El hijo raro
No necesito añadir que el varón que se permite ser padre a los cincuenta y
cuatro años se merece todo lo que le sucede.
Raymond Chandler
Descubrí mi escritorio para encontrar la agenda. No quería confirmar la hora de mi próxima cita ni tampoco recordar cuál era el nombre del cliente. Deseaba la sencilla satisfacción provocada, después de tanto tiempo desocupado, por una sola mancha de letras en el calendario: “11 a.m. Ernesto Cosío”.
Iba a limpiar, arreglar de alguna manera mi despacho en honor al trabajo, mas desistí. La habitación principal del departamento, esa que uso como oficina, era un basurero. Me pregunté qué había hecho en las últimas semanas para convertir mi lugar de trabajo en un muladar; lamenté mi tabaquismo, por las colillas esparcidas, y el silencio, desconozco por qué. No podía hacer nada con la basura que simbolizaba mi situación. Acaso disimularla. Si la coyuntura iba a ser diferente después de aquella cita, si iba a convertirme en un sujeto ocupado, debía comenzar por ser honesto conmigo y provocar el cambio. Llevé mi escritorio, que es también comedor, a veces cama, frente a la puerta principal. Que el horizonte de oportunidades fuera tan amplio como mi estancia. Cerré el cuarto sucio.
El señor Cosío tocó la puerta; fue puntual. Pido a mis clientes que lo sean, eso me hace parecer un sujeto ocupado. Es una paradoja del sistema: en los negocios, sin importar cuáles sean, una persona abrumada vale por dos. A la gente le gusta ser desatendida. Sentirse despreciado provoca supuestos como el siguiente: “Si el tipo me apresura, si el tipo dedicará a mi asunto las sobras de su tiempo, debe ser un profesional”.
—Buenas tardes, señor Cosío.
Le pedí con un gesto que pusiera su cuerpo delgado —qué hombre tan flaco vi— en la silla cómoda, con respaldo firme, que tenía enfrente. Ahí pongo a mis clientes para consentirlos; es el único asiento de su clase que poseo. Fue una inversión. Ahí como, ahí me siento a pensar y ahí paso las horas frente a la ventana en espera de una llamada telefónica. Antes de que alguien llegue, desplazo esa silla al lugar del cliente y me siento en un banquito de cocina ruin que venía incluido con la renta del despacho. Mientras dura la entrevista, procuro no levantarme y mantengo las piernas cerradas para disimular la pobreza que tengo debajo de las nalgas. Lo hago así: llega el cliente, abro parcialmente la puerta y le digo, asomando las narices, que me dé unos segundos. Luego entro, me siento, finjo estar terminando una llamada, calculo veinte segundos, y digo: “Pase adelante, señor”. El señor, o señora, generalmente señora, y no haré conjeturas al respecto, se sienta cómodamente y yo me quedo con el vil banquito atascado a la mitad del fundillo; he engordado últimamente. Como es natural, durante la entrevista tengo prisa por levantarme. La urgencia se transmite de forma inconsciente al cliente, quien, como es natural también, piensa que tengo prisa de pasar a otros asuntos, diferentes a los suyos y, sin duda, más interesantes. Pero está muy cómodo en mi silla y preferiría no levantarse; si por él o ella fuera, podría quedarse todo el día y, para permanecer sentado otro rato, se convence de que su asunto es más importante y urgente de lo que había imaginado. No atará cabos, como yo, y por permanecer allí, el muy huevón o huevona estará dispuesto a pagar lo que le pida. Yo pienso en todo.
El señor Cosío era un hombre muy viejo; las mejillas le llegaban a la mitad del cuello. Era un bulldog molesto, por algo que ya descubriría, y confundido: no debía agradarle pedirme ayuda. Para conocerlo, para evitar que fuera a morderme y para saber qué tipo de persona era, realicé una pregunta sencilla. Mi pregunta de apertura protocolaria.
—Dígame: ¿a qué se dedica, señor Cosío? —Siempre “señor Cosío”. Que la gente se sienta respetada.
