Tierra Adentro
Hospital psiquiátrico de St. Louis, staff e internas. Fotografía por St. Louis Water Department. Wikimedia Commons

Aquí puedes leer el capítulo XV


CAPÍTULO XVI
La última despedida

 

 

El día que trajeron a Pauline Moser al manicomio, escuchamos unos gritos desgarradores y una chica irlandesa, vestida a medias, vino tambaleándose por el pasillo como como si estuviese borracha al tiempo que gritaba: “¡Viva! ¡Tres hurras! ¡He matado al diablo! Lucifer, Lucifer, Lucifer…” y así sucesivamente, una y otra vez. Se arrancaba mechones enteros con la mano, mientras gritaba a todo pulmón: “Vaya que engañé a los diablos. Siempre dicen que Dios hizo el infierno, pero no lo hizo”. Pauline le ayudaba  a cantar las más horribles canciones y juntas convertían aquel lugar en un verdadero infierno. Después de que la chica irlandesa estuvo ahí alrededor de una hora, el Dr. Dent entró y mientras caminaba a lo largo del pasillo, la Srta. Grupe le susurró: “Ahí viene el diablo, ve por él”. Sorprendida de que le diera semejante instrucción a una mujer disparatada, esperaba ver a la frenética criatura correr directo hacia el doctor. Por suerte no lo hizo, pero comenzó a repetir su mantra de “Oh, Lucifer”.

Después de que se fue el doctor, la Srta. Grupe trató de provocarla de nuevo diciendo que la pintura del trovador colgada en la pared era el diablo y la pobre criatura comenzó a gritar: “Maldito diablo, te daré tu merecido”, hasta que dos enfermeras tuvieron que sentarse encima de ella para contenerla. Al parecer, incitar a las pacientes para que cometieran actos atroces era una fuente de entretenimiento para los cuidadores.

Siempre intenté hacerle ver a los doctores que estaba sana y pedía que me dieran de alta, pero mientras más me empeñaba en convencerlos de mi cordura, más dudaban de mí.

—¿De que sirve que haya doctores aquí? —le pregunte a alguno de ellos, cuyo nombre no recuerdo.

—Para cuidar a los pacientes y poner a prueba su sanidad —contestó.

—Muy bien —le dije—, hay dieciséis doctores en esta isla y, a excepción de dos, nunca he visto a ninguno prestar atención a los pacientes. ¿Cómo puede un doctor juzgar la sanidad de una mujer tan solo dándole los buenos días y negándose a escucharla cuando suplica por su libertad? Incluso las enfermas saben que no sirve de nada decir algo, pues les responderán que es su imaginación.

Les insistí a otros doctores: “Hágame todas las pruebas y dígame, ¿estoy loca o no? Pruebe mi pulso, mi corazón, mis ojos; pídame que estire el brazo, que mueva los dedos, como lo hizo el Dr. Field en Bellevue; y luego dígame si estoy cuerda”. Pero creían que estaba delirante, así que no me prestaban atención.

De nuevo, le dije a uno de ellos:

—No tienen derecho a mantener gente sana como prisioneros en este lugar. Yo estoy cuerda, siempre lo he estado y debo insistir en que me hagan una examinación completa o que me liberen. Varias de las mujeres aquí adentro también están cuerdas. ¿Por qué no pueden ser libres?

—Están locas —fue su respuesta— y padecen de delirios.

Tras una larga plática con el Dr. Ingram, me dijo:

—Te voy a transferir a un pabellón más callado.

Una hora más tarde la Srta. Grady me llamó a la sala y, tras llamarme por los nombres más viles y profanos que una mujer es capaz de articular, me dijo que tenía suerte de salvar mi pellejo al conseguir que me transfirieran, pues de otro modo se las hubiera pagado por haberle contado todo a detalle al Dr. Ingram.

—Maldita mujerzuela, se te olvida tu lugar, pero no se te olvida decirle nada al doctor.

Después de llamar a la Srta. Neville, que también fue transferida amablemente por el Dr. Ingram, la Srta. Grady nos llevó al pabellón de arriba, el No. 7.

