Anatomía (incompleta) de la melancolía
Para el (ex)melanchólico
Pero, en verdad, ¿quién no está demente, melancólico, loco?,
¿quién no es un enfermo mental?
Robert Burton, Anatomía de la melancolía
Es difícil determinar con exactitud por qué algunas personas o cosas nos atraen más que otras. Dentro de esta incógnita que, en mi caso, mezcla historia propia y contexto social, la atracción a los libros, que son mitad persona y mitad cosa, es una categoría aparte. Hay libros que existen para interpelar a algunas pocas personas. Hay otros que son planetas gigantescos que pasan a través de los siglos creando séquitos inesperados de asteroides. La espesa Anatomía de la melancolía, escrita en el siglo XVII, me ha causado una atracción quasimetafísica desde hace años, cuando supe por primera vez de ella entre las páginas de otra obra de la excentricidad, Vida y opiniones de Tristram Shandy, Caballero. Robert Burton escribe sobre melancolía para evitarla, pues dice, no hay mejor leña para la hoguera del sufrimiento que el ocio. La depresión es un océano de dolor, tan grande y profundo que es indescriptible si estás dentro. Burton se rehúsa a nadar en esas aguas y opta por observarlas desde un faro altísimo, compuesto de citas, conjeturas, descripciones y anécdotas eruditas.
Anatomía de la melancolía. El nombre mismo es hipnótico.
La sola misión de conseguir el libro me resultó significativa: la traducción más fácil de conseguir es un compilado de greatest hits[1] y no el libro completo, que sólo está publicado en español, en toda la magnificencia de sus 474 páginas, por la Asociación Española de Neuropsiquiatría.
La materia prima de este ensayo viene de sus páginas, en las que me he movido siempre guiada por una libromancia melancólica.
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Es difícil determinar con exactitud por qué algunas cosas nos atraen más que otras. Por ejemplo, en la botica de un monasterio, como llevada por una fuerza sobrenatural, me quedé mirando una piedra color tierra dulce, que, supe poco después, era calcedonia. Según la ficha que la acompañaba, esta versátil hija del sílice “expulsa los malos pensamientos causados por la melancolía” y refrena la libido cuando se pone en la parte donde se toca el sereno. Más allá de que sólo puedo intuir quién es el sereno y dónde se toca, la otra mitad de la prescripción me pareció perfecta y necesaria.
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Intenté escribir sobre depresión. Recién había leído varios libros del tema. Me sentía lista e informada; incluso me inventé fuertes y controversiales opiniones, como debe ser. Luego erré entre muchos borradores que intentaban mezclar épocas y conceptos pero que nunca tocaban de lleno el tema. Como la calcedonia en el monasterio, se apareció la melancolía y no me dejó ir. Seguramente tiene que ver con algún tono antiguo del término, que, con toda una historia que remite a cumbres borrascosas y poetas mirando la noche, seduce a lo que queda de mi yo romántico del pasado. ¿Del pasado? El alejamiento temporal, el matiz literario del término, lo acientífico, también ayudan a crear una distancia que la mucho más ominosa palabra “depresión” no tiene. Tan próxima, tan tangible, tan gris y sin poesía.
La palabra melancolía es, en parte, una protoforma de nombrar a la depresión. Visto desde una perspectiva moderna, aquello de lo que habla Burton en su obra no encaja tal cual en el concepto clínico contemporáneo.[2] El Nuevo Demócrito, pseudónimo de Burton, caracteriza ese mal por la presencia de “temor, tristeza y delirio sin fiebre”, pero a lo largo de sus páginas, un desfile de personajes históricos, reales y ficticios, demuestran formas distintas de locura, que definitivamente están más cerca del delirio que de una desesperanza incapacitante. Por otro lado, mis primeras exploraciones del laberinto de la Anatomía me llevaron a reafirmar unas de mis concepciones de ese entonces: Burton habla de la depresión como una falla de origen en los individuos. Apoyándose en la teoría de los cuatro humores que componen al hombre, dice que aquellos que tengan demasiada bilis negra están condenados a la melancolía. ¿Cómo llegamos a esa acumulación de bilis? Además de una propensión natural, las causas son de lo más variadas: designio de los dioses, una mala jugada del zodiaco, alimentación desbalanceada, mal de amores, estreñimiento. Si bien el mal de amores y el estreñimiento sí pueden llegar a dar un bajón de proporciones considerables, el designio de los dioses y el zodiaco ya no parecen una explicación suficiente para nada. Por otro lado, pensé en ese entonces, la traducción de la bilis negra a nuestra época es la teoría de la baja producción de serotonina.[3] Si un día me vuelvo loca como Ignatius, protagonista de La conjura de los necios que decide ver el mundo contemporáneo como si del medievo se tratara, comenzaré a creer que me deprimo por mi exceso de bilis negra a causa de un castigo divino, pero que no pasa nada, porque me curo cada vez con mi reserva de calcedonia y escribiendo sobre melancolía. Hay algo de cierto en ello. Por ahora, aún asentada (más o menos) en la realidad, me tengo que conformar con las mil explicaciones que rodean al hecho de que nos deprimimos cada vez más sin necesidad de la comanda de algún dios antropomórfico. A casi 10 años de mi primera lectura, la Anatomía ya no me resuena igual en este llamado a pensarnos desde nuestra “química” (no estoy segura de cómo llamar a los humores) y, por tanto, como solitarixs portadorxs de nuestros males. Curioso que la “enfermedad de nuestro tiempo”, y principal causa de incapacidad según la OMS, se siga pensando como un problema individual, y, a menudo, un tema tabú. Tampoco creo ya en esa satisfacción que me daba, paradójicamente, atribuir a la falta de serotonina mis depresiones.
