En el cauce del sueño
Jorge Esquinca, Luis/Caballo y yo nos conocemos desde hace tanto tiempo que se impone, me parece, una mirada hacia atrás, no con ánimo nostálgico sino queriendo con ello contextualizar el significado de este libro que es producto de la creatividad y el talento, pero también, estoy seguro, de la amistad. Aunque no lo sea, me siento un poco autor y me siento parte del resultado de este libro, aunque sea solamente por tantos años compartidos. Además, ellos y yo hemos cruzado ya el umbral de eso que se conoce como “tercera edad”, y ya se sabe que a estas alturas a uno le da por revisar las cosas del pasado.
Jorge, Caballo y yo coincidimos hace más de cuarenta años en una carrera universitaria, la de Ciencias de la comunicación, del iteso, en un momento en el que compartíamos una especie de desorientación vocacional. Llegamos ahí muy jóvenes, indecisos, sin saber muy bien qué hacer con nuestros respectivos intereses artísticos. Por diferentes motivos no nos animábamos a afrontar una carrera de artes y encontramos en la comunicación un espacio con un relativo prestigio, generoso y amplio —y también, hay que decirlo, vago e impreciso— como para tratar de encauzar ahí aquella vocación artística en ciernes.
Yo tenía un indudable interés por la música, Jorge por la literatura y Caballo aún no se encontraba, me parece, con este oficio al que habría de dedicarse después, la fotografía, pero tenía sin duda una vocación humanística que se expresaba de varias maneras, sobre todo mediante ese espíritu rebelde y la personalidad contestataria y desafiante que conserva hasta el día de hoy. (Entre paréntesis recuerdo que comenzamos a llamar “caballoica” a cualquier ocurrencia extravagante).
En aquella carrera coincidimos también con varios personajes más o menos afines con quienes compartíamos esa misma comprensible desorientación vocacional: Ricardo Orta, Juan Carlos Ramírez, Memo Corona, Rubén Orozco, y emprendimos juntos algunos proyectos escolares que, sin embargo, buscaban un lugar fuera de las aulas. También tuvimos maestros inspiradores, quienes en mayor o menor medida contribuyeron a abrirnos cauces de exploración para nuestros intereses. Pienso en Xaviercito Gómez Robledo, José Luis Pardo, Jorge Paredes, Laura Magaña, por citar solamente a algunos.
Con los años pasaron muchas cosas: nos casamos nos descasamos y volvimos a casar, tuvimos hijos —y ya estamos en edad de tener nietos—, fuimos definiendo con más claridad nuestros intereses profesionales. Yo me he dedicado por partes casi iguales a la música y al periodismo, Jorge se decantó decididamente por las letras y, por medio de diversos proyectos editoriales y muchos libros publicados, ha ido consolidando un prestigio que lo coloca como uno de los mejores poetas del país; Luis/Caballo ha hecho de la fotografía su medio de expresión y supervivencia en facetas diversas: la enseñanza, el trabajo con niños, los proyectos editoriales, la promoción de la foto, el rescate de insólitas y casi arcaicas técnicas —como las cámaras estenopeicas y los procesos como el del platino-paladio, entre otras cosas— y, por supuesto, su trabajo personal como fotógrafo, del que hoy tenemos con este libro una muestra que para mí es muy representativa de sus intereses artísticos.
En todo este tiempo transcurrido ha habido temporadas en las que nos hemos visto más que en otras, pero tengo la certeza de que ha permanecido entre nosotros la amistad, el cariño y la admiración. Creo, pues, que este libro es una celebración del talento, la perseverancia y la amistad.
Sé que este proyecto se ha venido cocinando desde hace años. Caballo hizo muchas tomas fotográficas en Xilitla, en San Luis Potosí, hace tiempo. Se trata de ese lugar alucinante que se conoce como Las Pozas y que es un jardín escultórico en plena huasteca potosina concebido por Edward James. Se llevó su cámara y congregó a un par de modelos a quienes les pidió que posaran desnudas entre las construcciones y la vegetación exuberante. La idea de hacer algo especial con ese material fotográfico estuvo siempre ahí y tanto a Jorge como a mí, Caballo nos ha compartido esa inquietud en diferentes momentos. Sin embargo, por una u otra razón no se había podido concretar. Hoy, gracias a complicidades varias, entre las que hay que destacar la del magnífico impresor Elías Ortiz, es una realidad. Y un ingrediente adicional, que sin duda ha contribuido a hacer realidad este proyecto, es el exilio voluntario de Jorge y Caballo al hermoso pueblo de San Antonio Tlayacapan, en la ribera de Chapala, donde ahora son vecinos.
En el hermoso y sugerente texto que ha escrito Jorge para el libro habla, entre otras cosas, de ese “otro mundo” creado por Caballo con sus imágenes, y eso es precisamente lo que a mí me ha fascinado más de este proyecto. Son varios los mundos de los que Caballo ha echado mano para crear el suyo propio, mundos que interactúan: el de la naturaleza salvaje y exuberante de la selva potosina; el de las construcciones surrealistas que Edward James edificó ahí como una especie de contraste con la brutal naturaleza; el de las desnudas y durmientes bellezas que aparecen como elementos oníricos; y el “otro mundo” imaginado por Luis con todos los ingredientes anteriores y que se hace visible gracias a su pericia fotográfica y su buen ojo. El resultado es todo lo anterior pero también otra cosa: no es la selva, no es el surrealismo, no son los desnudos: es el ojo de Caballo imaginando un mundo inexistente.
La riqueza de sugerencias que podemos encontrar en estas imágenes es inagotable: las “bellas medio durmientes y medio despiertas” a las que se refiere Jorge en su texto aportan un ingrediente vital, el de la “belleza convulsiva” de la que hablaba André Breton, citado por Esquinca. Y las lecturas de estas imágenes caballoicas son también, como sugiere Jorge, múltiples, cada espectador puede construir su propia historia a partir de ellas. Una posibilidad es, dice Esquinca, pensar este conjunto de imágenes a la manera surrealista, como “una maquinaria que no solamente produce sueños, sino que atrae a soñadores cómplices”.
Yo digo que contemplar largamente estas fotografías es adentrarnos en un sueño y convertirnos justamente, como quiere Jorge, en cómplices soñadores.