El Paso del Norte a unas horas de la clausura
Me siento sobre las barras de metal, a pocos centímetros del piso, que rodean a las columnas de la Terminal 1 del Aeropuerto de la Ciudad de México mientras espero a que un Uber me traiga el abrigo, olvidado en la percha de la entrada de mi depa. El Google Weather apenas marca 5 grados para el desierto de Chihuahua, más concretamente para El Paso, que es adonde me dirijo, así que el error inconsciente, que sigue asociando desierto y calor, me costará algo más de 100 pesos. Con la sensación de dureza en las pompis y avisado de que serán 27 minutos de trayecto, intento ejercitar el discutible arte de la espera con Catedral, el clásico de Raymond Carver.
Añadí el libro a mi equipaje de mano porque, según parece, Carver escribió algunos de los cuentos más memorables de Catedral en su breve vida, entre la depresión, el alcohol y la exaltación romántica, en El Paso. Durante esos meses en la frontera, a finales de los años setenta, conoció y se enamoró de Tess Gallagher, a quien está dedicado.
Recuerdo que, como todos los estudiantes de literatura, en mis años de universidad leí con verdadera fascinación Catedral y que, como todos, comencé a escribir cuentos al estilo Carver: frases cortas, sentido demorado, historias de desolación. No había vuelto a sus páginas, y ahora, casi veinte años después, siento una cierta condescendencia conmigo mismo o, más bien, con aquel joven de entonces. Los libros que se releen son pequeñas cápsulas de tiempo. Como me sucedió entonces, desde las primeras páginas me dejo llevar por esa prosa desértica y vagamente surrealista, me sumerjo en ese primer relato de una pareja demasiado común que va a cenar, por primera y última vez, a casa de esos amigos que tienen de mascota a un pavo real.
Llega mi abrigo y se inicia el protocolo de controles de seguridad, salas de espera y vuelos hacinados. Los pasajeros nos miramos con desconfianza. El virus se extiende pero parece que aún no nos ha tocado.
—
Para tomar un Uber en el aeropuerto de Ciudad Juárez hay que caminar a través del parking y salir del recinto hacia una carretera que transita a uno de sus costados. Desde ahí, otros pasajeros con maletas esperan a su placa y, una vez dentro, se internan por la extensión de carreteras sobre esta geografía terrosa y horizontal. Mi alerta interior se activa desde que salgo del entorno vigilado arrastrando dos maletas de ruedas, unas de ellas de un rosa bastante ridículo, y sigue en modo on mientras espero a mi conductor en el margen de la carretera. Los cielos son inmensos y la atmósfera cristalina; de la calle inhóspita solo se eleva el sonido de los coches y camiones que la atraviesan. Cuando aparece el Uber finjo una seguridad compensatoria, como si fuera un viejo conocido de estos lugares, algo incompatible con mi apariencia y mi acento extranjero.
Desde la parte trasera del coche se acumulan los kilómetros por un entramado urbano disperso y precario. Le confieso al taxista mi asombro por la distancia entre el aeropuerto y los puentes fronterizos y me responde que eso no es nada, que la verdadera extensión es la otra, la que media entre los dos extremos de una ciudad que se derrama a lo largo del muro.
Aprovecho la conversación para preguntarle por la situación en Juárez, es decir, lo que yo entiendo por “la situación”, y dice que bien, que hay mucho trabajo y mucha economía. Me cuenta de los miles de cubanos y centroamericanos que, después de esperar durante meses en campamentos improvisados, encontraron trabajo en la propia Juárez y se instalaron aquí. Tiene varios amigos cubanos y una amiga en Pinar del Río con la que mantiene contacto a través de Whatsapp; Ella quiere que le ayude a llegar a México. Pero yo insisto: que cómo está la situación de la violencia en Juárez. Que sin problema. Se matan entre ellos.
