De la senectud y sus ficciones
En este ensayo, Penélope Córdova nos invita a reflexionar sobre la senectud y sus consecuencias, distinguiendo entre la longevidad venerable y la que es, por el contrario, abominable.
De todas las ruinas del mundo, la
ruina del hombre es, con seguridad,
la más triste de contemplar.
T. GAUTHIER
El paramédico Martín Fregoso le limpiaba a mi abuela la sangre seca encima del labio con un algodón remojado en Isodine. Mientras, quizá por cortesía innecesaria hacia nosotras, se explayaba en dulces devaneos sobre las bondades y ternuras de la vejez. Aseguraba que él, un hombre de unos treinta y pocos años, deseaba, si Dios quiere, llegar a esa edad tan bonita; quiero que me cuiden y que me consientan, que se ocupen de mí, que me cuenten historias. Mi tía y yo nos miramos y supongo que en ese momento las dos pensamos lo mismo: no, no quieres.
Mi abuela nació en Málaga y tiene noventa y cinco años, pero en su acta de nacimiento, por un dato alterado seis años a propósito por su madre cuando llegaron a México, indica que ahora tendría ochenta y nueve. Mi anciana abuela, la madre de mi padre, que cada enero desde hace veinte años aseguraba que no llegaría a diciembre, ya no tiene ahora ni voluntad ni dientes para pronunciar esa frase que en ella era tradicional. «Yo ya no tengo que estar aquí», suspiraba a modo de conclusión. Vivió con mi tía durante algunos meses cuando fue evidente que ya no era capaz de valerse por sí misma, cuando llegábamos a su casa y le encontrábamos moretones en el cuerpo, resultado de caídas que nunca nos contaba, pero que eran cada vez más frecuentes. Los primeros signos empezaron hace unos ocho años. Sus primeras alucinaciones, si se les puede llamar así, eran olfativas; juraba que el vecino del piso superior se embriagaba hasta la inconsciencia; que el olor del alcohol trasminaba hacia su departamento; que esa fetidez era mortal: ese hombre la quería matar. El tufo etílico detonó la historia y el motivo por los cuales subió a discutir con el presunto alcohólico, quien no tenía idea de lo que la vieja decía. Entonces empezó a temerle y a evitarnos también a nosotras en las escaleras cada vez que íbamos a visitarla. Una vez encontré a mi abuela durmiendo debajo de la mesa del comedor para protegerse del olor que sentía que la envenenaba. «¿No hueles?», me preguntaba. Luego dejó de tejer, de ver, se le cayeron uno a uno los dientes, oía cada vez menos, empezó a tomar pastillas para las alucinaciones, la hipertensión, la úlcera y la ansiedad, pero todavía se levantaba para calentarse la comida, llamarnos por teléfono e ir al baño.
Ya en casa de mi tía, se levantó una noche para ir a la cocina y se cayó, se golpeó el rostro y se fracturó la mano al intentar amortiguar la caída. Pedimos una ambulancia para que la trasladaran al hospital, pero ella no quiso moverse de la casa. Nunca ha sido de médicos; la última vez que pisó el hospital fue cuando murió mi padre. Acaso por eso los evita. Aseguraba con necedad, en presencia de los paramédicos, que no le dolía nada, con todo y el rostro morado y la mano inmóvil envuelta en una venda improvisada. Pocas semanas después vino la dislocación del hombro, la fractura de cadera, la imposibilidad de levantarse para ir a orinar, el insomnio, la falta de hambre, los vituperios hacia nosotros, los «me quiero ir», la cuidadora de doce horas y, finalmente, hace un par de días, el asilo. El espanto en ella y la culpa en nosotros. «Es lo mejor», nos decimos e intentamos creerlo genuinamente tanto para ella como para nosotros.
