Tercer capítulo de “Los primeros hombres en la Luna” de H. G. Wells
En 1902 Georges Méliès estrenó su filme Le Voyage dans la Lune, inspirado en dos novelas de Julio Verne (De la Tierra a la Luna y Alrededor de la Luna) y en una novela de H. G. Wells: Los primeros hombres en la Luna de la cual se ha traducido el tercer capítulo para celebrar el Día internacional de los viajes tripulados al espacio.
Capítulo tres
Construyendo la esfera
Recuerdo claramente el momento en el que Cavor me habló de la esfera. Había tenido acercamientos a la idea antes, pero en ese momento pareció llegar a él en un estallido violento. Regresábamos al bungalow para tomar el té cuando comenzó a murmurar. Gritó repentinamente:
—¡Eso es! ¡Con eso estará completo! Con alguna clase de persiana enrollable.
—¿Qué estará completo? —pregunté.
—El espacio, ¡ir a donde sea! La luna.
—¿Qué quiere decir?
—¿Qué quiero decir? Que, desde luego, ¡debe ser una esfera! ¡Eso es lo que quiero decir!
Me di cuenta de que aquello estaba fuera de mi alcance, así que durante un tiempo lo dejé hablando solo, pues en ese momento no tenía ni la más mínima sospecha de lo que intentaría hacer. Al fin, una vez que tomó su té, me contó la idea.
—La cosa es así —dijo él—, la última vez puse esta sustancia que suprime la gravedad dentro de un tanque plano con una correa que lo sujetaba al suelo. En cuanto se enfrió y la fabricación se completó, empezó el alboroto: todo lo que estaba encima del aparato perdió su peso, el aire comenzó a fluir para arriba como si lo impulsara un chorro de agua, luego le siguió la casa y si el aparato no hubiera salido disparado también, no sé qué habría sucedido. Pero, ¿qué pasaría si la sustancia se encontrara suelta y tuviera la libertad de elevarse?
—¡Lo haría de inmediato!
—Exactamente. Sin más estruendo que el que causa disparar una pistola enorme.
—Pero, ¿eso de qué sirve?
—¡Subiré con su ayuda!
Bajé mi taza de té y lo miré fijamente.
—Imagine una esfera —explicó— lo suficientemente grande como para contener a dos personas junto con su equipaje. Será de acero revestido por una capa de vidrio grueso; contendrá una buena provisión de aire solidificado, comida concentrada, un aparato para destilar agua y todo lo demás que se necesite. Y esmaltado como si se tratara de una capa exterior de metal.
—¿Cavorita?
—Sí.
—Pero ¿cómo logrará entrar a la esfera?
—Me imagino que es un problema similar al que se enfrenta uno al cocinar un dumpling.
—Sí, lo sé, pero ¿cómo lo hará?
—Es perfectamente sencillo. Necesitamos un agujero del tamaño de un hombre que se pueda cerrar herméticamente. Eso desde luego será algo complicado; tendrá que haber una válvula para que, si la necesidad se presenta, podamos tirar algunas cosas sin perder demasiado aire.
—Como en De la Tierra a la Luna de Julio Verne.
Cavor no comprendió la referencia, pues no era un lector de ficción.
—Comienzo a entender —dije lentamente—, podría entrar usted y ajustar la tapa desde adentro, mientras la Cavorita sigue caliente, para salir disparado en cuanto se enfríe y se haga resistente a la gravedad. Usted volaría…
—En una tangente.
—Saldría volando en línea recta —me detuve abruptamente—. ¿Qué impedirá que esa máquina continúe viajando en línea recta hacia el espacio por toda la eternidad? No sabe con seguridad si llegará a algún lado y aún si lo hace, ¿cómo logrará regresar?
—He estado pensando en eso —dijo Cavor—. A eso me refería con que ya había descubierto cómo completarlo. La esfera interna de vidrio debe ser hermética, y, a excepción del agujero de entrada, continua, y la esfera de acero debe de hacerse en secciones, cada sección debe de ser capaz de enrollarse como una persiana. Podemos lograrlo con facilidad con la ayuda de resortes accionados por medio de cables eléctricos de platino soldados al vidrio que abran o cierren las persianas a conveniencia. Todo eso es solo cuestión de detalle, pero como puede ver, la cavorita será vertida y tomará la forma de esas persianas o ventanas, como prefiera decirles. Entonces, cuando todas las ventanas se encuentren cerradas, no habrá luz, calor ni gravedad alguna que se adentre en la esfera y esta volará en línea recta en el espacio, como dice usted. Imagínese las ventanas abiertas, al hacerlo seremos atraídos por cualquier cuerpo pesado que se encuentre en nuestra dirección.
