Tierra Adentro
Ilustración en la portada de "Farenheit 451" de Ray Bradbury, 1953. Edición del 60 aniversario por Simon & Schuster.
Ilustración en la portada de “Farenheit 451” de Ray Bradbury, 1953. Edición del 60 aniversario por Simon & Schuster.

Esther Marie Moberg, de origen sueco, llegó a Estados Unidos a la temprana edad de dos años a bordo de un vapor en el que sus padres habían partido de Estocolmo para buscar trabajo en el sector minero a finales del siglo XIX. Se casó el 8 de agosto de 1914 con Leonard Spaulding Bradbury en Waukegan, perteneciente al condado de Lake (Illinois), en Chicago. Primero nacieron los gemelos Leonard y Samuel en 1916, luego Ray Douglas en 1920, y finalmente Elizabeth en 1926, aunque solo viviría un año a causa de una neumonía atípica, destino fatal de los Bradbury desde 1918, cuando Samuel murió víctima de una epidemia de gripe. Sus dos hijos, “Skip” y “Shorty”, apelativos familiares para Leonard y Ray, crecieron en la costa occidental del lago Michigan, el primero apasionado por el deporte, el segundo, por los libros.

“Shorty” devoró los cuentos de Edgar Allan Poe que su tía Neva, apenas diez años mayor que él, le traía de la biblioteca Carnegie de Waukegan. Comenzó a coleccionar historietas y revistas pulp que abonaron su imaginación e inocularon en su escritura el germen de lo fantástico como primera inspiración literaria. En una entrevista concedida al Charlotte Observer el 12 de octubre de 1997, Ray Bradbury ofreció una lista de aquellos libros de su infancia en Illinois. Leyó El jorobado de Notre Dame, El fantasma de la ópera, todos los cómics de Buck Rogers y Edgar Rice Burroughs, los libros de Tarzán, los de Oz, King Kong, a H.G. Wells y a Julio Verne.

Apenas cumplió los doce años, sus padres le regalaron una máquina de escribir de juguete para acompañar su talento literario. Su infancia estuvo cargada de metáforas. En los modestos anaqueles de su pueblo natal, el pequeño “Shorty” encontró un invernadero de ideas. Ray Douglas habitó desde niño un espacio fundacional para su lenguaje en la biblioteca, otro para su imaginación en los libros, y uno más para su creatividad en los relatos de ciencia ficción y de corte fantástico. “Merodeaba por la biblioteca de Waukegan buscando nuevos títulos de Verne, de Stevenson y de Wells. La biblioteca fue un invernadero en el que yo, como una planta realmente extraña, crecí y generé una explosión de semillas”.

Aquí hay un oxímoron: el fuego y la biblioteca. Como si anticipara la distopía de Ray Bradbury, en noviembre de 1947 Aldous Huxley escribió “If My Library Burned Tonight”, un ensayo en el que el autor de Brave New World (1932) propone una idea bastante aproximada de lo que sería Fahrenheit 451 (1953) apenas unos años después. La naturaleza de la catástrofe: “Ingresar en la coraza de una habitación apreciada y encontrarla vacía, excepto por una gruesa capa de ceniza que una vez fue la literatura favorita de uno: el solo pensarlo es tétrico”. A Huxley finalmente lo que le preocupaba era el contenido del libro, no su forma, ni su fecha, ni el número en sus solapas, hasta que su biblioteca ardió la noche del 12 de mayo de 1961, con la mayoría de sus libros, gran parte de su epistolario y varios manuscritos.

En el posfacio a la edición de febrero de 1993, Ray Bradbury describe la génesis de Fahrenheit 451 como un pequeño arsenal de juegos pirotécnicos: “Cinco petardos y luego una explosión”. Cinco relatos cortos, escritos durante un periodo de dos o tres años, convencieron a Bradbury de invertir nueve dólares y medio en monedas de diez centavos para alquilar una máquina de escribir en el sótano de la biblioteca. “Bonfire”, “Bright Phoenix”, “The Exiles”, “Usher II” y “The Fireman”, todos ellos relatos atravesados por el fuego y la biblioteca, fueron los precursores alquímicos de la novela que Bradbury terminó en tan solo nueve días y medio kilo de monedas durante una primavera de mediados del siglo pasado.

