Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mildreth Reyes
Ilustración realizada por Mildreth Reyes

El anciano doctor Nandino despierta en la madrugada, consiguió quedarse dormido temprano. Esa dificultad para conciliar el sueño que lo acompaña todas las noches no se hizo presente, ni tampoco la somnolencia, esa batalla porque el cuerpo responda y vuelva a ponerse en movimiento. Está despierto y salvo por la opresión en la entrepierna, y que todavía no amanece, se sentiría bien; con aquella energía de cuarenta años antes en la que despertaba sin problemas y estaba listo para irse al hospital Juárez, aunque hubiera dormido unas cuantas horas luego de haber salido con sus amigos. Pero, esa molestia ¿No es acaso una erección? Trata de hacer memoria, pero la modorra y el tiempo, no le permiten recordar cuándo fue la última vez que tuvo aquel milagro. Piensa en darse placer, quizá la última jalada que pueda hacerse, honrar una vez más los cuerpos deseados, pero no está seguro cuánto durará el prodigio. Y apenas se aferra a la erección esta comienza a desvanecerse.

Piensa en contarle a Salvador aquel prodigio. Ahorita le llamo, se dice. Pero recuerda que hace años su amigo murió. Sus amigos de juventud han partido. Siente tan grande la cama en la que está acostado, tan sola.

Se levanta lentamente. El cuerpo que tantos placeres le proporcionó ¿Cuándo empezó a ser una carga? Camina hacia el baño y aguarda frente a la taza para que el chorro de orina salga. No soy más que un viejo, piensa. Y la memoria le trae, no sabe si como premio de consolación o como un castigo por seguir viviendo, la imagen de un joven que vio la tarde anterior, un joven al que deseo besar, al que deseo abrazar y poseer, un joven que ni siquiera lo volteó a ver.

Longevidad maldita:

llamarada helada,

tantálico averno

de concupiscencia rezagada.

Toda belleza humana

aún despierta la esperanza

de gozarla,

y vivo y me desvivo

eyaculando:

solo orgasmos de lágrimas.

Hablar de un poeta de la talla de Elías Nandino no es sencillo, para comenzar tiene una abundante obra —con 43 libros publicados en vida— y fue parte de un grupo que definió el rumbo de la poesía durante el siglo XX —y también de la vida cultural, sin dejar de lado la participación de algunos de los Contemporáneos en la política nacional—. A tres décadas de su muerte es innegable el impacto, su obra sigue siendo leída y estudiada, el premio que lleva su nombre se sigue otorgando a jóvenes poetas —es uno de los galardones de poesía con mayor antigüedad de nuestro país—. El doctor Nandino nació en Cocula, Jalisco, el 19 de abril de 1900 y falleció en Guadalajara el 2 de octubre del 93, en su dilatada vida escribió mucho y fomentó largas amistades —los ya mencionados contemporáneos, pero también de gente más joven a la que llegó a publicar en las revistas que dirigió cuando en otros sitios no se les publicaba, como Monsiváis, Pacheco, Pitol o Poniatowska; o que enseñó en sus talleres, sobre todo en sus últimos años en Guadalajara—.

Erotismo al rojo blanco fue publicado en 1983 por editorial Domés con un prólogo de Carlos Monsiváis. Un libro en el que la voz poética de Nandino se sinceraba, un anciano reconoce tener deseo sexual y se lamenta de no ser capaz de concretarlo; no solo eso: es el deseo de un anciano por un joven en una época en la que las expresiones no heteronormativas apenas empezaban a mostrarse  en público sin temor a la represión —la primera marcha a favor de la liberación de lesbianas y homosexuales fue en 1978 y un año después se publicó El vampiro de la colonia Roma—. Además de los poemas escritos en torno a 1979 en los que la voz poética ahonda sobre el encuentro con un joven, el libro incluye poemas de otros periodos de la labor creativa de Nandino que profundizan en el deseo y en el tema erótico.

Nandino no fue el primer poeta en México que dedicó poemas al deseo homosexual, antes de él ya algunos de los poetas modernistas habían explorado en unos cuantos de sus poemas el tema de lo normativo, ahí está ‘Andrógino’ de Amado Nervo o ‘El beso de Safo’ de Efrén Rebolledo. Y, aunque en algunos de sus libros llegó a tocar el tema, fue de manera sutil, casi velada. Sus amigos de generación también abordaron en su poesía el deseo homosexual, así, por ejemplo, con su humor ácido y certero Salvador Novo llegó a incluir en su autobiografía —La estatua de sal, publicado en 1979— una sección con poesía con ese tema; pero Novo, aunque sabía que su homosexualidad era conocida por propios y por extraños, no publicó esa obra en vida; también es posible leer homoerotismo en alguno de los poemas de Xavier Villaurrutia o de Carlos Pellicer. En cambio, Nandino decidió dar a la imprenta, y pedirle a Monsiváis que lo prologue, el libro con el que reconocía su orientación sexual y su deseo, todo en el cuerpo de un viejo octogenario.