Comencé a asimilar su idea.
—¿Lo entiende? —preguntó él.
—Oh, lo entiendo.
—Seremos capaces de viajar por el espacio todo lo que queramos. Ser atraídos por esto y aquello.
—Sí, eso ha quedado lo suficientemente claro. Aún así…
—¿Qué sucede?
—¡No le veo el sentido! Es simplemente dar un salto fuera del mundo y dar otro para regresar.
—¡Desde luego! Uno podría ir, por ejemplo, a la Luna.
—¿Y al llegar? ¿Qué encontraríamos?
—Ya veremos. Considere todos los conocimientos nuevos.
—¿Hay aire en la Luna?
—Quizás lo haya.
—Es una idea estupenda —dije—, pero me parece demasiado inmensa. ¡La Luna! Preferiría comenzar con algo más pequeño.
—Me temo que no se podrá.
—¿Por qué no aplicamos la idea de las persianas, recubiertas por Cavorita y hechas de acero, para levantar objetos pesados?
—No funcionaría —insistió—, después de todo, ir al espacio exterior no es mucho peor que ir a una expedición polar. Y hay hombres que van a esas expediciones.
—Pero no son hombres de negocios. Además les pagan por ir en esas expediciones. Si algo sale mal hay misiones de socorro. Pero esto… es lanzarnos fuera del mundo por nada.
—Piense en ello como una clase de expedición geológica.
—No habrá más remedio que pensarlo así, quizás se pueda escribir un libro al respecto.
—No tengo dudas de que encontraremos minerales allá —dijo Cavor.
—¿Como cuáles?
—Azufre, hierro, quizá oro o incluso nuevos elementos.
—No está pensando en lo que nos costará traer esos minerales de regreso —dije yo—, sabe bien que usted no es un hombre práctico. La Luna está a un cuarto de millón de millas de distancia.
—Me parece que no nos costará trabajo llevar cualquier cosa pesada siempre que la metamos en una caja de Cavorita.
No había pensado en eso.
—Así que sería un envío libre de costos para el comprador, ¿no es así?
—Además, no es como si estuviéramos confinados a la Luna.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, está Marte, con una atmósfera clara, nuevos alrededores, excelentes condiciones de ligereza. Quizá sea agradable ir allá.
—¿Hay aire en Marte?
—¡Oh, desde luego!
—Lo presenta como si se tratara de un lugar de descanso y retiro, un sanatorio. Por cierto, ¿qué tan lejos está Marte?
—Doscientos millones de millas, actualmente —dijo Cavor con emoción— y para ir uno debe pasar cerca del sol.
Mi imaginación comenzó a correr con libertad.
—Después de todo —dije— en estas aventuras hay algo. El viaje…
Una posibilidad extraordinaria asaltó mis pensamientos. Repentinamente vi, como si de una visión se tratara, al sistema solar en su totalidad plagado por esferas lujosas de Cavorita. “Derechos de adquisición preferente”, pensé. Derechos planetarios de adquisición preferente. Vislumbré el poder del antiguo imperio español convertido en oro americano. No se trataba de la capacidad de ocupar solamente este o aquel planeta, podríamos ocuparlos todos. Observé la cara rojiza de Cavor y mi imaginación, de golpe, comenzó a saltar y a danzar. Me paré y comencé a caminar de un lado para otro; mi lengua se había soltado.
—Comienzo a asimilarlo —dije—, comienzo a asimilarlo.
Mi transición de la duda al completo entusiasmo ocurrió en un instante.
—¡Pero esto es tremendo! —grité— ¡Es imperial! No he soñado nunca con algo así.
Una vez que la barrera de mi escepticismo se levantó, la sobreexcitación de Cavor pudo liberarse. Él también se levantó y comenzó a caminar nerviosamente, gritó y gesticuló. Nos comportábamos como hombres inspirados, pues en eso nos convertimos.