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El DSM-5, Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales, es el quinto vástago de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, que actualiza periódicamente este volumen de oprobiosa historia. Hojear sus 900 páginas de clasificaciones, me puso a pensar cómo sería un test a la Burton para diagnosticar melancolía. A continuación un primer acercamiento a una lista de síntomas de la sección del libro en la que Burton afirma que la tristeza es ingrediente inseparable de la melancolía.
-Lxs melancólicxs se enojan con todo.
-A pesar de que ríen de vez en vez, o se sueltan a series de carcajadas y sonrisas, regresan luego a la miseria.
-En cuanto abren los ojos, después de sueños terribles, inquietos, sus corazones apesadumbrados empiezan a suspirar.
-Las cosas pasadas, presentes o futuras, el recuerdo de alguna desgracia, las pérdidas, daños, abusos, etc. les atormentan y se reavivan, como si se hicieran de nuevo.
-Lxs melancólicxs, ven agresiones y ofensas en cada esquina.
-Lxs melancólicxs se animan y desaniman en un instante.
-Lxs melancólicxs son apasionados en extremo y lo que quieren lo buscan con frenesí.
-Lxs melancólicxs no persiguen nada porque no tienen ánimo para pararse siquiera.
-Lxs melancólicxs se enamoran en exceso.
-O, por el contrario, le temen férreamente al amor.
Amantes de los extremos. Visto así, lxs melancólicxs podemos ser todxs. O casi.
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Burton dice que hay dos tipos de melancolía en el mundo. La melancolía en disposición y la melancolía en hábito. De la melancolía por disposición, esa que va y viene, que responde a la tristeza, al temor, la enfermedad, la muerte, se dice que no puede ser evadida. “Nadie es tan sabio, nadie tan feliz, nadie tan paciente, tan generoso, tan divino, tan piadoso, que pueda defenderse”. La melancolía en ese sentido es inherente a ser humanx. La melancolía peligrosa es la que se vuelve hábito: una enfermedad crónica o continua. No toda tristeza es depresión, incluso cuando es profunda. En ediciones previas del DSM, existía algo llamado “la excepción del duelo” que evitaba un diagnóstico de depresión, aunque los síntomas coincidieran con los marcados en el DSM, a quienes hubieran perdido a alguien cercano.[4] El periodo de un duelo normal era, inicialmente, de un año. Luego, en la siguiente edición del DSM, de 3 meses. Después, dos semanas. Finalmente, la excepción del duelo desapareció, en parte porque presentaba una pregunta difícil de hacer: ¿por qué solo la presencia de la muerte resulta una circunstancia razonable para que el dolor profundo exista y se extienda en el tiempo? ¿Dónde empieza lo patológico y qué es solo una emoción humana normal? O diría quizás Burton, ¿dónde habitamos la melancolía por disposición y dónde la volvemos hábito?
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En la época de Burton existía la creencia de que los acordes del universo, originados en los astros, regían con su música a los seres vivos. Por ello, ciertas melodías podían influir de manera determinante a las personas, y había una correspondencia entre cada uno de los cuatro modos musicales, mixolidio, dórico, lidio y frigio, con los cuatro humores. En el caso de lxs melancólicxs, propensos al exceso de bilis negra, el modo frigio contribuía a su enfermedad. Por ello, se recomendaba a lxs que adolecían de este mal que se mantuvieran alejados. El problema era que lxs melancólicxs, entonces y ahora, se sentían irremediablemente atraídos hacia ese modo, y en vez de obedecer la prescripción de música más alegre que revitalizara su ánimo, se encontraban imantadxs por aquello que sólo contribuía a su desequilibrio de humores. Y quién va a juzgar a esxs melancólicxs del pasado si en los peores momentos de dolor pocas cosas me parecen más bellas que la voz aterciopelada de Chet Baker llorando por enamorarse tan terriblemente fuerte que el amor no dura, en vez de recurrir al reggaetón que podría sacarme de mis momentos más bajos a fuerza de caderazos y guarradas. Ah, el placer de remover la tristeza y hacerla gloriosa con ornamentos que le vayan bien.
