Entrevista con Tedi López Mills
“La política impone dogmas y la poesía también”, nos dice Tedi López Mills, quien a la par de la escritura poética y la prosa, el ensayo y la traducción, arriesga siempre con el lenguaje en cada nueva entrega, como en su más reciente libro publicado en Almadía: Amigo del perro cojo.
En el Libro de las explicaciones hablas de lo que parece ser un ritual iniciático que parte de una profunda lectura de James Joyce y su Retrato del artista adolescente. Cuéntanos acerca de tu primer encuentro con la literatura.
Quizá lo más complicado de tu pregunta sea el peligro de ceder a la reinvención: el impulso de convertir ese primer encuentro en un tiempo fijo y luminoso en el que se gestó una identidad literaria. Luego rodear el encuentro de un aura artística que, de repente, incluyó también la escritura… Pero no fue así aunque lo haya sido después, cuando aprendí a recordarme literariamente y a describir la historia como si yo hubiera sabido desde un inicio cuál iba a ser su desenlace.
Entonces, ¿cómo contarla? En mi recuerdo más austero siempre estoy leyendo: novelas de Nancy Drew y los Bobbsey Twins, comics, libros infantiles cuyos títulos he olvidado, revistas, cualquier cosa que cayera en mis manos y me robara la atención, me distrajera y acortara la duración de las tardes: esas horas extrañas entre las cuatro y las seis que me parecían un tramo difícil porque el contenido de mi cabeza adquiría un peso que no le correspondía a mi cantidad de conciencia.
Con el libro de Joyce sucedió algo completamente distinto, una identificación con Stephen Dedalus que considero ahora iniciática, como bien dices, pero que desde otro punto de vista, el de la normalidad, podría definirse como patológica. Ayudada por la disciplina que caracteriza mi funcionalidad o disfuncionalidad, construí una máquina del tiempo (virtual, claro) y me encerré en ella pensando que, si todo iba bien, me transportaría al Dublín y al cuerpo de Dedalus. Me convencí por medio de la relectura constante del libro de que yo era en realidad ese personaje y de que, por algún desliz terrible, había aparecido en el D.F. y en el cuerpo de Tedi. No sé cuánto tiempo duró el hechizo. Por habilidades que ya no poseo, siempre pude manejarme en los dos mundos, el de Dedalus y el de Tedi, sin que se notara demasiado mi metamorfosis. Cambié de vestimenta, me dejé de ver en el espejo, abandoné a mis amigas y me impuse un silencio estricto. Sin embargo, poco a poco mi vida doble comenzó a atemorizarme: el control ya no estaba de mi lado, sino del otro. Fue cuando emprendí el regreso hasta acá.
En alguna ocasión declaraste que imitarte a ti misma es lo que menos te interesa. Tu construcción literaria se caracteriza por un tono único en el que conjugas diversos estilos; cada uno de tus libros es un acercamiento a mundos en los que la técnica y los estilos son diferentes, incluso se contraponen. Muerte en la rúa Augusta, que se perfila a ser un libro definitivo en el panorama de la poesía mexicana contemporánea, es retado por el, más reciente, híbrido Libro de las explicaciones, que se desarrolla en un escenario ambiguo de la autobiografía y sus posibilidades. ¿Por qué estar siempre al margen de la propia escritura?
Creo que tiene que ver con el odio. No imitarme es menos una regla estética que una condición de mi autoescarnio. Me cuesta un trabajo enorme siquiera hojear un libro mío anterior al que estoy escribiendo, quizá por eso le rehúyo tanto a las lecturas públicas: detesto oír lo que escribí. Sé que suena dramático, pero no lo es. Tiene su chiste cultivar los recovecos, las imágenes opacas o rotas, las voces casi inaudibles. Es un buen recurso (o engaño) para postergar cualquier definición.
Por otra parte, no quisiera profesionalizarme en un avatar poético que acabaré perfeccionando y representando en diversos foros. Los foros me asustan. La amenaza de mi vanidad en los foros me asusta; que mis opiniones, incluso las negativas, quizá íntimas y torpes, se conviertan en un espectáculo muy bien dominado que iré repitiendo como un discurso automático aquí o allá o, peor aún, a solas.
Mi conflicto no es moral. Y de ningún modo me siento a salvo. De eso me doy cuenta cuando de repente me gusta algo que pienso y lo pulo, y te lo digo a ti y luego a alguien más… Son pocas las opciones y, a la larga, todas se convierten en trampas, incluso la de callarse, pues se corre la voz.
