Lo terrorífico y salvaje: una lectura sobre Páradais de Fernanda Melchor
Fernanda Melchor se ha convertido en un fenómeno, como ha ocurrido con Mariana Enríquez, Mónica Ojeda o María Fernanda Ampuero. Esto podría parecer un inconveniente: su obra no se toma por lo que es, sino por lo que debería, por aquello que ocurre en el imaginario del público lector que disfruta/consume narrativa contemporánea en español. Lo sorprendente, y que a mí me parece loable, es que parece existir un público interesado en la obra de escritoras como Fernanda Melchor, tanto como para convertirla casi en un fenómeno.
Esta idea injusta de que el escritor habla más por lo que se dice de él que por su obra, se ha repetido con autores tan disímiles como Doyle, Balzac, King o la misma Mariana Enríquez, por hablar de alguien contemporánea. El problema, sin embargo, no es que se lea mucho, sino que se entienda que su importancia se deba al capricho, a la moda, a “lo que está bien”. En cambio, la lectura de Fernanda Melchor me parece que no coincide con exactitud con las modas, con las explosiones de géneros o tipos de narrativas que, en teoría, están en boga de los lectores. Se ha dicho mucho sobre la narrativa de la violencia, sobre el realismo, incluso sobre el terror (explorado de manera natural en obras como la de María Fernanda Ampuero), escrita por mujeres, entendiéndose que este “fenómeno” (si es que es tal) cumple con las necesidades de nuestro tiempo, tanto con la necesaria visualización (y rescate) de la obra escrita por mujeres, como por el acercamiento a géneros populares que se veían como secundarios.
Ahora bien, la presencia de lo violento en la obra de Melchor nos acerca como lectores a las vicisitudes de una realidad que “no está de moda”, sino que simplemente es, y su interés como escritora no parece arbitrario, pues desde Falsa Liebre (Almadía, 2013) se nota ese interés por contar la violencia. Esto es entendible si se toma en cuenta la formación que recibió Melchor en el mundo periodístico; su libro Aquí no es Miami (reedición en Penguin Random House, 2018) es tan duro como divertido, pues muestra un lado de la crónica tan salvaje como apegado a la narrativa que tanto le gusta, incluyendo un cuento-crónica sobre un lugar “endemoniado” y la subsecuente posesión de cierta persona al visitarlo, en “El estero”, que viene en el mismo libro.
Páradais no es un giro más en la tuerca, eso hay que decirlo. Y aunque a mí me gustaría leer el registro de Melchor dentro del terror, me parece que este género y sus producciones tanto audiovisuales como literarias, conforman una base desde la que ella establece sus motivos más oscuros. El terror existe en la obra melchoriana, pero está metida en la carne de su mente creativa, como una influencia secundaria que va juntando cal y arena sobre los fundamentos de su arquitectónica. Lo interesante de novelas como Temporada de huracanes (Penguin Random House, 2017) o Páradais es que la importancia de la prosa también es una de sus piedras fundacionales. En ninguna de estas obras puede ignorarse la cuidadosa construcción que deviene desde la narrativa oral, gracias al oído de Melchor, quien sabe colocar una mirada lingüística que, a pesar de sonar anacrónica por momentos (por la utilización de palabras que quizá permanecen en el colectivo de otra generación), se enmarca dentro de una póetica resonante que busca dibujar el terror de la vida misma, de Veracruz, de los hombres, de las mujeres, de cualquiera que viva en aquello que llamamos México, Sur, o Tercer Mundo.
Lo suyo, y ya a nadie debería sorprenderle, es una búsqueda atravesada por la ira de los millones de seres humanos que viven en la miseria, apenas manteniéndose con sobras, con comida a base de grasa, con dulces prefabricados, con estructuras arquitectónicas, sociales y políticas diseñadas para hacer daño, para compartimentar, para convertir a los sujetos en objeto. La violencia, en Melchor, como ocurre en el país o en Latinoamérica, es sistémica. Desciende desde las cimas nebulosas de aquello que ya ni siquiera alcanzamos a comprender, desde esos seres desprovistos de toda intención para visualizar lo que ocurre más allá de sus autos de lujo, sus negocios multimillonarios, las posiciones políticas, los favores, las empresas que evaden impuestos. Y lo que queda es el dolor y la enajenación: la oportunidad de subir a través del crimen, insertando una bala entre las cejas de otro, con un machete metido en la espalda de algún pobre diablo que no fue lo suficientemente rápido para esquivarlo.
En Temporada de huracanes, La Matosa era un pueblo que llevaba una historia de venganza, muerte y desdicha como una espiral descendente: la fuerza del huracán permitía observar desde el punto focal de “la bruja” que vivía entre los cañaverales, hasta personajes que parecían salirse, a medias o del todo, de esta vorágine que, sin embargo, alcanzaba a tocarlos y que los dirigía, lo supieran o no, hacia el mismo punto alebrestado de jodidez y miseria. En La Matosa, los únicos que en apariencia no se ahogaban con los vendavales de la pobreza eran los narcos/zetas/criminales. Por el contrario, en Páradais, esa muestra de seres enfermos, infectos y corrompidos, termina por virar hacia la “inocencia” que debería existir en un par de jóvenes, o al menos en uno de ellos, pues no pertenece a la misma clase social que el otro: no duerme en un jergón y no tiene que buscar en el alcohol una salida a sus problemas, a la falta de futuro, ni tampoco tiene que deslomarse para poder tener lo mínimo ni afrontar los problemas que ni siquiera sabe que tiene.
