8M (Tits Up)
Es 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, día en el que nos felicitan porque creen que celebramos ser lindas y amorosas; nos regalan flores y “cosas de mujeres”, incluso nos invitan a comer porque es nuestro día. Sin embargo, en los últimos años el 8M lo han resignificado las morras que denuncian la violencia patriarcal y machista, que construyen y se enuncian, sean o no feministas, sea o no desde el feminismo. Este año el equipo de redacción de la revista Tierra Adentro invitó a las autoras e ilustradoras a compartir sus opiniones respecto a el estado en que se encuentra la lucha feminista y sobre las dificultades que se han hecho evidentes en el contexto de la pandemia, también aprovechamos para preguntarles cómo ha sido su relación con el movimiento feminista. Acá te las compartimos:
LAURA VELÁZQUEZ
¿Cómo ha sido tu relación con el movimiento feminista?
Mi relación con este movimiento ha sido un poco lejano, sin embargo algunas amistades, o en ocasiones el trabajo, me han acercado a conocer más de él.
¿Cómo consideras que se encuentra la lucha feminista después de la pandemia y qué problemáticas crees que se hicieron más evidentes en este contexto?
A mi percepción en los primeros meses de la pandemia quizá fue un golpe duro para este movimiento porque estaba en un momento clave, estaba muy presente en el panorama actual. La pandemia cuando llego por supuesto ocupo la mente de todos, sin embargo a lo largo de los días o en unos pocos meses volvió a resaltar y entonces el movimiento siguió de otra forma, como grupos de ayuda, y apoyo entre mujeres. Me parece que una de las problemáticas que se hizo más evidente fue la violencia doméstica, por ejemplo, es la silenciosa que parece que no existe pero claro que está y bastaba solo con permanecer en sus hogares.
ZEL CABRERA
Mujer de palabras
Mujer, pues, de palabra. No, de palabra no.
Pero sí de palabras,
muchas, contradictorias, ay, insignificantes,
Rosario Castellanos
Hace mucho que supe que no era una mujer de acción. Que si tenía que dar mi cuerpo por una causa, no daría la gran cosa. Aunque toda mi vida me he ejercitado, el tiempo que le he dedicado a mi cuerpo ha sido más bien para rehabilitarlo y resarcir mis carencias y no para fortalecerlo tal cual.
Es por eso que nunca he ido a una marcha feminista y probablemente jamás iré. No por un asunto de falta de militancia más bien por falta de un cuerpo que me permita ir y plantarme ante la propuesta de hacer presión a través de una barricada o simplemente correr ante un repliegue. Me aterra no ser tan rápida como el resto y terminar aplastada por la multitud.
Y sé que eso no me hace menos feminista, aunque hubiera otras mujeres que me cuestionaran por eso.
La pandemia hizo difícil la concentración de grandes multitudes por cuestiones de salud y orilló a los diferentes movimientos a buscar alternativas para protestar y alzar la voz por la igualdad y las garantías necesarias para ser mujer y vivir sin miedo. Para mí eso era necesario desde antes del covid y el confinamiento, pero se volvió vital después de. Ya no solo por incluir a las mujeres con discapacidades y/o con divergencias funcionales sino por un asunto de conservar la vida y estar a salvo, y también conservar los principios y la rabia.
Y encontré esas alternativas en las palabras, en su fuerza y en el poder que creo que tienen. Fundé una editorial en la que las palabras de las mujeres sonaran y valieran lo justo. En el que darle espacio a las mujeres y a sus voces no era una moda, ni una postura para quedar bien en redes sociales, menos una cuota sino una justicia. Y desde hace dos años trabajo desde ahí, y de los frutos puedo hablar: dos antologías de poetas jóvenes totalmente gratis para su descarga y un festival internacional de escritoras que celebró hace unos días su segunda edición y participaron más de 100 mujeres de manera virtual y presencial. Además de más de una treintena de actividades en el que visibilizar el trabajo de las mujeres es uno de nuestros objetivos, no solamente de aquellas con las que tengo relaciones de cariño y de amistad o en cuyas estéticas me reconozco, sino que he intentado llevarlo mucho más allá.
Mi manera de resistir es a través de las palabras, no solo de las propias sino también de las ajenas, de las raras, de las periféricas, de las del centro.
Y aunque siga habiendo quien crea que las palabras se las lleva el viento, yo creo que si estamos juntas, nuestras palabras suenan más fuerte.