Hasta ahora mi solución ha sido borrar en mi cabeza lo anterior y concebir sólo la existencia de lo que estoy escribiendo. De todas maneras, haga lo que haga, el estilo equivale ya a un recurso de la memoria.
Hablemos un poco de constantes temáticas en tu escritura. Dos que me intrigan: tu padre, ese ser insólito en el Libro de las explicaciones que es a la vez el jardinero Jaime de Muerte en la rúa Augusta, y la cuestión de la otredad en poemas como “Nada nuevo”; esa otredad que aparece como una expansión verbal siempre enigmática en Parafrasear y que es un ejercicio lúdico en “El nombre impropio” del Libro de las explicaciones. ¿Puedes platicarnos más acerca de esta transfiguración de ciertas obsesiones, inquietudes e incluso hábitos a lo largo de tu obra?
Mi padre no es tanto una obsesión como una historia o muchas historias: sus propios padres, sus tres hermanos con destinos tremendos o simplemente tristes, su modo de cortejar el éxito por medio de pequeños escándalos que sólo fuimos notando sus hijos.
Aún vivo rodeada de sus cuadros, sus dibujos, los bocetos de algunos de sus proyectos. Mi padre fue el caso clásico de quien decide que la meta fundamental es la originalidad, la iconoclastia, y sacrifica todo por conseguirlas. Lo malo es que nunca hubo suficientes testigos.
En cuanto a la otredad, recuerdo una tarde (entre las cuatro y las seis), a principios de mi adolescencia, en que estaba en mi recámara esperando a que pasara el tiempo y me cayó encima con nitidez la certeza de que yo era nadie; no en términos patéticos, sino personales, circunstanciales.
¿No es así para todo el mundo: un instante extraño en que uno se sorprende con el “individuo” que vive adentro de la cabeza y desde la orilla se reconoce: “mira, soy yo y tampoco lo soy”? O también tú o ellos. Hasta donde se pueda con la retórica de la otredad que posee una tradición que incluso ya tiene algo de moneda de cambio. He ahí su defecto. Si no hay mejor cosa, uno saca a su otro.
En el Libro de las explicaciones escribes: “Un viaje oculta otro viaje. Cómo saber cuál es el verdadero y cuál es el que fabrica el recuerdo”. Muerte en la rúa Augusta también surge a partir de un viaje (a Lisboa) y algunos poemas de Amigo del perro cojo son vivencias relacionadas con viajes (Costa Rica, Turquía). Los recuerdos son los que nos hacen viajar, no el viaje en sí mismo. Ahondemos más en el contraviaje como paradigma de tu escritura.
Hace poco encontré una cita perfecta de Séneca, encajada en otra cita: “A un melancólico que se quejaba de haber obtenido pocas ventajas de sus viajes, Séneca le respondió: ‘No me sorprende: viajas contigo mismo’”. Se trata precisamente de eso. Están los que saben viajar o fluir y los que no sabemos: los pares y los nones. Del lado de los nones el movimiento suele ser titubeante o trunco; en el de los pares la concordancia de tiempos y actos parece exacta.
Cuando camino por una calle así me veo: ahí va una non. Y me cambio de banqueta. Pero he aprendido a acomodarme en el contraviaje y a veces, con suerte, logro provocar el remedo de una experiencia.
El escritor inglés Evelyn Waugh, en alguno de sus libros de viajes, declaró que era esencial viajar con los propios prejuicios; yo añadiría que también con la incapacidad para dar un paso hacia delante sin estar pensando ya obsesivamente en el regreso.
Una de las mayores virtudes del Libro de las explicaciones es el registro tan variado que alcanzas. Te planteas cuestiones dolorosas como la muerte de los padres, nos regalas momentos divertidísimos al indagar en los celos. Platícanos sobre el proceso creativo de este libro en el que tus expectativas, entendidas como un despliegue de temas personales, se convierten en una fecunda experiencia literaria.
Hice una lista de los temas que me tocaba explicar más a menudo, comenzando por el más obvio: mi nombre. No escribí los textos o ensayos o lo que sean en el orden que tienen en el libro, sino según mi propia inclinación. Cada uno fue variando conforme a la explicación más reciente de alguno de esos temas.
No por haber escrito el libro he dejado de explicar; supongo que la explicación es la cara más sociable de la culpa. Recientemente me tocó explicar o desmenuzar lo morboso del ensayo personal. Y no lo hice bien.