Desde que empezaron a publicarse en los años 1920 el grupo que terminó siendo conocido como los Contemporáneos, no porque una de las revistas que hicieron donde se habló de la homosexualidad, sino de todo el grupo de algunos de sus miembros; sobre todo, porque con sus aspiraciones universalistas se oponían a los escritores que abogaban por una literatura que reflejara el México de la Revolución, del que estaba surgiendo el nuevo hombre: el mexicano. Y esos jóvenes de costumbres dudosas, que leían en francés, recomendaban la lectura de Proust y estaban al tanto de las vanguardias cruzando el Atlántico, lejos estaban del ideal del nuevo hombre que se suponía había forjado de la Revolución. Y a pesar de las críticas y los cuestionamientos el grupo sin grupo logró construir su obra y ser parte de la vida cultural del país y de la política—Torres Bodet llegó a ser secretario de Educación Pública, de Relaciones Exteriores e incluso el segundo director de la UNESCO; José Gorostiza también estuvo al frente de Relaciones Exteriores—.

En el prólogo Carlos Monsiváis señala:

En la vejez, un poeta se expone como no pudo haberlo hecho en la juventud o en la madurez, en abierta preferencia por los “vicios limpios, a las “Virtudes sucias”. Defensa y contraataque, lamentación y cántico de la arrogancia. Erotismo al rojo blanco es el riesgo final de una vida.

El anciano doctor Elías deambula por la casa en la que ahora vive, ve las repisas de libros, las cajas con manuscritos que se han ido acumulando. No deja de preguntarse qué será de todo eso cuando él parta, momento que sabe cercano. De los amigos de cuando llegó a la Ciudad de México, en aquella convulsa década del 1910, no queda ninguno. Carlos se fue hace qué, ¿tres, cuatro? No, se contesta, cinco años ya. Salvador hace más tiempo todavía. Piensa en aquel hombre amanerado, en los peluquines y los anillos que tanto le gustaba usar, en la exaltación con la que se expresaba que a nadie quedaba duda sobre su orientación. Y la vergüenza que aquel aparato que usaba su amigo, que al mismo tiempo mostraba quien era sin necesidad de que lo dijera e intentaba ocultar los estragos de la edad, lo hizo sonreír. Sombras, piensa. Sigue deambulando en su estudio, da con una caja con manuscritos. Poemas de diversas épocas, pero con el homoerotismo como hilo conductor, algunos ya han sido publicados, recuerda uno a uno en los libros en los que los publicó, en los que pasaron casi inadvertidos. Pero el deseo desde el que surgieron sigue en pie, treinta, cuarenta, cincuenta años después de haberlos compuesto. El deseo más no la herramienta, que esa ya no se para para nada, piensa socarronamente. Y ahí, entre aquellos cartapacios un manuscrito que está seguro nunca ha llegado a la imprenta. Son los poemas de un último amor, los poemas de una pasión que tuvo la oportunidad de volver a experimentar unos años antes, cuando casi alcanzaba los ochenta —él y el siglo—.

.

Ojalá y en una

de tantas dilapidantes noches

feneciéramos juntos,

en el instante exacto

del carnal orgasmo.

Tendríamos, así,

la rara dicha

de expirar trabados,

traspazados,

izando y usando

las mismas armas para matarnos.

El doctor Nandino disfruta la Ciudad de México. A su tierra viaja poco, visita a su madre, a pesar de los levantados que en su natal Jalisco andan por los cerros al grito de ‘Viva Cristo Rey’. Prefiere la ciudad porque en la capital puede ejercer su profesión a su gusto, a la medicina la llegará a considerar su esposa, mientras que a su otra pasión la considera su amante: la poesía; puede convivir con sus amigos y, sobre todo, le es más fácil, en el anonimato que otorga la urbe ejercer sus furtivos amores.

Puede encontrarse con los jóvenes que salen de las cantinas y a quienes, con un poco de plática y un poco de humor —sabe que sacándoles una sonrisa están a dos pasos de su cama— puede llevárselos y encontrar la satisfacción al deseo que lo atosiga. No juzga su deseo, lo acepta; qué los censores se preocupen de si es una desviación o un pecado, él, mientras, buscará un anillo para su dedo.

A tientas

en su fondo palpo

un inasible

vello casi sueño…

Parece

que ando cerca

de las puertas del cielo.

