Tierra Adentro
Ilustración de Lorena Mondragón (Ciudad Juárez, 1988)

 

¿Qué es el amor romántico, qué consecuencias tiene su reproducción irreflexiva como modelo relacional y por qué tiene que importarnos? Sin miedo a la polémica y la controversia, Sofía Mosqueda encara una de las ideas más enraizadas en las relaciones amorosas incluso contemporáneas.

 

I have suffered the atrocity of
sunsets.
«Elm», SYLVIA PLATH

 

El amor se concibe, tanto en las investigaciones filosóficas como en las expresiones artísticas, como el alimento primitivo del alma, el eje pasional de nuestras vidas. Sin embargo, estas reflexiones discurren en ideales ontológicos y abstractos. Poco solemos examinar la puesta en práctica del amor, los modos en que debemos ejercerlo para que funcione bien.

Sin ánimos de elaborar aquí una guía para amar, este texto busca, por el contrario, reflexionar sobre el modelo de relación que es el amor romántico y cómo lo reproducimos; busca, igualmente, incitar al lector a romper con los vicios de este modelo o a romper el modelo entero.

Para pensar sobre esta expresión específica, reconozcamos que el amor no sólo se circunscribe a lo romántico. El amor, en abstracto, no se concentra en un objeto de afecto ni se limita en cantidad. Antes del amor romántico, está el amor sin adjetivos. El amor que, según El Banquete de Platón, es la motivación o el impulso para contemplar la belleza; el conocimiento apasionado, puro y desinteresado de la esencia de la belleza; se aman, entonces, las formas o ideas eternas, inteligibles y perfectas. Si partimos del amor platónico, podemos hablar de amor romántico cuando nos referimos específicamente a las dinámicas de una relación sentimental, generalmente sexual, que se circunscriben, por lo general, a un modelo normativo asumido y reproducido por generaciones.

El modelo integra una serie de reacciones orgánicas. Lo que más tarde, tal vez, llamaremos amor es el resultado de un proceso neuroquímico que empieza con la atracción y que se convierte en infatuación, un patrón psicobiológico similar a la obsesión. En la década de los ochenta, el psiquiatra Michael Liebowitz asoció el regocijo de la atracción con la feniletilamina, que está químicamente vinculada con las anfetaminas y con la acción de neurotransmisores como la serotonina, la dopamina y la norepinefrina en el sistema límbico. Y asoció la etapa del apego y las sensaciones de tranquilidad y paz con la producción aumentada de endorfinas, neurotransmisores químicamente relacionados con la morfina. Al desapego, en cambio, lo han relacionado con la desensibilización de los receptores de endorfinas, oxitocina y vasopresina, u otros neurotransmisores.

La atracción y el apego son emociones universales, tanto como lo son el miedo, el enojo y la sorpresa; productos del sistema límbico de los mamíferos. Por eso hay quien afirma que los animales aman. Sin embargo, con la evolución de la corteza cerebral de los primeros homínidos se fueron construyendo, a raíz de estas emociones, sentimientos románticos complejos y tradiciones que los celebraban, derivando así en lo que las culturas europeas llamarían amor romántico (Fisher, 1994). No obstante, si desde una perspectiva darwiniana la monogamia es rarísima (sólo el tres por ciento de los mamíferos se emparejan bajo circunstancias muy específicas), ¿cómo es que en los seres humanos ese proceso psicobiológico se traduce en la institucionalización de relaciones de pareja monogámicas y permanentes?

Ilustración de Lorena Mondragón (Ciudad Juárez, 1988)

Ilustración de Lorena Mondragón (Ciudad Juárez, 1988)


 
 

Después de las monarquías absolutas, por ejemplo, en donde los matrimonios solían estar arreglados, las sociedades modernas idearon un pacto de acceso al cuerpo de las mujeres, entre hombres libres e iguales. Teóricos del contrato, como Rousseau[1], Hobbes, Locke y Kant, escribieron sobre la construcción de las democracias modernas basadas en la libertad para suscribir contratos económicos y políticos; bajo la misma lógica se diseñó el contrato matrimonial. El matrimonio del derecho canónico y el derecho de los contratos se construyeron al mismo tiempo con un mismo aparato metodológico, por un mismo grupo de teólogos y juristas, resultando así en una misma estructura doctrinaria (Vela, 2011).

