Figuras y silencios
¿Qué es lo que tanto irrita de la paz serena de la asexualidad? ¿Por qué nos cuesta tanto trabajo aceptarla o, incluso, siquiera pensarla? En este ensayo que camina indistintamente entre lo íntimo, lo personal y lo político, Alejandra Castro reflexiona sobre la identidad asexual dentro de la constelación de sexualidades en el mundo contemporáneo.
Ella era virgen y no tenía intención de dejar de serlo. Nunca uso esa palabra: virgen; con su carga de velos en yeso y ojos desorbitados, pero tampoco escondía o daba mucha importancia al hecho que el término define.
Me enteré por casualidad. En una comida entre amigos que demandaba hablar de intimidades, llegado su turno dijo algo como: «no sé, no tuve sexo con mi novio y no lo tengo ahora con mi novia». Al inquirirle más, reticente, agregó: «quizá si me casara… pero sería un sacrificio que ahora no estoy dispuesta a hacer». Muchos sonreímos en silencio, mirándonos con la complicidad que se da entre adultos cuando un niño expresa una ingenuidad propia de su edad. Ella no dio más justificaciones.
Su elección de no tener sexo no era puritanismo, eso quedaba claro al conocerla. Expresaba su atracción indistinta por hombres y mujeres, sin complejos ni tapujos, mas no anhelaba sexo con ninguno. Para ella eso era todo lo que había que decir. Para mí, durante nuestros primeros años de amistad, ese minúsculo, personal y en muchos aspectos irrelevante detalle, era algo que exigía un porqué, un origen. Pensaba que entre las orillas de su negativa se doblaba un abismo profundo. Creía que quizá con el tiempo, con una escucha atenta y amistosa, podría hacerla hablar del tema, desdoblar el secreto que me develaría capa a capa como un misterio de origami. Mientras más crecía la amistad, mientras pasaban los años y ella no cambiaba de opinión, no «maduraba» o se iniciaba como el resto, yo imaginaba la razón de su negativa como algo peor, veía ese origen sigiloso convertido en una mano oscura y descomunal, flotando sobre un océano abisal, poblado por un gran matiz de sombras; cinco dedos largos y nudosos eclipsando su existencia, quizá su pasado, sus muslos… Muslos pequeños, infantiles, más tiernos e inmaduros a cada centímetro de avance hacia el límite de la tela con la piel; cada vez que lo temía y casi sentenciaba, pensaba: «¿quién pudo hacerle esto? La rompieron». Tenía que ser algo así, algo inefable. ¿Qué otra razón podría haber? Nadie se privaba del sexo sólo porque sí. Años después, me pregunto por qué sentí, por tanto tiempo, que algo tenía que estar forzosamente mal. Quizá ésa sea mejor pregunta que cuestionarme por qué alguien no siente deseo sexual. ¿Por qué esto me pareció a mí, y a todos, un problema, incluso una mentira o un rasgo de inmadurez?

Ilustración de Lorena Mondragón (Ciudad Juárez, 1988)
Ella nunca ha usado la palabra virgen, tampoco el término asexual. Ella es ella sin justificación ni terminología. No obstante, la identidad asexual existe y su existencia se ha popularizado gracias particularmente a una institución en línea, Visibilidad Asexual y Red Educativa (AVEN por sus siglas en inglés), que, a pesar de su reciente creación en el 2001, son reconocidos por visibilizar en medios el empleo del término asexualidad para designar la nula presencia del deseo sexual como orientación: tan válida y real como lo es cualquier otra.
El camino de la AVEN y del término asexualidad no ha sido sencillo, como no lo son tantas veces el autodescubrimiento y la aceptación social. Basta leer algunos testimonios para conocer decenas de versiones únicas de una misma historia: «lo supe siempre», «tenía vergüenza», «nunca tuve con quien hablar, y me sentía raro de querer hacerlo, ¿por qué hablaría de algo que simplemente no tengo, que no me hace falta?».
El término asexualidad se emplea «clínicamente» por primera vez en 1977 en una publicación científica: Mujeres asexuales y autoeróticas: dos grupos invisibles, de Mara T. Johnson, pero antes Alfred Kinsey, conocido como el padre de la sexología, por quien la famosa escala de atracción sexual recibe su nombre, notó desde 1948 que aproximadamente el uno por ciento de sus encuestados seleccionaba la opción X al contestar la pregunta «¿sientes atracción por: mujeres, hombres, ambos o ninguno?». Ninguno era X, y por mucho tiempo así se denominó clínicamente a los asexuados. Orientación X. Carecieron de nombre, de reconocimiento y de comprensión.
