La Piedad y el Mesías
Belleza y honestidad,
y dolor y piedad vivientes en el mármol muerto,
por favor, ¿cómo pudiste hacerlo?,
no llores tan fuerte,
que antes del tiempo despertará de la muerte,
y no obstante, a pesar suyo,
Nuestro Señor es tu
esposo, hijo y padre,
única esposa su hija y madre.
Miguel Ángel Buonarroti
Julio, 1971
Laszlo Toth acaba de llegar a Roma. Se ha dejado crecer la barba y el cabello. No sabe una palabra de italiano y ha dejado Australia. Agota las calles de Roma para anunciar la buena nueva, aunque ese anuncio sólo lo hace en su cabeza. Piensa, mientras camina por la ciudad eterna cuál será la mejor forma de dar a conocerse al mundo, de que su verdad sea revelada. El estío romano lo cansa, el barullo de los turistas y el griterío de los romanos, también. Extenuado regresa al atardecer, casi a la hora en la que cierran las puertas que es a las veintiún horas, al dormitorio en el barrio Gianicolense que llevan unas monjas.
Ha pensado en revelarse a las monjas, decirles quién es y cuál es su función. Ellas, ha pensado, no lo dudaran; pero, se amonesta a sí mismo, si ellas todavía no lo reconocen es que no merecen recibir esa revelación.
Vuelve a sentirse aislado, como cuando en 1965 llegó a Australia y no sabía hablar inglés, tampoco reconocieron su título en geología que obtuvo en su natal Hungría. Ese tiempo cuando se resignó a trabajar en una fábrica de jabones. Pero esos recuerdos los espanta como a las moscas que lo importunan mientras trata de comerse el pan que compra para comer todo el día, a veces lo hace rendir para dos días. Esos recuerdos no son míos, se dice. Los descarta porque los considera indignos de la persona que es.
Hace poco más de un mes cumplió los treinta y tres años, una intuición que lo había acompañado se concretó y tuvo la seguridad de quien era. Pudo al fin escuchar con claridad la voz de Dios. Fue ella quien le ordenó que se dirigiera a Roma, la ciudad santa donde reside el papa. Y así tomó algunas cosas y sus ahorros y emprendió el viaje que lo ha traído hasta aquí.
A diferencia de los turistas no lo conmueven los vestigios de la ciudad imperial. Impávido lo deja el Coliseo y la Torre de Trajano, ni el Panteón, ni las columnas rotas del Foro lo conmueven. Le son indiferentes los gatos que maúllan a sus pies. Las iglesias le atraen no por su valor histórico o cultural, sino porque en ellas encuentra guía. Ahí puede escuchar la voz de Dios. Ahí espera que su voz lo guíe para hacer lo que le ha encomendado, como ya lo ha guiado para venir hasta aquí.
La respuesta, sin embargo, no la encuentra en lugar sagrado alguno, si no en un puesto de revistas. Un mediodía en el que buscaba una fuente para apagar la sed vio una fotografía en un periódico exhibido, cabe señalar que era el último que le quedaba al vendedor. Se acercó para ver la fotografía que le había llamado la atención cuando un hombre, cigarro en mano, lo compró. Pero Laszlo había alcanzado a ver la silueta que era la respuesta que estaba necesitando, la silueta del Santo Padre. A él era a quien debía a hacer el anuncio, a quien darle la buena nueva y que fuera él quien la diera a conocer urbe et orbi.
Agosto de 1498
El cardenal Saint-Denis, el embajador del rey francés ante la Santa Sede, acude a la casa de Meser Iacopo Galli a admirar las obras de un joven escultor. Le han contado que uno de sus colegas capelados compró una de sus obras, un cupido, que le hicieron pasar por una antigüedad de tiempos de los romanos, tal era la maestría con la que estaba fabricada, pero que cuando le revelaron que era obra de un joven florentino que vivía exigió la devolución de los ducados que pagó por ella y la devolvió; sin embargo, no pocos hicieron mofa del cardenal por su poco entendimiento del arte. Ahora está aquí en la casa del rico Galli que encomendó al joven florentino no una si no dos estatuas; una de las cuales es otro cupido.
El cardenal Saint-Denis se abánica para quitarse el calor mientras sigue a Galli a la sala donde colocó las esculturas. Al cardenal lo impresionan, piensa en la capacidad de ese escultor para que la piedra deje de ser piedra y parezca que esos seres de la mitología están por dar el paso. La figura grácil de Baco sosteniendo la copa lo admira. Es posible, se pregunta, que haya hombres que sean capaces de esto. Galli, con una sonrisa y las manos a la espalda, lo deja contemplar.