El contrato sexual, una idea desarrollada por Carol Pateman en 1995, muestra cómo en las relaciones románticas se subordina a las mujeres ante los hombres en una lógica de explotación laboral. Kate Millet, en Sexual Politics, explica que las relaciones románticas son eminentemente políticas, siempre que se estructuren a partir del poder, con acuerdos que otorgan control a un grupo sobre otro. Las relaciones entre hombres y mujeres han sido de dominación y subordinación a diferentes niveles, aquello a lo que llamamos patriarcado.

La institución que guía al patriarcado es la convención original del matrimonio: la unidad que ejerce control para que las otras autoridades no resultan suficientes, otorgándole al esposo la posesión y el control sobre la esposa y los hijos (Millet, 2000). El matrimonio es, hasta el día de hoy, la herramienta de control del Estado para regular la sexualidad y la planificación familiar, para reproducir un modelo de familia y de relaciones sentimentales. A partir de este mecanismo de control social, las personas son compensadas o castigadas en función de su estado civil, tanto en términos de acceso a derechos, seguridad social o estatus migratorios como en términos netamente sociales.

Michel Foucault explica cómo el poder es consecuencia del conocimiento sobre el mundo que moldea al sujeto, los mecanismos que producen y reproducen las normas. En la medida en que las normas se internalizan se reemplazan las formas directamente coercitivas o violentas por un poder «suave». Los sistemas que controlan las prácticas sexuales (Rubin, 1984) se ajustan convenencieramente. La sexualidad suele entenderse como prácticas que se consideran normales o naturales, con el matrimonio monogámico heterosexual como epítome, y las anormales[2]. Por ello, el paso de lo inaceptable a lo aceptable no cuestiona el sistema, lo refuerza. Parejas que viven juntas sin casarse o parejas homosexuales que se casan y viven bajo el modelo tradicional de familia refuerzan el sistema. El matrimonio celebra las prácticas sexuales aceptables y recompensadas, y reprueba las prácticas inaceptables, que son sancionadas; por ello, la búsqueda de reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo va en contra del proyecto más grande de desmantelar las jerarquías sexuales que los regímenes de normalización heteropatriarcales imponen (Spade y Wilse, 2016).

A través de generaciones reproducimos e idealizamos este modelo de ejercicio del amor que parte de principios de dominación, control y posesión y, probablemente sin cuestionarlo, terminamos romantizando conductas tóxicas que perpetúan modelos de vida que no son necesariamente los más justos[3]. Independientemente de su sexo, identidad de género o preferencia sexual, el ideal del amor romántico encamina a las personas hacia el matrimonio; rechaza de forma grosera los rumbos de vida y las personalidades de quienes deciden no ejercer el amor romántico. El sistema condiciona el amor con vicios y comportamientos tóxicos retratando, con todos sus recursos, el no emparejamiento como un fracaso.

El amor romántico está construido sobre un ideal poco alcanzable: aquel mito de Aristófanes de las dos mitades de un cuerpo, que son separadas y condenadas a buscarse por el resto de su vida. La idea de la media naranja o el alma gemela en un planeta con siete mil millones de personas nos hace pensar que hemos de encontrar a quien nos hace falta, porque nos crea la necesidad de estar completos.

Que el único objetivo del amor sea cumplir con una expectativa social y política de reproducción es francamente ridículo, además de ser estadísticamente imposible.

Ilustración de Lorena Mondragón (Ciudad Juárez, 1988)

Ilustración de Lorena Mondragón (Ciudad Juárez, 1988)


 
 

Escapar de la soledad, como lo describió Bertrand Russell, es una imposición social y se asume como el pilar de la realización personal; si el amor se concibe como la búsqueda de una pareja para satisfacer una necesidad, la de no quedarse, el amor se corrompe y la persona pierde la oportunidad de practicar otras formas del amor que no sólo contrarresten a la soledad (a la cual, por cierto, también habríamos de reivindicar), sino que nutran profundamente su vida.