Soy una mujer de palabras, ahí está mi fuerza.
JULISSA MONTIEL
Conocí el movimiento feminista hasta la universidad, amaba ver a mis compañeras alistarse para marchar con carteles, paliacates y las mochilas bien montadas sobre la espalda.
La escuela de diseño está como a 15 minutos del zócalo, por lo que siempre me tocaba escuchar un poco de ruido, presenciar un poco de movimiento. Por mi parte, nunca me alisté para ir a marchar (debo confesar), nunca he estado en el frente, luchando y gritando por aquellas hermanas que han sufrido injusticias y que la están pasando mal gracias a la desigualdad de género, sin embargo, me gusta pensar que a diario lucho desde mi trinchera, defendiendo y exigiendo mis derechos al igual que ellas.
Desde que papá murió, mi casa se ha convertido en casa de mujeres fuertes y capaces que a diario demuestran que no es necesario tener una figura masculina para reparar la casa, para sentirnos seguras y para sustentar nuestros gastos. El carácter de mi madre me ha hecho fuerte para defender mis ideales, mis convicciones y mis derechos como mujer.
Y es que pienso que todo movimiento comienza desde nuestras casas, desde nuestras vidas y las vidas que apoyamos e inspiramos (nuestrxs amigxs, compañerxs de trabajo, vecinxs y nuestra propia familia) haciendo la diferencia de adentro hacia afuera. No me he colgado paliacates ni he alistado los carteles, pero a diario me cuelgo encima valentía, carácter y fuerza para demostrar y demostrarme que también soy capaz de cuidarme, de amarme, de respetarme y que no espero menos de los hombres y mujeres que me rodean. Me los cuelgo para hacer valer mis derechos de elección, para sentirme segura y disfrutar mi cuerpo.
Creo que el inicio de la pandemia nos regaló la oportunidad de resolver esos pequeños detalles que existen dentro de nuestro mismo núcleo familiar, cuando tenemos micromachismos que a veces ni siquiera nosotrxs notamos. Re educarnos y cambiar nuestras acciones y pensamientos para después salir al mundo y gritarlos, contagiarlos y exigir el cambio y la re educación del país en donde habitamos, trabajamos y nos desarrollamos.
CHRISTINA SOTO VAN DER PLAS
Hoy estoy mujer. Me gustaría decirlo en presente y sin poner en juego la dimensión imaginaria de lo que es imaginarse como una mujer. Porque no se trata, en mi caso, de una ontología, no quiero jugar con el verbo ser, sino con el verbo estar. No es la radicalidad del sexo, sino de una representación, una inclusión de mi humanidad en uno de los cuerpos posibles que viene cargado con ciertas expectativas y desventajas. A veces se me olvida que estoy mujer, hasta que alguien me lo recuerda. Como cuando me preguntan acerca de mi relación con el movimiento feminista. ¿Para qué mentirles? es una no-relación. No hay relación. No me incluyo ni me excluyo. No soy feminista. No me siento culpable por no ser feminista en los términos que se me han impuesto para serlo. No es por falta de interés o por no compartir ciertas consignas, sino porque creo que los movimientos son mejores cuando se escapan de la identidad y de las demandas de la producción y se acercan más a la comunidad, a un estar-en común, mucho más cercano a una experiencia compartida que está localizada que a una definición abstracta del ser. Nancy decía que “El capital niega la comunidad porque coloca la identidad y la generalidad de la producción y de los productos antes que ella”. Desde mi trinchera, pienso que la primera resistencia es ante la ubicua lógica del capital. Para poder comenzar a estar juntas como mujeres, formando una comunidad que no se defina ya por las demasiadas identidades, los demasiados pronombres, las excesivas heridas narcisistas, la victimización incesante.
Si algo ha dejado en claro la pandemia es que somos átomas cada vez más aisladas, gracias a la lógica del capital, precisamente en los momentos en los que nos necesitamos más. Enfermas, aisladas, frente a las pantallas, vulnerables. Al mismo tiempo, este aislamiento ha dejado en claro que nuestras conexiones y vínculos son mucho más profundos e indestructibles que lo que quisieran quienes nos ven como un segmento del mercado, un problema a resolver, un género que incluir, una voz que acallar. ¿Cómo dejarnos estar mujeres y estar en común? Estar con, sin obligarnos a un tener que ser.
