Tierra Adentro
Ilustración realizada por Karina Janis
Ilustración realizada por Karina Janis

Si el monumento se dedica al héroe, 

el sujeto de la memoria es el caído, el derrotado”.

Georgina Cebey, Arquitectura del fracaso, 2017.

I

12 de octubre: la fecha que inauguró la invasión colonial. La data en que la historia oficial principia el mal llamado “descubrimiento de América1”, resultado de una invención del pensamiento occidental, como apuntó Edmundo O’gorman2. Pero no es la fecha en sí la trascendencia del acontecimiento, sino su repercusión en el presente. De ser el “Día de la Raza”, decretada así por Venustiano Carranza en 1917 en el contexto mexicano, pasó a ser el “Día de la Resistencia”, no por decreto oficial3, sino por el pronunciamiento de los pueblos originarios de Latinoamérica y el Caribe, en recordatorio de que nunca hubo “conquista”, sino despojo y exterminio. 

531 años transcurridos desde aquel primer día. Varias narrativas se han erigido para celebrar “la hazaña”: calles, monumentos y parques que llevan el nombre del colonizador, como si fuera algo digno de reconocer. Pero lo que hay detrás de cada gesto conmemorativo se encuentra lo verdaderamente trascendental: la palabra y sabiduría de los pueblos originarios y afrodescendientes que, desde entonces, han batallado por abatir las creencias, prácticas, discursos e imaginarios que promueven el racismo, la discriminación y la muerte. Han buscado reescribir la historia, sacar a la luz la indignación e injusticia que en más de cinco siglos ha lacerado la existencia plena de los pueblos. Cada 12 de octubre es el día que nada se festeja, pero en el que se declara que, por fortuna, seguimos aquí: la herencia viva de nuestra estirpe pretérita que jamás permitió el vencimiento. Éste es en sí mismo el gesto más profundo que hoy nos toca continuar.

II

Un monumento es la grafía esculpida de una historia, cuyo sentido se sostiene en los relatos que legitiman su existencia. Se edifica el rostro, el cuerpo y el nombre de lo que se pretende perpetuar y perdurar en los nuevos escenarios del presente. Hay algunos que logran trascender y se convierten en referentes que ilustran lo memorable del hecho como el “Monumento a los Niños Héroes”, el “Monumento de Juárez” y el “Monumento al General Ignacio Zaragoza”. Hay un androcentrismo en cada efigie que dicta la manera en que las cosas deben recordarse. Pero el recordatorio se mantiene a través de narrativas oficiales que promueven una parte de la historia.

Es el caso de los monumentos de Cristóbal Colón y Hernán Cortés que se enaltecen por encima de la invasión y el genocidio promovido, al reconocerlos como los precursores de la “herencia española” que corre en nuestra sangre, en nuestros apellidos. Son esfinges que ocultan el verdadero rostro de la “proeza”, de los hitos fundacionales. Su remoción ha sido posible, pero el sentido está en quién lo ha hecho. Hace apenas dos años que la estatua de Colón fue destituida por el gobierno de la Ciudad de México, para colocar un monumento al que llamarán Tlalli. La sustitución no cambia el fondo de la historia. Mientras que en 1992, hombres y mujeres tseltales, tsotsiles, ch’oles y tojol-ab’ales, pertenecientes al Ejército Zapatista de Liberación Nacional, destruyeron el monumento de Diego de Mazariegos, en la ciudad de San Cristóbal de Las Casas, 500 años después de la invasión. No cambió el pasado, pero sí la historia reciente a través de la reivindicación de los pueblos.

Pero los monumentos no solo funcionan como narrativas de la historia oficial, sino como memoria insurgente. En la Plaza de la Independencia en Concepción, Chile, se encuentra la estatua de Toqui Lautaro, guerrero mapuche, que se sublevó contra la monarquía española en el siglo XVI. Su proeza se recuerda en la Nación Wallmapu. En la Plaza de Caracato, en el departamento de La Paz, Bolivia, se encuentra la efigie de Bartolina Sisa, guerrera Aymara, que luchó por los derechos de las mujeres y contra el colonialismo en el siglo XVIII. Hoy es parte de las consignas de lucha. En el Parque Los Andes, en Buenos Aires, Argentina, se encuentra el monumento al Indio Americano que representa a tres pueblos andinos: diaguitas, kollas y huarpes. Si bien no hace alusión a un personaje en particular, procura la presencia de los pueblos originarios que existen en dicho país: atacama, chané, charrúa, chorote, chulupí, comechingón, duaguita, guaraní, guaycurú, huarpe, iogys, kolla, lune, mapuche, tehuelche, mocoví, ocloya, omaguaca, pilagá, quechua, sanavirón, selk’nam, tapiete, tastil, tehuelche, tillán, toba, tonokoté, vilela y wichí. Estos monumentos edificados son el contrapeso de los espacios donde se enaltecen a personajes que representan el sometimiento. Su representación es una forma simbólica de decir ¡Aquí seguimos!

