Tierra Adentro

Dio la casualidad de que, de niño, mis hermanas y mis primos y yo tuvimos la oportunidad de ir a Ixtapa Zihuatanejo de vacaciones, en más de una ocasión. Cuando íbamos, nos quedábamos siempre en una casita que estaba en el fraccionamiento desarrollado en los años setenta por fonatur. Nos encantaba. A diferencia de la ciudad, en Ixtapa podíamos estar solos, por nuestra cuenta, sin la vigilancia de los adultos mientras paseábamos por ese lugar selvático que tenía para nosotros un aura medio fantástica. Durante los días que pasábamos ahí, nos sentíamos en plena libertad de “explorar” el sitio, invadiendo propiedad privada o atravesando la selva como si nada, hasta el día en que una boa salió de ahí adentro y se estacionó a media calle frente a nosotros.

Ixtapa era un lugar raro. Medio vacío, medio abandonado, medio tragado por la selva que alguna vez habían tratado de talar para desarrollar el turismo. Era como un lugar en ruinas. Aquel fraccionamiento estaba lleno de casas abandonadas o de casas horribles que según esto pertenecían a gringos y canadienses pero que nunca estaban abiertas, además de muchas construcciones a medio terminar, obras negras que la selva ya había vuelto a devorarse. En las calles había coches oxidados que ya no prendían, lanchas maltrechas, pilas de cascajo que nadie se llevó nunca. Otro tanto podría decirse del pueblo, construido en un estilo pseudocolonial: fuera de tres o cuatro negocios exitosos, el resto de los locales habían tronado o nunca se habían ocupado en primer lugar. ¿Y esas calles que no llevaban a ningún lado, que se interrumpían de repente frente a los árboles cubiertos de enredadera? Todo Ixtapa era así. Así era.

Los arqueólogos cuentan historias. Escarban entre las piedras, descubren pirámides que al ojo común parecen cerros, trabajan con los restos materiales que el tiempo preservó e indagan en las leyendas, mitos e historias que perduran en la memoria colectiva de la gente. A partir de estos fragmentos trabajan, no tienen nada más. Especulan, aventuran, infieren, discuten entre ellos. Todo arqueólogo sabe que hay un componente de ficción en sus teorías, en las historias que nos cuentan de las civilizaciones del pasado, porque desde sus propias vidas y su propio tiempo, con recursos muy limitados, tratan de reconstruir una forma de vida ajena y distante. Quizá por eso las ruinas que más nos cautivan son a menudo las que también nos resultan más lejanas, más raras, menos posibles, menos modernas.

En una de las memorables reflexiones que abundan en Tristes Tropiques, Lévi-Strauss habla de esto y de la apasionante dificultad de indagar en un pasado del que no parece quedar evidencia alguna:

La base de nuestra especulación es tan precaria que incluso el reconocimiento más insignificante del terreno pone al investigador en un estado de incertidumbre en el que oscila entre la más humilde de las resignaciones y la más loca ambición […]. Nada es posible, así que todo es posible. La oscuridad que tratamos de asir es tan gruesa que no nos permite hacer ningún pronunciamiento al respecto: ni siquiera podemos decir que esté condenada a durar.[1]

¿Pero qué historia nos contaban las ruinas de Ixtapa, ruinas casi contemporáneas a nosotros y ciertamente contemporáneas a la generación de mis padres? Uno podría imaginarse que ciertas casas contaban la historia de políticos demasiado ambiciosos, que otras —las más ornamentadas— hablaban de corrupciones y lavados de dinero, que el mexican curio o el estilo south beach relataban las historias de gringos que se habían quemado su fortuna en cocaína o a los que no les había alcanzado para retirarse en Florida. En conjunto, sin embargo, contaban la historia de un progreso que se había anunciado a tambor batiente en los setenta y que nunca terminó por cuajar en Ixtapa. Como en tantos otros lugares del país, el desarrollo había llegado un buen día en busca de fortuna y se había alejado en el momento exacto en el que ésta dejó de parecer factible, dejando a su alrededor un sitio sin terminar, a medias, en ruinas. Más adelante en su historia nuevas promesas traerían nuevas oleadas de desarrollo, pero tampoco éstas durarían demasiado. Por lo que a mí respecta, sólo en retrospectiva entendí que el aura fantástica que yo le adjudicaba a Ixtapa tenía que ver con todo esto: era la visión de un niño de la Ciudad de México cautivado por un lugar muy diferente, con otro clima y otro ritmo, con plantas y animales que no veía nunca en la ciudad, un lugar que además parecía haberse quedado congelado en una promesa del pasado.