Bajo las cobijas, rendida, cuando ya no me queda ni una pizca de energía para seguir luchando y quisiera no levantarme cuando sale la luz. O con un traje y una corbata que hace que mis pechos parezcan aún más grandes, exponiendo teorías literarias complejas, impostando la voz, para ver si me toman en serio, frente a la audiencia. Da igual. Estoy mujer hoy, aquí, por ahora, junto con ustedes.
SOFÍA MORFIN JEAN
Este 8M quería escribir un texto lindo sobre ser mujer, sobre las cosas que me unen a las mujeres que han nutrido mi vida desde que nací. Este día es uno de emociones intensas, de escuchar historias terribles y enardecernos juntas por madres que buscan, por niñas embarazadas y agresores impunes, por una indiferencia sistémica. Hoy en la lucha es importante darnos amor para encontrar las fuerzas. Por eso quise escribir algo bello a lo que poder aferrarme para no sentir que este marzo me quedo sin aire.
Ser mujer es más que nuestra biología (hermosa, por cierto) y considero que también es mucho más que nuestra histórica disparidad social, aunque muchos de los comportamientos que nos hemos reapropiado tengan su origen en estas mismas injusticias.
Para mí es claro que una mujer puede ser de cualquier forma: fuerte y frágil, heroica y cobarde, tierna y cruel, chistosa, amargada, machista, atractiva y grotesca, una estúpida, una genia. A la hora de generalizar, que es el mal trago necesario para describir algo mayor a uno mismo, supongo que cada persona encontraría similitudes particulares para describir a las mujeres que le rodean, yo aquí pretendo homenajear a las mías. Claramente los adjetivos enlistados no sirven para una tarea así, porque lo que somos cambia por segundo y porque si todas mis conocidas fueran, por decir algo, extraordinarias o fuertes, viviría yo en una caricatura. Creo que el punto de encuentro está en las formas, que se adaptan y se heredan, de relacionarnos con el exterior. De las maneras particulares en que permeamos nuestro universo íntimo y personal hacia lo y los que nos rodean.
Nuestra comunicación, como una de nuestras formas que los hombres no entienden, se intenta denigrar bajo el título despectivo de chisme, de palabrerías sin consecuencia y a las que, de paso, siempre se puede poner en duda. Yo veo el chismorreo entre viejas como un método de comunicación superior, por su desnudez y porque basa su credibilidad en el valor intrínseco de quien lo comunica. Se asume la calidad de la información transmitida porque se conocen las intenciones y el corazón de quien lo dice. Las que hemos estado ahí, en un grupo íntimo de amigas o parientas, en lo que Alice Munro llama el mundo de las mujeres, sabemos por qué creen que estamos locas, si nos entendemos con miradas y sabemos cuándo algo va mal. Es la comprensión latente, la apertura, la confianza a veces automática y la absolución de antemano, porque también es un espacio dónde nos permitimos ser ruines, despellejarnos unas a otras para después seguirnos amando. Dinámica que, con sus sutilezas y malos momentos, yo nunca he visto representada en cine o televisión sin ridiculizaciones o inverosimilitudes.
Esto me hace pensar en otra constante: la percepción aguda que desarrolla una intuición que a veces parece sobrenatural. Hay algo de brujería en nosotras, en las madres que simplemente saben o en las amigas que es imposible engañar con una sonrisa acartonada. Esta es una particularidad largamente asociada a las mujeres y que creo tiene su raíz en la opresión misma, porque los sentidos se nos agudizaron para reconocer el peligro. Es un sentido arácnido al que todavía hay que echar mano para protegernos en situaciones de riesgo, o por desgracia en la vida diaria, pero que tiene también una cara generosa porque magnifica la empatía y facilita la comunicación con la gente vulnerable, y una cara práctica, porque nos ayuda a ir un paso adelante.
La última, polémica como las anteriores, es la pasión que reconozco en mis amigas, primas, tías y abuelas. En mi mamá ni se diga. Y esto, la enorme pasión que rige nuestras vidas, también nos lo han querido quitar de mil formas en el pasado: amarrándonos al matrimonio, negándonos los libros y los números, condenando a muerte nuestro adulterio, arrancándonos a nuestros hijos de las manos. Y sigue cada una persiguiendo con terquedad un deseo, un impulso vital que escapa la lógica. Ignorando de paso los ejemplos preventivos que intentaron imponernos novelistas milenarios con Anna Karenina o Madam Bovary, dibujándolas como mujeres frívolas y tontas, única posibilidad de la pasión femenina que se somete en exclusiva a la adoración de un hombre, o a la búsqueda de su pareja ideal. Cómo si no supiéramos que no existe. Igual buscamos, entusiastas. Y qué lindo es.
