El VIH/SIDA en el cine: una revisión
Las devastadoras consecuencias de la epidemia del VIH/SIDA han dejado una huella significativa sobre la producción fílmica a lo largo de cuatro décadas. El presente ensayo recorre un corpus de películas cuya trama se centra en los efectos de dicho acontecimiento. El corpus inicia en el ámbito anglosajón y se expande a los confines hispanohablantes. ¿Qué pueden decirnos hoy estas películas a más de treinta años de su aparición? Mi pregunta no se centra tanto en cómo estas películas explican una realidad histórica definida, aún con la posibilidad de acercarnos a ellas en calidad de documentos, sino en cómo, a través de la representación del cuerpo, dichas películas reflejan inquietudes, angustias, preocupaciones o creencias de su propio contexto. Es importante regresar a estos filmes para darnos cuenta de que, aún con los avances médicos, los discursos de discriminación siguen funcionando de la misma manera. Si bien se enmarcan en momentos más difíciles en relación con las muertes de pacientes seroconversos, la serofobia, los prejuicios y los tabúes en torno a esta condición médica siguen existiendo. Aún hoy, a varias décadas de la aparición de estas películas, la historia de supervivencia de otras generaciones nos interpela y nos concierne.
Se pueden distinguir dos vertientes en el cine sobre VIH/SIDA: por un lado, el cine de tendencia militante, que a través de estrategias menos narrativas —video-arte, documental, poesía, danza— enuncian desde el activismo los estragos padecidos por una comunidad al enfrentarse con la falta de acceso a la medicación, así como con las numerosas muertes. Es un reflejo de cómo el activismo contestó al estado a través de una compleja articulación de la sociedad civil inconforme con las políticas gubernamentales. La segunda vertiente obedece a los parámetros del cine comercial, narrativo, ficcional y con tintes dramáticos. Prevalece la empatía y la identificación con los personajes por encima del valor informativo, documental o testimonial.
Naturalmente, hubo entrecruces. Es en esta convergencia donde aparece Buddies (1985, dir. Arthur J. Bressan Jr.), cinta pionera en su especie. Injustamente olvidada por muchos años, la película de Bressan ha tenido una revaloración tardía. En los créditos iniciales se despliega la, hasta entonces, larga lista de víctimas fallecidas por complicaciones de sida, latinos y afroamericanos en buena medida. Buddies cuenta la historia de David, un joven y atractivo, neoyorquino que vive con su novio en un estrecho departamento (al amante, curiosamente, nunca lo vemos). David decide inscribirse a un programa de voluntariado “de amigos” para acompañar en una clínica a pacientes terminales. Allí conoce a Geoff, hombre gay moribundo con quien va forjando una corta y significativa amistad. Parece consciente que Bressan Jr. contrapone constantemente el cuerpo lozano de David, que se ejercita cada mañana, con el cuerpo debilitado y demacrado de Geoff. La idealización del pasado de Geoff, así como sus conquistas amorosas, empiezan a apoderarse de la imaginación y los sueños de David. Con un extraordinario score, Buddies escenifica y dramatiza los pactos de hermandad durante los primeros años de la epidemia.
A la postre, aparecen películas que, a través del melodrama, la comedia y el drama puro, narran ficciones en torno a hombres seropositivos. Un año después de Buddies, aparece Parting Glances (1986, dir. Bill Sherwood) comedia de enredos que narra las desventuras de Michael, un joven yuppie de SoHo que tiene diversos amantes, incluyendo a Michael (interpretado por Steve Buscemi), expareja con quien conserva una amistad. Al final, todos los caminos lo llevan de vuelta al amor que siente por Michael, quien es seropositivo. Michael es un personaje que encara su condición con cinismo. En algún punto del filme, Michael se graba haciendo una despedida a familiares, amantes y amigos, sin victimismo alguno. No hay (sobre)caracterización del cuerpo doliente: Michael pasa gran tiempo en su habitación escuchando música clásica y viendo MTV. Su cuerpo no posee ningún rasgo de afectación: no hay parches de sarcoma ni faz moribunda. Su salud es contingente, transitoria, y esto se relaciona al optimismo con la que todos los personajes salvo Michael afrontan el tema de la epidemia.