Cuando entré por primera vez a Las Pozas —el “jardín” o “espacio escultórico” o lo que sea, de Edward James en Xilitla—, recordé de inmediato la fascinación que me provocaban de niño las ruinas en general y las ruinas modernas de Ixtapa en particular. No creo que sea difícil dejarse fascinar con esas estructuras y construcciones tan raras, tan fragmentarias, tan entretejidas con la selva de la Huasteca. Las Pozas es otra ruina, otra ruina moderna, pero una pensada en estos términos desde el principio. Una imaginación infantil podría volverse loca ahí adentro, especulando sobre la civilización a la que James dio forma en su imaginación arquitectónica. ¿Quiénes eran las gentes que nadaban desnudas en esas albercas naturales? ¿Qué lenguas hablaban? ¿Qué gobernante había ordenado la construcción de esos pasillos vigilados por serpientes de piedra? ¿Cómo se llamaba ese príncipe caprichoso que había mandado hacer una escalera nada más para sobrepasar la selva y ver el cielo de noche? ¿A qué culto pertenecían esos dioses representados como pájaros y orquídeas? ¿Qué profecías escuchadas dentro de esa esfera cubierta de musgo habían predicho el fin de su hegemonía? Xilitla es también una ficción, una ficción escrita con piedras, concreto, plantas, animales y agua. Me recuerda a Kalpa Imperial, uno de los proyectos literarios de Angélica Gorodischer: una serie de contadores de cuento buscan reconstruir toda la historia de un cierto imperio, pero para hacerlo sólo disponen de un puñado de ruinas, fragmentos y memorias a la mitad. El resto se lo tienen que inventar ellos mismos, como los arqueólogos.

Pero Xilitla, la Xilitla de James y sus Pozas, es parte también de la historia del progreso y de la modernidad en México. James no llegó por mera casualidad a la Huasteca, mucho menos de milagro. Su llegada a México, para no ir más lejos, es parte de los mismos intercambios cosmopolitas de la primera mitad del siglo xx que trajeron a Trotsky a Coyoacán, a Breton a la Ciudad de México dos años antes de la exposición surrealista del 40 o a exiliados españoles como Luis Buñuel o Remedios Varo, por mencionar sólo algunos casos más o menos relacionados con el surrealismo, como el propio James. Y James veía a México, además, con lo que Mary Louise Pratt llamó alguna vez “ojos imperiales”. Los ojos de los conquistadores, de los colonizadores, de los naturalistas para quienes América fue, desde su descubrimiento, un espacio para ser explotado económica, política y científicamente. Un espacio que además era considerado exótico y fantástico porque era ajeno y, en teoría, irracional. En Surreal Eden, la biografía de Margaret Hooks sobre James, la autora misma se deja llevar por estas nociones cuando dice que “fue sólo en esta remota región de México, en este ‘otro’ mundo, lejos de los críticos enloquecedores, donde [James] pudo convertirse en un artista de verdad”.[2] Después nos recuerda que la mansión aristocrática de su infancia estaba plagada de los tesoros, objetos y animales disecados que sus tíos traían de sus expediciones y cacerías por el mundo. Y cuando James emprendió la ida a la Huasteca en 1945 en busca de una orquídea salvaje que le dijeron que crecía ahí, estaba repitiendo —conscientemente o no— la narrativa de cientos de exploradores, naturalistas y antropólogos (incluyendo a Lévi-Strauss) que se habían adentrado en el territorio con promesas de riqueza financiera, científica, artística o intelectual. Una narrativa que El abrazo de la serpiente (2015), la película del colombiano Ciro Guerra, captura mejor que nadie.