La pasión tiene tantas expresiones como mujeres existen. Con pasión Simone Weil sirvió a los pobres y Tina Modotti a la revolución, Joan Mitchell pintó hasta el agotamiento. Con apasionada furia, obvio descrita como neurosis por sus críticos, Sylvia Plath escribió los poemas más honestos de su siglo sobre la condición de la mujer. Con pasión unas cuidan de sus padres hasta enterrarlos y otras se enloquecen por sus hijos. Anaïs Nin pensaba que la pasión es la naturaleza definitoria de la mujer y dio rienda suelta a la suya intentando encapsular íntegro cada momento y cada emoción en sus diarios, en la que considero la pasión más femenina de todas: la vida misma con sus detalles y minucias. Se entregó, en palabras de Henry Miller a “un culto primitivo de la vida, a una adoración total.”
La ideología moderna cada vez admite menos la pasión como un modo válido de operar y con argumentos pedagógicos de peso, celebrando el balance y la moderación, clasificando de tóxico, obsesivo o codependiente todo aquello que desborda un razonamiento más bien masculino. Por eso se les escama la piel cuando ven tirados los monumentos en las calles, no saben que la pasión de muchas ahora está en revertirlo todo, en empezar de cero, y nada va a detenernos.
Este 8M quería escribir un texto lindo sobre ser mujer y cuando estaba terminándolo leí la noticia de los violadores de Palermo y lloré y quise quemar lo escrito. Me llené de una rabia, vieja conocida, que me asusta por su fiereza. Hoy añadimos a esta joven a los motivos para gritar y sigo sin explicarme ¿cómo se puede habitar un dolor que no nos pertenece? Cada 8M me acuerdo de que ya aprendimos cómo.
MARIANA MARTÍNEZ
La palabra “feminismo” me acompañó durante la mayor parte de mi vida, pero era solo eso, una palabra. No entendía el significado, no sabía ni me interesaba saber qué representaba; cuando las feministas se hacían presentes de cualquier manera, las observaba y me limitaba a juzgar. Me es difícil identificar el momento exacto en el que sentí interés por el movimiento, solo sé que a partir de ese interés, ya no hubo vuelta atrás.
Tenía sed, sed de responder todos mis “por qué”, sed de entendimiento, empatía, pero principalmente sed de furia. Me descubrí a mí misma buscando preguntas que me hacían rabiar, sentir coraje e impotencia porque ese era mi motor. La furia apagaba el miedo, la furia apagaba la conformidad, me impedía ignorar las “comodidades” con las que había crecido. Mientras más respuestas obtenía, más intensa era mi furia por cambiar las cosas.
Mi relación con el movimiento feminista se siente largo a pesar de haber iniciado hace pocos años, pero sé que con el feminismo descubrí la intensidad de mis propias emociones. Descubrí una empatía que jamás había experimentado, descubrí la paciencia, el amor a mis compañeras; con cada pérdida, con cada muestra de violencia hacia nosotras, llegué a sentir la tristeza más profunda, incluso una resignación desesperante.
Ser parte, considerarme parte, también me ha permitido descubrir mi propia fuerza. Ahora sé que no tengo miedo, sé que estoy dispuesta a poner mi cuerpo, mente y espíritu para defender a cualquier mujer que lo necesite, sin importar si la conozco o no. Esta red de apoyo que hemos construido se siente como un hogar, transmite paz y calma porque todas sabemos qué nos toca, contra qué nos enfrentamos, todas y cada una trabaja en sí misma para darnos la existencia que siempre hemos merecido.
Desde mi perspectiva, el movimiento se ha visto obligado a evolucionar de un modo que nadie se imaginó. Antes observábamos a nuestro entorno y podíamos identificar los signos de peligro con, por decirlo de algún modo, mayor facilidad. Ahora, salvar una vida requiere el doble de nuestra atención. Implica agudizar sentidos por si llegamos a escuchar golpes en la casa vecina, por si vemos que la violencia económica o psicológica de alguna ha aumentado. Es un momento peligroso para nosotras, las condiciones de los últimos años nos han hecho sentir mayor desesperación por rescatar a aquellas que sufren un infierno a puertas cerradas.
