La Muerte Roja
Hubo noches en las que no durmió, momentos en que la tensión de sus músculos revelaba ansiedad. Días enteros entrenando en el furor de batallas ficticias, entre la lona y las cuerdas. Estaba listo, había llegado el gran momento, la hora que el reloj marcaba como memorable e imprescindible en el trayecto de su historia. Felipe Monroy Jiménez, apodado La Muerte Roja, preparaba los últimos detalles para su debut en la Arena Coliseo, en el legendario Perú 77, donde décadas atrás su padre, el insigne Carnicero de Peralvillo, vio sus noches de gloria.
—Hay que apurarnos don Ru, ya falta poquito.
—¡Qué nervios, chamaco! ¿Quieres que te ayude con las botas o puedes solo?
—No sea malito, hágame usted el honor.
—¡Ya vas, mijo! Lo orgulloso que se sentiría mi compadre, en paz descanse. ¡Ay! Si yo te contara. En el día de su debut, el nombre de tu jefecito brillaba en las marquesinas, compartía el cartel con El satánico, Lizmark, Fishman y el mismísimo Ringo Mendoza, ¡Pura celebridad!
—¡Chale, don Ru! No me sabía esa. Cómo me hubiera gustado ver hoy a mi jefe en las butacas, junto a mis tíos, cheleando, gritando y echándome porras.
—Pero Diosito dispuso otra cosa y con él ni quien se oponga. Ya verás que desde algún lugar del cielo seguramente se está empinando unas frías, muy animado por verte luchar.
La Muerte Roja, ese era el nombre elegido, el mote de guerra que Felipe llevaría con orgullo por la oscuridad de los pasillos hasta el cuadrilátero y que tomó por una vieja anécdota en sus años de infancia, cuando la maestra Rocío le dejó la tarea de leer un cuento.
Felipe no leía, él era feliz cuando acompañaba a su padre a los entrenamientos en el deportivo de la Doctores. De mente distraída, pero con ímpetu y entrega, pasaba los fines de semana entre las noches de lucha libre y los campeonatos locales de futbol, lo demás no importaba, solo eran cosas que los adultos ponían a su alrededor para sobrellevar el tiempo.
En aquella ocasión del encargo de la profe Rocío, decidió ir al puesto de revistas de don Chepe, el viejo amigo de su abuelo, un tipo que pasaba horas en un diminuto local de lámina en compañía de Tristán, su gato.
—¿Y ahora qué mosca te picó mano? ¿Estás bien, tienes fiebre?
—¡Oh, no se pitorree! Es algo serio, me lo pidieron en la escuela.
—Pues, qué bueno que te pidan esas cosas, a ver si así te alejas aunque sea un poquito de los trancazos. ¿Y cómo qué te gustaría leer?
—No sé, algo que no sea aburrido, porfa. Y mejor si está cortito.
—Me la pones difícil. Déjame ver; Oscar Wilde, Dickens, Kipling, o puede ser Quiroga. Toma este, estoy seguro que te gustará.
Don Chepe tomó un libro amarillento, cuya primera página estaba casi desgajada y se lo dio a Felipe.
—A ver, ¡Uy! Este libro ta re viejito. Narraciones Extraordinarias, de E-dgar Allan Po-e, ¿Poe?
—Allan Poe. Ese te puede servir, échale un ojo y cuando termines me lo vienes a dejar.
—Muchas gracias, después se lo regreso.
Felipe se apresuró a su casa y al llegar se sentó en el sillón de la sala, sacó el libro de la mochila y fijó su mirada en el índice, donde aparecían títulos como: “El cuervo”, “La caída de la casa de Usher”, “Berenice” o “Ligeia”, y en esa búsqueda relámpago emergió “La máscara de la muerte roja”. Comenzó a leer el primer párrafo: “Durante mucho tiempo, la Muerte Roja había devastado la comarca. Jamás peste alguna fue tan fatal, tan horrible. Su encarnación era la sangre: el rojo y el horror de la sangre”[1]. Con eso supo que era lo que buscaba.
Esa noche no durmió, imágenes quiméricas poseían su dormitorio, escudriñaban el decorado de las paredes donde gladiadores encapuchados lucían ojos escarlata. Años más tarde Felipe lo recordaría en las oficinas de la Comisión Nacional de Lucha Libre, justo cuando firmaba un contrato, en el punto en donde se le solicitaba el nombre de su alter ego. No lo pensó dos veces y escribió, con letras mayúsculas, “La Muerte Roja”.
Así llegó la fecha esperada, el gran momento en el que Felipe portaría aquella máscara que diseñó con ahínco. Cada línea, cada trazo de su puño sobre la superficie blanca, revelaba el color dorado fundido al rojo vivo como las alas de un fénix, eso era para él la muerte y esa noche él sería su emisario.