Viendo esa escultura puede desentenderse de sus obligaciones, que no son pocas. Alejandro VI y sus intrigas, las intrigas de los otros cardenales, de París, de Nápoles y hasta de Aragón. Todo se desvanece ante este dios seductor coronado de vid.
Algo así para ser recordado, piensa mientras aprieta un poco los labios, algo así para honra del señor. Poner a su servicio las manos habilidosas de un artífice así, es lo que ha decidido mientras contempla la escultura de Baco.
–¿Cómo se llama el artesano?
–Su Eminencia, es Miguel Ángel Buonarroti, joven florentino.
Invierno de 1971-1972
Laszlo sigue caminando por las calles de Roma, de tanto andarlas las podría recorrer con los ojos cerrados. Es la prueba que tengo que padecer, se dice. Es mi retiro en el desierto. Y sigue andando por la ribera del Tíber, envuelto en su gruesa chamarra azul, por las avenidas antiguas y modernas, sentándose a descansar en las iglesias, donde, cuando corre algún viento gélido, se puede guarecer del viento, pero no del frío.
Ninguna de las cartas que le ha escrito al Santo Padre han tenido respuesta. Repasa mentalmente las palabras con las que las escribió, la primera la escribió en húngaro, su lengua natal, fue la más cordial y la más sútil, al mes sin respuesta volvió a escribir, esa vez en inglés, la lengua en la que aprendió a comunicarse desde que llegó a Australia, a esa carta siguieron un par más, también escritas en inglés. Con el italiano que iba aprendiendo en la calle intentó redactar una carta y la mandó, un macararrónico texto que sólo Toth entendía. Aún hizo la prueba de escribir una carta en latín, pero sus intentos eran demasiado frustrantes para armar un texto adecuado en el que pudiera hacer su revelación.
Aguardó entre la multitud en la Plaza de San Pedro el mediodía de Navidad. Estaba seguro que Su Santidad iba a reconocerlo desde el balcón de las bendiciones, que extendería su pontífica mano hacia él y todos en la plaza se arrodillarían ante esa verdad evidente y proclamada. Pero Pablo VI bendijo sin hacer ninguna mención a Laszlo.
Lazslo vio cómo el papa dejaba el balcón y con él los cardenales diáconos y las otras personas que acompañaron al pontífice. La plaza se fue vaciando. Pero él siguió parado en el mismo sitio. ¿Por qué no me ha reconocido? Se preguntaba.
Agosto, 1499
Miguel Ángel deja la escultura y da unos pasos hacia tras para contemplarla. La imagen de la pérdida, eso es lo que quería conseguir y se siente satisfecho con los resultados, el orgullo crece dentro de él. Reprime la culpa que la produce ese pecado capital. Ya me confesaré, se dice, además es una obra para honra de Dios y la Santísima Virgen.
Se acerca a la figura que el cardenal Saint-Denis le dio cómo modelo, una pieza de madera de un palmo de alto, una rígida Santa María sostiene a Cristo, también rígido. Los rostros desproporcionados con respecto al resto del cuerpo, no es ese el arte que Miguel Ángel persigue, le interesa mostrar el cuerpo humano según lo entendían los antiguos.
En esas cavilaciones está cuando tocan a su puerta. El ayuda de cámara del cardenal Saint-Denis está a la puerta, Miguel Ángel ya ha tenido que vérselas con él, ha sido quien lo ha proveído de los fondos para hacer realizar la escultura que el cardenal le encomendó. El ayuda de cámara penas dirige una mueca de desdén a Miguel Ángel y camina hacia la escultura
–Tiene que saber que Su Eminencia ha muerto –sus pasos apresurados se detienen frente a la escultura–. El contrato que firmó con él sigue y vigente y el encargo ha de estar listo para antes de la próxima semana.
Miguel Ángel sabe ya que el cardenal ha muerto, las noticias vuelan, máxime cuando se trata de un príncipe de la Iglesia. En cuanto al plazo ese mismo ayuda de cámara no ha dejado de recordárselo, cada dos o tres semanas ha estado acudiendo a su taller para confirmar que él estuviera trabajo. Como si no fuera el artista que soy, piensa Miguel Ángel, como ha pensado cada vez que ese hombre le ha exigido que cumpla su labor, con el mismo orgullo que sentía momentos antes mientras contemplaba la escultura.
El ayuda de cámara se lleva las manos a la espalda, camina alrededor de la escultura.
–En cuanto esté terminada nos lo informará para enviar por ella.
