Tierra Adentro

Decía Rabelais que una botella de vino encierra la verdad. El alcohol, ciertamente, es una perspectiva, un paliativo y también un instrumento. Una perspectiva para aquellos que nunca estuvieron convencidos de ver el mundo con los consabidos ojos; un paliativo para soportar la realidad y un extraño instrumento que nos ayuda a entendernos.

El mito de Dionisio nos recuerda que el alcohol tiene su origen en el sacrificio. Siempre que estamos briagos asesinamos algo de nosotros mismos al ofrecernos como víctimas o al asumirnos como verdugos. Al nivel que sea, siempre que se está borracho se comete un acto atroz (algo sombrío, oscuro): el obsesivo divaga, el tímido se atreve, toda disciplina se pervierte y toda relajación se acentúa.

En el discurso bíblico, el alcohol interviene para explicar la posibilidad, por ejemplo, de las uniones incestuosas. Para narrar que una hija seduzca a su propio padre, o que un padre consienta que su propio hijo se acueste con su madre, el alcohol es la fórmula mágica que todo lo oscurece: la pócima de la perversión del juicio que explica, volviéndolo más impenetrable, un misterio. Noé plantó una viña y bebió el vino que más tarde justificaría que no se percatara de un incesto. Al igual que en el mito de Dionisio, el origen del alcohol en la Biblia presagia un acontecimiento inefable.

Dionisio inspiraba la locura en las ménades, éstas se entregaban a su éxtasis y devoraban jirones de carne ensangrentada. De sus largos viajes por el mundo, Dionisio experimentó el júbilo y la miseria del vino: el vaivén de la comedia y la tragedia. Llegó a Ática y fue hospitalariamente acogido por Icario y su hija Erígone. En retribución por sus servicios, y un tanto enamorado de la hija de Icario, Dionisio les obsequió un odre de vino y les enseñó a cultivar la vid. Icario invitó a beber a sus pastores de esa nueva sustancia divina; embriagados y poseídos por una inusitada violencia, no supieron de sí hasta que despertaron: al sentirse envenenados, asesinaron a Icario, según algunas versiones, desollándolo para luego arrojarlo a un pozo. Erígone, al descubrir el cuerpo de su padre gracias a su perro y al ver que había sido brutalmente asesinado, se colgó de un árbol. Dionisio sintió rencor al enterarse de la noticia de la muerte de Erígone y envió una peste sobre el Ática que provocó la locura de las jóvenes vírgenes, que terminaban por colgarse de un árbol.

Ovidio escribió que Dionisio había “seducido a Erígone con las falsas uvas”. El vino, su don, primero lo acercó a ella y luego se la arrebató. El alcohol es la euforia de una disforia —y la resaca, su contraparte, la disforia de una euforia—. Es el triste júbilo y la melancolía festiva. El borracho empieza sonriendo, pero termina llorando. Empieza reconciliándose para volver a reñir consigo mismo; luego la culpa y nuevamente el perdón y la indulgencia que él mismo se ofrece. La borrachera es un drama litúrgico del Evangelio de todas nuestras miserias y contradicciones.

Francamente, no entiendo a la gente que no toma. Pienso en lo que un amigo, que se apellida París, dijo de cierto poeta: «La poesía y la sobriedad sólo se concilian si eres inteligente». Naturalmente hablábamos de los tantos poetas que inexplicablemente dejaron el alcohol porque creían que les hacía daño. ¡Cómo si la sobriedad no fuera más terrible! Pienso también en lo difícil que debe ser vivir sin alterar nuestra percepción, sin distorsionar los sentidos, siendo completamente conscientes de lo que hacemos. Incluso Fernando Pessoa, preferentemente racionalista, bebía diario siete tragos de cierto aguardiente que lo ponía briago. «Los antiguos invocaban a las musas. Nosotros nos invocamos a nosotros mismos…» con ayuda del alcohol.

El gazmoño común dirá que estoy haciendo una apología barata del alcohol; dirá que el alcoholismo es algo muy serio, que destruye vidas y que es un problema social y de clase muy grave. El rico toma coñac y el pobre Tonayán… Digo que estoy de acuerdo en que la pobreza se soporta mejor estando borrachos. Para tranquilidad de las buenas conciencias también he de decir que si toma, no maneje. Mejor quédese tirado. Boca abajo, morir de congestión alcohólica no siempre vale la pena.

Alguien ya dijo mejor todo esto. Se llama Nicanor Parra. Cito aquí, en desorden, algunas coplas que escribió en honor de la esencia de las uvas:

El vino tiene un poder

Que admira y que desconcierta

Transmuta la nieve en fuego

Y al fuego lo vuelve piedra.

 

El vino es todo, es el mar

Las botas de veinte leguas

La alfombra mágica, el sol

El loro de siete lenguas.

 

Algunos toman por sed

Otros por olvidar deudas

Y yo por ver lagartijas

Y sapos en las estrellas.

 

El pobre toma su trago

Para compensar las deudas

Que no se pueden pagar

Con lágrimas ni con huelgas.

 

Si me dieran a elegir

Entre diamantes y perlas

Yo elegiría un racimo

De uvas blancas y negras.

Y ya que estamos hablando del tema, pues ¡salud!