—¡Lo resolveremos! —dijo en respuesta a alguna dificultad incidental presentada por mí— ¡Pronto lo resolveremos! Comenzaremos los dibujos para las molduras esta misma noche.
—Los comenzaremos ahora —respondí, y nos apresuramos al laboratorio para comenzar la empresa en el acto.
Esa noche fui como un niño en el País de las Maravillas. El amanecer nos encontró a los dos trabajando, mantuvimos nuestras luces eléctricas encendidas aún durante el día. Todavía recuerdo con exactitud esos dibujos. Yo los sombreaba y entintaba mientras Carvor los dibujaba, cada una de sus líneas estaba algo emborronada por la prisa, pero eran maravillosamente exactas. Hicimos los pedidos de las persianas y marcos que necesitábamos de esa noche de trabajo, y terminamos de diseñar la esfera de vidrio en una semana. Renunciamos por completo a nuestras conversaciones del medio día y a nuestra antigua rutina. Trabajamos hasta el cansancio y comíamos o dormíamos cuando la fatiga nos impedía seguir trabajando. Nuestro entusiasmo contagió incluso a nuestros tres hombres, aunque no tuvieran idea de para qué era la esfera. Durante esos días Gibbs renunció a caminar y parecía ir a todos lados trotando quisquillosamente, incluso en la misma habitación.
Y la esfera creció. Pasó diciembre y llegó enero —pasé todo un día con una escoba creando un camino a través de la nieve para llegar del bungalow al laboratorio— febrero y después marzo. Para finales de ese mes el aparato estaba casi terminado. En enero había llegado un carro tirado por caballos, en él se encontraba un paquete enorme; por fin había llegado la esfera de cristal y ahora la teníamos debajo de la grúa que habíamos construido para insertar la esfera dentro del caparazón de acero. Todas las barras y persianas del caparazón —que en realidad no era esférico sino poliédrico con una persiana en cada cara— habían llegado en febrero y la mitad inferior ya estaba ajustada. En marzo la Cavorita estaba a la mitad de su fabricación, la pasta metálica había ya completado dos de las etapas de fabricación y habíamos colocado casi la mitad de ella en las barras y persianas metálicas. Era impresionante lo cercanos que nos manteníamos a la primera inspiración de Cavor al construir la máquina. Cuando terminamos de armar la esfera, Cavor propuso que quitáramos el burdo techo del laboratorio provisional en el que habíamos estado trabajando y construyéramos un horno con ese material. Así, la última etapa de fabricación de la Cavorita, en la que es calentada hasta alcanzar un tono rojo oscuro dentro de una corriente de helio, se efectuaría una vez que la sustancia estuviese adherida a la esfera.
Entonces discutimos las provisiones que llevaríamos al viaje: comida comprimida; esencias concentradas; cilindros de metal con reservas de oxígeno; una estructura para remover el ácido carbónico y los residuos del aire y así restaurar el oxígeno mediante peróxido de sodio; condensadores de agua y todo lo demás. Recuerdo el pequeño montón que formaban en una esquina: latas, rollos y cajas, un espectáculo convincente.
Eran días extenuantes, con pocos momentos para pensar en algo que no fuera la esfera. Pero un día, cuando nos aproximábamos a completar nuestra labor, un ánimo extraño se apoderó de mí. Había estado toda la mañana ensamblando el horno y me senté entre los ladrillos completamente exhausto. Todo me pareció entonces aburrido e inalcanzable.
—Pero mire, Carvor —dije—. Al fin y al cabo, ¿para qué hacer todo esto?
Sonrió.
—Ahora solo nos queda continuar.
—¡A la Luna! —reflexioné— Pero, ¿qué podemos esperar? Creí que la Luna era un mundo muerto.
Se encogió de hombros.
—Lo averiguaremos al llegar.
—¿Lo haremos? —dije, y me quedé mirando a la nada.
—Usted está agotado —afirmó—, le recomiendo que vaya a dar una vuelta.
—No —dije obstinadamente—, voy a terminar este enladrillado.
Lo hice, y me aseguré una noche de insomnio en el proceso. Creo que nunca he pasado una noche así. Tuve momentos difíciles antes de que colapsara mi negocio, pero las peores noches de ese entonces eran un sueño tranquilo a comparación con aquel doloroso e infinito desvelo. Repentinamente estaba lleno de un terror inmenso por la hazaña que intentábamos realizar.
