Eros y tánatos en tiempo de Pathos
Salgan signos a la boca
de lo que el corazón arde,
que nadie, nadie creerá el incendio
si el humo no da señales.
El que su cuidado estima,
sus sentimientos no calle;
que no es muy valiente el preso
que no quebranta la cárcel.
Sor Juana Inés de la Cruz
El incendio estaba ahí, antes que los humanos. De los elementos primitivos rescatados por algunas culturas occidentales (agua, tierra, aire), el fuego no solo ha sido manipulado por la humanidad, sino que logramos recrearlo; el misterio y el origen habitan en esta posibilidad. Ya es común pensar en la lumbre como una alegoría del conocimiento, y las genealogías en occidente han recuperado a Prometeo como el personaje que robó el fuego a los dioses, lo que facilitó nuestra vida; pero es necesario reparar, también, en cómo facilitó el estallido de la violencia.
El ritual frente a la fogata y la oportunidad de lo incendiario evocan aspectos de nuestra subjetividad que se han vinculado a la percepción cultural que tenemos sobre el amor, la muerte y la pasión: la pira mortuoria, el cuerpo que se hace cenizas en búsqueda del estado fundacional; los sujetos que en metáforas se envuelven en llamas para evidenciar una fisiología que simula el calor y la inflamación de las reacciones sexuales; el incendio que acaba y propicia todo, lo pasional.
Bajo un examen etimológico, la pasión se padece, se construye en la pasividad del estado racional; desde una postura aristotélica, “«páthē» y «páthēma», coinciden en indicar alguna «afección», por lo general, descrita en términos de placer o dolor, per-turbación, alteración, apetencia o deseo.” (Luciano Garófalo, 2017, pág. 140) Quizá es lo que nos vincula con nuestra animalidad y la imposibilidad de comprendernos por completo y en lo que se focalizará esta reflexión. La propuesta es aproximarnos a las expresiones afectivas y cómo se estructuran para sostener un proyecto económico-comunicacional-político que flexibiliza sus estrategias, pero se afirman como única alternativa.
Temporada de arrebatos
En este apartado se abordará la pasión, no desde sus implicaciones con lo sexual-afectivo, sino con otras facetas que aparecen como contexto y escenario en el que se subliman esas afectaciones.
Hace unas semanas acudimos a reproducir de forma viral un video en que la pasión se expresa como desorden: “el asalto frustrado en la combi”. La pasividad es solo ante el miedo, mientras que las acciones parecen mediadas por la sobrevivencia. Ese registro detonó el enardecimiento de un código fuera de lo políticamente correcto, pero que responde a la identificación de esos otros sujetos que experimentan el mismo síntoma: el instinto que se performa y justifica.
El cuerpo confinado en un signo representa un totalidad tan amplia que se hace presente. La producción discursiva, posterior al alcance viral de la escena en la combi, daba cuenta del deseo compartido por muchxs: el contexto de la inseguridad que no logra paralizarnos, pues es solo uno de los obstáculos para la subsistencia. Ritual que contemporizamos a los modos discursivos actuales, pero que evoca a los rasgos barrocos de los versos con que inicia este ensayo: deseantes del todo, nos construimos signos para hacer presente la ficción.
El recordatorio apareció otra vez, en medio de las polémicas y opiniones sobre la “escena de la combi”; se hizo evidente que si hay respuestas radicales frente a la violencia, deben ser ejercidas por varones a quienes se idealizará y recuperará como sujetos hacedores de justicia; doble moral presente en las redes sociales que han expuesto desagrado o incluso han “regañado” a los movimientos feministas que realizan alteraciones en el espacio público para expresar la urgencia de atender las violencias de género.
Padecemos el juicio elaborado desde el miedo y el hartazgo. Las polarizaciones políticas (que no son exclusivas del contexto mexicano) vinculadas al estado o a movimientos como el feminismo, vociferan la urgencia de los temas y hacen indiscutible que muchas agendas se crean desde escenarios catastróficos que exigen actuar afectiva y efectivamente.