— ¿Don Ru, qué tal me veo?
— ¡Órale, Felipillo! Sí te impones. Lo pensaría dos veces antes de aventarme un tiro contigo. ‘Ta retechula tu máscara, canijo.
— Gracias don Ru.
—Ya verá ese Rey Maya, te la va a persignar. Con todo y que tú serás de los rudos, se te va a entregar el público.
—Ojalá, Dios lo oiga. Luego la banda se pone muy malora con los rudos.
—Pues, ése es el chiste de la lucha, y a veces de la vida: que a pesar de los gritos y del odio, no puedan apartar la vista de ti. De eso se trata, mijo.
La máscara lucía como una antorcha cubriendo el rostro de Felipe. Calzó las botas que combinaban a la perfección, la capa resplandecía entre las sombras. Desde la puerta algunos gritos irrumpían constantemente: maldiciones y mentadas de madre hacían sentir la presencia del respetable en las butacas. Era el primer encuentro de la jornada, Felipe aún estaba lejos de ser estelar, para eso tenía que padecer años de supervivencia y descubrir la misericordia de la lona. Al caminar por el pasillo enmudeció por completo, algo obstruía sus palabras, tal vez la respiración agitada, o el sudor de las manos, o los consejos de don Ru. La luz a la distancia evidenciaba el inminente combate.
—Entonces, abusado, cuando quiera aplicarte la quebradora giras rápido con la cintura y lo tomas por el cuello, ahí intenta hacerle la dormilona, así lo tendrás medio pendejo un rato y…
Las bocinas anunciaron la llegada de los luchadores al ring, ambos contendientes fueron presentados con la elegante voz del Güero Rangel:
—¡Lucharaaaaán, a dos de tres caídas sin límite de tiempo! En esta esquina, en el bando de los técnicos, de 77 kilos y 500 gramos, proveniente de las tierras blancas de la península de Yucatán, el único, el incomparable, el orgullo de Ticul: Reeey Maaayaaa. Del bando de los rudos, de 75 kilos y 800 gramos, emergido de los rincones de la Peralvillo, en su impactante debut en la lucha profesional. Con ustedes la inmisericorde, la incontenible: ¡La Muerte Rooojaaaaa!
Los silbidos y abucheos no se hicieron esperar, aparecían uno tras otro en el público que presenciaba la llegada de Felipe. Se quitó la capa para dársela a don Ru, estiró un poco las piernas y los brazos apoyándose en las cuerdas. Todo listo. Rey Maya se acercó hacia el centro del cuadrilátero, La Muerte Roja avanzó lentamente y le extendió la mano, ofreciéndola como un acto de cortesía. Un niño de la quinta fila gritó desesperado: “¡No, no, no le creas!”. Pero La Muerte tomó por sorpresa a su adversario asestándole un fuerte golpe en la zona torácica.
—Pinche tramposo, para eso me gustabas, cabrón— exclamó una señora gorda sentada en las gradas.
Siguió el castigó al contrincante, la lluvia de puntapiés en la espalda y el abdomen eran recibidos sin ninguna oposición. De pronto, en un movimiento que llevaba consigo todo el oficio de la veteranía, Rey Maya alcanzó con los tobillos el cuello de Felipe, aplicándole una pinza que lo hizo rodar hasta la otra esquina.
Ambos luchadores ofrendaron sus embates al ritual pagano de la Arena Coliseo. Patadas voladoras, topes suicidas, lances acrobáticos, la tapatía, la hurracarrana, la quebradora, giros, llaves, contrallaves, manotazos e insultos destellaban en el escenario.
Los testigos permanecían pasmados, sumisos a un poder catártico. La primera caída fue del bando técnico, la segunda la ganó el rudo, al inicio de la tercera La Muerte Roja subió a uno de los postes del ring, tomó el impulso preciso y, como un albatros, descendió hasta su víctima. Fue un vuelo espectacular, memorable, que culminó con ambos contendientes afuera del encordado.
La cuenta del réferi irrumpió el asombro, los luchadores lucían abatidos entre el desorden de las butacas, bañados en sudor, respirando a marchas forzadas por la opresión de sus mascaras. Felipe fue el primero en ponerse de pie y dando tumbos logró subir al cuadrilátero donde le esperaba el clamor de la victoria. La Muerte Roja aniquiló a su oponente, los aplausos resonaban y hubo quien se puso de pie gritando su nombre.
[1]) Poe, A (1995). “La máscara de la muerte roja”. Narraciones extraordinarias (p.122). México. Porrúa