Tres años más tarde, se estrena Longtime Companion (1989, dir. Norman René) A pesar de los obstáculos para obtener financiamiento, la cinta logró ser la primera que Hollywood produjo para abordar el tema. Incluso se estrenó en México. Hoy forma parte del acervo propiedad de la Cineteca Nacional. Con una narrativa cronológica de acuerdo con los primeros casos reportados de VIH/SIDA en 1981 por el New York Times, la trama arranca con el mundo idílico y veraniego de gays blancos y de élite en fiestas. Los diálogos revelan la incredulidad y la falta de información, incluso la homofobia internalizada de la generación que padeció primero las consecuencias de la epidemia. Aunque sus estereotipos parecen disonantes a nuestra época, Longtime Companion es una historia de amistad, lazos de compañía y solidaridad. Como advierte Douglas Crimp, “la obra cultural sobre el sida ha sido realizada por aquellos que están afectados directamente por la epidemia, artistas que están infectados con el VIH o que han perdido amigos, amantes, familiares o miembros de la comunidad por culpa del sida”1. Sherwood, Bressan Jr. y René: todos tuvieron en común un fallecimiento por complicaciones de sida.
Del mismo período no podemos omitir Philadelphia (1993, dir. Jonathan Demme), donde Tom Hanks interpreta a un abogado que, por ser VIH positivo, es despedido de su empleo2. La caracterización de Hanks sugiere el lento deterioro de su cuerpo. A diferencia del resto de las películas en este corpus, Philadelphia fue un éxito de taquilla, recaudando más de 200 millones de dólares frente a los apenas 4 millones de Longtime Companion. Sin embargo, fue rechazada por el activismo gay de la época, que convenía en que el filme hizo digerible para las masas el tema de la homosexualidad mediante la inverosímil homofobia redimida del abogado interpretado por Denzel Washington. No obstante, como anota Paul Sendziuk, Philadelphia “es un momento clave en el despertar de la consciencia del mainstream estadounidense en torno al sida”. Era injusto acusar a Philadelphia de tematizar el VIH/SIDA a través del privilegio blanco que invisibilizaba la enorme lista de víctimas de las comunidades afroamericanas, latinas, mujeres y personas en situación de calle, cuando también lo hicieron, en menor medida, sus antecesoras.
En la misma década que se exhibió Philadelphia, se realizó cine documental transgresor que retrató subjetividades hasta entonces no representadas. El cine de Marlon Riggs (1957-1994) exploró los estereotipos, muchas veces nocivos, de la cultura negra en la cultura popular estadounidense, así como su sistemática exclusión. Tongues Untied (1990) es el más célebre de todos sus mediometrajes en torno a la cultura LGBT+ afroamericana. Bajo la consigna brother to brother, el filme nos introduce a un mundo de violencia, discriminación, auto/racismo de doble odio: ser negro frente a la sociedad blanca y homosexual frente a la comunidad afroamericana. A la par, Riggs cuenta su historia personal: desde infancia hasta su difícil adaptación en San Francisco, “la Meca gay”. Música, baile, marchas y slang callejero contribuyen al tono celebratorio, de lucha, supervivencia y autoafirmación. La epidemia es apenas uno de los varios temas que se diluye en la poética voz en off: “I discovered a time bomb ticking in my blood”. Única en su especie, Tongues Untied es el manifiesto de la identidad queer afro por excelencia.
En Non, Je ne Regrette Rien (1993), Riggs aludió al VIH-SIDA de forma directa y frontal. El mediometraje, que formó parte de la colección The Fear of Disclosure Project, consiste en una serie de testimonios de hombres afroamericanos seropositivos, algo inaudito y arriesgado para su época. La brutal honestidad de las entrevistas recorre temas como las relaciones familiares, la vergüenza, el estigma social, la clase, el género, la intimidad y el deseo más allá de la penetración (“sexuality is just not fucking and sucking”). Se entrecruzan el canto y las marchas, imágenes de infancia y drag queens afroamericanes. Acto de urgencia, Riggs nos entrega esta invaluable video-confesión al ser también portador del virus. Entre los testimonios, destacan las poderosas las palabras de lx performer haitianx Assotto Saint al término del filme: “Sí, fui parte de la revolución sexual. Lo hice todo y no tengo remordimientos. ¡Los baños, los bares, los camiones! ¡En Europa, en África, en Estados Unidos, en Canadá! ¡Lo hice todo y no me arrepiento de nada!”