Algunos, los más ricos y los más pobres, pensarán que mi pregunta introductoria es realmente un estudio socioeconómico, que después de ella sabré cuánto habré de cobrarles. Otros creerán que es una interrogante sencilla para el registro, como si —¡por el amor de Dios!— llevara uno. Habrá quien piense que lo hago para romper el hielo. Los más paranoicos considerarán que los he investigado ya, que un detective privado tiene omnipresencia y que sólo deseo conocer si son el tipo de gente que dice la verdad. Los inseguros, mis favoritos, contestan de manera rápida y agradable para provocar mi empatía y yo, casi siempre, sentiré lástima por ellos, un tipo de lástima especial que se acerca con disimulo a la empatía que quieren provocarme: un círculo perfecto. Los desconfiados responden generalidades, del tipo: “me dedico a la construcción”. Nadie me pregunta por qué quiero saberlo y ninguno miente. Debe ser muy extraño eso de estar sentado frente a un detective privado para que investigue algo por ellos, para inmiscuirse en la vida de alguien más por su incapacidad para pensar. Nadie miente o contesta con preguntas ante los panoramas enrarecidos, y el día que alguien lo haga sabré que la persona frente a mí ha sido enviada para vengarse de esas cosas que suelo hacer porque me pagan para hacerlas.
El señor Cosío fue de otro tipo: el soberbio. El tipo más fácil de leer. Un soberbio jamás querrá saber si su mujer lo engaña: nadie puede ser mejor, piensan. Hasta por el sexo esporádico, acaso inexistente, la señora debe estar agradecida. Si el señor Cosío —y los suyos— llegan a casa y encuentran a un tipo despeinado saliendo del baño, creerán que es el primo tercero de cuya visita se olvidaron y le dirán, con actitud muy digna, incluso engreída: “Buenas tardes”. Es una desgracia: suelen casarse en segundas nupcias con mujeres extraordinariamente jóvenes y dispuestas a copular con el primero que se ofrezca: si los soberbios contrataran detectives privados para descubrir las travesuras de sus señoras, yo tendría más trabajo.
Los soberbios, cuando sonríen, lo hacen levantando un poco la barbilla para poder condescender —y nunca regalar— una sonrisa. Para ellos, una gracia ajena nunca es lo suficientemente satisfactoria. Ese fue el gesto de mi cliente antes de contestarme. Era historiador y se dedicaba a la docencia en una universidad pública. No estaba frente a mí, lo supuse, para saber si algún colega iba ganarle la plaza de profesor emérito. Los soberbios ya son eméritos y no necesitan autoridades que los invistan: sus fracasos son producidos por la envidia ajena y sus victorias llevan la naturalidad de los respiros.
Esta clase de personas no suelen contratar detectives privados para casi nada porque, consideran, son capaces de resolver cualquier asunto por sus propios medios. En caso contrario, si la incógnita los supera, el problema es “irresoluble”. Un soberbio sólo acudirá a pedir asesoría profesional de este tipo cuando aquello que quiere saber sea poco digno de ser investigado por ellos mismos. Es como perder las llaves en el bote basura y pedirle a la empleada doméstica que las encuentre. Si son jóvenes, las probabilidades se multiplican; pueden alegar “falta de tiempo”. El señor Cosío, no obstante, era viejo y profesor universitario. A todos ellos, eméritos o no, les sobra el tiempo.
Hay otro factor que ponderar en la respuesta “soy profesor”. En algún momento de su vida, mi cliente debió dedicarse a la investigación en su ramo. Investigar el pasado, vidas ajenas o células madre, es muy parecido: cualquier estudioso, hasta un sociólogo, y con eso lo digo todo, se apega a los principios del método científico experimental. Y desprecio la vejez bastante poco. Si un historiador anciano se acerca a mí, debo descartar todo aquello que sea fácilmente deducible. Y en este caso, por las conjeturas mencionadas, el universo de lo fácilmente deducible se restringía a una sola posibilidad: el señor Cosío, un bulldog que con el paso del tiempo no había hecho más que afilarse los colmillos, debía estar frente a un asunto doloroso; por eso necesitaba el auxilio de alguien más. No quería vivir la agonía de un cáncer hasta la resolución del acertijo: pedía la bofetada servida en la mesa sin quimioterapias de por medio.
—¿Va a preguntarme algo más? —Resulta normal que si mis figuraciones no llegan a un destino pronto, el cliente llegue a desesperarse. Y allí estábamos los dos viéndonos con la misma curiosidad y desprecio con el que se mira un herpes labial: ¿cuáles serían sus conclusiones sobre mí?