Según nos acercamos a los puentes crece mi incertidumbre. Uno imagina caravanas migrantes, bloqueos policiales y tensión en la frontera, pero la paz es absoluta. Primero tengo que ir al puente de Lerdo a que me sellen el permiso de salida de México y, de ahí, a pie hasta el de Santa Fe para pasar por el puesto migratorio de Estados Unidos. Poco antes de llegar a él, y bajo la tremenda cruz pintada de rosa y atravesada por clavos en recuerdo de las víctimas de los feminicidios, un tipo semidesnudo y embadurnado de barro se arrastra por el asfalto.
Con una moneda de cinco pesos, como si se tratara de un W.C, se abre el torno que da acceso al puente y, con ello, a la seguridad del área controlada. Inmediatamente se apaga la lucecita interior de peligro. Lo que nos han contado que es el caos quedó ahí atrás, aunque todavía quedan remanentes, como este personaje en silla de ruedas que se ofrece, paradójicamente, a subirme las maletas por este primer tramo de puente. A los costados se despliega el alambre y por abajo transcurre el río Bravo, convertido en un triste canal en cuyas riberas se prolonga el muro fronterizo, las vías férreas y autopistas que ensanchan su curso.
El agente de inmigración me pregunta en inglés a qué voy a El Paso y qué llevo en mis maletas. Luego cambia al español y me pregunta con una sonrisa si conozco Galicia. Le digo que sí, que no hay nada mejor que el albariño y el pulpo. Quizás sean las referencias más lejanas posibles, pero resultan la clave para que cierre mi pasaporte y, sin siquiera sellarlo, me invite a pasar. Eso es todo: un billete de avión, un viaje en Uber y un par de preguntas. Da vértigo imaginar a quienes avanzan por los caminos con este mismo objetivo.
—-
El otro libro que me hubiera gustado echar a la maleta, aunque sin expectativas de poder leerlo en estos días, es Meridiano de sangre. Cormac McCarthy terminó de escribirlo en El Paso tras recibir una importante beca e instalarse aquí durante varios años. ¿Cuál será la razón de que esta zona de tránsito, rodeada por fronteras naturales y humanas a los cuatro costados, haya sido el escenario de estas dos obras? A simple vista, ningún rasgo de estas calles ordenadas y de donde se ha esfumado la vida, sugiere ningún tipo de narrativa.
Camino a mi hotel, apenas a unas cuadras del centro, desde el control migratorio. El check-in no es hasta las 3pm, así que, para hacer algo de tiempo me detengo en La Malinche, un restaurante mexicano en pleno San Jacinto Square. Decoración tradicional, meseros mexicanos y quesadillas que me confirman, sin lugar a dudas, que me encuentro del otro lado del muro. Dejo una generosa propina y vuelvo al desierto urbano, solo perturbado por unos autobuses de última generación que, a pesar de circular prácticamente vacíos, se obstinan en su infatigable loop.
A la entrada del hotel hay grupos de adolescentes de iglesia. Ya son las tres. Solo quiero que me den la llave y poder descansar del viaje. Desde el noveno piso que ocupa mi habitación se observa como si fuera una maqueta de miniciudad, la oficina de correos, la terminal de autobuses, el Pare de sufrir, el café vegano, el tranvía vintage, el bar, las decenas de hoteles y parkings. En segundo plano nos envuelve el horizonte urbano de Ciudad Juárez, con sus cerros terrosos y el omnipresente mensaje sobre el más próximo: “La Biblia es la verdad, léela”.
No conozco a nadie y no quiero hacer nada más, así que fantaseo con atrincherarme en el hotel después de una breve excursión al CVS. Anochece y el aire es limpio y duro, por las calles me cruzo con otros hombres solos, supongo que con propósitos tan grises como el mío, que vagan por la ciudad antes de retirarse a sus habitaciones de hotel. Sobre uno de los edificios más altos del downtown se proyectan luces con los colores de la bandera mexicana. Sin embargo, todo parece negar cada una de las lógicas del otro lado del muro, erigirse como su exacto opuesto, como si El Paso extremara la imagen que Estados Unidos tiene de sí mismo.