El amor romántico se queda absurdamente corto al idealizar la búsqueda y desvirtuar la práctica. Las películas de Disney terminan cuando la princesa y el príncipe se casan, pero el ejercicio de poder se vuelve más evidente cuando se consolida la relación, dando pie a los vicios del amor romántico: normalizar el dolor, el sufrimiento, la violencia; a justificar los celos, la manipulación, el control.

A las personas se les subyuga en una relación de poder bajo el argumento del amor: «te controlo porque te amo, te manipulo porque te amo, te objetivizo, infantilizo, domino, porque te amo». El amor, bajo esta óptica contractual de dominación, implica posesión. El ansia de control sobre aquello que se posee se manifiesta en la invasión de la privacidad, en la limitación de libertades, en la invalidación de la identidad propia, en la violencia. Qué peligrosa es la justificación de la violencia en nombre del amor; violencia simbólica, económica, emocional, física, violencia homicida. Violencia que, lejos de escandalizar, se manifiesta en la normalización de los celos como indicador del amor, y en otras ideas falsas pero aprendidas: la idea de que el amor es suficiente a pesar de las incompatibilidades irresolubles en una relación, la idea de que el amor hacia una persona anula o imposibilita la atracción hacia otras personas (la vinculación automática e incuestionable entre compromiso y exclusividad), la idea de que el matrimonio y la reproducción son la única justificación válida para estar en una relación, la idea de que es responsabilidad de una pareja resolver las inseguridades de uno; de que el valor que se otorga a una pareja está dado en función del tiempo y la energía que se invierte en ésta; que la responsabilidad de que una relación funcione recae en una persona y no en un acuerdo mutuo que, además, está viciado de inicio por una serie de constructos sociales idealizados.

La facilidad con que una dinámica de atracción, enamoramiento, pasión y pajaritos cantando se transforma en un padecimiento, que ya debería haber provocado una revolución relacional, y sexual, hace muchísimos años. Sin embargo, seguimos aguantando insatisfacciones y dolores. El dolor es la forma que tiene nuestro cuerpo de avisarnos que algo está mal; si el dolor emocional es un signo de alerta, ¿no deberíamos dejar de romantizarlo? Sensatamente, ¿cómo podemos concebir, y tolerar, que lo que llamamos amor lastime?

La crítica al amor romántico ha recibido (curiosamente de la misma forma que lo han hecho las denuncias de acoso, otra forma de violencia) una sentencia que versa sobre la muerte del Eros, entendido como la pasión, el erotismo, el romance que comprende una relación sexual o de seducción. Sin embargo, la intención de deconstruir el modelo de relación que actualmente impera en nuestras sociedades pretende todo menos hacer que las personas dejen de amar [pasionalmente]. La lucha no es contra la pasión, es contra la violencia, contra la imposición, contra el ejercicio deliberado de poder y la consiguiente subordinación de los sujetos-objetos.

Las personas no están obligadas a enamorarse, a apegarse o a desapegarse; ni están obligadas a actuar específicamente a partir de un protocolo social. Claro, biológicamente tiene sentido que todos los seres nazcan, crezcan, se reproduzcan y mueran. Sin embargo, el matrimonio o el diseño heteronormativo de pareja no es la única forma de preservar la especie (cada vez hay más expresiones de familias y modelos de relaciones diversas sin dominación vertical). Social y culturalmente, ya hay muchas más opciones a casarse creyendo ingenuamente que se vivirá feliz
para siempre, sólo hay que visibilizarlas, explorarlas y aceptarlas.

Habría que pensar nuevos ideales del amor, que se sostengan en la renuncia al poder, al control, a la dominación y que, por el contrario, creen pilares solidarios y equitativos de resistencia y de desarrollo. El amor erótico-afectivo no tiene por qué ser exclusivo ni excluyente de otras fuentes y expresiones de amor; es más, úrgenos reivindicar el papel del amor en las relaciones que no necesariamente incluyen un componente romántico y/o erótico.