—¿Quiere agua? —No se lo pregunté por amabilidad. Sólo quería descartar que el señor Cosío hubiera llegado hasta mí porque necesitara el movimiento ajeno, que supliera sus piernas; con los viejos nunca debe desecharse aquello que conlleve desplazamientos.
Contestó que no, pero aun así tomé la jarra que tenía frente a mí y serví dos vasos. Evito el whisky en las mañanas para no convertirme en un enorme lugar común. Incluso últimamente he pensado en salir a correr por las mañanas.
—No es necesario, no quiero —comentó mientras servía el segundo vaso.
—Si no quiere, no beba —respondí, justo cuando acercaba el recipiente hasta el borde de la mesa, procurando no dejar a la vista el famoso banco, de manera deliberada.
Cuando volví a mi lugar golpeé el escritorio con el vientre un poco, sólo un poco; fingí un accidente, fingí torpeza, con esta barriga resulta muy fácil, y el vaso comenzó su caída hacia las piernas de mi cliente. Lo sostuvo en el aire, como lo esperaba. A ese hombre sólo podían caérsele las mejillas: estaba en buena forma.
—¡Carajo! —gritó al levantarse. Tenía los muslos mojados.
Le pedí perdón, le dije que el baño estaba detrás de la segunda puerta, que allí podía limpiarse si así lo necesitaba, había toallas limpias —mentí—, que disculpara mi torpeza, que sólo quería ser amable y era un protocolo ofrecer agua a cualquiera porque todo el mundo quiere agua del mismo modo que niega quererla. Se fue al baño blasfemando. Parecía inteligente: debió intuir que toda la parafernalia del vaso había sido premeditada. En todo caso, tenía unos segundos para lucubrar qué demonios hacía el señor Cosío en mi despacho. Adivinar la consternación de un cliente es parte de mi trabajo: digamos que ese ritual justifica mis honorarios.
Si era historiador, el asunto debía tener cierta complejidad. Podía ser algo sencillo sólo en caso de que le doliera indagarlo. Si era soberbio, no había un vínculo sexual entre él y la persona que necesitaba pesquisar. La duda, supuse, debía ceñirse a un familiar con quien mi cliente no tenía relaciones sexuales.
Regresó del baño exigiéndome toallas limpias con la mirada. Era agua, por dios, debía secarse de manera eventual. Ahora podía interrogarlo en forma: sorprenderlo, retomar mi posición dominante. Tomé la agenda, fingí que repasaba algo y le pregunté si el asunto que lo tenía frente a mí era de índole familiar.
—Los viejos sólo se preocupan de sus familias: ¿qué otra cosa si no? —habló sin demasiada aspereza, sin regaño de por medio; lo dijo, digamos, con presunción de ingenio.
Me quedaban dos posibilidades: un hermano, tal vez primo, estafador, o un hijo sobre el cual reposaba una duda seria. Decidí arriesgarme: un viejo académico no tiene suficiente dinero como para invertirlo. Y si lo tuviera, esperaría a que fuera Navidad para arreglarlo; son rencores que se heredan y encuentran en esa forma injusta de sublevación el beneficio de los padres; pueden morir tranquilos: ya los vengarán. Si no era alguien de su generación, si no era la mujer, el problema debía estar relacionado con alguno de sus hijos. Y con los hijos mayores de veinticinco años, tal vez treinta, sólo se tienen problemas de dinero. El vínculo está roto y al padre sólo le queda decir:
“Allá tú”. El señor Cosío era soberbio y, de manera muy probable, había tenido un matrimonio con alguna jovencita: debía tener hijos menores. Y como nadie pone a un detective privado a investigar a un niño, el hijo o hija que mi cliente deseaba escrutar debía ser un adolescente.
—Déjeme adivinar, señor Cosío: usted tiene problemas con alguno de sus hijos. Intuyo que debe ser joven. Lo suficiente como para que quiera seguir sus pasos.
El gesto de mi cliente: los ojos abiertos, el levantamiento de la boca y, por consiguiente, el levantamiento de las mejillas, rectificó mi supuesto.
—¿Cómo sabe? —preguntó ofendido.
Dos posibilidades: hombre o mujer. Pensé en una palabra, sonó un claxon desde la calle: carro. Masculino. Hombre.
—No lo sé, lo intuyo: su hijo es varón.
—¿Qué sabe usted de mi hijo? —Una reacción como esa era predecible: el enojo esconde al desconcierto.