—-
Me despierto antes de que salga el sol y bajo al desayuno del hotel, un buffet de colesterol y grasas saturadas, la gasolina que necesitan los cuerpos de los huéspedes. Casi todos ellos, de tallas descomunales, visten la misma sudadera sucia en la que dice “Monster Jam”. Se sientan en grupos y ríen entre sí, aunque también hay quien evita las miradas, se sienta aparte y pronuncia hastiados good mornings. Google me informa que es un espectáculo de camionetas que saltan unas sobre otras, chocan y se rebozan por el barro.
En la televisión del comedor, prendida y a un volumen considerable, solo se habla del avance del coronavirus mientras decenas de operarios de Monster Jam se ríen entre sí y tosen como si fueran personas obesas acabadas de levantar. Me sirvo una salchicha más, un último roll atiborrado de canela.
El hotel se conecta con la universidad por una recta avenida que comienzo a recorrer hasta que aparecen los edificios que dotan al paisaje de un extraño toque oriental, como si la arquitectura vernácula del Bután que inspiró el campus hubiera prescindido de toda voluptuosidad. Las superficies rectas y caqui apenas se distinguen del fondo natural ni de los barrios de infravivienda de Juárez, particularmente próximos en esta zona.
Poco ambiente, demora de unos compañeros de mesa que no se presentan, evento académico afectado ya ante las bajas de los primeros retenidos, en otras ciudades, por la pandemia. Así que toca encarar un One man show a las nueve de la mañana sobre el tema estrella de la jornada: violencia, desaparecidos, políticas de la frontera, migrantes. Y luego más mesas, y otros ponentes. Las conferencias magistrales con las que cerró el día insisten en los diferentes apocalipsis que se ciernen sobre todos nosotros. Después, un cocktail alivia el disgusto por el fin del mundo y, de paso, permite hacer un poco de networking. Me retiro antes. Prefiero repetir el ritual, ese sí decadente, de las botanas del CVS y la cama del hotel. En la televisión, algún partido de la NBA que no me interesa .
—-
A la mañana siguiente, y tras otra ronda de estertores Monster Jam, decido dar una vuelta por el Museo de historia de El Paso. Entro junto a una excursión de una escuela local. La maestra, mexican-american, y los niños, todos de nombre Jesús, se comunican en un perfecto inglés. A través de las animaciones y los objetos de época aprendemos el origen de El Paso, apenas una comunidad que se reúne, a mediados del siglo XIX, en torno al destacamento militar de Fort Bliss, actualmente una de las bases militares más masivas del mundo. ¿Cuál es “la situación” de este otro lado? Limpieza y cálculo, veteranos retirados, contratistas que van y vienen, miedo más o menos razonable a un tiroteo masivo. Sin duda, el caldo de cultivo de los personajes de Carver o McCarthy, víctimas y a la vez ejecutores de la violencia que se extiende, como un virus, por esta atmósfera aparentemente inmóvil.
Tras otra jornada en la universidad quedo con dos amigos para desembarcar esta noche en su casa. Nelson pasa por mí al parking del hotel y de allí vamos por algunos recados. Según nos alejamos en su coche de este simulacro de ciudad que es el downtown, nos internamos por el verdadero El Paso; una red de autopistas y malls marcan sus únicos referentes geográficos. Primero nos dirigimos a un Home Depot a cambiar unas herramientas defectuosas para la chimenea, y después aterrizamos en un Walmart para comprar carne y cervezas.
Ya en la casa, situada sobre una colina desde la que se extiende un horizonte lejanísimo y un cielo bíblico, bebemos y cocinamos mientras el sol se pone. Llegan más invitados, la mayoría cubanos. Hablamos de La Habana, salimos a comprar más cervezas y fantaseamos con el coronavirus. Aún no imaginamos el inminente confinamiento, pero ya circula esa alegría de las cosas que quizás duren poco, una escena imposible en el universo de Carver, donde nunca aparece un Sonos con salsa. De pronto, se hace el silencio. Alguien dice que es un puma. En el patio, un predador nos mira a través de los cristales del comedor. Se mueve con seguridad, como si conociera el lugar, mientras nosotros permanecemos expectantes, fascinados por la amenaza y la magia de su presencia. Entonces Nelson agarra un hierro de los que cambiamos en el Home Depot y hace el ademán de abrir la puerta. De un salto, el zorro desaparece en la noche.