Quiere irse, seguir con sus obligaciones para con Su Eminencia, que, aunque ido se tiene que preparar para su sepelio. Quiere irse, pero no puede creer que el florentino de nariz chueca hubiese logrado lo que está viendo con la piedra. Esa es la Virgen y ese es Cristo descendido de la Cruz, se dice. Observa el rostro resignado de Santa María, es la madre de Dios y es una madre que ha perdido a su hijo. ¡Por Dios! El hijo, vencido, arrebatado de la vida. Pero, se dice, es sólo piedra. Es sólo piedra.
–Tiene que estar terminada antes de una semana.
Dice para salir del embelesamiento y sale del taller de Miguel Ángel.
Domingo 21 de mayor de 1972
Laszlo, a pesar de ser ya primavera y que el frío ha desaparecido está envuelto en su gruesa chamarra azul. Está decidido, es domingo de Pentecostes, es el día propicio para revelarse. Camina por la Plaza de San Pedro decidido.
Entra a San Pedro. Se oficia una misa. Un momento de duda, piensa que todavía no ha hecho nada y que no hay necesidad de hacerlo. Está por dar un paso atrás, ir a su refugio. La posibilidad de regresar a Australia pasa por su mente, la posibilidad de que todo lo que está haciendo es una insensatez. Es muy sencillo, se dice, vuelve, da un paso atrás y… Pero no, esa es una tentación, es la debilidad de la carne, ya antes ha sentido, antes de ser Laszlo, la debilidad de ser un ser humano, la tentación de negarse a aceptar el destino por el que ha venido al mundo.
Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya, se dice.
Camina hacia la Piedad. Mientras se acerca siente la mirada de la virgen de piedra. Todavía está a tiempo de volver. No, debo hacerlo, se amonesta.
Brinca la barandilla que separa a los feligreses de la escultura. Saca el martillo de geólogo, el mismo que ha cargado consigo desde que dejó Hungría. Intenta treparse a la base de la escultura, pero se da cuenta que la chamarra le estorba. Se la quita.
La misa ha terminado y los feligreses comienzan a caminar hacia la salida.
Vuelve a hacer el intento y se trepa. La sangre se le agolpa en las sienes, el corazón le late desbocado. Se apoya en el hombro derecho de la virgen. Le da un golpe en el rostro, pero apenas hace una mella en la mejilla.
–¡Soy Jesucristo!
A su grito sigue un golpe certero en la nariz de la virgen, que salta por los aires.
–¡Soy Jesucristo, levantado de entre los muertos!
Sus gritos desconciertan a la gente en su camino a la salida. Un nuevo golpe sobre la ceja.
Un bombero que ha ido a la misa con su mujer se detiene y brinca la barandilla.
–¡Soy Jesucristo!
Laszlo sigue lanzando golpes contra el rostro y cuerpo de la Virgen.
Un turista toma su cámara para captar el destrozo. Otro hombre sigue al bombero, quien ya está jalando de los pies a Laszlo.
–¡Soy Jesucristo, levantado de entre los muertos!
Da un golpe al brazo izquierdo de la virgen que se desprende de la escultura.
El bombero logra treparse a la base de la escultura y sostiene el brazo de Laszlo, con la ayuda del otro hombre que saltó la barandilla lo hacen bajar y lo inmovilizan.
Quince golpes logró asestarle a la Piedad, los trozos de mármol yacen a los pies de todos, algunos han sido pisados. Una piadosa señora que asiste a misa día con día a San Pedro toma un trozo y lo guarda. Un turista inglés también guarda su pedacito de Piedad.
Lunes 22 de mayo de 1972
Su Santidad camina seguido de algunos de sus ensotanados funcionarios y de las cámaras de televisión, lleva consigo un ramo de flores. Observa la Piedad mutilada. Coloca el ramo de flores en la barandilla. Se hinca frente a la escultura, todo el daño lo recibió la figura de la Virgen, su juvenil rostro ha quedado sin la punta d ella nariz y cargada de las huellas del martillo, sin un brazo. Sigue siendo bella, se dice Su Santidad.
Ya ha ordenado que se condecore al bombero que ayudó a detener al sacrílego que cometió esta atrocidad. También pidió que se reunieran a los expertos para restaurar la pieza, esa fea palabra utilizaron ellos. Así se refieren a una escultura de Miguel Ángel, se dice, y no sólo eso, a la imagen de la Virgen doliente con Cristo descendido de la cruz.
El santo padre murmura algunas oraciones, deja que las cámaras lo capten condolido por el sacrilegio, se persigna y parte a sus pontificias obligaciones.