Con frecuencia acudimos a la batalla de interacciones discursivas. Cualquier aspecto parece reducido a estar “a favor o en contra”; reconocerse parte de un grupo: el que respalda o el que recrimina. La defensa que se observa en estas formas de sociabilidad construye un diorama dispuesto para el arrebato.
Las pocas preguntas que surgen apenas son retóricas, pues en estas disputas se plantea el juicio definitivo. Tener la razón no porque esto pueda realmente modificar las encarnaduras materiales sociohistóricas de los problemas, sino para marcar una moralidad del instante que se olvidará con el siguiente compromiso.
La flama atrae, deslumbra y mata
Una mujer se inflama.
Tiene veinte años
y un cuerpo lleno de fuego.
Palpita el vientre
sus blancos pechos erguidos
y abrasados.
Se contorsionan las caderas
los muslos hierven.
Anh Dai
tiene el cuerpo encendido por la llama.
Pero no es el amor.
Es el napalm.
Minerva Salado
En esta llamarada que habitamos, el amor consume la vida de miles de mujeres que han sido víctima de diferentes formas de violencia. De acuerdo con las cifras institucionales de denuncias por feminicidios, de enero a julio del 2020 en México, se reportan 566 casos (Secretaría Seguridad, 2020, pág. 18); aunque es bien sabido que la realidad rebasa estos números, en principio, porque no siempre hay condiciones para desarrollar procesos de denuncia.
Eros y Tánatos, personajes que la mitología griega vinculó al amor y la muerte, y que la tradición del psicoanálisis ha recuperado para exponer su teoría sobre las pulsiones: más que dualidad, es la evidencia de los aspectos contradictorios que nos configuran. Eros y Tánatos, entonces, se toman de la mano para normalizar su vínculo en la configuración de un proyecto que no es íntimo, sino político-económico, la forma en la que nos agrupamos a través de dispositivos como el matrimonio y las estrategias para lograrlo no solo sostienen la institucionalidad moderna sino que la perpetúan; lo que se considera como una decisión privada es apenas una de las elecciones a las que estamos sujetxs. O peor, la intimidad también está en juego y se ha hecho cada vez más partícipe de las relaciones de poder. Como expone Giorgio Agamben, “La intimidad es, pues, un dispositivo circular, por medio del cual, regulando selectivamente el acceso a sí, el individuo se constituye a sí mismo como el pre-supuesto y el propietario de la propia privacy.” (Agamben, 2017, pág. 179).
Gestionamos los afectos: administramos el tiempo que les dedicamos, el tipo de mensajes que usamos para vincularnos, el tipo de actividades y de registro comunicacional, en fin, buscamos su comprensión racional con equivalencias que nos sosieguen, por ejemplo, la cantidad de interacciones en redes nos otorga un número sobre el interés que generamos en otras personas.
La versión beta de Tinder estaría en los test de las revistas del siglo XX que, dirigidas a mujeres, proponían recetas y caminos para encontrar el “amor ideal”. Por lo que se planteaba un boceto de lo deseable en el terreno de Eros. Ahora, las estadísticas arrojadas por la información privada que volcamos en nuestros dispositivos, “nos acerca” con esos perfiles (que no sujetos o personas) que podrían ser compatibles con la narrativa digital que ideamos de nuestra personalidad y que bajo las dinámicas propuestas es posible diseñar una cartografía de la posibilidad.
Aunque no es nuevo que las expresiones que rodean a Eros estén vinculadas a los discursos ficcionales, de hecho, han sido parte importante de la producción estética y literaria de occidente, el uso excesivo del discurso de los afectos (iconos de “reacción”: corazones, caras alegres, enojo, etc.) nos coloca, de acuerdo con Jameson en “un tipo completamente nuevo de emocionalidad -que llamaré ‘intensidades’- cuya mejor comprensión se logra mediante un retorno a teorías más antiguas sobre lo sublime; la profunda relación constitutiva de todas estas características como una tecnología absolutamente nueva, que constituye, a su vez, la corporeización de un sistema económico internacional nuevo” (Jameson, 1991, pág. 17). Aunque este es un tema que merece todo un tratamiento aparte, sería importante reconocer que solo una de las características que ya reconocía Longino es la dimensión de los afectos como detonador estético.