Al abordar el VIH-SIDA, la ficción siempre resulta ineficiente frente al documental. Narrada como video-diario, Silverlake Life: A View from Here (1993, dir. Peter Friedman y Tom Joslin) es la historia de una pareja gay al enfrentarse con la muerte. Tom Joslin, profesor de cine, y Mark Massin, su ex alumno, viven juntos en fase terminal. Tom decide filmar la cotidianeidad del sida en pareja y da instrucciones a otro director para finalizar la edición de la cinta “en caso de un desastre de salud”. No recuerdo ningún otro filme que muestre al cuerpo terminal con tanta crudeza. Tom, cuyo estado es más grave, describe su infección oportunista como “murciélagos colgando debajo del tronco encefálico, devorándolo lentamente”. A la par, se entrecruzan viejas cintas de Mark y Tom asumiendo su homosexualidad en los años setentas, contrastando dos épocas y, desde luego, dos corporalidades opuestas.
Silverlake Life es una bitácora del cuerpo enfermo. En la cinta vemos no solo la enorme cantidad de medicamentos que la pareja debe ingerir día con día, sino también toda la suerte de homeopatías fraudulentas a la que, por entonces, se tenían que someter quienes padecían el virus. El espacio doméstico se transforma radicalmente al adaptarse, junto a la cama donde yace Mark convaleciente, televisores y equipos de edición. Sin preámbulos o preparativos llega la muerte de Tom casi sin anunciar por medio de un close-up a su rostro demacrado y con gran dificultad para enunciar una sola palabra. Esta imagen mortuoria ya aparecía en el arte de David Wojnarowicz en Untitled (Peter Hujar Dreaming) [1983], en la publicidad de Benetton en 1992, así como en campañas para concientizar a la poblaciones vulnerables a través del miedo. Pero la imagen del cuerpo muerto llega aún más lejos. Exceso de realidad: Mark registra el momento donde el cadáver de Tom es introducido por peritos forenses en una bolsa de plástico. Después, vemos a Mark manipular las cenizas de Tom y citar en voz alta fragmentos de un libro sobre el duelo. Sería, de acuerdo con Elisabeth Kübler-Ross, la fase de aceptación. Señala la tanatóloga que “no hay que confundirse y creer que la aceptación es una fase feliz. Está casi desprovista dsentimientos. Es como si el dolor hubiera desaparecido”3. No hay viso de esperanza en los diálogos finales de Mark, quien especula con pesimismo que “morir es solo el final y, después, solamente hay un vacío enorme y oscuro”.
Cuestionando las formas convencionales de la autorrepresentación, el cineasta inglés Derek Jarman estrenó en 1993, Blue, su última película. En ella no vemos más que una pantalla azul monocroma que alude al abstraccionismo pictórico, específicamente al azul internacional de Yves Klein. A diferencia de todas las películas anteriores, Blue se opone a la imagen y propone un régimen visual que anula la mirada. Su paradójica condición de cine sin imágenes se debe a que, a consecuencia del citomegalovirus que sufrió durante los últimos años de su vida, Jarman perdió la vista. Por lo mismo, la experiencia es sonora, casi un monólogo teatral para radio. Las disquisiciones de Jarman, además de ser poéticas al evocar mundos mitológicos, aluden a la ceguera, a las dificultades de representar el tema del sida y a la intolerable realidad de su tratamiento. Debido a su catastrófica monocromía, Blue logra ser una de las obras más complejas en la historia del cine.