Podía ser un tema relacionado con las drogas o podía ser un tema relacionado con el sexo: era su culpa por tener hijos tan viejo. Las generaciones y las costumbres cambian y no hay cerebro, por más intelectual que se presuma, capaz de ceder a los cambios de valores. Imaginé que tiraba una moneda al aire y tuve ganas de perder. El señor Cosío debía tranquilizarse para, una vez sorprendido, poder recuperar la confianza. Águila igual a sexo; sol igual a drogas. El sol entraba por la ventana y supongo que por eso lo imaginé resplandeciente hasta caer en mi mano en forma de ficha.
—¿Drogas?
—No. No lo creo. Me parece improbable. Es un chico muy… casero. A veces sale, pero…
Si el joven era un embarazador serial, el señor Cosío habría estado orgulloso. El tema era sexo, sí, pero uno de sus aspectos: la sexualidad. Había ido a verme por una razón sencilla: averiguar si su hijo era homosexual. Si mi cliente hubiera tomado con mayor aprecio mis deducciones, si en vez de molestarse por ellas se hubiera limitado a admirarlas, le habría facilitado las cosas. No es fácil decir lo que el señor Cosío había ido a decirme. Debía avergonzarle dudar sobre su hijo y debía de avergonzarle que la presunta homosexualidad de su hijo lo avergonzara.
—Bueno —dije orgulloso—. ¿En qué puedo ayudarlo? —Si hubiera estado sentado en la misma silla que él, me habría echado hacia atrás sonriente, incluso hubiera puesto los pies encima del escritorio para escucharlo. Estaba en el banco de cocina que venía con el despacho, tensaba la espalda para no jorobarme, y la expresión de mi cara no fue complementada por la del cuerpo.
—En parte, sólo en parte, vine a conocer mejor a mi hijo —respondió con la mitad de los sonidos atorados entre los dientes.
Un detective privado debía ser la mejor vía para acercarse a un hijo y conocerlo. ¿Por qué no había tenido clientes tan sensatos como el señor Cosío antes? Sobraría trabajo en tiempos de internet. Me había gustado, también, su manera de precisar: “En parte, sólo en parte”. Era tan cercano a “sólo una parte” que es igual a “sólo una de sus características”. Casi sentí lástima por el muchacho. Debía ser, como cualquier persona, alguien complejo, y ahí teníamos a su padre a punto de pedirme que lo acotara a sólo un aspecto.
—Sí, claro —dije.
—Hay algo que me preocupa. Me ocupa, mejor dicho, y eso me tiene aquí.
Basta. Incluso una persona desocupada como yo puede impacientarse en momentos así. O me dedicaba a esperar, con crueldad innecesaria, a que el señor Cosío se atreviera a decirme lo que temía, o lo ayudaba, y me ayudaba, acelerando las cosas.
Decidí ayudarnos.
—Bien. Como pesquisa es igual a deseo, los que nos dedicamos a esto debemos averiguar algo muy importante. Usted tiene una duda y ganas de resolverla. Pero, sobre todo, tiene ganas de una respuesta específica. Yo, al final de la investigación, si averiguo algo, estaré en el deber de decirle, a cambio de mis honorarios: sí, su duda es legítima; o no, su duda es infundada. Le daré pruebas que lo sustenten, etcétera. Ahora, bien: si el resultado es contrario a sus deseos, no va a hacerle nada a su hijo, ¿verdad?
—No lo entiendo…
—No quiere entenderme, señor Cosío. Seré muy esquemático, disculpe usted mi atrevimiento. Digamos, sólo digamos, que viene a pedirme que investigue si su hijo es homosexual. Supongamos, sólo supongamos, que usted prefiere que su hijo no lo sea. Si al final de mis pesquisas resulta que sí, que vi a su hijo de la mano con un muchachito en la Zona Rosa, usted no le hará nada, ¿verdad? Ni a él ni al muchachito, claro está. Es una cuestión de ética, no se ofenda, a todo el mundo se lo pregunto sin importar las dudas que los traigan aquí. Algunos entienden a la primera y a otros hay que hacerlos comprender con ejemplos didácticos. En cualquier caso, si hay odio de por medio, suspendo la investigación.
—Desde luego que no, no. No le voy a hacer nada a nadie. Pero cómo fregados sabe…
—Usted puede hacer todas las suposiciones que quiera, asumir las falsas, y salir por la puerta que está atrás. O puede aceptar, como debe, que vino con la persona correcta.