A pesar de los cambios al exponer las narrativas, parece que la estructura del discurso amoroso de occidente reproduce las estrategias políticas-económicas de cada época y que, en gran medida, se explicitan en la figura del contrato matrimonial. En las tradiciones occidentales, el matrimonio, por ejemplo, ha sido un vínculo regulado por el poder hegemónico; en su momento, la iglesia y, en la actualidad, el contrato está institucionalizado por el estado y se basa en el reduccionismo de la sexualidad a un esperado propósito reproductivo, o la asignación de bienes materiales.
Durante mucho tiempo, en la ciencia social se consideró que la división del trabajo basado en la fisiología explicaba claramente la estructura diferenciada entre los cuerpos y, más aún, justificaba la dedicación de los cuerpos con vulva a lo doméstico que, además, no era entendido como trabajo. El contrato matrimonial del siglo XXI apenas ha ampliado las identidades de los cuerpos que puede sujetar, pero las condiciones económicas y reproductivas siguen en el centro.
Desde los distintos feminismos se ha abordado el mito del amor romántico como base de nuestras ideas e imaginarios en los que se presupone el sufrimiento y sometimiento en la configuración de la pareja y, en muchos casos, deriva en interacciones violentas. Las pedagogías del discurso amoroso se depositan en la repetición performática de las escenas observadas en el cine y la televisión, en las letras de canciones con promesas de felicidad tan grandes como el dolor inherente para alcanzarlas.
Una de las herencias de la modernidad que tuvo ecos en la construcción de amor romántico ha sido la idea de que los seres vivos “nacen, crecen, se reproducen y mueren”; concepto de educación básica que se admite como hecho absoluto e incuestionable.
Si cada ser vivo debe cumplir ese ciclo, y la reproducción está regulada por el vínculo familiar, entonces el matrimonio conformará el espacio legal de los intercambios sexuales como posibilitadores de la perpetuación, ya no solo de las especies, sino del modelo simbólico (bajo la premisa de que cada generación seguirá con la tradición del matrimonio como parte de la vida) y del material, en forma de patrimonio (patrimonium: bienes heredados por vía paterna). El contrato matrimonial y su reafirmación reproductiva parecen el fin último de todo proyecto amoroso.
Aunque en las producciones culturales, como ya se mencionaba antes, el amor suele vincularse con el sufrimiento o con el sacrificio; también se idealiza la promesa de un modelo de felicidad que “implica una forma de orientación: el solo anhelo de felicidad implica que nos veamos direccionadas en determinados sentidos, en la medida en que se supone que la felicidad se sigue de determinadas elecciones de vida y no de otras” (Ahmed, 2019, pág. 129). La promesa del amor es, entonces, la de una felicidad que también está comprometida por la obligatoriedad.
En tiempos recientes, cuando el confinamiento se volvió necesario, se puso en evidencia cuán imposible es convivir de forma saludable cuando no se cuenta con las condiciones básicas. Los espacios habitacionales de grandes capas de población no cuentan con espacios que permitan la privacidad para sus habitantes y complejiza la convivencia en espacios reducidos. La imagen de la familia feliz, con un padre y una madre que disfrutan de su trabajo (y aquí parece necesario recalcar lo doméstico también como espacio laboral), con hijxs disciplinadxs para continuar con el mismo estilo de vida, parece cada vez más lejano si pensamos que los contextos socioeconómicos demuestran el carácter espectral (porque se hace presente, aunque lo reconocemos irreal) de la escena que aún se promueve como lo deseable.