Hablamos de la muerte para prepararnos: hacemos lo que hacemos porque morimos; escribimos, amamos, leemos y viajamos no sólo porque nos gusta, más bien nos gusta porque morimos. Y el caso es que vivir no nos prepara para el fin. Ni para el propio ni para el de las personas cercanas. La muerte está ahí, en un futuro ignoto, esperando su turno para cernirse sobre nosotros, en el momento menos esperado, dicen, pero es que son pocas las veces en que existe un momento esperado; pensamos en ella y le tememos, aunque lleguemos a asegurar e incluso a creer que no. Pero nadie nos prepara ni nos habla de la vejez, esa edad indeseable que los discursos políticamente correctos eufemizan de incontables maneras, pues qué es un adulto en plenitud sino un cuerpo gastado cuya lucidez se alimenta de historias propias y ajenas. No pensamos en la vejez porque no es obligatoria, uno puede perfectamente morirse sin llegar a los sesenta. No vemos la vejez hasta que está demasiado cerca, aunque de lejos tiene apariencia de blandura y experiencia. Y así es hasta cierto punto y en algunos casos, cuando las narrativas individuales permanecen intactas o sin boquetes demasiado peligrosos, de los que se puede salir con lesiones menores. Son dos edades distintas, la vejez con historias y la que ya las perdió. La primera es la longevidad venerable; la segunda, la abominable.
Cada vez que alguien asegura que desea llegar a viejo, «esa edad tan bonita», probablemente se imagina como un anciano bonachón o cascarrabias, según el temperamento, pero con mucha sabiduría, experiencia y otros sentidos encomiables perfeccionados con los años, como el común, el del humor y el de la dignidad. Recuerdo la bella apología de Cicerón, en la que argumenta los motivos por los que la vejez no es miserable. Se menciona, entre otros temas, que las grandes cosas no se hacen con el cuerpo, sino con la mente. Y que sí, la pérdida de memoria es un problema, pero hay ancianos que pueden recitar sin dificultad pasajes enteros de los dramas griegos; vaya, el deterioro de la curiosidad intelectual no es una norma, Sócrates y Catón eran ya unos ancianos cuando aprendieron uno a tocar la lira y el otro la lengua griega. Estos argumentos son hermosos, optimistas y efectivamente persuasivos porque se refieren a la edad venerable. Cicerón tenía sesenta y dos años cuando escribió el diálogo, aunque el personaje mediante el cual habla sea un octogenario. Lo que Voltaire muchos siglos después define como «una extraña enfermedad que se cuida para hacerla durar» para el romano era un don. Pienso que la vejez puede acotarse, con sus matices, como el desmoronamiento de la narrativa personal, aunque no todos estos desmoronamientos la implican.
La muerte abre un vacío. La vejez, en cambio, causa repulsión cuando se le mira a los ojos y se aspira de cerca su aliento de materia orgánica en proceso de descomposición. No se sabe de qué forma se morirá, pero existe la percepción entre los que se quedan de que suele ser demasiado pronto. Para la vejez no: para ella siempre hay tiempo, un día, una semana, unos segundos más. El tiempo se vuelve indeseable, detestable, se descoyunta, pierde el sentido, nos cambia el rostro.
El fin sin vejez representa dos situaciones simultáneas: es el término y el inicio de la ficción. Mi padre murió cuando tenía la edad que yo tengo en el momento en que escribo estas líneas. Un accidente en motocicleta acabó con su vida cuando yo acababa de nacer. Su muerte inauguró una ficción a la que me he aferrado durante más de treinta años a falta de una persona y un rostro de carne. El hombre que fue mi padre es distinto, quizá completamente opuesto a la persona que no recuerdo pero imagino, y que es casi lo mismo. Es un héroe dentro del mito familiar porque está muerto. La narrativa alrededor de él no sólo no está incompleta, sino que ha alterado su dimensión y ha crecido con los años. A nadie del resto de la familia le ha pasado algo tan significativo como morirse joven. De él no tengo nada cierto más que su nombre.