Es importante para nosotras encontrar el modo de ofrecer la mejor ayuda posible, acompañando, haciendo llamadas o visitas sorpresa, escuchando, denunciando. Muchas cosas de la vida cotidiana han cambiado, se han detenido, pero la violencia y la opresión siguen ahí, eso jamás descansará.
MARICARMEN ZAPATERO
Abrasar
El feminismo es un abrazo que me cobija en la incertidumbre de vivir en un país en el que ser mujer se siente como una amenaza y en dónde el miedo se vuelve parte de lo cotidiano.
Es la firmeza para señalar lo injusto y nombrar a todas las que nos faltan, un espacio que me llena de furia para gritar con brío y sentirme escuchada, que me da la fuerza para pelear por mis derechos y por los de todas las mujeres.
De bailar, cantar y celebrar nuestra libertad para seguir peleando, buscando, quemándolo todo. Es el sosiego entre la lucha, pero sobre todo es un espacio para acompañar y ser acompañada.
MARIANA GONZÁLEZ
I
F E M I N I S T A
es una palabra que me intimida y que pocas / nulas veces uso para identificarme. Siento que me faltan tantas cosas por trabajar y tantas conductas que tengo que desaprender que me sentiría una impostora si la usara como apellido.
Peeero, también siento que ha sido gracias a las pláticas de horas que he tenido con A. y con L.; gracias a que en mi primera marcha a la que acudí vi a M. gritar con tanta fuerza, gracias a la complicidad y acompañamiento implícito que se siente con lxs demxs; y en gran parte porque mi familia materna es un matriarcado en el que 3 generaciones hemos aprendido a querernos y a admirarnos y darnos fuerza entre nosotrxs, que me parece hasta cierto punto natural y necesario hacer lo que se pueda desde mi trinchera para denunciar y exigir lo que nos correspondería por el simple hecho de estar aquí.
Hacerlo por las que seguimos presentes, por las que injustamente ya no están y por las que vienen.
II
Mi primer marcha feminista fue unos días antes de que todo explotara. Luego todo fue encierro y pausa.
Sin embargo, siento que eso ayudó un poco a que, por lo menos en redes sociales, se hablara más de temas sumamente necesarios y muchas veces invisibilizados y, más aún, a que todxs nos enfocáramos en ellos sin pretexto. Todo era encierro pero, una vez más, aprendimos a adaptarnos. Lives, posteos y demás recursos digitales fueron herramientas súper útiles para seguir apoyándonos unxs a otrxs desde la distancia, para no sentirnos solxs.
Sé que suena muy romántico todo y, probablemente si yo me escuchara diría: ¡ay por favor!, pero el hecho de ver o leer que otrxs están pasando o sienten lo mismo que tú, hace que no te sientas como unx locx (que bueno, tal parece que nosotrxs siempre hemos sido eso: unxs locxs).
III
Uish. Creo que ya se ha hablado mucho del tema porque todos los casos de desigualdad, más allá del género, se hicieron muy evidentes.
Por una parte, desde el día 1 se encrudeció la violencia dentro del hogar. Las víctimas tenían que convivir con sus agresores 24/7 sin tener ninguna salida aparente. Y ya llevamos 2 años así. Es una situación preocupante y que nos llena de impotencia a todxs.
Y por otro lado, un asunto que me llena de enojo, la verdad, es que después de añísimos de avances científicos, luego de añísimos de estar pidiendo que se nos considere y se nos haga parte de, resulta que las vacunas fueron, una vez más, hechas para personas no menstruantes. Me refiero a que los efectos secundarios en las personas que sangramos fueron, una vez más, ignorados. Obviamente, es preferible ponerse la vacuna y salvar tu vida; obviamente entiendo que la investigación y producción de las vacunas fueron hechas en situación de emergencia por toda la crisis sanitaria, pero me parece absurdo que no se le haya pasado por la cabeza a nadie pensar en los posibles efectos, muchas veces alarmantes, que podían tener las dosis en las personas menstruantes.
Creo que no hay ejemplo más claro de que, como siempre, éste siempre ha sido y sigue siendo un mundo de hombres y que aún queda mucho por luchar.
IV
Tits Up.
ISABEL DEL VALLE
¿Cómo ha sido tu relación con el movimiento feminista?
