que ahí la guerra no se sintiera.
¿Qué pasillos son los que recorrería alguien que tiene miedo de no volver? ¿Cuáles son los que evitarían aquellas jóvenes que bloquearon los torniquetes del metro y dos años después, cambiaron la Constitución chilena completa? ¿Qué productos se llevará una extranjera que no entiende bien a bien qué sucede pero sabe, porque lo enfrenta, que el Walmart o Líder podría no volver a abrir? ¿Qué compraran los milicos, esos que posaban con sus metralletas en la entrada y que dejaron ciegos a cientos de manifestantes? La democracia walmartiana no tiene un límite claro (un milico asesino puede comprar un Gatorade para hidratarse, pero no vaya a entrar alguien con desaliñado por un sándwich porque entonces hay un guardia detrás de él que le sigue el paso), eso sí: hay de todo para “todos”.
Como pasa cuando nos asumimos trabajadores sin seguro de gastos médicos, cuando compramos la despensa con nuestro primer salario nos topamos, de frente y de golpe, con una vida independiente en la que el queso y las aceitunas son un lujo que hay que atesorar con cuidado, la carne de res un producto de ocasión tan especial como que haya visitas en casa y que el vino es mejor comprarlo en promoción 2×1. Por eso dicen que no hay que ir al súper con hambre, porque corremos el riesgo de saborear antes de tiempo las ofertas que nos hacen peones de los peores productos para nuestra salud.
Pero no hay nada peor que un Walmart con el potencial de convertirse en un espejo de nuestros miedos: no quiero que llegue el día en que no tenga dinero para pagar un kinder delice o para un paquete grande de pan blanco, medio kilo de jamón de pavo y un paquete de queso gouda o, lo que más miedo me da, el papel de baño. Qué vergüenza llegar a pagar con menos dinero del que marca la caja y tengamos que seleccionar qué dejar, esperando que los compradores de la fila no nos juzguen por nuestra decisión o por hacerles esperar aún más tiempo. No nos imaginamos una ciudad sin el acceso a estas bodegas porque son el símbolo de civilización que hemos adoptado y con el que nos hemos acomodado a través de los años.
Más de una vez he fantaseado en quedarme a vivir en un Walmart. ¿Y si me escondo detrás de los refrigeradores de la salchichonería hasta que apaguen las luces y cierren las puertas? De hambre no moriría, de aburrimiento es probable que tampoco. Me he imaginado las madrugadas en que, en lugar de ir al refri de casa donde no hay mucho que escoger, voy al pasillo de dulces para agarrar de los chocolates rellenos de rompope, o una bolsa grande de papas Chips fuego, o una Coca-cola bien fría, o uno de esos panes —horribles a menudo— que venden en la panadería y sirven para saciar el hambre.
Pero ahí, en un lugar que asociamos a lo conocido, al calor del hogar, a la sazón de la abuela, al premio que papá nos regalaba, también suceden prácticas crueles que resumen el estado de la mayoría de las cosas que nos rodean: desigualdad, abuso, discriminación. Ya lo decía Valeria Mata:
Fuera de nuestra vista, sin embargo, tiene lugar un proceso industrial bastante oscuro, pero cubierto por capas de plástico. Las desigualdades y abusos a lo largo de las cadenas globales de suministro de alimentos se disimulan bajo el barniz de civismo y orden que impera en un súper.
Pensar al Walmart como un tirano tiene que ver con que cada vez más personas, tal vez jóvenes, evitan pisar un tianguis. No sé si existe la idea en la mente de las personas, pero algo me dice que es porque en una ida al Walmart nos ahorramos distintas salidas (ya no vamos a la panadería, ni a la papelería, ni a la cremería, ni a la pollería. Walmart nos ahorró esos locales y los convirtió en líneas rectas con anaqueles llenos) y en un mundo en el que no tenemos tiempo, ahorrar el que sea —para seguir produciendo, para no parar la circulación del capital— siempre es buena idea.
Un Walmart tal vez no acabe con las tiendas de abarrotes que otrora ocupaban esquinas de la ciudad, pero sí aquellas calles cerradas con techos rosados y mesas hechas con tablas de madera sobre las cuales hay manteles rayados azules o rojos. Ese otro paisaje citadino que preferimos ignorar —sabiendo que dentro de los tianguis la calidad de ciertos productos es mejor y el precio, incluso, más barato— porque solo hay de un sabor, de una marca, de una sola bolsa.
Quizá por eso, por todas las veces que Walmart ha demostrado ser el avasallador que es (no resulta sorpresa que la compañía de Walton lidere las quejas ante Profeco), robarle no sea sino el saldo de una deuda de verdad histórica. Una vez alguien me enseñó el método perfecto para sacar un producto de la tienda sin pagarlo (y lo reproduzco aquí para quien lo necesite): lo que sea que quieras, déjalo al fondo de la bolsa ecológica que lleves —porque estás obligado a llevar una de esas bolsas— y no lo saques jamás, especialmente cuando llega la hora de pasar los productos por la banda eléctrica para que los registren. Entre los pliegues de la tela, cuando esta se arrugue, se formará el escondite ideal: cuando la tomes, asegúrate de que tu mano sostenga el producto y la bolsa parecerá vacía. Cuando me enseñaron a hacerlo, robé una Dos Equis lager; mi amiga, un pedazo de salmón ahumado de 250 gramos.
Ya no voy al súper a pensar cosas
En 2022 ya no vagamos por los pasillos mientras construimos un hogar en nuestra mente —en buena medida, los productos que compramos se basan en la idea que tenemos para nuestra casa: yo, por ejemplo, he decidido comprar leche Bové deslactosada porque los colores de sus cajas combinan con el resto de mi refri—, sino que a través de páginas de internet mal hechas, fotos con pésima iluminación y aplicaciones confusas que dejan de servir a la mínima provocación elegimos los productos que necesitamos para sobrevivir una semana más, unos quince días más.
De todas las actividades que murieron con la pandemia, ir al súper a reflexionar es de las más dolorosas. La maravillosa época en la que íbamos al súper a llorar, a pensar, a refugiarnos, a pasar tiempo de calidad con la familia se terminó porque, un buen día, un virus nos condenó a una vida a distancia, a reuniones o clases por Zoom, y a usar el clic como sinónimo de hola y adiós.