Más allá de la monogamia
En este ensayo se exploran las diversas aristas románticas de la monogamia más tradicional y uno de sus reversos más visibles, el poliamor, para cuestionar y valorar las consecuencias de ambos sistemas de relaciones, muchas de las cuales suelen soslayarse.
Entre sí y no, qué infinita rosa
de los vientos.
«Qué tal, López», JULIO CORTÁZAR
El amor romántico se cimienta sobre una paradoja: mientras que por un lado es lo más íntimo que existe, en tanto que es un pacto entre dos que a nadie más compete y se gesta mayoritariamente tras las bambalinas de la sociedad, en la privacidad de una casa o de un cuarto de hotel, en las cartas de amor o en los mensajes, por otra parte suele atenerse a un esquema predeterminado que se repite casi sin variantes: se sabe qué esperar y cómo se debe sentir; se presuponen celos, obligaciones y compromisos sociales y, en fin, se codifica en un lenguaje comprensible y aceptado por todos.
Parámetros tan rígidos ponen en entredicho la potestad que tenemos sobre nuestras propias relaciones, sobre todo si consideramos que la mayoría de las parejas ni siquiera se cuestionan las ideologías o intereses que subyacen en los presupuestos del amor. En otras palabras, el amor romántico se encuentra montado en un sistema social y cada pacto individual únicamente replica el pacto colectivo con todos sus dispositivos de poder, asociados principalmente con la regulación de los cuerpos y la perpetuación de los roles sociales que favorecen a unos sobre otros.
Por tanto, si hemos de amar, conviene preguntarnos primero de qué forma queremos hacerlo y qué implicaciones tiene elegir un modelo sobre otro. Muchos han sido los esfuerzos, sobre todo por parte del feminismo, por deconstruir los tipos relacionales para que actúen en beneficio y no en detrimento de los individuos. La principal lucha de ese sector está centrada en el desmantelamiento del heteropatriarcado, el sistema de relaciones sociales que, caracterizado por la supremacía de lo masculino y la heterosexualidad, genera mecanismos de discriminación por razón de género y orientación sexual.

Ilustración de Lorena Mondragón (Ciudad Juárez, 1988)
Este sistema se reproduce en casi cualquier arreglo de la vida social y el amor romántico parece ser uno de sus mecanismos de replicación por antonomasia, pues en su nombre se generan dinámicas de posesión, se relega a la mujer a la esfera doméstica y se le niegan derechos a la comunidad LGBTI, tales como el matrimonio con todos sus beneficios legales: herencia, acceso al seguro del cónyuge, etcétera.
Ahora bien, si el heteropatriarcado ha alcanzado tal dimensión es porque sus manifestaciones no suelen recibir siquiera ese nombre; es decir, en tanto regulador de la vida afectiva, habita en los individuos más que como un sistema social, como una sensibilidad que el individuo considera propia y que incluso suele extrapolarse a las relaciones homosexuales.
La monogamia es el mejor ejemplo de ello: el matrimonio monogámico surge históricamente como un mecanismo para dar certeza de la paternidad a los varones. La familia en tanto institución es estratégica para la repartición y perpetuación de la propiedad por medio de la herencia y, por un salto metonímico, deviene también en una forma de propiedad sobre la otra persona, algo que ya se perfilaba desde el matrimonio sindiásmico, en el que el hombre podía tener más de una mujer. No obstante, una vez asimilado, este arreglo social pasa a esconder su dimensión económica y política y se introyecta, en el imaginario colectivo, como la forma «natural» del amor.
La monogamia, pues, no se limita a la exclusividad sexual, sino que, en palabras de la psicóloga social Giazú Enciso, constituye todo un ordenamiento específico a nivel semiótico —es decir, de significados asociados con relaciones y expectativas—, a nivel material —de vivienda y de economía— y a nivel afectivo.
Este ordenamiento, al representar la moral hegemónica, excluye otras formas de relación, y si bien los intereses de la monogamia rebasan a los del heteropatriarcado, su institucionalización la vuelve un instrumento de perpetuación del statu quo, lo que impide la reinvención a nivel individual. Por consiguiente, la reapropiación del amor exige necesariamente cuestionar los principios de la monogamia heteronormada.