Así como existen monumentos que parecen inmunes al olvido, también hay otros que no sostienen el objetivo de la permanencia. Hay estelas que padecen de amnesia, bustos que nadie reconoce y rostros que nadie ve. La efigie se diluye en el paisaje de lo cotidiano: entre semáforos, carteles, puestos de tacos y grandes edificios que opacan su sitio en la calle, el parque y corredor en que permanece inmóvil. Es el caso del “Monumento al perro callejero”, “La cabeza maya” o “El monumento a la Madre”. Hay por cada olvido una imagen, su símbolo y advenimiento se desvanece, y con ella su historia. Entonces transmuta y encarna el abandono. 

Es cierto que no todo olvido es voluntario, también es infundido por quienes rechazan la memoria popular. El “Monumento a la artesana de Amatenango”, construido en San Cristóbal de Las Casas, es una evidencia de ello. La edificación fue un intento por enaltecer el oficio de las mujeres alfareras tseltales de Amatenango. Sin embargo, para la sociedad coleta no representaba más que la invasión de un jardín colonial. Esa negación suscitó el desconocimiento de las razones que llevaron a construirla. Hoy, después de veinte años de habitar el lugar otorgado, nadie sabe qué representa ni quién lo realizó. No hay una fuente oficial que fundamente su ser. Ahora, la escultura sirve de sombra para el recorrido diario de los transeúntes que por ratos se detienen a descansar.

Pero el monumento es tan solo la facción de lo que se desdeña, es lo visible de lo invisibilizado, pues pocas personas reconocen a los que están detrás de cada edificación. Allí empieza el primer eslabón de los olvidados. Pienso en mi difunto bisabuelo Nicolás y en su oficio de laudero. Pienso en sus manos y en el tiempo invertido en cada retrato realizado para sostener la memoria de su pueblo. Por encargo de las mayordomías construyó “El monolito a los músicos de Tenejapa” en 1945, estaba en un rincón del centro del pueblo, pero fue removido veinte años después porque nadie sabía qué simbolizaba. En su lugar cimentaron un quiosco que también fue destruido para extender las dimensiones de la plazuela, donde actualmente ponen el escenario de los grupos musicales que tocan en cada fiesta patronal. Hay monumentos que están hechos para destruirse, para sobrescribir en ellos las necesidades de una autoridad ávida de aprobación. Solo las personas más ancianas recuerdan aquel monolito y hombre que hoy simplemente no existe.

En contraparte, hay monumentos desafortunados que fueron erigidos en donde no debían. De allí el dicho “que ningún profeta es aceptado en su propia tierra”. La escultura de Jacinto Canek es la prueba del rechazo. La historia del personaje se remonta al año 1761 cuando se rebeló contra el dominio español en Mérida. Luchó por la liberación del pueblo maya, pero fue fusilado en la plazuela de Cisteil. Dos siglos después, en conmemoración de su hazaña, edificaron un monumento en Yucatán. Fue una representación producto de un imaginario, al no contar con alguna fotografía o retrato que revelara sus verdaderas facciones. La edificación demuestra que fue hecha sin el más mínimo aprecio a su historia. En el 2019 el ayuntamiento de Mérida lanzó una convocatoria para remover dicha estatua, según para realzar la “cultura yucateca” con un monumento moderno, pero lo que se revela entrelíneas es que Jacinto Canek pretende ser destituido porque no es acorde a la estética del espacio ni a la gentrificación de la ciudad. Importa más la remodelación con fines atractivos, que sostener la memoria de los caídos. 

Una premisa de todo monumento es que no necesariamente es memorable. Hay personajes, sustancias y situaciones dignas de admirarse y, sin embargo, no hay ritual ni ceremonia que reivindique la epopeya. Pertenecen al orden de lo desconocido, de lo innombrable, de lo que aparenta ser intranscendental. Pienso en la mayúscula existencia de las abejas, lo que aportan para el sostenimiento del mundo y su ecosistema. Pienso en los ojos de agua y su paulatina escasez. Pienso en las cosas elementales para nuestra subsistencia, pero, aun cuando sean imprescindibles, no hay monumentos que honre lo que aportan. No es extrapolar las hazañas humanas con las de otras especies, porque no son semejantes. Esto se debe a su propia condición, pues, al pertenecer al orden de lo etéreo, no hay modo de hacerlos aprehensibles en el espacio público. Lo único que nos queda es admirarlos y revertir su extinción. Los mayas prehispánicos lo sabían, por eso representaban a sus dioses con cuerpos zoomorfos y transespecies. Era el modo de mantenerlos vivos en cada cerámica, estela y edificio.

No hay efigie que rescate las cosas del olvido ni que garantice su permanencia. Entonces surge lo que en los pueblos tseltales denominan sp’ijilal o’tanil: la sabiduría del corazón, que es la base para el sostenimiento de toda memoria. Una memoria que no necesita de monumentos ni de escombros, sino de la voluntad de recordar el devenir de lo que somos. 

  1. Se denominó América en referencia a Américo Vespucio, el primer europeo que pisó tierras en lo que se denominó como “El Nuevo Mundo”.
  2. O’gorman, Edmundo, La invención de América, México, FCE, 2016, p.14
  3. En algunos países del Sur de América los gobiernos han cambiado el nombre para reivindicar la lucha de los pueblos, como en Argentina donde se llama “Día de la Diversidad Cultural Americana”; en Bolivia, “Día de la Descolonización en el Estado Plurinacional de Bolivia”; en Costa Rica, “Día de las Culturas”, por mencionar algunas.