Desde la filosofía, la antropología, la sociología, la psicología, los estudios de las artes y literatura; y las experiencias feministas de chicanas, lesbianas, radicales, poscoloniales, cuir, entre otrxs, se han realizado propuestas que ponen en tensión el proyecto de amor romántico, pero lejos están de generalizar-popularizar otras formas de agrupación que no dependan, por ejemplo, del contrato matrimonial-estatal. El acto de privatizar los cuerpos se bifurca entre su objetivo de producción económica a partir del trabajo y el dispositivo legal de la pertenencia afectiva y reproductiva.
Entre tanto fuego, nos acostamos en cenizas
La incandescencia del Pathos afecta nuestra percepción sobre Eros y Tánatos. Atravesadxs por la aparente seguridad de entender el mundo, pero bajo la contradicción de no controlarlo. El miedo y la necesidad de certeza nos orientan por caminos que ya han sido probados, pero que buscan sofisticar los dispositivos de disciplinamiento: la supuesta flexibilidad de instituciones como el matrimonio que en algunas partes del mundo “permite” el contrato entre personas del mismo sexo, pero que no reformula los planteamientos que le sostienen como única posibilidad de agrupación con garantías estatales; a pesar del rebuscamiento en sus formas, parece que insisten en que “el deseo no es falta, sino exceso que amenaza con desbordarse; el placer no define la completitud supuestamente realizada, sino el desborde por el desahogo. No hay metafísica de animales primitivos y andróginos, sino una física de la materia y una mecánica de los fluidos. Eros no desciende del cielo de las ideas platónicas, sino de las partículas del filósofo materialista.” (Onfray, 2018, pág. 121).
El cuerpo productor-mercancía-consumo de estos tiempos gestiona sus vínculos socioafectivos en función de intercambios comunicativos, económicos y sociales; la gestión racional-política del cuerpo cubre el espectro material a través de la distribución de los sistemas sanitarios y otras condiciones que definen las posibilidades de muerte: alimentación, seguridad, tipo de trabajo, condiciones de transportación, por mencionar algunos; y el aspecto simbólico en la construcción de subjetividades orientadas a modelos orgánicos que deben cumplir con las expectativas reguladas por las nuevas formas de sociabilidad.
Incendiarlo todo, ya es parte de las consignas feministas ante la indignación de años y la apatía de muchxs. La llamarada que se prende apenas ilumina lo que queremos exponer y evitar: los cuerpos y su subjetividad han sido privatizados e institucionalizados. La legalidad e ilegalidad, incluso de los afectos o la sexualidad, son parte de las regulaciones que sostienen el caos actual; residuos que, como indica Roland Barthes, “en el fondo de cada figura albergan una frase, a menudo desconocida (¿inconsciente?), que tiene su empleo en la economía significante del sujeto amoroso.” (Barthes, 1999, pág. 15). Así como la flama es apenas reflejo de la combustión, el discurso de Eros y Tánatos ilumina las estructuras simbólicas que lo sostienen, a pesar de las contradicciones que presentan. Esperemos que se apague el incendio o aprendamos a adivinarnos entre lo difuso del humo que sabemos, nunca termina por despejarse.
Referencias
Agamben, G. (2017). El uso de los cuerpos. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora.
Ahmed, S. (2019). La promesa de la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría. Buenos Aires: Caja Negra Editora.
Barthes, R. (1999). Fragmentos de un discurso amoroso. México: Siglo veintiuno editores.
INEGI. (2016). Encuesta Nacional sobre la Dinámica de los Hogares (ENDIREH). México.
Jameson, F. (1991). Ensayos sobre el posmodernismo. Buenos Aires : Ediciones Imago Mundi.
Luciano Garófalo. (2017). La teoría aristotélica de las pasiones en la Retórica: el caso de phobos. Apuntes filosóficos, 26(51), 136-161. Obtenido de http://saber.ucv.ve/ojs/index.php/rev_af/article/download/14737/14403
Salado, Minerva. (1972). Al cierre. La Habana: Unión de Escritores y Artistas de Cuba.
Onfray, M. (2018). La fuerza de existir. Manifiesto hedonista. Barcelona: Anagrama.