EL REVES DE LA MONOGAMIA
El poliamor, que se define como una no-monogamia consensual, ética y respetuosa, lleva la batuta en este cuestionamiento, y si bien resuelve la problemática prescindiendo del todo del contrato monogámico, su denuncia es tanto o más importante que su resolución ya que, en última instancia, no se trata de crear un nuevo modelo prescriptivo, sino de abrir un espacio en donde la comunicación abierta, la negociación y la estipulación de nuevos acuerdos sea posible en cualquier tipo de relación romántica.
El ordenamiento monogámico presupone, por ejemplo, que las parejas han de compartir vida social y familiar, que un noviazgo ha de derivar siempre en matrimonio y que un matrimonio sólo es tal si vive bajo el mismo techo. Si analizamos la explosión de artículos en internet sobre los focos rojos en una relación, la cantidad de sexo óptima o las características que debería tener el hombre o la mujer ideal, encontramos un catálogo vasto de la normatividad implícita en las relaciones de pareja, la cual hace ver cualquier divergencia como un fracaso, sin reparar en el hecho de que dichas divergencias se encuentran presentes en todas las relaciones, incluida la infidelidad.

Ilustración de Lorena Mondragón (Ciudad Juárez, 1988)
De acuerdo a un estudio hecho por el Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente en 2015, el 90 por ciento de los hombres y el 70 por ciento de las mujeres casados son infieles, lo que significa que la monogamia guarda dentro de su seno su propia contradicción. Tener una aventura confirma el ordenamiento monogámico (ésa es la razón de la clandestinidad) y la violación de la norma consolida la norma.
Sin embargo, los costos emocionales de un sistema tan ambivalente son muy elevados, pues aunque el deseo sexual por otras personas reaparece una y otra vez, es penado dentro de las mismas relaciones y se vive en términos de culpa y deuda. El poliamor, en ese sentido, es un intento por volver este fenómeno parte de la experiencia romántica, sin los costos que implican su prohibición.
Asimismo, la monogamia suele traer consigo el aislamiento social. Las parejas tienden a privilegiar su vínculo sexoafectivo sobre el resto de sus relaciones y se centran primordialmente en el núcleo compartido, lo que erosiona las redes de apoyo y termina por fragmentar la comunidad.
Esto provoca un estado generalizado de desamparo, ya que priva a los casados de alternativas para disolver su vínculo en caso de necesitarlo, pone presión en la pareja para que sustituya el resto de las relaciones e introduce en los solteros la creencia de que las relaciones románticas son el único medio posible para hacerse acompañar, dado que el resto de las formas de organización colaborativa se encuentran negadas, a mayor o menor grado, por la ideología monogámica.
Los intentos por restaurar el sentido de comunidad aparecen tanto en el poliamor como en el feminismo, que fomenta la sororidad y el apoyo entre mujeres. En cualquier caso, nos regresa a la pregunta sobre el tipo de relaciones que queremos adoptar y la noción de mundo que estamos suscribiendo con cada una de nuestras elecciones relacionales.
LO QUE NOS ENSEÑAN LOS CELOS
El cambio paradigmático hacia el poliamor sería sumamente sencillo e incluso obvio si no fuera por la existencia de los celos. Para combatirlos, la comunidad poliamorosa apela a la compersión, término inventado por ellos mismos para referir a la felicidad empática; es decir, a la felicidad por la felicidad del otro. El poliamor se sustenta en la creencia de que el amor es ilimitado y de que la plenitud del ser amado contribuye a la propia plenitud, aun si ésta involucra a más personas.
Pese a ello, los poliamorosos experimentan celos frecuentemente. En parte esto ocurre porque el poliamor sigue siendo una práctica contracultural y requiere de una reprogramación afectiva que toma tiempo y esfuerzo.
No obstante, reducir la complejidad de las relaciones a una mera cuestión ideológica puede ser un poco ingenuo, pues sería olvidar que el sexo es socialmente problemático de suyo. Vale recordar que la institución matrimonial monogámica ha fungido históricamente como un medio para contener las rivalidades y los conflictos que se detonan en los intercambios sexuales.
En ese sentido, tanto la monogamia como el poliamor buscan hacerle frente a algo que no es propio de un sistema u otro, sino de nuestra programación evolutiva: la tendencia a la rivalidad. La diferencia reside en que, mientras la monogamia busca contenerla por medio de acuerdos, el poliamor le atribuye la rivalidad al sistema monogámico y apuesta por disolverla liberando estos acuerdos, poniendo el énfasis en el papel pernicioso de la represión sexual y no en su razón de origen.
