Tierra Adentro
Antiguo manicomio Hawkhead en Glasgow, por Leslie Barrie.

 

Capítulo XV

Incidentes de la vida en el manicomio

 

 

Hay muy pocas maneras de pasar el tiempo en los pabellones. Toda la ropa del asilo era confeccionada por las pacientes, pero eso no quiere decir que la costura mantuviera ocupadas sus mentes. Tras unos cuantos meses de confinamiento, la idea del mundo exterior se desvanece y todo lo que pueden hacer las prisioneras es sentarse y reflexionar sobre su horrible destino. Desde los pasillos superiores se puede apreciar una buena vista de los botes navegando y Nueva York. A menudo intenté imaginarme, mientras miraba a través de los barrotes a las luces distantes parpadeando, cómo me sentiría si no tuviera a nadie para obtener mi libertad.

He visto a algunas pacientes observar con anhelo hacia la ciudad que seguramente jamás volverán a pisar. Significa libertad y vida; parece estar tan cerca, pero el cielo yace cerca del infierno.

¿Que si las mujeres añoran sus hogares? A excepción de los casos más severos, son perfectamente conscientes de que están confinadas en un manicomio. El único deseo que jamás muere, es el de su liberación, de su hogar.

Una pobre chica solía decirme todas las mañanas: “soñé con mi mamá anoche. Creo que hoy podría venir y llevarme a casa”. Ese pensamiento en particular, ese afán, siempre está presente, aunque ha estado presa unos cuatro años.

La locura es una cosa tan misteriosa. He visto pacientes cuyos labios permanecen cerrados en silencio perpetuo. Viven, respiran, comen; la figura humana está ahí, pero hace falta ese algo, el cual no es necesario para que el cuerpo viva, pero que no puede vivir sin el cuerpo . Varias veces me he preguntado si detrás de esos labios sellados habría sueños imposibles de vislumbrar para nosotros, o si todo era una página en blanco.

En todo caso, son igual de tristes esos casos en que los pacientes siempre están conversando con sujetos inexistentes, los he visto en completa ignorancia de su entorno y absortos con la presencia de un ser invisible. Sin embargo, por muy extraño que parezca, obedecen cualquier orden que se les dé, de la misma manera que un perro obedece a su amo. Una de las fantasías más penosas de todas las pacientes pertenecía a una chica irlandesa de ojos azules, quien creía estar maldita por siempre debido a un solo mal acto en su vida. Su grito espeluznante, “¡Estoy maldita por toda la eternidad!”, sonaba noche y día, y me perturbaba en lo más profundo de mi ser. Su agonía parecía un vistazo del mismísimo infierno.

Después de que me transfirieron al Pabellón 7, todas las noches me encerraron en un cuarto con seis mujeres locas. Dos de ellas parecían no dormir nunca, pues pasaban la noche entera delirando. Una  acostumbraba levantarse y deslizarse por el cuarto en busca de alguien a quien quería matar. No pude evitar pensar en lo fácil que sería si esta mujer decidiera atacar a alguna de las otras pacientes encerradas con ella. No dormí mucho aquella noche.

Una mujer de edad mediana, que solía sentarse en la esquina del cuarto, estaba afectada de una manera muy peculiar. Tenía unas hojas de periódico en la mano y solía leer las cosas más hermosas que jamás escuché. A menudo me sentaba cerca de ella para oírla. La historia y los romances por igual, caían de sus labios con verdadera maestría.

Mientras estuve ahí, tan solo vi que entregaron una carta a una paciente. Despertó un gran alboroto a lo largo del manicomio. Todas las pacientes parecían sedientas por noticias del mundo exterior, así que se juntaron alrededor de la chica afortunada y la atiborraron con cientos de preguntas.

 

Los visitantes siempre eran recibidos con una mezcla de miradas curiosas y júbilo . Un día, la Srta. Mattie Morgan, del Pabellón 7, tocó su instrumento para entretener a unos visitantes. Estaban cerca de ella hasta que uno susurró que era una paciente. “¡Loca!” cuchichearon audiblemente, mientras retrocedían hasta que se quedó sola. El suceso le causaba tanto indignación como risa. La Srta. Mattie, con la ayuda de varias chicas que ha entrenado, hace que las tardes pasen de manera amena en el Pabellón 7. Suelen cantar y bailar. A veces incluso los doctores se acercan y bailan con las pacientes.

Un día, cuando bajamos a cenar, escuchamos un llanto tenue en el sótano. Todos parecieron darse cuenta y no nos tomó mucho tiempo deducir que había un bebé ahí abajo. Sí, un bebé. Parece inconcebible : ¡un pequeño e inocente bebé nacido en este lugar de horrores! No me puedo imaginar algo peor.

Alguna vez, una visitante trajo a su bebé en brazos. Una madre, que había sido separada de sus cinco hijos, pidió permiso para cargarlo. Cuando la visitante quizo retirarse, la angustia de la mujer era incontrolable, pues rogaba por quedarse con el bebé que, en su imaginación, era su propio hijo. Nunca había visto a las pacientes más emocionadas.

El único entretenimiento, si se le puede llamar así, que recibían las pacientes en el exterior, es un paseo semanal, si el clima lo permite, en el carrusel. Es un cambio, así que lo aceptan con algo de alegría.

Las pacientes con casos leves trabajan en una fábrica de cepillos para fregar, una fábrica de tapetes y una lavandería. No obtienen ninguna recompensa a cambio, excepto el hambre en sus estómagos.

 

 

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Fotografía cortesía de la autora
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