Estudios más recientes no tienden a ser más amables con la preferencia asexual. A pesar de que en 2013 se sacó a la asexualidad del Manual de diagnóstico y estadística de enfermedades mentales, en terapias y clínicas aún se liga a la preferencia asexual con el «trastorno del deseo sexual hipoactivo», que consiste en la ausencia reiterada o persistente del deseo sexual, entendiendo el fenómeno como una perturbación. También en 2013, uno de los primeros análisis comparativos sobre salud mental donde se encuesta a personas de identidad asexuada a la par que a individuos sexuados, de identidad hetero y homosexual, los investigadores señalaron que aquellos autoidentificados como asexuales reportan un mayor número de pensamientos suicidas, aunque esto, enfatiza Yule Morgan, principal responsable del estudio, bien puede deberse al estigma y la falta de comprensión social de la que suelen ser objeto todavía.
En el documental (A)sexual, de 2011, hay una escena desgarradora; miembros de la AVEN junto con su fundador David Jay reparten volantes en plena marcha del orgullo gay, y son los únicos a los que algunos huyen o niegan la mano, alguien bromea en secreto y dice sin conciencia de que está siendo grabado: «yo evito a los santurrones de la AVEN como a la plaga, me dan ñáñaras ». La AVEN cuenta actualmente con más de 100 mil miembros registrados. Si esos 100 mil, junto con otros miles o millones más, dicen que son asexuales, lo son y punto. ¿Por qué tendríamos que cuestionarlo? Se les acusa de puritanos, de hipócritas al buscar su inclusión a las siglas LGBTTTI, a una causa que no les compete porque «¿quién los obliga a tener sexo si no quieren?», porque «nadie te mata por no tener sexo». Son reclamos reales que se hacen a los miembros de la comunidad asexual. Su lucha, creen algunos, no tiene opositores, carece de conflicto. Es posible entender de dónde viene ese reclamo mal encauzado, comparado con las terribles estadísticas de penalización legal e ilegal para homosexualidad o identidad trans, por ejemplificar algunos. Es imposible encontrar un rincón del mundo donde abiertamente se penalice el no desear tener sexo en general, pero eso no significa que no haya víctimas y victimarios relacionados con la identidad asexual.

Ilustración de Lorena Mondragón (Ciudad Juárez, 1988)
La discriminación hacia los asexuales es otra. Inicia por esa X en la escala Kinsey, inicia con las miradas disimuladas entre mis amigos y yo en aquella fiesta. Inicia al no dar credibilidad a las distintas formas de ejercer la sexualidad como un valor universal de dolorosa conquista que todos deben anhelar por igual. A lo largo de tres años de licenciatura, mis amigos y yo, sin notarlo, presionábamos con bromas y risitas, frente a ella y a sus espaldas, creyendo sinceramente que sólo era necesario que lo intentara, al menos una vez; con eso cambiaría de opinión, porque confundíamos su identidad con el nerviosismo común ante la primera vez. Minimizábamos sus certezas diciéndonos: «así nos pasa a todos». Si no era con chicos sería con chicas, sólo tenía que intentarlo.
Como mujer gay, pertenezco a la generación de «por qué no tratas, aunque sea una vez, con un chico». Me lo dijo mi mamá. Me lo dijeron amigas y amigos, y sobre todo y más terriblemente me lo dije yo. Entre inseguridades y negaciones pagué mi cuota, lo intenté, tuve un novio por ocho meses. El sexo con él era confuso, el placer físico estaba allí, pero faltaba algo más, algo que nunca llegó con él, pero que se desbordó en un deshielo pausado en mi primera noche con una chica.
Mucho tiempo dije que fue entonces cuando lo supe, pero si lo recuerdo y admito con madurez, yo ya sabía, sólo que ahora tenía las tan ansiadas pruebas. Por años subsecuentes me escudé en esos ocho meses; cada vez que alguien decía «por qué no lo intentas» yo podía sacar mi certificado de desvirgada y mostrar que estaba sellado, que lo había intentado. También sentí erróneamente que aquello validaba mi lesbianismo, «miren, sí sé lo que es un hombre y no me gusta». Ahora todo el episodio me da pena. Pena propia y pena por pertenecer y fomentar una sociedad donde la diferencia tiene siempre que formarse en una fila, hacer trámite y justificarse frente a la norma. Y, sin embargo, allí me tenían con los demás en cada oportunidad insistiendo a mi amiga que probara, aunque fuera una vez. Una vez, como yo me lo exigí por ocho meses.