Empecé a adentrarme en el feminismo en la universidad, gracias a una clase llamada “Problemas del México actual” que impartía Alicia Hopkins Moreno (quien publicó hace unos años en Tierra Adentro un análisis excelente de Teoría King Kong). En esas sesiones, Alicia nos llevó a repensar las problemáticas de nuestro país y el papel de las luchas sociales en ellas. Las causas sociales, las violencias que vivimos en México y la desigualdad siempre han sido asuntos cercanos a mi corazón, pero realmente nunca había pensado en el feminismo y en mi posición específica como mujer frente a las problemáticas que cientos de otras mujeres viven en este país.
Claro que sabía de nuestras desigualdades, del machismo, de la violencia sexual y había sido víctima, tristemente como todas, de acoso en el transporte público, la calle e incluso en la escuela. Todo eso me dolía, pero era un dolor callado que no encontraba aún su cauce. Pensaba que todo eso era algo que se tenía que vivir por haber nacido mujer y mexicana. Qué tonto, ya sé. El feminismo me abrió los ojos. Fue para mí ver por primera vez que no solo no estaba sola, sino que muchas mujeres querían cambiar la forma en la que vivimos. Que muchas mujeres también se indignaban, se dolían y sentían rabia por las muertas, las desaparecidas y todas las personas que no han logrado alcanzar su potencial por el hecho de haber nacido mujeres. De ahí fue un camino lleno de lecturas, aprendizaje y también desaprendizaje.
¿Cómo consideras que se encuentra la lucha feminista después de la pandemia y qué problemáticas crees que se hicieron más evidentes en este contexto?
Creo que está más viva que nunca. Claro que ha sido difícil no podernos juntar como antes o tener duda de si salir o no a marchar por temor al contagio. Pero como todo, la lucha se ha adaptado, quizás ahora ha sido una lucha menos ruidosa, más tranquila, pero igual de potente y filosa.
Por otro lado, ese no poder salir tanto, no poder juntarse tanto ha alienado a muchas personas y mediáticamente puede dar la idea de que ya no hay movimiento feminista. Ese es el problema que he visto entre las personas que no están inmersas en esto. Pareciera que si no gritan, entonces las colectivas ya no existen. Y no falta el comentario de, ¿y dónde están las feministas en esto? Pues igual que todo el mundo, en casa, repensando la lucha, encontrando maneras de estar cerca estando lejos. Intentando influir en las personas con las que nos quedamos encerradas. Luchando, más que nunca, desde nuestras propias trincheras.
Gracias a esto, al menos en mi caso, tejí redes de apoyo más estrechas con mis amigas y juntas empezamos a sanar desde la escucha, la ternura radical. Siempre me ha enojado la gente que dice que las luchas son solo individuales, que mientras uno cambie ya cambia al mundo.
Las luchas son primero individuales, claro que sí, pero cuando uno cambia tiene que influir en los demás y quizás eso es lo que ha permitido la pandemia. Influir de forma más cercana, más estrecha. Tejiendo redes y acompañándonos entre todas porque muchas se han quedado encerradas con sus agresores y en esos casos, un oído atento, alguien que te ama y está dispuesta a abrir su casa puede hacer toda la diferencia.
XÓCHITL OLIVERA
YO EXISTIENDO
El feminismo nos atraviesa la vida en dos unidades de medida esenciales: tiempo y dolor. Es un proceso largo, retador y que constantemente nos confronta con todo lo que creemos verdadero. Nos obliga a abrir los ojos al tiempo que damos la espalda a todo aquello que ya no nutre, que hiere o que coarta. Nos cuesta vínculos, espacios, decisiones y cambios drásticos. De cierta forma se trata de matar a la que fuimos en un momento: de reconocer que ya no podemos esa que tolera chistes, que se queda callada por agradar, que resiste a costa de todo, que no pone límites o no se va de los lugares donde no puede existir para sí misma. Las muertes siempre duelen. Pero en algún punto nos marca un parteaguas, un nuevo lugar en dónde comenzar, y nos conduce hacia dentro de nosotras, a un centro en el que nos encontramos con todas las demás. Así renacemos en el derecho de existir en lugares que antes no sentíamos nuestros, entre otras como nosotras, más despiertas, más conscientes, más acompañadas y, por lo tanto, mucho más fuertes.