En el Pabellón 7 están la Sra. Kroener, la Srta. Fitzpatrick, la Srta. Finney y la Srta. Hart. No noté que las trataran tan mal como en el piso de abajo, pero las escuché hacer comentarios sañosos y amenazas, torcer los dedos y abofetear a las pacientes revoltosas. La enfermera nocturna, que se llama Conway si no mal recuerdo, es bastante irascible. En el Pabellón 7, si cualquiera de las pacientes poseía algún objeto modesto, pronto lo perdían. Todas debían desvestirse en el pasillo, frente a su propia puerta y doblar su ropa y dejarla ahí hasta la mañana siguiente. Pedí permiso para desvestirme en mi cuarto, pero la Srta. Conway me dijo que si alguna vez me atrapaba haciendo un truco así, me daría un motivo por el cual arrepentirme.

El primer doctor que vi aquí, el Dr. Caldwell, me acarició el mentón y como ya estaba cansada de rehusarme a decirle dónde estaba mi hogar, tan solo le hablaba en español.

El Pabellón 7 podría parecer un lugar decente a los ojos de un visitante ocasional. Sus paredes están repletas de cuadros baratos y tiene un piano, presidido por la Srta. Mattie Morgan, que en otra época estuvo en una tienda musical en la ciudad. Ha estado en el manicomio por tres años. La Srta. Mattie ha estado entrenando a varias de las pacientes para cantar, con algo de éxito. El artista del pabellón es Under (pronunciado Wanda), una chica polaca. Cuando quiere demostrar su talento, es realmente una pianista prodigiosa. Lee la música más difícil de una sola mirada y la manera en la que acaricia las teclas es perfecta.

En domingo se les permite asistir a la iglesia a las pacientes más calladas, cuyos nombres son elegidos por los cuidadores a lo largo de la semana. Hay una pequeña capilla católica en la isla, donde también se realizan otros servicios.

Un “inspector” vino un día y acompañó al Dr. Dent haciendo las rondas. En el sótano se toparon con que la mitad de las enfermeras se habían ido a cenar, dejando a la otra mitad a nuestro cargo, como solía hacerse siempre. Dieron órdenes inmediatas de traer a las enfermeras de vuelta a sus deberes hasta después de que las pacientes acabaran de comer. Algunas de las pacientes quisieron decir algo de la falta de sal, pero las enfermeras lo impidieron.

El manicomio de la Isla de Blackwell es una ratonera humana. Es fácil entrar, pero una vez adentro es imposible salir. Tenía en mente hacer que me internaran en los pabellones más violentos, la Cabaña y el Retiro, pero una vez que obtuve el testimonio de dos mujeres sanas, decidí no poner en riesgo mi salud (y mi cabello), así que no actué de manera violenta.

Ya hacia el final me habían aislado de todos los visitantes, así que cuando vino el abogado, Peter A. Hendricks, y me dijo que algunos amigos estaban dispuestos a hacerse cargo de mí si prefería estar con ellos en lugar del manicomio, no tardé en dar mi consentimiento. Le pedí que me enviara algo de comer en cuanto llegara a la ciudad y luego esperé con ansias mi liberación.

Esta llegó más pronto de lo que esperaba. Estaba fuera, formada en línea, tomando un paseo y justo me había percatado de una pobre mujer que se desmayó mientras las enfermeras intentaban forzarla a caminar.

—Adiós; me voy a casa —le grité a Pauline Moser, mientras pasaba de largo acompañada por una mujer de cada lado.

Con tristeza me despedí de todas las personas que conocía mientras las pasaba de camino a la libertad y a la vida, mientras ellas se quedaban atrás condenadas a un destino peor que la muerte. “Adiós” le susurré a la mujer mexicana. Me llevé los dedos a los labios y le envié un beso en señal de despedida, y de este modo dejé atrás a mis compañeras del Pabellón 7.

Anhelaba con ansias salir de este horrible lugar, pero cuando llegó el momento de mi liberación y supe que caminaría bajo el cielo abierto de nuevo, hubo un cierto dolor en irme. Por diez días fui una de ellas. Aunque algo ilógico, me parecía extremadamente egoísta dejarlas con su sufrimiento. Sentí un deseo quijotesco por ayudarlas con mi presencia y simpatía. Pero tan solo por un momento. Las barras cedieron y la libertad me supo más dulce que nunca.

En un abrir y cerrar de ojos ya me encontraba cruzando el río y acercándome a Nueva York. Una vez más era una chica libre tras diez días en el manicomio de la Isla de Blackwell.