—¿Cómo supo? —La incredulidad, de esa manera, deviene en admiración. Me sentí como un mago.
—Me lo dijo usted, señor Cosío: me lo dijo usted.
La duda pasa a estar sobre el cliente y su desconcierto es tan grande que no le queda más que calcular cuánto dinero lleva en la cartera. El señor Cosío, detrás de sus mejillas inmensas, había dejado de preguntarse si yo era un embustero. Ahora sólo se preguntaba si su sueldo de maestro universitario iba a alcanzar para pagarme.
Sí, mi trabajo puede ser inmoral. Pero lo único que me impide dormir por las noches es el golpe final. Cuando dejo de ser un pensador y me convierto en cualquier personal de ventas; por lo menos, ya lo verán, en un vendedor altamente efectivo. Alargo una mano codiciosa a la camisa del cliente, la sujeto, y atraigo la compra con todo y cliente. Y lo hago de una manera muy sencilla: trato de convencerlos de que lo mejor para todas las personas involucradas en la investigación es no comenzarla. Hasta ese momento los entrevistados desconocen la manera en la que suceden mis pensamientos. Se los demuestro al mismo tiempo que trato de convencerlos de no contratarme.
—Déjeme pensar cómo decirle esto, señor —hice una pausa dramática y me froté la barba—. No quiero ser imprudente. Mire. El ciclo de la vida, ya lo sabe, la gente nace, crece, se reproduce y, esto es lo difícil, muere. A nadie vamos a engañar, y espero que usted viva muchos años más, pero tal vez eso no ocurra.
—¿Qué tiene que ver mi edad con lo que quiero saber de mi hijo?
—Trataré de ser rápido y de no molestarlo con mis comentarios, que no son innecesarios, sépalo de una vez. Usted tuvo un hijo cuando era una persona mayor y, no es de mi incumbencia, pero esto es una realidad y esperemos que así sea, todo padre desea que su hijo viva mucho tiempo más que él, resulta probable que ustedes compartan pocos años más en este mundo. Su hijo vivirá la mayor parte de su vida sin usted. O en esta vida, por lo menos. ¿Es usted creyente?
—No.
—Deje ser a su hijo, señor Cosío. Disfrute su tiempo con él.
—Tengo mis motivos.
—Estoy seguro de que los tiene. Y que podrían ser válidos.
Pero aquí entra otra de mis dudas. Es mi deber exponérselas antes de cerrar un trato. Mire, yo también soy padre —mentí—, y todos los padres sabemos que hay una fuerza muy poderosa: la negación. Usted viene aquí con una duda legítima y yo me pregunto, mi trabajo es preguntarme todo, qué vulneró semejante fortaleza. Tengo dos teorías que salen así, de golpe. Una: o su hijo es visiblemente homosexual, un marica, como los llaman, y entonces la investigación es innecesaria; o bien, y ésta es mi segunda hipótesis, usted entró a un camino de razonamientos acelerados, tal vez por un miedo inconsciente que devino en discernimiento, provocado por motivos ajenos a lo perceptible. Si yo fuera un psicoanalista, afortunadamente no lo soy, podría salirle con algo así: “Tiene miedo a morir, a dejar a su hijo solo, sin una figura masculina que lo guíe, y la manera en que se traduce el temor en su conciencia es en una homofobia moderada, precisamente, hacia su hijo”.
Temí su reacción. Estaba cabizbajo y golpeado: mi razonamiento había sido demasiado exacto. Por inteligente e idiota comportarme de las dos maneras al mismo tiempo suele ser mi debilidad— iba a quedarme sin trabajo. La próxima cita con un cliente podía ocurrir en semanas, tal vez meses. Además, el banquito que vino con el despacho había terminado con mi coxis.
—¿Qué lo puso a dudar, señor Cosío?
Como esperaba, olvidó mi predicamento y sacó de una bolsa interna de su chamarra un libro. Me lo extendió.
—¿Acaso es normal que un muchachito se interese por un título así? —me preguntó.