A decir verdad, en un principio, antes de las esculturas, James concibió Las Pozas como el sitio ideal para coleccionar plantas y animales exóticos que mandó traer o fue a buscar a distintas partes del mundo. Surreal Eden contiene varias anécdotas al respecto: cocodrilos muertos en tinas de hotel, boas enredadas en las patas de una cama, orquídeas que perecieron en un incendio. La idea era convertir a Las Pozas en un archivo viviente de todas aquellas especies que a James le parecían ajenas y, por lo mismo, extrañas y fascinantes. Zoológico, aviario, jardín botánico, estos espacios prototípicos del proyecto colonial —que es el proyecto moderno— yacen en los orígenes de Las Pozas.

En una anécdota interesante del libro de Hooks, la autora relata que fue gracias a la fortuna e influencia de James que el pueblo de Xilitla pudo terminar de electrificarse. James en un principio no quería llevar electricidad a Las Pozas, pero finalmente se dejó convencer con la esperanza de volverlo un lugar más rentable económicamente (quería poner una fábrica de enlatados en una parte del terreno). Una vez convencido, decidió darle una dimensión estética al asunto. Construyó entonces esculturas para los cables y realizó todo tipo de instalaciones de luz entre las plantas, las piedras y las cascadas. Hooks recupera el testimonio de Abdón Martínez, uno de los albañiles de Las Pozas, el día en que James prendió el switch por primera vez:

Todo mundo estaba ahí… Don Eduardo [James] había subido solo a las cascadas, al lugar a donde iba a meditar…. Habían puesto luces para alumbrar las cascadas, luces verdes, luces rojas, luces amarillas. Entonces encendieron el interruptor y, de repente, hubo una explosión de color por toda la selva, todo se encendió, y había una luz en cada detalle, una roca aquí, un árbol allá. Y él estaba tan contento, sentado allá arriba en las cascadas, viéndolo todo.[3]

El progreso había llegado, nada menos que de la mano de James, el mecenas aristócrata, el artista surrealista, el tío Eduardo. Había llegado, además, en la forma de un espectáculo en medio de la selva, un acontecimiento artístico cuyo creador vigilaba desde la cascada. Por eso creo que hay que tener cuidado de esas opiniones que se lamentan del estado actual del sitio y proyectan una imagen de unas Pozas perdidas entre la selva, inmaculadas, secretas. Para ellos, Las Pozas es un sitio que antecede y nada tiene que ver con la modernidad que ahora trae turistas por la carretera. Pero no hay pureza en Xilitla, lo que hay es contaminación, algo que queda claro al ver esa arquitectura tan ecléctica e imaginativa como un álbum orientalista medio comido por las plantas. Arquitectura exótica y arabesca, empresas coloniales, novelas de aventura, bestiarios, invernaderos, todo se condensa ahí, todo se materializa. Las Pozas es uno de esos sitios cuyo poder estético surge justamente del hecho de que logran entramar los sueños, ambiciones, violencias y dinámicas que rodean al paso de la modernidad en una periferia como México. No digo que no deba discutirse la cuestión de cómo preservar y qué hacer —o no— en y alrededor de un sitio como éste, al contrario. Sólo digo que esa ficción de la Xilitla de James como un paraíso premoderno no aporta demasiado a la discusión, sobre todo porque nunca existió.

En el fondo yo creo que James era consciente de todo esto. Pienso que sabía muy bien que él representaba una modernidad que en un lugar tan aislado como Xilitla estaba condenada a llegar por oleadas, a medias, con violencia, dejando a su paso una serie de ruinas en la forma de edificios abandonados, líneas férreas oxidadas, hoteles a medio acabar o calles de asfalto quebradas por la mala hierba. Justo como Ixtapa. Creo de hecho que el carácter inconcluso que caracteriza a Las Pozas tiene que ver con esto. Ahí radica el punto mismo de construir una ruina con cemento moderno, de levantar una serie de estructuras, fragmentos y promesas para luego dejarlas a la mitad y permitir que el tiempo y la vegetación hagan su trabajo. Y así, sin terminar, volverlas, al igual que las ruinas de Ixtapa, una permanente obra negra.

[1] Claude Lévi-Strauss. Tristes Tropiques. New York: Penguin, 2012: 260. Traducción mía.

[2] Margaret Hooks. Surreal Eden. Princeton: Princeton Architectural Press, 2006: 9. Traducción mía.

[3] Margaret Hooks. op. cit.: 150. Traducción mía.