La psicoanalista lacaniana Alexandra Kohan critica esta negación de los celos al considerarla un vehículo más del moralismo del mercado que, disfrazado de trasgresión, exige gozar permanentemente, exigencia que en tanto imposible resulta sádica. «La pretendida libertad del “amor libre” —dice Kohan— no hace sino destacar el individualismo que pregona el credo neoliberal, en un hacer de cada cual, desligado de los otros, desligado de otro, afirmado en el sí mismo».
Desde esa perspectiva, el riesgo más grande del poliamor sería reducir el amor a mero artefacto de satisfacción personal, con su coste implícito: la anulación del otro.
LOS BORDES DE LA OTREDAD
En La agonía del Eros, el filósofo Byung-Chul Han le atribuye la crisis del amor a la erosión del otro, resultado del narcicismo de la época. «El Eros se dirige al otro en sentido enfático, que no puede alcanzarse bajo el régimen del yo», dice Byung-Chul Han. La otredad no se puede poseer; es decir, el otro es otro en tanto que no lo puedo sustraer a mis propias categorías.

Ilustración de Lorena Mondragón (Ciudad Juárez, 1988)
Esto, sobra decir, resulta sumamente frustrante y es en gran medida la razón de los conflictos en las interacciones sociales. No obstante, la apuesta narcisista por desaparecer los conflictos, aligerando la noción del otro y volviéndola más práctica o más cómoda, niega la posibilidad formativa del encuentro, lo que puede tener consecuencias catastróficas a nivel social.
La lógica del consumo aplicada en el amor fomenta esta reducción: si mi mayor aliciente para tener una relación, formal o informal, es extraer el goce que el otro pueda proporcionarme, entonces lo estoy volviendo un mero objeto de consumo y está siendo negado en su condición de otro, condición que es vertiginosa y se escapa de la lógica del intercambio codificada en términos de costo-beneficio.
Cuando pensamos en la posesión del otro, lo que aparece en un primer momento es la posesión monogámica; sin embargo, si la monogamia es tan cerrada es porque reconoce, aunque por vía negativa, el carácter inasible del otro, de ahí la existencia de los celos. El trabajo de este tipo de relación debe versar en torno a la resignificación de esta otredad negativa para acabar de asumir la imposibilidad de su posesión.
No obstante, el poliamor también tiene trabajo en este punto, ya que su misma teoría parece justificar las relaciones superficiales, lo cual deriva en otra forma de posesión, más alarmante quizá: ya no se busca normar al otro sino domesticar su condición de otro para volverlo menos amenazante, y así, poderlo consumir libremente, como si de un objeto se tratase.
La comunidad poliamorosa les llama «polifakes» a quienes dicen ser poliamorosos pero no llevan a cabo el código ético y consensual que forma parte del poliamor. Desde ahí, el otro reducido a condición de objeto podría verse más que como un producto del poliamor, una expresión de polifakismo, pues iría en contra de la creación de comunidad que defiende el poliamor. Sin embargo, no estoy segura que los límites entre uno y otro estén tan bien trazados. El poliamor parte de la convicción de que el otro no puede serlo todo, pero eso, en su arista más peligrosa, puede significar tomar de cada uno sólo lo que conviene, lo que viene bien, ¿pero quién dijo que el otro debía de ser conveniente?

Ilustración de Lorena Mondragón (Ciudad Juárez, 1988)
En cualquier caso, ni la monogamia ni el poliamor están exentos de conflictos. Quien suscribe el poliamor debe lidiar con la gestión de tiempo y la complejidad emocional para interactuar íntimamente con más de una persona; quien se compromete a la monogamia, buscará formas de reinventarse para que la relación siga siendo fértil y fomente el desarrollo individual sin descuidar el vínculo. En ningún caso existe una respuesta única y ese quizá es el mayor aporte del poliamor: recordarnos que caminamos a ciegas y que, en última instancia, es un contrato que compete únicamente a los involucrados.
REFERENCIAS
Domínguez Enciso et. AL., From Flawed Monogamy to Liminal Polyamory: Suspended transition to alternative affective orderings, Universidad Autónoma de Barcelona, 2015.
HAN, Byung-Chul, La agonía del Eros, Herder, 2014.
Kohan, Alexandra, «Elogio de los celos: el amor, frente al mercado y la moral», en http://www.polvo.com.ar/2017/07/elogio -de-los-celos/, 2017.
Matik, Wendy-O, Redefining Our Relationships: Guidelines for Responsible Open Relationships, Defiant Times Press, 2002.