Era la primera edición en español de Arthur y George, la novela de Julian Barnes. En efecto, los editores del libro habían elegido una portada que podía prestarse a confusiones. Dos sombreros masculinos se encuentran colgados en un mismo perchero. Leí la contraportada con el señor Cosío en mis narices: parecía un thriller. Arthur, el del título, es Arthur Conan Doyle, el autor de Sherlock Holmes. George también es un personaje histórico: George Edalji, un joven de origen hindú inculpado injustamente de atrocidades, víctima de racismo, a quien Arthur Conan Doyle ayudó de algún modo. A grandes rasgos eso era toda la información que podía obtenerse al leer la contraportada, además de los elogios de unos cuantos críticos. No se insinuaba una relación amatoria entre los personajes: sólo era una novela policiaca con dos hombres como protagonistas. Eso puede resultar desagradable, de mal gusto, pero no convierte a sus lectores en homosexuales. Fue interesante descubrir que un historiador no se hubiera tomado la molestia de leer la contraportada para obtener conclusiones por sí mismo.
Le regresé el libro que ni siquiera miró antes de meterlo en su chamarra. ¿Habría perdido sus lentes? ¿Podía ver vasos caer pero no letras pequeñas? Era posible, mas no quise preguntárselo. Era el momento de la venta y ya casi se me escapaba. No dije nada y ese mutismo sirvió como respaldo a sus temores. Fue como si mis conclusiones sobre el libro, expresadas a través de una omisión, avalaran su hipótesis. Le pedí que devolviera el ejemplar al sitio de donde lo sacó, por el bien de las pesquisas. Aunque parece difícil que alguien extravíe un libro y por ello intuya que está siendo investigado, era importante no dejar ninguna pista suelta. Luego hablé de dinero.
—Debo ser honesto con usted: puede que mañana mismo tenga una respuesta, pero a lo mejor pasa un mes y en él no obtuve ni una pista más allá del título de un libro que pueda llegar a sugerir, bajo un pensamiento sugestionado, que se trata de una pareja de homosexuales. De modo que en esta ocasión no cobraré por el caso, sino por el tiempo que me tome averiguarlo: dos mil quinientos pesos cada semana. Cobro al principio de la semana y aunque hoy es miércoles el resto de las semanas comenzarán los lunes. Si descubro lo que me pide cualquier día de la primera semana de trabajo, cobro la semana entera; si lo hago en cualquier día de la segunda, cobro la semana entera; si no descubro nada en la cuarta, me doy por vencido. No tengo recibos de honorarios y sólo acepto pagos en efectivo. Si decide suspender la pesquisa, le cobro un mes entero.
Le extendí la mano y cerramos el trato. Sentí lástima por él mientras salía con esas piernas delgadas que parecían no cargar nada, ni un cuerpo. Había reparado en su delgadez inusual: ¿por qué no había hecho más énfasis en la flacura de mi cliente mientras viajaba entre suposiciones?, ¿los reflejos del anciano, tal vez casuales, me habían deslumbrado? Sacó los dos mil quinientos pesos de su cartera como quien compra una manzana y eso me bastó para decidir que no gastaba en medicinas. Cerré la puerta de mi despacho cuando lo vi dirigirse hacia las escaleras.
Regresé la mesa, la silla cómoda y el banco a la habitación que suelo usar como despacho. Vi la basura en el piso, bolsas de plástico pegadas unas a otras y colillas de cigarros, pensé en mi última mujer y en su manera de abandonarme, recordé su ingenuidad: cómo trató de ocultarme su paradero, como si yo no fuera un detective privado y aprovechara cualquier misterio para desanudarlo. En eso pensaba cuando noté que había olvidado pedirle al señor Cosío algún dato para localizarlo. Había olvidado también otras minucias: la foto del hijo o algunas pistas sobre sus movimientos. Qué vergüenza. La falta de trabajo me había oxidado. Bajé a la calle y no lo encontré por ningún lado aunque debo admitir que sólo moví el cuello en varias direcciones. Cualquier esfuerzo, pensé, iba a ser innecesario: uno siempre regresa al lugar donde pueden resolverse sus inquietudes, y ese viejo, después de semejante exhibición, debía ver mi despacho como si fuera una basílica. Regresaría un día después, ni uno más, y podía jugarme la profesión en ello.
Dos días después de la entrevista hallé el obituario de mi cliente en un periódico. Ernesto Cosío Zamudio, D.E.P, vivió setenta y nueve años. Su único hijo, o eso supuse porque no aparecían otros familiares en la esquela, lo recordaba como un hombre íntegro y demás adjetivos al mismo tiempo aduladores e imprecisos que pueden adornar la frente de cualquiera. Recorté el obituario. Más tarde lo utilicé como separador en mi edición de Arthur & George.