No recuerdo haber pensado antes de esa noche en todos los peligros a los cuales quedaríamos expuestos. Ahora venían hacia mí como esa horda de espectros que alguna vez invadieron Praga, y acampaban a mi alrededor. Me abrumó la completa extrañeza de lo que íbamos a hacer, lo ajeno que era eso a todo cuanto se puede hacer en la Tierra. Era como un hombre que despierta de sueños placenteros para verse rodeado de las realidades más horribles. Me recosté en mi cama con los ojos abiertos. La esfera parecía verse cada vez más y más endeble y Cavor más y más irreal y fantasioso y toda la empresa más y más desquiciada a cada momento que pasaba.
Salí de la cama y merodeé por la habitación. Me senté cerca de la ventana y contemplé la inmensidad del espacio. Entre cada estrella se encontraba el vacío, ¡la insondable oscuridad! Intenté recordar los pocos y fragmentados conocimientos de astronomía que había ganado con mis lecturas irregulares, pero eran demasiado vagos como para que pudiera hacerme una idea de las cosas con las que podríamos encontrarnos. Regresé a mi cama y conseguí dormir por unos instantes —que estuvieron poblados por pesadillas— en los que caía y caía eternamente en el gran abismo del firmamento.
Sorprendí a Carvor en el desayuno. Le dije brevemente:
—No pienso acompañarlo en la esfera.
Enfrenté todas sus protestas con una persistencia sólida.
—Es un asunto demasiado desquiciado —dije— y no iré. Es una locura.
Me rehusé a regresar con él al laboratorio. Me quedé solo en mi bungalow por un tiempo y después tomé mi sombrero y mi bastón y salí a pasear solo, sin saber a dónde. La mañana era gloriosa: con una brisa cálida y un cielo despejado de un azul profundo, se podían ver ya los primeros verdores de la primavera y había una multitud de pájaros cantando. Almorcé carne y cerveza en una pequeña taberna cerca de Elham y sorprendí al dueño con esta observación sobre el clima:
—¡El hombre que abandona el mundo cuando comienzan a llegar días como este es sin duda un tonto!
—¡Eso mismo digo cuando escucho hablar sobre eso! —dijo el propietario y descubrí que para al menos una pobre alma este mundo había demostrado ser demasiado excesivo, pues un hombre se había suicidado cortándose la garganta hacía poco. Proseguí mi día con una nueva complicación en mis pensamientos.
En la tarde me eché una siesta agradable en un lugar soleado y proseguí mi marcha totalmente refrescado. Llegué a una posada de apariencia acogedora cerca de Canterbury. Estaba cubierta de enredaderas y la dueña era una anciana muy pulcra que se ganó mi simpatía. Era muy habladora y, además de otras particularidades, nunca había estado en Londres. Descubrí que tenía el dinero justo para hospedarme, así que decidí pasar la noche ahí.
—Canterbury es el lugar más lejano en el que he estado —dijo—. No soy de esas personas que van y vienen por todos lados.
—¿Qué le parecería hacer un viaje a la Luna? —exclamé.
—Nunca he entendido a la gente que disfruta los viajes en globo —dijo, evidentemente convencida de que ir a la Luna era una excursión común—, yo no lo haría jamás, por nada en el mundo.
Esto me pareció bastante gracioso. Y después de haber cenado, me senté en una banca cerca de la entrada de la posada y conversé con dos trabajadores sobre el proceso de fabricación de los ladrillos, los coches motorizados y los juegos de cricket del año pasado. Y en el firmamento, una pálida Luna creciente, azul e incierta como los Alpes vistos a la distancia, se hundió hacia el oeste, sobre el sol.
El día siguiente regresé con Cavor.
—Sí iré —dije—. Mis ideas han estado un poco desordenadas, eso es todo.
Y esa fue la única vez que sentí alguna duda verdadera sobre nuestra empresa. ¡Eran tan solo mis nervios! Después de eso trabajé con más cuidado, con menos prisa, y tomé descansos en los que caminaba perezosamente durante una hora cada día. Y finalmente, sin contar el calentamiento de la Carvorita por el horno, nuestras labores llegaron a su fin.
Cuarto capítulo: https://tierraadentro.fondodeculturaeconomica.com/cuarto-capitulo-de-los-primeros-hombres-en-la-luna-de-h-g-well