El merodeo prosigue

y después

de subidas y bajadas,

bajadas y subidas,

doy con algo

inédito y matrero.

—¡Hallazgo afortunado

que al fin me queda

como anillo al dedo!

La poesía de Erotismo al rojo blanco es la obra de un poeta afilado en su oficio, de ahí que no solo el deseo sea fundamental a ella —a fin de cuentas, desde el título apunta a ello— sino el sentido del humor. Nandino conoce las posibilidades de la lengua y entre ellas está la del albur, así que hace parecer inevitable que este se muestre en los poemas; no es casual que una de las partes en las que se divide el libro se titule ‘Alburemas 1982’, baste la número III como muestra:

Es que hace tanto tiempo

de la última vez,

que ahora, francamente,

ya no sé qué escoger.

En estos pequeños poemas Nandino invoca los dobles sentidos, pero también los juegos de palabras, haciendo que estas composiciones enroquen, dada su concisión, con los refranes, los refranes particulares eróticos del poeta-médico:

XIV

Si le sigues haciendo

al mar muerto,

yo me paro

y le haré al mar ido.

La mayoría de los poemas comparten el homoerotismo como su centro y junto a él la risa, un poeta que sabe divertirse y que quiere divertir a quien lo lea. De ahí que no tema mostrarse tal cual es, hablar de su vejez e impotencia enfrentadas al deseo.

VII

Como todo se agota

y ya no puedo hacer nada:

ahora cojo flores

sin desflorarlas.

X

¡Dura! Pero no dura.

Al obligarla a entrar

se derrumba

y queda sobre los muslos

Insepulta.

—Ahora solo son

fuegos fatuos

de mi extinta lujuria.

La vejez es vista en estos versos como pocas veces lo es en la poesía: la voz poética se reconoce disminuida y hasta capaz de hacer mofa de esa disminución. A ese respecto Monsiváis apunta: Nandino se dedica a algo insólito en nuestras letras: una lúcida y dramática indagación de los poderes menguantes de la vejez

En ‘Poema prefacio’ se resume la visión que esa la voz poética que Nandino construye para este libro —y que preexistía en poemas de periodos anteriores—, un poema confesional que sirve de punto de entrada al libro y a las pasiones que le dan forma:

No me importa

cómo juzguen mi vida,

yo traté de vivirla

haciendo estrictamente

lo que ella apetecía.

No hubo deseo

tentación o capricho

que no le realizara

con eficaz esmero.

Y fuera lo que fuera

al tiempo de cumplirlo

lo transformé en ensueño.

Por ella fui lascivo

y no he dejado puro

ni un poro de mi cuerpo.

Fue tal mi apego

a los desmanes

de su carnal orgía,

que a mis ochenta y dos años

de su infierno en ruinas

aún estoy creando mi poesía.

Porque en ese verso final radica la esencia de esta obra de Nandino, no es el deseo —o las problemáticas que este genera cuando surge de un cuerpo envejecido— sino la poesía la que hace resurgir el encuentro, la que torna las ascuas en hoguera; la voz poética se sabe envejecida y, a cada paso, imposibilitada de concretar lo que el ansía del mismo cuerpo le pide, pero es a través del poema que se transfigura y llega al único orgasmo que le es posible tener, en la página.

Mi ocaso se apenumbra

y casi veo

agolparse las sombras

que deberán

borrarme para siempre.

Déjame estar en ti, contigo,

para que me defiendas

de las leyes de la gravedad,

de la grave edad,

que sin descanso tratan

de restituirme al seno de la tierra.

  Las palabras, como los dedos de la voz poética de Nocturno a tientas, consiguen lo que el cuerpo ya no le es posible, concretar el deseo, darle forma y extraer de él la satisfacción que antes le era tan prodigiosamente dada.

A oscuras, yacentes

en el mismo lecho,

somos brasas despiertas

que vigilan

 el pulso de sus lumbres.

Me animo y aventuro

mi mano por su cuerpo:

voy encontrando

laderas y llanuras,

asomo de pezones

y un par

de lomas redondas

que un precipicio

aparta

haciendo entre las dos

una cañada.

El viejo doctor lee aquellas líneas, aquellos juegos de palabras, esos albures y el deseo todo mezclado con las confesiones sobre el derrumbe que le ha significado la vejez. Si lo guarda puede ser que nunca vea la imprenta ese libro, por lo menos en vida. Es tiempo, piensa. Es tiempo, se vuelve decir. Evoca aquel último cuerpo en su cama, aquellas caricias y la desesperación de los besos, el ansía de las manos. Se sonríe y dice para sí: ¿Por qué guardármelo solo para mí?