Ray vivía con Marguerite y sus dos hijas en Venice, California, y había escrito la mayoría de sus relatos en el garaje de la casa durante los últimos diez años, por lo menos desde 1941. Entre las labores de padre de familia y las cuentas por pagar, Bradbury se vio en la necesidad de buscar un lugar —que no fuera un despacho u oficina, porque tampoco podía costeárselo— para escribir. Ese mediodía de 1950, vagabundeando por el campus de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), hasta los oídos del escritor llegó el sonido de un tecleo desde las profundidades y fue a investigar. 

Caminó hasta la Biblioteca Powell de la UCLA y descubrió, con un gritito de emoción, que efectivamente había una sala de mecanografía en el sótano. Allí estaban ordenadas en hileras una docena de viejas Remington o Underwood que se alquilaban por diez centavos la media hora. Insertó la moneda, el reloj comenzó con un tictac desquiciado y tecleó durante horas en una máquina de escribir por tiempo limitado. Terminó “The Fireman”, la chispa esencial de Fahrenheit 451, por nueve dólares y ochenta centavos, en monedas de diez:

Entre la inversión de centavos y la demencia cuando se me atascaba la máquina (¡porque allí se me iba mi precioso tiempo!) y el vértigo de folios en el artefacto, yo andaba por los pasillos, entre los estantes, perdido de amor, tocando libros, sacando volúmenes, volviendo páginas, devolviendo volúmenes a su sitio, ahogado en las buenas materias que son la esencia de la biblioteca. ¡Qué lugar, ¿no creen?, para escribir una novela sobre la quema de libros en el Futuro!

Ray Bradbury entonces llamó al departamento de bomberos de Los Ángeles y preguntó a qué temperatura ardía el papel. Alguien le contestó que a 451 grados Fahrenheit —233 grados Celsius, aproximadamente— y al escritor no le importó si era cierto. Así tituló su novela y a Guy Montag, su protagonista, lo imaginó como un bombero en cuyo mundo, en lugar de apagar incendios, los provocan. Queman las páginas, reprimen la lectura y, en cierta medida, condicionan la experiencia de la realidad. Cuando alguien denuncia a otro por antisocial o raro y en su casa se descubren libros, Montag tiene que rociarlos con queroseno y prenderles fuego. En eso consiste la labor del departamento de bomberos y el Sabueso Mecánico, entrenado para rastrear disidentes que aún lean en esta distopía en la que los libros están prohibidos. 

“Yo no escribir Fahrenheit 451, él me escribió a mí”, aseguró Ray Bradbury casi a finales del milenio, cuando la novela y su estatus de escritor de ciencia ficción ya había excedido incluso las fronteras de un fandom que los arropa como pilares del género. Bradbury sabía que Hitler quemó libros en Alemania en 1934 y tenía noticia de los cerilleros y yesqueros de Stalin, además de los tres incendios de la biblioteca de Alejandría, de los que se enteró a los nueve años y se echó a llorar. Su diez veces tatarabuela, Mary Bradbury, escapó de la hoguera en la caza de brujas en Salem a finales del siglo XVII. 

¿Cuál fue la inspiración de Ray Bradbury, la chispa que detonó en su mente la distopía piromaníaca en que finalmente se convirtió “The Fireman”? Hipérboles, metáforas y símiles sobre fuego, imprentas y papiros, por su puesto, conforman el fósforo que encendió la hoguera que es Fahrenheit 451. Luego de ser rechazado por la mayoría de las revistas especializadas en el género, “The Fireman” se publicó en febrero de 1951 en Galaxy con apenas 25,000 palabras mientras que, a petición de los editores, Fahrenheit 451 finalmente apareció con el doble de dígitos en la revista Playboy durante el invierno de 1953 a 1954. 

Fahrenheit 451 acogió a los libros en su trama, los volvió personajes principales en una historia de amor sobre ellos mismos y además leyó el otro lado de la página, frente a las palabras: los lectores. En estos relatos pirómanos de Ray Bradbury, cada persona que lee encuentra su nombre entre la tinta chamuscada por el queroseno, ¿qué libro salvaríamos del fuego? Si todas las bibliotecas del mundo ardieran esta noche —o en las subsecuentes de aquí al Futuro y hasta que se quemen todos los libros—, no solo el planeta se sumiría en un silencio abismal, rotundo e infranqueable, sino que, el mundo sería un lugar mucho más oscuro, incluso a pesar del fuego. 

Hasta que algunx de nosotrxs grite en medio de las llamas: “¡Rocíenme con queroseno, pásenme la antorcha!”.