En Muerte en la rúa Augusta nos topamos con un poema novelado. La voz narrativa se ha hecho más contundente en tus libros recientes. En el Libro de las explicaciones, por ejemplo, persiste el carácter narrativo y has comentado que el poemario Amigo del perro cojo empezó como un cuento. ¿Podemos esperar un libro de cuentos tuyo?
No sé. Es muy posible que el procedimiento se repita: un cuento que se desvíe hacia el poema o el ensayo. En 2013 escribí un libro aún inédito que se titula La invención de un diario; es prosa que está a punto de ahogarse en una poesía ya imposibilitada por la narrativa. Y es también lo que dice: la invención de un diario. Puedo imaginarme huyendo de la poesía hacia la prosa perpetuamente. Es una forma de quedarse en la poesía pero sin derechos de permanencia. Varias veces he llegado a la conclusión de que no tengo alma de poeta, así que cambiar de máscara no me perturba.
En “La saga del Señor”, de Parafrasear, la cadencia se determina por la vacilación, como si la política te colocara en una posición incómoda. En el Libro de las explicaciones y Amigo del perro cojo hay un acercamiento mucho más irónico, incluso morboso, al régimen político y al activismo. ¿Ese cambio de tono es una decisión personal o contextual?
La política mexicana es absolutamente incómoda. Acercarse es quemarse, lastimarse. La ironía puede servir como disfraz y el activismo también; la dificultad de establecer una zona clara lo convierte a uno en cínico o cómplice. Hay numerosos casos (las famosas cartas con abajo firmantes, por ejemplo) en que el deseo auténtico de participar o protestar lo coloca a uno del lado del error o el horror.
Un amigo filósofo me comentó hace tiempo que la incongruencia mexicana (estar afuera y adentro del Estado: el ogro filantrópico, para citar a Paz) había salvado al país de la dictadura. Puede ser. Pero la incongruencia no deja de ser una molestia, una verdad a medias con la que uno se acostumbra a convivir sin que sea por eso aceptable.
Hace siete años, en el blog de Las Afinidades Electivas/Las Elecciones Afectivas México declaraste “Sólo a veces: suspensión de la incredulidad”, como poética. En el Libro de las explicaciones enuncias una actualización de eso: “Ahora toca tejer metáforas con cadáveres y mutilados y decapitados y secuestrados y desmembrados. (…) Si no las exhibimos, allá afuera se dirá de nosotros que somos indiferentes. Eso lo he leído en los periódicos y en los suplementos. Eso claman los líderes de aquí y de allá”. Eso también lo exigen los críticos literarios y es común que más de uno se considere activista si retuitea o comparte la noticia incómoda en su muro de Facebook. ¿Cuál es el poema político que te interesa escribir?
Los escribí en Parafrasear, “La saga del Señor”, y en mi libro recién publicado, Amigo del perro cojo: “Democracia”. Y hay política en La invención de un diario. ¿Cómo evitarla?
La política impone dogmas y la poesía también; la mezcla puede ser nociva. La popularidad y el populismo poéticos se retroalimentan hasta convencerse de que son necesarios; si el resultado es una fama que contradice las convicciones políticas iniciales, se puede compensar con más actos de solidaridad y más firmas.
Además de caracterizarte por lo propositivo de tu poesía, también has realizado potentes traducciones como Autobiografía de Rojo, de Anne Carson, o Matrices de viento y de sombra de Gustaf Sobin. ¿Cómo ha influido la traducción en tu escritura?
Sin duda lo que traduzco influye en lo que escribo, aunque la influencia más fuerte es la lectura: soy ave rapaz en ese sentido, hasta depredadora.
No soy una traductora tan constante como Pura López Colomé, José Luis Rivas, Pedro Serrano y un largo etcétera. La época en que más traduje fue cuando entré a trabajar al Fondo de Cultura Económica y colaboré con La Gaceta y luego, años después, cuando fui jefa de redacción de La Gaceta. Traducía poemas para cada número. Por ahí andan sueltos en los números de la revista.
Este año he traducido Iluminaciones de Rimbaud. Sé que ya las han traducido varios poetas al español —Cintio Vitier, Marco Antonio Campos, Jorge Esquinca, entre otros—; sé también que mi versión no llegará al meollo de esos poemas en prosa, por llamarlos de algún modo: poemas-nudo, digamos, poemas tan trabados con su visión que no te dejan ver. Mi propuesta es rodear mi traducción con anillos divergentes: mis propias pesquisas alrededor de esa figura elusiva, siempre en tránsito, que fue Rimbaud. Conforme avanzo en el asunto me descubro más incapaz: de ese tamaño es el fantasma de Rimbaud.