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Es difícil determinar con exactitud por qué algunas cosas nos atraen más que otras. Dice la narradora de Entre los rotos, de Alaíde Ventura: “No puedo explicar con precisión qué cualidades tiene la tristeza que me resulta tan atractiva… en especial entre nosotros, los rotos… Es difícil mirar la tristeza y no pensar: Aquí yo puedo hacer algo. Se abre una ventana de posibilidades.” ¿Qué buscamos cuando nos atraen las fisuras del otrx? ¿Consolarnos a través de ellxs? ¿Sentirnos comprendidxs o menos anormales? ¿Cumplir nuestro complejo de salvadoras, de cuidadoras por designio social? Un espejo que podamos romper.
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Una nota que casi podríamos llamar optimista emerge de vez en vez entre las líneas del Nuevo Demócrito: la melancolía es la emoción más propicia para el pensamiento. Mejora la comprensión del hombre (para Burton, sólo hay hombres) más que ningún otro humor. Adelanta sus meditaciones más que cualquier bebida. Pienso en el propio inicio del libro, la ya mencionada declaración de que escribe sobre melancolía para no caer en ella. Las melancólicas vamos por la vida tratando de evadir la irresistible atracción que ejercen los planetas oscuros, con su fuerza vertiginosa. Como Burton, gravito en torno a aquellas cosas que acarician mis dolores, y las medito y amaso hasta que dejan de ser sufrimiento, y se vuelven materia de cambio. Quizás, como el personaje de Entre los rotos, mi deseo de arreglar cosas rotas, de arreglarme, es el centro real de la atracción centrífuga.
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Lxs melancólicxs nos preguntamos constantemente si lo somos por hábito o por disposición, aunque cada vez creo menos que la depresión sea una identidad o que pensarse desde ahí haga algo más que dificultar el abandono del hábito. Quiero cambiar del soy al estoy. Quiero pensar que toda melancolía es por disposición.
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En esta anatomía incompleta no puede faltar el final bellísimo y melancólicamente luminoso del Nuevo Demócrito. No todo es desamparo, ni siquiera para lxs habituales de lo oscuro. El consejo, tan vigente entonces como ahora, es doble: haz algo, toca a alguien; no abraces la soledad ni abandones la mente a sus divagaciones destructivas:
Tened esperanzas, infelices.
Dichosos, tened precaución.
En esos días en que me cuento entre lxs dichosxs, lo hago siempre desde esas líneas; en los que la melancolía por disposición amenaza con volverse hábito me recuerdo que somos (soy) menos melancólicxs cuando somos con lxs otrxs. Mi Anatomía seguirá siendo un planeta en torno al cual gravitar, mi ejemplar, que reposó por un par de años en una repisa, a lado de un filodendro que no para de extenderse y, bajo mi descuidado riego, moja todo a su alrededor. Moho. Sus orillas están llenas de polvo negro. Dicen que ese es incurable y peligroso, y que es mejor deshacerse del libro. Me rehúso.
[1] De esta edición saco las citas: Anatomía de la melancolía, Alianza editorial, 2008. La traducción es de Ana Sáez Hidalgo, Raquel Álvarez Peláez, y Cristina Corredor.
[2] Jesús Ramírez-Bermúdez, Depresión, la noche más oscura, publicado por Penguin Random House en 2020
[3] Para explorar el papel que tiene la serotonina en la depresión, y sus alcances reales, recomiendo el libro de Jesús Ramírez-Bermúdez, Depresión, la noche más oscura, publicado por Penguin Random House en 2020, así como el de Johann Hari, Lost Connections: Uncovering the Real Causes of Depression – and the unexpected solutions, Bloomsbury, 2018. Johann Hari es enfático al afirmar que los factores sociales y vivenciales son mucho más relevantes que la química cerebral o la predisposición genética y avoca su libro a analizar las “desconexiones” que llevan a la misma. Ramírez-Bermúdez afirma que: “el estrés social es quizá el factor más importante en la formación de los estados depresivos, pero esto no sucede más allá del cuerpo humano, sino en un individuo que tiene cuerpo, emociones, pensamientos.”
[4] Johann Hari, Lost Connections: Uncovering the Real Causes of Depression – and the unexpected solutions, Bloomsbury, 2018.