En su novela fragmentaria Desarticulaciones, Sylvia Molloy narra la relación entre dos mujeres, una que padece Alzheimer y otra, su amiga, la narradora, que va a visitarla e intenta mantener una relación que poco a poco se va llenando de olvidos. El relato de Molloy no es sobre la vejez o el padecimiento, es principalmente una historia acerca de la pérdida de las historias y el lenguaje. La condición de ML —la amiga enferma de la narradora— y la de mi abuela son pérdidas de la narrativa propia. Porque todo empieza y termina por ahí, por las historias que nos contamos sobre nosotros mismos y también por las que nos dejamos de contar, por el beodo asesino del piso de arriba, por el olvido de los muertos y de los vivos, de los nombres, de las cosas. Molloy se pregunta «¿Cómo dice yo el que no recuerda?» Uno sólo puede contarse su historia en primera persona. Pero cuando ese recurso se desbarata, ¿entonces qué?
La primera etapa de la psicología infantil consiste en identificar ese yo para después construir la primera historia sobre el mundo que lo rodea. En la vejez, esas ficciones personales son lo último que queda, lo último en caer. Cuando los sentidos están atrofiados y realizar actividades tan básicas como escuchar la radio, distinguir el rostro de quien acaba de entrar en la habitación, llevarse la comida a la boca, ponerse de pie y caminar resultan hazañas más allá de las fuerzas, lo único que queda es la narrativa. Lo que se puede contar sobre los otros y sobre sí mismo, que a estas alturas ya está incompleto, está prendido a la delgada carne con alfileres. Los hombres, dice Pascal Quignard, somos los únicos animales que estamos sometidos al relato. Somos seres narrativos. Qué es darle sentido a la existencia sino contarse historias sobre por qué es bueno seguir vivo, darse a uno mismo una muy buena razón para no dejarse matar por el aburrimiento, por las frustraciones o por la mierda del mundo.
Los últimos días de mi abuela antes de internarla los pasó postrada en la cama. Pedía ayuda cada dos minutos para que le alcanzaran los zapatos, porque quería levantarse e irse a su casa, la de su infancia, que actualmente ya ni siquiera existe. Su mente no recordaba que sus piernas ya no podían sostenerla, y estaba convencida de que en cuanto se pusiera los zapatos se levantaría e iría a su casa. Se preocupaba porque, decía, su madre se iba a enojar si no sabía dónde estaba. «¿Ya le avisaste a mi mamá?», me preguntó varias veces.
Los ancianos suelen causar algo que a menudo confundimos con el asco. Nos perturban porque, como en el caso de los dementes clínicos, han perdido la historia que los sustenta y les da identidad. La suya es una narrativa dislocada donde se forma un cuadro en el que la persona y su discurso no se corresponden. La narrativa es la medida del tiempo. Cuando se pierden las historias, se pierde también el tiempo. Mi abuela pasaba dos días continuos despierta porque estaba enferma, pero también porque no tenía noción de lo temporal; la luz natural del día y la artificial de la noche no significaban nada para ella. El tiempo, para ella, era el mismo instante alargado hasta la eternidad. Así ha sido desde hace un par de años.
La ficción es instinto de vida en el niño, y también lo es en la senectud, porque cuando algunos capítulos comienzan a borrarse, el anciano se aferra a los que todavía están más o menos claros. Son ésos los que surgen y vuelven, sin importar qué tan lejanos en el tiempo estén, para integrarse a la cotidianidad, cambian de lugar según se les necesite, tapan huecos y crean historias falsas para justificar su presencia fuera del momento que las originó. De modo que ese instinto de vida es también una pena de muerte anunciada. Es el punto sin retorno. La última ficción como antesala de la muerte.
Y cuando finalmente desaparece toda narrativa, tan sólo quedan personas sin nombre. Mentes incapaces de anclar. Bolsas de carne y huesos sin palabras ni lenguaje que no distinguen entre recuerdos e imaginación, presente ni pasado.
De la condición de mi abuela sólo puedo tocar la cáscara exterior. Fuera de mi percepción, su vejez es para mí un misterio. En realidad, por más que intente escribirlo y desentrañarlo, no sé lo que ocurre dentro de su cabeza. Sólo intuyo que la ficción es el primer y último instinto vital; que antes y después de eso, un ser humano no es más que un mamífero.