¿A qué se debe que tanto Franco, este adolescente gordo y obsesionado con el porno y con una mujer madura, sea tan desdichado y pérfido como su contraparte, Polo? Él no entra, como Polo dentro de esta categoría de seres infravalorados, pobres, sin esperanza ni recursos, que lamentablemente conforman más de la mitad de la población en el país, si no es que en toda Latinoamérica. Una lectura fácil podría explicar que esto se debe a la situación socioeconómica y política tan pobre y violenta de la región. Aquí el punto importante es ese, el de la violencia sistémica, omnipresente, que toca también a un adolescente que tendría todo para alejarse de esa vorágine de odio, de sueños maltrechos, de desesperación. Franco no es una criatura agónica, es un ser obsesionado, estúpido. Una vez nos enteramos del plan que tiene sobre la mujer madura de la que está obsesionado, salta la poca pericia, la ingenuidad de un plan estúpido que debe llevarse a cabo porque así es el destino manifiesto de sus propias necesidades. No hay escapatoria, aunque la haya, y es ahí donde la tragedia se percibe bajo las losas, entre la tierra pútrida o en medio del pasto recién cortado. La violencia y la cosificación, hacia las mujeres, hacia el pobre, hacia el indígena, hacia el otro, nunca termina por irse, si acaso se mantiene dormida por unas horas.
El letargo en que viven estos dos personajes a punto de explotar es salvado por la narración de la vida de Polo, el chico-para-todo del fraccionamiento que guarda una relación extraña e innecesaria con Franco. La forma en cómo levanta un universo narrativo alrededor de la vida de un personaje, es una de las grandes dotes de Fernanda Melchor, y así se percibe cuando exploramos el día al día del jardinero, sus problemas, sus relaciones filiales, su deseo incestuoso (culpa e ira incluidas), su necesidad de encontrar un punto del cual aferrarse, no por él, sino por las circunstancias. Él, que cada día debe encontrar un trabajo, encontrarlo, porque así lo requiere la situación, el alcohol que ha de consumirse, la madre que no quiere verlo acostado ni un minuto después de que suene la alarma. Para su infortunio, el trabajo encontrado lo llevará al Paraíso Invertido, el fraccionamiento donde conocerá a Franco.
En Páradais las exploraciones geográficas no son tan ávidas debido al constreñimiento del lugar donde todo gira, aunque Progreso y Boca del Rio estén presentes, pues son más fantasmas que tangibilidades en una historia donde el horror ocurre adentro. Si acaso, se extraña esta profundización en las circunstancias de Franco, el chico gordo que más bien parece ser una entidad malévola per se, sin demasiado desarrollo psicológico, sin más motivaciones que el vacío de su propia vida y la necesidad, más de dominación que sexual, de obtener el favor de una de las mujeres adineradas del fraccionamiento. Nunca llegamos a entender ni a observar a profundidad lo que hay debajo de él, quizá por esa construcción en la que el narrador se refiere a él como “el gordo” o “el marrano”, enfatizado en su fealdad aquello que es malévolo, como en una relación directa más propia del romanticismo; y las preguntas, por supuesto, surgen. ¿Es realmente la fealdad, la obesidad, un patente signo de la enfermedad interna? Además, el personaje está diseñado para caer mal, para resultar infecto, algo que desagrade, sin ninguna cualidad que permita atesorar un poco de esa psicología que lo mueve, aunque sea errada, aunque sea perversa. Franco es malévolo porque es gordo y rico, y nada más.
Además de este punto, el interior del misterio que nos está contando la autora me parece demasiado endeble. Lo que ocurrirá se puede adivinar desde que sabemos cuáles son las intenciones del personaje, sabiendo también que el nombre “Fernanda Melchor” en un libro ya nos promete violencia, rencores, oscuridad y perversión de la psique humana. Mas, como dice Raymond Chandler, no es forzoso el que el final tenga que ser realmente sorpresivo, pues él diseñaba sus cuentos para que se leyeran, incluso si el final ya se conocía. Melchor no es ni una escritora de policiaco (whodunnit, por ejemplo) ni de terror natural (no es su intención acerarse a la obra de Thomas Harris o Brett Easton Ellis). Lo suyo, si hay que acercarlo a alguna denominación, se emparenta un poco al género Negro, a la oscuridad que parte de la violencia, del crimen, de aquello que bien podría perfilarse dentro de la nota roja. Y, como muchos cineastas franceses del Noir clásico, Melchor se adentra en la oscuridad por medio de la luz, de la técnica y de la brillante atmósfera que se concibe a través de su prosa. Porque Melchor no puede escribir una novela sin recurrir a la alta prosa, aunque ésta consigne palabras populares, anacrónicas; aunque de lo que se hable sea de cómo un adolescente desea violar a su vecina, o cómo un joven sepultado por las relaciones incompletas decide seguir a su compañero en una espiral sin sentido.
Sin exagerar, hay momentos en Páradais que recuerdan a Proust, especialmente cuando la vorágine da vueltas sobre un asunto que se convierte en destino del personaje, con ese detalle hacia la memoria, hacia el anhelo de lo que podría, quizá, haber sido. Lo mismo ocurre con Joyce, a quien recuerda en el punto culminante, ya hacia el final de la novela, decidiendo colocar los hechos que deshacen el nudo en una concatenación de hechos que va más allá de una mera lista, llevando el final hacia un momento poético y desgarrador (en su misma aparente realidad anodina) donde Páradais se transmuta en la apertura hacia un abismo, uno que, por supuesto, también nos devuelve la mirada.