No me asumí feminista antes de abandonar la vida que tuve, entre un montón de hombres que, después de mucho trabajo, lágrimas silenciosas y resistencia, me validaban y me dejaban existir entre ellos pero no como ellos. Sin embargo, el proceso para hacerlo comenzó ahí, cuando me di cuenta de que por más que me esforzara y superara sus pruebas en realidad yo no era como ellos, pero igual me esmeraba en parecerlo porque quería sentir que merecía un lugar en su mundo, en el que debía equilibrar mis habilidades de manipulación hacia mis subordinados, el respeto, mesura y autocontrol hacia mis jefes, la cantidad de veces que sonreía o me reía en un turno para que me creyeran motivada y no coqueta y que no se notara que, por comodidad, había dejado de usar brasier y bajo el uniforme andaba igual que ellos. No me alcanzan los dedos de las manos para contar las veces que, en plena crisis de operación de algún proceso, en tanto mis decisiones o indicaciones eran cuestionadas sin falta, alguien se me acercó al oído y me dijo: “Se nota que tienes frío, ¿eh?”. Me había acostumbrado a esta y otras actitudes, y siempre respondía a la ligera: güey, tú también y nadie te dice nada. Ahora me asquea pensar que siempre me lo decían mecánicos, operadores, electricistas, trabajadores sindicalizados al menos quince años mayores que yo. Me asquea reconocer que en ese momento no me quejé y lo dejé pasar, porque haberme indignado hubiera sido no aguantar vara, no poder pagar el precio por tener un lugar entre ellos, en donde ninguna como yo entraba con facilidad.
Las crisis son expansiones de consciencia en potencia. Una crisis me obligó a cambiar de vida. De un día para otro le dije a mi jefe inmediato: me voy en cuanto elijas a quien va a tomar mi lugar. Nadie pensó que mi renuncia fuera lógica, y lo que me quedó de tiempo en la empresa consistió en un interminable desfile por un montón de oficinas; entrevistas con personal de relaciones industriales, de producción, del sindicato, porque quizá pensaban que la siguiente persona que me preguntara indagaría lo suficiente para determinar la causa verdadera y precisa de mi decisión. Mi gerente fue quien más se acercó cuando, en una entrevista, con la cara bañada en las lágrimas que me había aguantado por años, dije: ya no puedo, de verdad ya no puedo con tener que estar escondiendo todo lo que me hace mujer, con tener que andar como robot, como si nada me afectara, como si no menstruara, como si no me molestaran los comentarios sobre mi personalidad, mi ropa o la forma de mi cuerpo. Él se detuvo un momento más: “Pero tengo entendido que toda tu vida profesional has estado en ambientes así”. Y en ese momento, conforme formulaba mi respuesta, por fin entendí la única razón de todo aquello: sí, pero el hecho de que las cosas sean de una manera no significa que así tengan que ser siempre. Tuve miedo. Y en muchas formas me sentí vencida, porque fui yo quien tuvo que abandonar la seguridad de un pago quincenal, un bono de utilidades y un aguinaldo. Yo sola y no ellos, que eran quienes habían tomado mi tiempo, el poco conocimiento que se me reconoció, mi entusiasmo, ímpetu y empeño para hacer las cosas que me correspondían. Pero entre más despojada de todo eso me asumía, me daba cuenta de que quedaba dentro de mí un espacio cada vez mayor. Un espacio que me sentía capaz de llenar a través de la reconstrucción de mí misma, lo que quería y lo que podría hacer en adelante.
Claro que no contaba con que al año siguiente el mundo empezaría a colapsar. Con que los ahorros se terminarían y cada vez sería más difícil ganar dinero. A riesgo de romantizar mi propio proceso dentro del feminismo, la pandemia se me presentó como un reto económico y al mismo tiempo como una enorme oportunidad en la virtualidad. Una sola recomendación que hizo Lola Ancira de mí, de mi trabajo, me abrió tantas puertas que aún me siguen llevando a las personas correctas, a los espacios donde soy bienvenida, en los que no tengo que reprimirme o achicarme para existir. Porque una vez que asumí el dolor y lo acepté como medio para una transformación, me atreví a mirar con ojos nuevos: a buscarme entre mis compañeras, a encontrarme en sus inquietudes y experiencias de vida, a narrarme en colectivo. A entender la escritura como mi forma de conectar con ellas que no son otras, sino yo misma existiendo en otras realidades.