Quisiera agregar a esta historia-corpus una cinta admirable estrenada el año pasado que tuve la oportunidad de ver durante una proyección en Inspira Cambio A. C. Es una significativa excepción entre todas las películas analizadas, pues, además de presentar el testimonio de hombres cis, visibiliza a mujeres trans viviendo con VIH. Permanencia voluntaria (2021, dir. Omar Gámez) surge como un proyecto para analizar las pandemias dentro de las pandemias en el contexto del COVID-19. Para su realización, se invitó a activistas de diversas generaciones radicadxs en Tlatelolco que viven con VIH para ofrecer su testimonio. La cinta se proyectó en el festival de LesGaiCineMad en Casa de América (Madrid) representando a Latinoamérica. La toma inicial presenta a lxs entrevistadxs sentadxs en una sala de cine con algunos asientos bloqueados por una cinta amarilla. Ellxs confrontan directamente a la cámara y, a su vez, son espectadorxs de su propia historia. Para el director, todxs lxs protagonistas son la misma historia. No es una pantalla, sino un espejo. Esto me hace pensar que el cine sobre VIH-SIDA no se puede exentar de entablar una relación entre espectador e imagen donde se establecen vínculos de empatía, canales de información y, a la par, se desmantelan tabúes para la audiencia menos informada.
Narrativa ansiolítica donde no se identifica la voz con el rostro, las tomas intercalan la mano de un artista trazando dibujos abstractos inspirados en las historias de cada une. A la par, otra mano nerviosa crea nudos con un cordel, cual Moira tejedora, planteando una metáfora: son las redes de hermandad trenzadas al compartir una vihda afín. Gámez entrega una potente historia de solidaridad en estos tiempos de fármaco-terror. La mayoría de los testimonios se remontan a los años ochenta, cuando se le conocía como la enfermedad de las tres H “por afectar a hemofílicos, homosexuales y haitianos”. El filme arranca con la historia de Erick, quien contrajo el virus al ser abusado sexualmente la noche de su cumpleaños. Su testimonio hace hincapié en que “también los hombres son agredidos”. Después nos cuenta sobre Gerardo, quien viaja al Amazonas para someterse a un tratamiento de ayahuasca para remediar la sintomatología del sida en la misma región donde Herzog filmó Fitzcarraldo. La docuficción nos transporta a una época sellada bajo el signo de Damocles: una espada a punto de caer sobre quien descubría su estatus serológico.
Pero la cinta también nos lleva a los desafíos del presente. El gran mérito de Permanencia voluntaria, es, insisto, contar con franqueza la historia de mujeres trans portadoras de VIH. Conocemos a Sasha, quien asegura con entereza que “ha tenido en su vida por 27 años a un marido fiel llamado VIH”; a Madre Vycktorya Letal, fundadora de la escena vogue en México, que un día vio a Cyndi Crawford y dijo “yo quiero caminar como ellas”; a Franka Polari de House of Apocalipstick y su lucha en el voluntariado y las marchas en contra del desabasto de medicamentos; a Polo Gómez manifestándose en la calle vistiendo únicamente un pañal con la leyenda “VIH/SIDA EMERGENCIA NACIONAL”: “Nuestro plan de agresión frente a la policía era meternos una aguja, sacarnos la sangre y acercarnos”. En última instancia, el propósito de la cinta es alzar la voz y unirnos. Pues ¿cómo transformar el dolor en algo poderoso y sanador, para así ayudar a otras personas que atraviesan lo mismo? Me gustaría cerrar con las palabras de la propia Sasha al término de la función. Orgullosa de compartir su historia por primera vez en una película, Sasha celebra cuán importante es “derribar nuestro propio estigma para poder ser libres”.
- “Representaciones no moralizantes del SIDA”, Posiciones críticas. Ensayos sobre las políticas del arte y la identidad, Madrid, Ediciones Akal, 2005, p. 128. Agradezco a Laos Salazar por la referencia.
- Esta película forma parte del acervo propiedad de la Cineteca Nacional.
- Elisabeth Kübler-Ross, Sobre la muerte y los moribundos. Alivio del sufrimiento psicológico, Bogotá, De Bolsillo, 2014, p. 148.