¿Por qué insistíamos? ¿Qué nos irrita en la paz serena del asexual? No creo que haya una única respuesta. Es un tango absurdo entre la incredulidad y la defensa. Defensa porque sentimos nuestra latente sexualidad juzgada en su inapetencia. Una parte de mí vive para acariciar mis apetitos, lo digo sin miedo, sin pedir perdón, sin bajar la cara, pero sí lo digo a la defensiva. Asocio el sexo a la vida, la plenitud, la unión, también a ser juzgada por mi ejercicio libre de ese impulso. Hasta su amistad, asumía que todo el que ama quiere sexo, y que quienes decían no quererlo o no tenerlo, lo decían con la nariz respingada y parados en un pedestal moral. La palabra virgen, la idea de vivir sin la pulsión, me parecían cárceles… ¿pero no es imponer el sexo a quienes no quieren tener otra cárcel?
¿Cómo se verá este mundo a los ojos de un asexual? Basta intentar huir del sexo para notar que está en todo, es imposible caminar por la calle, hojear una revista, sin ser asaltado por una pasarela cercenada de bustos, glúteos, torsos sin camisa, todo enmarcado entre recuadros con la foto absurda de un desodorante o un champú. Esa liga incoherente está allí porque el sexo es la gran guarnición de los anuncios publicitarios. Paradójicamente, la represión sexual es una herramienta del poder y los poderosos, tanto como lo es la exaltación de lo sexual. ¿El asexual resulta inmune? Acostumbrados a juzgar a nuestras sexualidades como un «pecado» y a que la envasen y nos la vendan como algo debajo del mostrador, sentimos que la falta de deseo de otros nos delata. Pecadores y consumistas.
El deseo, la preferencia, la orientación o la identidad sexual no son ideológicas, políticas ni comerciales; su prohibición o explotación los torna en tales cosas. Las preferencias sexuales, la identidad genérica, cuando son condenadas, se tornan una defensa, una expresión de unicidad y de resistencia. El asexuado, a quien se le acusa de no tener un opresor, tiene a la ceguera de la norma, aun entre los subversivos, en su contra. Su falta de deseo no es en nuestro detrimento, es su esencia, no es para juzgarnos, sólo es.
No había nada de malo con su deseo de nunca tener sexo. Hay algo terrible en el hecho de que lo tuvo. A los 25 años, tras casi cuatro años de noviazgo, cedió por cariño; fue un sacrificio, pero eso ella ya lo sabía desde el día que lo pronosticó en aquella fiesta, justo con la palabra «sacrificio»; lo sabía, aunque varios rodamos los ojos al oírla, lo sabía cuando sus amigos murmuraban a sus espaldas. Lo sabía cuando todos, con cariño real y eufemístico decíamos «pruébalo primero antes de decir que no te gusta» o cuando, quienes nos llamábamos amigas íntimas, veíamos con suspicacia, casi condena, a todos los hombres de su familia pensando al interior «quizá fue él quien la rompió», porque era más fácil creer en un abuso que en otra forma de ser.

Ilustración de Lorena Mondragón (Ciudad Juárez, 1988)
Ella también checó su tarjeta. Me contó su encuentro con su novia sin detalles y sin ánimo. Había bebido en un esfuerzo por disminuir su reticencia. Había fingido que le gustaba, que lo quería. Pero nada, ni el cariño ni el alcohol pudieron volver ese encuentro menos áspero. Supo de inmediato que eso para ella siempre sería un sacrificio. En el estudio de Mara T. Johnson un porcentaje de las mujeres encuestadas habían estado o estaban aún casadas. Varias decían tener sexo con sus parejas por amor, por sacrificio. Entre la comunidad asexual, muchos hombres y mujeres se definen con intereses románticamente involucrados o no en relaciones. Buscan compañía, apoyo, con quien reír juntos por horas hasta no recordar el chiste, pero no quieren sexo; muchas veces con tal de tener uno ceden en lo otro.
Me duele saberlo. Saber que la exigencia de esta sociedad hipersexualizada le costó algo íntimo y estimado a una amiga tan querida y que aproximadamente 70 millones de personas pueden tener historias semejantes. Saber que, quizá, cada vez que le pregunté si no había cambiado de idea, cada vez que asumí un abuso, ayudé a llevarla a ese áspero cuarto de hotel.
Quiero volver al mar precámbrico que imaginaba en su interior. Al abismo oscuro, deshabitado, que pensaba asaltado o violentado, quiero oír su sordina paz, quiero notar que, al nacer, la vida nació así: asexual. Quiero recordarnos juntas, en un salón de clases sentadas en el suelo oyendo la Suite Bergamasque. El maestro detiene la reproducción, pregunta a la clase: «¿qué tiene esta melodía? ¿Qué figura domina la partitura?». Ningún alumno levanta la mano. «Silencio», dice el maestro con los ojos cerrados acariciando con la lengua el juego del seseo en la palabra si… len… cio. Quiero pensar en la fuerza del silencio, creer que si todos buscamos nuestra plenitud sin imponer límites a los incendios ni fuego en los abismos, el mundo será más pleno, más vasto, más fuerte.