Ilustración de Lorena Mondragón (Ciudad Juárez, 1988)

Ilustración de Lorena Mondragón (Ciudad Juárez, 1988)


 
 

Y en las relaciones en las que sí hay un componente eróticoafectivo, no vamos a matar al Eros (quien probablemente, en caso de que resultara herido, se lo buscó al querer comprender en una sola figura mitológica la atracción sexual y el amor), vamos a reivindicarlo y a purificarlo; que ya nos toca, en medio de este clima de odio, revolucionar la forma de amarnos y de disfrutarnos. Lo romántico es también político, y esta revolución es una en la que podemos participar todos, incluso rendiría frutos inmediatos, directos y personales.

Cuestionemos las categorías y los términos en los que el sexo, el amor y el romance son controlados y diseñados. Imaginemos un mundo en el que la sexualidad y la reproducción no estén vinculados con el diseño tradicional de pareja y la familia marital, en el que se desmantelen los parámetros para medir el éxito de una relación, en donde las pasiones no deriven en abusos o crímenes, resultado de no poder controlar a alguien más ni a nosotros mismos; donde las personas no pasen su vida buscando pareja ni se queden en relaciones hirientes a causa de coerciones emocionales, físicas o económicas; donde el matrimonio sea una opción y no un destino y donde procuremos la igualdad fuera del marco opresivo del heteropatriarcado.


REFERENCIAS

FISHER, HELEN, «The Nature of Romantic Love», The Journal of NIH Research, vol.6, pp. 59-64, 1994.

FOUCAULT, MICHEL, The History of Sexuality. Vol. 1, Penguin, 1978.

MILLET, KATE, Sexual Politics, University of Illinois Press, 2000.

PATEMAN, CAROL, El contrato sexual, Anthropos / UAM, 1995.

RUBIN, GAYLE S., «Thinking Sex: Notes for a Radical Theory of the Politics of Sexuality», en Carol Vance (ed.), Pleasure and Danger, Routledge, 1984.

SPADE, DEAN Y CRAIG WILSE, «Norms and Normanization», en Disch, Lisa y Mary Hawkesworth (eds.), The Oxford Handbook of Feminist Theory, Oxford University Press, 2016.

VELA, ESTEFANÍA, «La Suprema Corte y el matrimonio: una relación de amor», tesis para obtener el título de licenciatura en derecho, ITAM, 2011.

WERBER, CASSIE, «The Idea of Monogamy as a Relationship Is Based on Flawed Science», en Quartz Media, disponible en: https://qz.com/938084/the-idea-of-monogamy-as-a-relationship-ideal-is-based-on-flawed-science/


Notas

[1] Rousseau, quien en un par de ocasiones definió al cortejo y las relaciones románticas en términos bélicos, llamándole la batalla amorosa, y expresando cómo en esa batalla estaría permitido usar toda la violencia permitida en el amor para arrancar un consentimiento, puesto que las mujeres, de todos modos, estarían «destinadas a dejarse vencer» (sic).

[2] El círculo virtuoso comprende la heterosexualidad, el matrimonio, la monogamia, la procreación, la sexualidad no comercial, entre dos personas, en una relación, de la misma generación, en privado, la no-pornografía, solamente con cuerpos, sexo de vainilla; el círculo anormal incluye la homosexualidad, las relaciones casuales, la promiscuidad, vivir en pareja sin casarse, la sexualidad que no procrea, comercial, individual o en grupos, entre generaciones, en público, con objetos, la pornografía, el sadomasoquismo.

[3] Un estudio de la Universidad de Michigan arrojó el año pasado que no hay forma de determinar si la monogamia es la forma ideal de relacionarse, puesto que la premisa que la defiende sesga la manera en que los investigadores construyen y prueban teorías sobre el amor y la intimidad (Werber, 2017).